Alvite o la distracción de la vida

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Por Carlos Calvo

     Se ha muerto, ¡maldita sea!, José Luis Alvite. El gran Alvite. Se cierran para siempre las puertas del Savoy y su particular universo de luz y sexo, de sueños y jazz, de putas y matones, de personajes atrabilarios con los que poblaba paisajes inexistentes, las zonas más oscuras del alma.

    Cuando supe de su enfermedad (”dos golpes en un solo mazazo”, le escribió a Carlos Herrera), me descorazoné sobremanera. Le dediqué, hace un par de años, en estas páginas polleras, unas palabras que ahora rescato. Y él las agradeció. Todo un caballero, de una capacidad de fabulación inagotable. Se me fueron, tiempo ha, Joaquín Aranda, Francisco Umbral, Joaquín Vidal, Ángel Fernández Santos, Jaime Campmany, con los que me desayunaba un café, siempre solo, cuando las mañanas todavía eran noches, un revulsivo innegociable para lo que quedaba del día. Y, con ellos, aprendí cada mañana a agradecerles esa ingenuidad siempre renovada de descubrir la novedad de la vida. Hoy, sin embargo, ¿quién me queda? No habrá más artículos del nueve largo para alegrarme el día. Releeré sus libros y columnas para no echarle tanto de menos. Era el último mohicano del columnismo, una combinación única de aspereza y ternura. Su columnismo nunca nació de esa erudición artificial que saquea los diccionarios para escribir un artículo que no dice nada. Sus imágenes desbocadas eran un manantial inagotable de paradojas, la retórica de la poética iluminada. Sus frases, llenas de tabaco y alcohol y mujeres, de amistad y lealtad, de delitos y faltas, recalaban en el cine negro, en el lejano oeste, en la pintura de los perdedores, los antihéroes, los escépticos, en los relatos de Dashiell Hammet o Raymond Chandler. Era capaz de condensar en unos cuantos conceptos puros, descarnados, sin abusar de las metáforas, lo que parecía la experiencia de toda una vida. En el fondo, él sabía que había más literatura en la máscara funeraria de Dillinger que en las obras completas de Flaubert. “Las horas perdidas en los bares sin horario”, escribe Javier Ors, “le inocularon un filosófico escepticismo, una lejanía sentimental que a veces nos recuerda qué es la nostalgia. En esos tiempos aprendió a cargar las palabras con pólvora, a convertirlas en balas certeras. Por ese motivo, sus frases resuenan en nuestras acomodadas conciencias como el eco de un disparo inoportuno”.

     Siempre nos queda tiempo, aunque no sepamos cuánto, para apurar los últimos cigarros, los últimos tragos de whisky, el último gancho en cualquier ring del mundo y las últimas notas de ese piano en el que Sam vuelve a tocar otra vez y siempre. Acaso quien está sentado en la cola del piano tras la penumbra no es la dama que nos espera sino el que viene a precintar las manos del pianista. Sí, lo sé, soy un ingenuo. Y, peor todavía, a veces me levanto mucho más alelado de lo que acostumbro y espero que la cafetera hierva sin haberla puesto. Y que el pan se tueste sin electricidad.

     Abro el periódico mañanero y no encuentro, maldita sea, la columna del gran Alvite. Decía Virginia Wolf que “si no dices la verdad sobre ti mismo difícilmente podrás decirla sobre los demás”.  José Luis Alvite es de esos, un escritor de raza que, conociéndose, emplea sus conocimientos para decir las verdades del barquero. Y en una prosa divertida, fluida, elegante, de una apariencia ligera que esconde, ay, las profundidades de la existencia humana.

     Aquí, en Zaragoza, hay muchos individuos que se creen intelectuales y no saben, los pobres, que no lo son. Recuerdo uno, cuando le decía que leyera la columna de Alvite, que renegaba de un placer inigualable con la peregrina excusa de que se negaba a leer un periódico conservador, de derechas. ¿Qué es, si no, el diario decano de la capital aragonesa, en el que escribe? Zaragoza, además de inmortal, es una ciudad provinciana. Aquí uno habla del otro, el otro del de más allá, el de más allá del primero y estos dos del otro. Y vuelta a empezar, al más puro estilo rondero del magnífico filme de Max Ophüls, que Garci no entra en las cábalas. Aquí, digo, no quieren a los ‘alvites’. Los hay, pero escriben en otros medios. Comprar la prensa: una mierda. Pero de vez en cuando hay un artículo maravilloso que te reconcilia con el periodismo. El periodismo es una mierda en general, como todo. Y en la mierda siempre surgen flores.

