El frondoso jardín de Ismael Grasa

150EljardinP
Por Carlos Calvo

     Hay una sorprendente continuidad de experiencia honda en la prosa narrativa de Ismael Grasa (Huesca, 1968) que consiste en que ella la existencia se percibe como esencialmente frágil y efímera, amenazada siempre por el vacío, la nada y la más absoluta incertidumbre, incluida la de la propia identidad. Las cosas son más o menos así desde una novela temprana como ‘De Madrid al cielo’ (1994) hasta su colección de relatos ‘Trescientos días al sol’ (2007).

   Por el camino nos ha dejado el ensayo ‘La flecha en el aire’, el volumen de poemas y relatos ‘Nueva California’, el libro de viajes ‘Sicilia’ y las novelas ‘Brindis’, ‘Días de China’ o ‘La tercera guerra mundial’, con mayúsculas o sin ellas.

    Conviene recordar, no obstante, que su prosa se expresa, en cierto modo, de una manera engañosa, pues la claridad de la exposición esconde una complejidad de los trasfondos, como ocurre en ‘El jardín’ (Xordica, 2014), su último libro, cinco relatos de gran poder de observación sobre los detalles menores de la vida, a través de unos personajes desamparados, que buscan su lugar en el mundo, aunque solo sea con ocasionales fogonazos de rebeldía. No es, exactamente, una forma de huir, sino de permanecer. Es una rebeldía, por así decir, que mueve palabras, una brújula para unos personajes, al fin y al cabo, que saben estar solos, más allá –o más acá- del bien y del mal. Ismael Grasa nos acerca a las expectativas, frustradas e ilusionantes a la vez, de unos individuos que quieren encontrar la vía de escape a la opresiva realidad, tanto exterior como interior. 

    Los relatos que componen este frondoso jardín dicen más de lo que dicen contra aquellos otros alfabetos que esconden más de lo que cuentan. Grasa tiene el talento de hablar como en la calle mejorando la calle. Y en su lección no hay dogma, ni moralina, y también eso lo hace auténtico. En un momento en que todo está perversamente enredado, la escritura del oscense propone esa otra insurrección de pararse y observar. Y rechazar sin grito. Y enclavijarse mejor a la vida. Con dicha o desamor. Con soledad o sin ella. 

    Sus relatos se van cociendo poco a poco, como hila la vieja el copo, a la manera de una anticipación lenta a la tiranía de lo urgente. En ‘Instrucciones de verano’, el primer relato de este corpus, Grasa nos introduce en la fría, severa institución educativa, en el imprescindible aprendizaje en libertad, en el precio de los recuerdos familiares, en el particular o no tan particular olor de las casas, en la importancia de llamarse simplemente Julián, en los planes y los horarios, en las ausencias y los descubrimientos. 

    Y una historia nos lleva a otra, la de un vigilante dedicado a resolver problemas de lógica a la vez que es motivo de mofa a su alrededor, en la que entra en juego la memoria y la necesidad de asentir a un estado existencial, que es lo que todos hacemos continuamente. ‘El vigilante’, efectivamente, asiente el estado de un individuo que a los ojos de los demás es una especie de idiota, un tipo condenado a sus trabajos de mantenimiento, como un guardián del orden al que le quedan muchas cosas por hacer, incluso cambiar la bombilla que parpadea de una farola cualquiera. Y mientras su pareja ya está habituada a sus ejercicios de aporías y cavilaciones reflexivas o metafísicas, el protagonista se enfrenta a los borrachos de los rellanos (y los bares) o aquellos amantes que dejan a la vista los condones en el aparcamiento del colegio donde trabaja. Sus disquisiciones filosóficas, en fin, le sirven para intentar entender el conjunto del universo con la claridad de una ecuación. 

    ‘Reflejo nocturno’, el mejor relato de todos, nos sumerge, de forma especialmente conseguida, en los avatares de un quiosquero, cualquier quiosquero de la esquina de una ciudad provinciana, que sigue en la misma habitación donde creció, con sus indios y vaqueros, mientras piensa declararse a la mujer que ama, una amiga y amante ocasional que cuando habla de “la gente” parece dar por hecho que no pertenece a ese colectivo. Por supuesto, el vendedor de periódicos le hace entender que algo no tiene por qué ser malo solo porque lo haga la mayoría de las personas.

