África en la piel (III): Un gran absurdo


Por Gonzalo del Campo

      Aquel país estaba saliendo de una guerra larga y cruel. Veinte años de devastación habían sembrado la pobreza y el caos por doquier. Ciudades bombardeadas, donde los restos de edificios semejaban la caries de una gran dentadura o una enorme extensión de termiteros desiguales.

    Paradójicamente durante aquel conflicto se había descubierto la riqueza que albergaban las entrañas de su tierra, sobre todo petróleo y diamantes. Uno y otro recurso habían servido a los dos bandos en lucha para comprar armas, ayuda militar y legitimidad ante la opinión pública.

   Allí donde hubiese diamantes, la población era evacuada o sentía la urgencia de marcharse, pues cualquier persona considerada intrusa, aunque hubiera vivido allí toda su vida, era sospechosa de robar lo que, de forma automática, pasaba a ser propiedad del gobierno o la guerrilla que luchaba por alcanzar el poder.

   No fue el azar, la naturaleza, ni el entendimiento lo que acabó con la larga contienda, sino la alta tecnología, combinada con la ambición de eliminar intermediarios en el negocio de los diamantes. Un certero misil, tras una larga vigilancia previa a través de satélite, hizo volar al jefe guerrillero por los aires y puso fin, en apariencia, al largo episodio de la guerra..

   Sin embargo la paz no se presentaba muy diferente. Millones de minas sembradas junto a ciudades y aldeas, ruinas entre las que vivir sin nada. Todo se aliaba para que las gentes de aquel país iniciasen el éxodo a la urbe que, por aquel entonces, albergaba medio millón de almas. De todas partes llegaban familias, o lo que quedaba de ellas, con sus escasos enseres a la espalda o sobre la cabeza de las mujeres. Los niños no dejaban de gemir, incómodos por las largas caminatas, sin apenas alimento. El miedo a las minas les obligaba a a seguir la misma ruta y los mismos pasos que los que iban delante.

   Así, la ciudad se fue poblando de desarrapados, de aldeanos perplejos, a las puertas de un mundo diferente, con coches, edificios lujosos con luz eléctrica y agua corriente, a las que ellos, por supuesto, no tendrían acceso.

   En seis años la urbe creció hasta los cinco millones de habitantes y gran parte de ella era, en realidad, un campo de refugiados provisional, en el que sus habitantes, cada día, se aprestaban a la supervivencia.

   La riqueza del país fluía al exterior sin contratiempos. Oleadas de trabajadores chinos llegaron para reconstruir puentes, carreteras y edificios, mientras cientos de miles de hombres y mujeres jóvenes seguían mano sobre mano, ahogados en un presente tan duro como el reciente pasado.

   La ciudad, al igual que otras muchas en aquel continente, se extendía como un cáncer. Hasta los alimentos los compraba fuera aquel país y las gentes que solo recibían las migajas se veían obligadas a mendigar o a practicar directamente el robo.

   Alguien pensaba que por el hecho de estar juntos los posibles descontentos, ignorantes, además de míseros, estarían mejor controlados; y en un país vacío, que nunca supo nada de la propiedad privada, sería más fácil un reparto a lo grande en las altas esferas del poder.

   Y en ello están, los viejos que apenas llegarán a serlo, sin esperanza de volver a su aldea, los jóvenes olvidando cúal es la esencia de la tierra, pensando que todo lo que vale la pena vendrá en la panza de un avión o en las bodegas de los barcos que atracan en el puerto.

    La tierra abandonada y aún minada esperará paciente a que alguien recupere la memoria ancestral de saber que su seno es algo más que un lecho para dormir y morir bajo la luz del sol y las estrellas y una oscura materia donde enterrar los sueños. 

 

 LA LLAMADA  PERDIDA

   Cae la noche. Un silencio sepulcral invade por entero la abyecta oscuridad, presagiando las partidas de caza…

   Durante el día, por encima de todos los ruidos se alza el de los viejos aviones Yakolev y Antonov. Ya no espantan a los nerviosos monos, porque han huido o se los han comido.

   Cerca de los pequeños aeropuertos, son cientos los niños huérfanos que vagan entre la selva y los destartalados edificios de las urbes, buscando qué comer y huyendo del reclutamiento forzoso, a manos de las terribles guerrillas.

   Ya no hay perros que anuncien, con sus ladridos, su llegada a pie, en todo terreno o en furgonetas descubiertas que, son casi la postal de las guerras africanas.

