Liberata: ‘El mendigo y la soledad’

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Por Liberata

       Sucedió en  otoño, sobre las tres de una soleada tarde, en la zona portuaria de cualquier capital de nuestras costas.  Tal vez debido a la hora, la afluencia de viandantes era más bien escasa. Se cruzaban las parejas, los pequeños grupos de turistas, las soledades…

   Una de éstas, tras pararse un momento, pareció tomar una repentina decisión, que no sería sino la de agenciarse un café “para llevar” en uno de los establecimientos existentes y ocupar cualquiera de los bancos que miraban al mar. Acababa de paladear el primer sorbo cuando se aproximó un joven que, si bien no iba vestido de Armani, su aspecto tampoco sugería que fuera a pedir unas monedas para procurarse idéntica consumición. La soledad alzó una mirada que parecía expresar, más o menos: “¿Qué tremenda desconsideración te autoriza a turbar este momento de íntima y soleada paz, mentecato?” Sin embargo, cuando tropezó con la limpidez de aquella mirada y el inicio de sonrisa de la bien dibujada  boca, detuvo la actividad de su lengua. Pese a lo incongruente de la petición, en la actitud de aquél no se advertía ni pizca de descaro. Actuaba como un niño que pidiera a un adulto algo que a éste le resultara imposible denegar. Así pues, sin mediar palabra alguna, ella abrió el bolso, extrajo del mismo un monedero y, de éste, una moneda de dos euros que ofrecería al muchacho.

-Muchas gracias, señora.

-De nada.

Por supuesto, el momento de bienaventurada intimidad pretendido se había esfumado -¡suelen ser tan frágiles!- y para recomponer la situación habría de transcurrir algún tiempo. En ello estaba la soledad, cuando el joven apareció de nuevo y le consultó cortésmente:

-¿Le importa que me siente a su lado?

Por su expresión, tentada debió sentirse de responderle que “ya se iba”, pero no lo hizo, quién sabría por qué.

-¿Sabe usted? En realidad, lo que deseaba era tomar el café en su compañía.

-¿Ah, sí? ¿Y eso? Otras compañías más de acuerdo con tu edad podrás hallar por aquí  sin esforzarte demasiado, te inviten o no a tomar algo -respondería la soledad, apurando el  último sorbo de la tonificante bebida.

-No se trataba del café, que también. Es que… usted me recuerda mucho a mi madre, a la que he perdido hace poco tiempo.

“¡Vaya!,  comenzó el cuento de la lástima… A ver hasta dónde llega.”

-Lo siento.

-Era  bondadosa y fuerte, tal como usted parece serlo. El alma de la casa. Sin ella, todo se ha desmoronado en aquel entorno que aún recuerdo como entrañable.

-¿Eres  transeúnte? Quiero decir… ¿te mueves en busca de trabajo, o algo así?

-Ya veremos. Tengo aquí una hermana que es bailarina. Y creo que va a poder colocarme como ayudante de tramoyista, o algo parecido, en el teatro. Se me da bien la mecánica. Y también  la  carpintería. Soy  portugués.  Bueno, medio portugués, medio español, porque mi padre era de Tuy.

-Una población encantadora.

-Mi familia tenía comercio en Valença do Minho. Hubo unos años muy florecientes. Cuando yo era pequeño, todos éramos pocos para trabajar en el negocio. A instancias precisamente de mi madre estudié al menos una formación profesional.  Pero, así y todo, ahora puede decirse que ya no tengo sitio, ni en el hogar, ni en negocio, ni  en el país.

-¿Y dices que tu hermana tiene la posibilidad de colocarte?

-Es posible. Esta noche ya sabré algo.

-Me alegro mucho.

Tocaba despedirse.

-¿Me permite que le dé un beso en la mejilla?

Hubo un instante de vacilación. Pero el discurso del joven parecía tan veraz…

-Bueno, como si se lo dieras a tu madre.

-De eso se trata.

     Naturalmente, hubo de inclinarse para hacerlo. Y parecía realmente emocionado cuando tomó de su mano el vaso vacío para, junto al suyo, depositarlo en la cercana papelera. Por su parte, la soledad dio un profundo suspiro  en tanto lo veía alejarse, no se sabría bien si de pena o de la satisfacción que le produjera recuperar su intimidad. Después, comprobó discretamente el  contenido del bolso. Había caminado un rato cuando introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta. Y sus  dedos tropezaron con una moneda de dos euros que no tenía porqué hallarse allí… salvo que su ocasional acompañante de aquel reciente e insólito cuarto de hora la hubiera deslizado hábilmente.

       El lapso de tiempo dedicado al análisis fue breve. Después, el rostro  de la soledad se transfiguró por la emoción. ¡Por un instante el huérfano había visto en ella a la amorosa madre recientemente perdida!

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