Colchón de púas: ‘Heterodoxia’

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 Por Javier Barreiro

  Al tratarse de cualquier desviación del pensamiento dominante, son los contextos espacio-temporales los que dan cuenta de su categorización. Así, el progreso y la civilización irían íntimamente relacionados con ella, si bien, cuando los dioses razón y ciencia han sido elevados al panteón, no han faltado respuestas que, si en unos casos pueden ser tildadas simplemente de reaccionarias, en otros han puesto alerta sobre dicha divinización.

    Aun ciñéndonos al presente, pocos conceptos habría más opinables que éste, tan dependiente de la ubicación de quien lo aplica. Ubicación que poco tiene que ver con la dicotomía derecha-izquierda. Los dos vectores han cosechado multitud de heterodoxos. Y la disidencia suele preocupar más a quienes antes han sido perseguidos, como ilustran las trayectorias del cristianismo y del comunismo, primero tan discrepantes, después tan intolerantes. Desde el punto de vista de la axiología una diferenciación patente: unos consideran la heterodoxia como un valor positivo y otros la tienen como depositaria de todas las perversiones. Seguramente, éstos y aquellos coincidirán en la calificación de heterodoxos a los mismos productos y ello puede ser un buen mojón para saber a qué atenerse.

   Por evidentes razones históricas, hasta  el último tercio del siglo XX, el término ha evocado casi siempre connotaciones religiosas. Así les sucede a los venerables redactores del DRAE que definen al heterodoxo como “hereje que sustenta una doctrina no conforme con el dogma católico”, a despecho de su significación etimológica: “que sostiene otra opinión”, se sobreentiende, como remacha María Moliner, en desacuerdo con la doctrina tenida por verdadera. Así lo aplicó Menéndez y Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles, obra pionera que ha servido de guía para las descalificaciones de unos y para las reivindicaciones de otros aunque, para vergüenza de la casta académica española, muchos de sus personajes continúen sin investigar. No han faltado quienes han atribuido la existencia del Tribunal de la Inquisición a que la Península Ibérica ha sido mejor campo de cultivo para las heterodoxias que otras latitudes. Sea lo que fuere, el llamado Tribunal del Santo Oficio deparó, además de la gravísima proscripción del cultivo de la ciencia positiva, unos usos sociales inmovilistas y afincados en el temor y la mirada desaprobatoria para cualquier novedad que perduró hasta avanzado el franquismo y que tiene su correlato en numerosas obras literarias y cinematográficas que lo denuncian. 

    La extensión y pujanza del cristianismo deparó la secuela de un desmesurado número de herejías: adopcionismo, arrianismo, carismo, catarismo, docetismo, donatismo, fideísmo, maniqueísmo, monofisismo nestorianismo, quietismo, trinitarismo… Toda ortodoxia dogmática precisa de opuestos para que sus mecanismos represores aseguren su dominio sobre los espíritus[1]. Al centro ortodoxo se le oponen heterodoxias periféricas de las que abominará con el argumento esencial de que la verdad es antigua e inmutable y lo nuevo es el error.

   De cualquier modo, a heterodoxos que lo fueron en su época, como por ejemplo, Lope de Vega, cuesta hoy otorgarles tal marbete sin caer en la ambigüedad. Y tenemos, a su vez, el caso opuesto: elementos canonizados por la Iglesia (San Agustín, San Buenaventura, San Juan de la Cruz…), por la realeza (El Bosco, Arcimboldo, Goya…) o por el régimen que encarnó con más vocación las ortodoxias hispánicas (Giménez Caballero, Luys Santamarina, González Ruano…) tienden hoy a ser vistos más como protagonistas de una conflagración con las esencias por entonces en uso que como sustentadores de los valores de quienes los magnificaron. Algo nos enseña la historia que nos negamos obstinadamente a asumir: el relativismo de toda creencia, de toda concepción. Y aunque los viejos filósofos  ya avisaron de la mayor utilidad del descreer frente a la fe, la contumacia del aspirante a creyente arrolla todos los obstáculos opuestos por la razón. La heterodoxia, como sirviendo a sus propios dioses, se resiste a ser sistematizada. Tenemos entre sus practicantes a quienes lo han sido por su propia vida (Diógenes Laercio, Torres Villarroel, Díaz Mirón…), por su tema de ocupación (el nigromante marqués de Villena, el visitante de ángeles, Swedenborg, el bandido y escritor, Juan Caballero…), por su obra (Fernando de Rojas, el abate Marchena, Mallarmé…). Tenemos heterodoxos por vivir el futuro en el presente o por mantener en el presente formas de vida arcaicas. Tenemos también la confusión entre heterodoxos y marginados. Entre estos últimos no son todos los que están aunque cierta clase de mala conciencia social pueda, a veces, intentar tal identificación.

     Cuestión más peliaguda es la de la heterodoxia en las artes que, por naturaleza, han de ser originales, innovadoras, diferentes. Todo verdadero arte sería pues un acto de heterodoxia frente a lo anterior aunque ello suponga unas fronteras demasiado dilatadas. Cuando se habla de la heterodoxia del artista suele hacerse referencia a su sentido transgresor que, en muchos casos, se lleva tanto a la obra como a la vida (Lautréamont, Jarry, Artaud, Cravan…). Inadaptación, malestar, malditismo, bohemia son caras de un mismo poliedro y una ecuación demasiado fácil, pero a menudo certera, pudiera hacernos pensar en la relación entre la magnitud de la heterodoxia y la excelsitud de la obra. Cercanos a tales propuestas transgresoras andan a menudo los trastornos psíquicos, cuestión que siempre resulta polémica y conflictiva y ha dado pábulo a  una amplia bibliografía[2]. El siglo XX con la eclosión de las vanguardias canonizó la heterodoxia, al tiempo que contribuía a su muerte. El dadaísmo o heterodoxia total termina por abocarse al nihilismo.

    Volviendo al principio, la heterodoxia del pasado es la ortodoxia del presente y la heterodoxia de hoy será la ortodoxia del mañana. Incluso en tiempos que parecen abonados a la libertad, como los actuales, al menos en el ámbito occidental, quien se opone a la dictadura cultural de la mayoría, al pensamiento vacío es visto como apestado y  se escriben leyes para hacer difíciles sus movimientos. La llamada izquierda cultural transita hoy por sendas de banalidad, santurronería y conformismo que volverían a enloquecer a Nietzsche. La corrección política se ha convertido en paradigma de pensamiento nulo.

[1] Emilio Mitre, Ortodoxia y herejía entre la antigüedad y el medioevo, Madrid, Cátedra, 2004.

[2] V., por ejemplo, el clásico de Rudolf y Margot Wittkower, Nacidos bajo el signo de Saturno, Madrid, Cátedra, 1985, cuya primera edición londinense es de 1963, o el excelente trabajo de Philippe Brenot, El genio y la locura, Barcelona, Ediciones B, 1998, publicado en Francia un año antes.

Publicado en Claves de Hermenéutica. Para la filosofía, la cultura y la sociedad,  Bilbao, Universidad de Deusto, 2005, pp. 243-245.

El blog del autor: https://javierbarreiro.wordpress.com/

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