   Los bultos quietos, de mujeres que escapan hacia el bosque, se hacen invisibles entre las oquedades más profundas. Si su rostro aparece en el halo de luz, están perdidas y no habrá compasión.

   Hablan las armas. Nadie duerme mientras se escucha el griterío seco de las balas y el más prolongado de las mujeres violadas.

   ¡Cuántos cuerpos se abrazan, hasta casi la asfixia  cuando, muy cerca, oyen las pisadas, el siniestro tintineo de los machetes golpeando fusiles y el encaje metálico de los cargadores, entrando en el arma.

   Cada avión que llega (lo saben hace tiempo) trae su ración de muerte. Los hombres tienen la fortuna de morir, con rapidez si hay suerte, pero ellas tendrán la desgracia de seguir viviendo desgarradas, humilladas y rotas, a merced de la noche y sus bestias. Así durante años.

   Cuando una turba armada desaparece, otra la sustituye. No preguntan si ya han sido violadas, simple e inexorablemente ejecutan el ritual de saquear los cuerpos femeninos y doblegar su corazón al miedo atroz de vivir muertas a ojos de su propia familia.

   Ya no nos hace mella el relato, cada vez más sombrío, de  cada Corazón de las Tinieblas. Quizá porque se han multiplicado como una siembra amarga en carne viva.

   ¿Qué decir o qué hacer si, a la vez, se muere mucho más de la cuenta y de la peor manera en Ramala, en Kirkuk, en el Tibet, en Kivu, en el Darfur y en las calles de las viejas ciudades y las nuevas, donde los hombres acuden como hormigas?

  Seguirán llegando los aviones, como antes los barcos, con su carga de armas. Sabremos que en un dominical otra vez sale África (aunque no en la portada), dando otra vuelta de tuerca a su imagen de tierra condenada.

  ¿Otro mensaje más, lanzado en una botella diminuta, que acabará por unirse a ese continente extraviado que crece en el Pacífico?

 Pásalo ¿A qué esperas? O mejor, piensa en la relación que hay entre tu móvil y lo que te he contado, entre nuestro bienestar y lo que está pasando.

   Siempre a otros, por supuesto.

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     No ha tardado mucho este 2006 en atraer nubarrones a un comienzo “tranquilo”. No puedo dejar de escribir del Medio Oriente, ni tampoco de África.

   El petróleo es el hilo conductor que acerca historias lejanas en el espacio pero gemelas en la esencia.

  La escasez de energía nos acucia para buscar salidas que permitan asegurar el suministro, adecuado al estándar de consumo adquirido. Las reservas dan síntomas de reservarse aún más. Se encarece cada día el acceso a ellas.

  Calefacciones a gas, millones de coches funcionando con derivados del petróleo.

   Se replantean algunos países volver a abrir nuevas centrales de fisión.

   Lo que yo me pregunto es: ¿Por qué los nigerianos intentan asaltar conducciones o depósitos de petróleo?

   La respuesta es compleja, pero una razón fundamental es el precio que  le cuesta a un nigeriano su propio petróleo.

    Sobre el Delta del Níger se han instalado las compañías extranjeras de extracción y lo están machacando, lo mismo que a sus gentes.

   Tal fue el caso de Ken Saro Wiwa, escritor asesinado, perteneciente al pueblo Ogoni, uno de los que habitan el gran Delta del Níger.

    Este pueblo protestó contra la contaminación de sus manglares y el envenenamiento de sus tierras a causa de la explotación irracional y poco respetuosa de los pozos de petróleo.

   ¿Seremos capaces los humanos de dejar de avasallarnos entre nosotros mismos algún día?

(Continuará)

*Quien lea estos textos que tienen África como motivo, han de tener presente que están escritos en los años noventa y principios de la década del dos mil, por lo que no reflejan los cambios que  el continente puede estar experimentando en la actualidad. Como, por ejemplo, los derivados de la presencia china en numerosos países del África Subsahariana y la venta a gran escala de territorios a países y empresas de fuera de África por parte de algunos gobiernos. También, por supuesto, el caos que reina en Libia tras la muerte del unánimemente reconocido como dictador Muamar el Gadafi y las repercusiones que ha tenido en países de su frontera sur.

   Comencé a escribir estas reflexiones hace más de quince años y todas tienen relación directa o indirecta con el deseo de paz y la repulsión que siempre he sentido por la explotación que el hombre hace del hombre.

    África siempre ha estado en el ojo del huracán de los abusos y hoy, como siempre, desaparece de las páginas de los periódicos, en los que habitualmente apenas asoma.

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