    Antes que un modo de locura, la obsesión puede ser una forma de librarse de ella. El protagonista de ‘Huellas de jabalí’, empleado de banca que deja su empleo y se refugia en el pueblo de sus padres, sale a dormir a la intemperie junto a esos mamíferos comunes de los montes españoles y mantiene un romance con una mujer tan indefensa como él. Como broche, ‘El jardín’, que da título al volumen, es un relato que, en cierto modo, envuelve a los anteriores. Y lo hace con la serena sensación, aunque sea pasajera, de estar en camino ante las contradicciones personales y los giros, acaso inexplicables, de las relaciones. Aquí, en el cierre, entre fincas y piscinas, desde lo rural a lo urbano, un joven intenta ser captado por una organización religiosa, pero al final, de alguna manera, indica el propio Grasa, “él es quien capta a su captador, quien salva a su salvador”.

    También afirma el autor que si la realidad le fuese indiferente no se dedicaría a escribir. Escribir o leer, tal y como lo entiende, no es escapar de la realidad, sino un intento de vivirla con mayor intensidad. Los libros, añade, son “una parte importante de la vida, no el fracaso de la vida”. Y este que nos ocupa es, hasta el momento, su mejor libro, unos relatos complejos en su aparente cotidianeidad, teñidos de romanticismo, de vidas vulgares y corrientes –tan verdaderas, ay-, que parten de alguna observación real, de algún tipo de inquietud, de la búsqueda, esto es, de un sentido de la realidad. Las tramas, por tanto, no son nada aparatosas, acaso para reflejar con mayor perspicacia la perplejidad del vivir, el mundo de las amistades y esas compañías que siempre marcan, a través de una existencias insignificantes a primera vista, pero alejadas, a fin de cuentas, de cualquier convencionalismo. 

    Los personajes de estos relatos están pensados como prototipos del comportamiento humano, como modelos. Y los hay ingenuos, dubitativos, arrogantes, manipulables, personajes que encarnan muchas veces el amor desinteresado, otras totalmente interesado, el acomodamiento, la resignación a lo inevitable, la fantasía creadora. Se trata, pues, de cómo sus historias los modela y cambia. El contexto es el texto del animal humano, sin engañar al lector, honestamente. Cinco relatos, en fin, que nos ayudan a entender al hombre, sus relaciones interpersonales y su apertura a la trascendencia. 

    Se ha dicho alguna vez que la literatura del oscense es conservadora, afirmación que tiene un punto de razón, pero también de sinrazón. Las obras literarias no son buenas o malas por ser más o menos conservadoras o progresistas. Lo son porque los resultados se adecúan (o no) con eficacia y trascendencia a su discurso. ‘El jardín’ es el libro de Ismael Grasa más ambicioso, complejo y rico hasta la fecha, un acto de vida que transforma lo unidireccional en multidireccional, que eleva y desborda sin traicionar los planteamientos del escritor. Como un balcón, por decirlo con Luis Landero, “ese espacio intermedio entre la calle y el hogar, la escritura y la vida, lo público y lo privado, lo que no está fuera ni dentro, ni a la intemperie, ni a resguardo”. 

    En efecto, entre lo público y lo privado, entre la alegría y la tristeza, desde el amor al miedo, desde la soledad a la dificultad de comunicarse, el narrador nos contagia un extrañamiento, un deambular cotidiano, partiendo de la vida rutinaria de unos personajes que buscan sentido a sus vidas y tratan de resolver sus contradicciones íntimas. Son personajes de carne y hueso, acaso sensibles, acaso vitalistas, que no dejan de cavar un túnel de salida hacia otro lugar. Los desdoblamientos de los personajes creados por Grasa reposan en ideas que sorprenden y seducen al lector en una huida desesperada del malestar contemporáneo, en un viaje sin retorno. 

    Nunca Ismael Grasa ha sido más sobrio y profundo, al poner en alerta nuestros sentidos mediante la épica de una banalidad aparente. Una escritura despojada que examina la verdad y la patraña, lo amable y lo rudo, la felicidad y el sufrimiento, para, en un juego de contrarios, abrir brechas reflexivas al objeto de driblar cualquier asomo de melancolía. Grasa, claro, nunca es obvio y, mucho más allá de los mecánicos romances entre contrarios, su libro propone un lúcido discurso a partir de las trampas de la nostalgia. 

    Un libro lírico, cautivador, de una extraña poesía, siempre lejos de los juegos de manos y las metáforas innecesarias, que cuenta historias cristalinas, cercanas, para dar una amplia dimensión a la existencia humana, y a la estupidez, y a sus múltiples formas de expresión. De esto, de nuestra vida, y del relato y el deseo, es de lo que habla Ismael Grasa. Porque sin relato ni deseo sobre nosotros mismos, y sobre los demás, la vida sería insoportable. Y nos tendríamos que matar.

Artículos relacionados :