Por Gonzalo del Campo
Este pequeño romance fue escrito hace unos años para ser leído en el Programa de radio «La Máquina de Escribir», que lleva 15 años en antena, en Radio Sobrarbe.
Tuvo su vigencia y yo creo que aún hoy habrá muchos que recuerden este caso de uno de los primeros ediles que han gobernado la ciudad de Zaragoza. El contenido de este romance (aparte del caso concreto que se comenta) está de plena actualidad, pues a la institución protagonista se le sigue rindiendo parecida pleitesía.
NOMBRES EN MUDANZA
Quizá se le ha ido la pinza,
que tanto se dice ahora,
entre tanto evento y fasto
al edil de Zaragoza.
Ejerce el ordeno y mando
para sacar adelante
una mudanza de nombre
y cambiárselo a una calle.
Parece ser que el consenso
ha sido punto vital
para borrar de una vez
lo que había que quitar:
símbolos de dictadura,
placas a los genocidas
y soldados de fortuna
a los que premió la vida
sus barbaries y torturas
y nadie les puso brida
mientras hicieron locuras.
¿Cuántas veces Monseñor,
con su sotana y tonsura,
no bendijo ejecuciones
y siempre estuvo a la altura,
rezando sus oraciones
para procurar la cura
del franquismo y sus acciones?
Quiero decir redimirlas
con unos “ego te absolvo”
para entrar al más allá
muy limpios de paja y polvo.
Con estos antecedentes,
Belloch, el señor alcalde,
quiere plantar a Escrivá
como nombre de una calle.
Para eso nos da argumentos
chabacanos y falaces.
Dice que es mucha su fama
por ser ilustre y ser santo
y que esas son cualidades
que no merecen más trato
para ponerle una placa
a quien fue un día beato.
Canonizar es un arte
que solo atañe a los Papas.
Sin comerlo ni beberlo
los católicos lo acatan.
Hoy, subir a los altares
es cosa de propaganda,
pagar servicios prestados
a la causa de la “Casa”,
tener un pie bien plantado
entre la curia romana
y hacer, como en elecciones,
una sesuda campaña,
fletando cien autobuses,
repartiendo mil estampas,
congregando cien mil fieles
en la plaza Vaticana
y gastar unos millones
en blanquear bien el alma
de un hombre como otros muchos
con sus defectos y tachas,
que organizó el Opus Dei
y dio la mano a los fachas,
persiguiendo controlar
la política y la banca.
Si son estas cualidades
las que admira el señor Belloch
para plantarle una calle,
me pone de punta el pelo
y no comprendo que apueste
en ello todo su empeño.
Acaso no haya mudanza
en su pertinaz deseo,
quizá desee tan solo
ganarse un trozo de cielo
en un país que no es laico
aunque quiera parecerlo,
donde se mima a la Iglesia
con diplomacia y dinero,
a pesar de los mordiscos
que suelta a diestro y siniestro
por no seguir su dictado
como vasallos o siervos,
palabra que aún se utiliza
en las misas y los rezos.
No comprendo a estas alturas
que siga pagando el diezmo
un gobierno socialista,
como si aquel fuera eterno
y nunca fuera a acabarse
este secular camelo.