     Quien se dedica a escribir artículos ha de tener claro el tema y dejar que las palabras vayan fluyendo como quien levanta una pared con las piedras desperdigadas alrededor. Las palabras no pueden desvirtuar la idea, porque, al final, no se entiende nada. Los clásicos decían, creo que fue Horacio, que una vez tengas claro el tema, las palabras surgirán sin esfuerzo. Como articulista, Alvite hace belleza por medio de la palabra en una soberbia expresión literaria, tal y como lo entendió Tom Wolfe. Sus artículos en la prensa escrita, en efecto, son de una belleza inaudita. Un gran escritor, un gran periodista, que siempre ha entendido la doble vertiente de su profesión. El periodismo está considerado como la primera de las ciencias de la información. El periodismo es también un género literario, el que predominó en el siglo veinte, como la poesía en el dieciséis, el teatro en el diecisiete, el ensayo en el dieciocho, la novela en el diecinueve. Ciencia y arte, a la vez.

    Alvite habla de la memoria. La memoria domina la obra de José Luis Alvite. Una memoria hacia fuera y hacia dentro, una memoria voluntaria que encauza, marca y tiñe toda la escritura y cuya gran referencia es Marcel Proust. Entre la evocación personal (con continuas referencias a su vida) y la visión crítica y poética de la realidad, tanto social como política, se mueven los fascinantes artículos de Alvite que construyen un retrato muy personal de nuestro tiempo. Sus relatos, así, se convierten en pretextos para recuperar el tiempo perdido de la infancia, nuestra verdadera e irrenunciable patria, evocaciones proustianas de un pasado que se aleja hasta convertirse en sueño. Ya lo advirtió el poeta Rainer Maria Rilke: “La verdadera patria del hombre es su infancia”. La única, efectivamente, aunque nos empeñemos (o se empeñen) en lo contrario.

     Alvite es un sagaz observador que registra lo que muy pocos pueden captar. Sus crónicas constituyen un verdadero cóctel literario en el que mezcla su amor por el cine, el boxeo, los bares, la música, las ‘femmes fatales’ y la amistad con el trasfondo de un recorrido por sus lugares (y solares) imprescindibles. La obra de Alvite, como la de Pla –aunque nada tengan que ver-, contiene apuntes de viaje, crítica literaria y política, retratos de amigos, descripción de sitios, el mar de su Galicia natal, la cocina marinera, amores intuidos o, dicho de otro modo, la vida que palpita en cada una de sus líneas, escritas con el espíritu de quien viaja al país de Oz por ese camino de losas amarillas que conduce a una infancia perdida y recuperada por la magia de las palabras.

     Como todos los grandes literatos, Alvite escribe a partir del yo. La objetividad no existe. Pero eso no le resta jamás calidad y rigor. Alvite recupera esas primeras sensaciones que uno experimenta de niño y que nunca le abandonan, y acaba por poner en orden cosas acaso desagradables de su pasado. En su viaje al pasado, al suyo y al de un país entero, encontrará los rescoldos aún calientes de un tiempo infecto. La idea es reflejar sobre cómo las decisiones que uno cree acertadas en su momento se convierten, con el paso del tiempo, en fatales. Ahí, precisamente, sigue, con su larga experiencia, el rastro a personajes dudosos. Su literatura, con la sencillez de una prosa milagrosa, trata de la fe en los ideales y de cómo el tiempo puede convertirse en la peor de las trampas. Los olores –y los sabores- quedan grabados para siempre. No se puede evitar el pasado.

     Todo es figuración y metáfora. Y un humor celta, sonriente y pausado. Alvite se presenta siempre como un ser vencido, un personaje que solo disfruta cuando pierde una oportunidad o se equivoca. Noches en las que uno no encuentra ni su propia casa. La heroica compenetración con la bohemia. Las luces de Manhattan. Esos ‘dry martini’ que atraviesan la garganta como una espada de fuego. El olor del ‘bourbon’ de Kentucky. El humo de los habanos. Las almas del nueve largo. Las mujeres fatales. La música de Duke Ellington. El Savoy, en fin, como un pecado confesable. Con ese decorado hemos alimentado nuestro imaginario. Nuestro penúltimo refugio, lo que el viento bobo del presente quiere llevarse. Un lujo.

     Alvite nos regala el estilo y nos oculta la colada. Y lo hace con naturalidad, poseído de una fluidez innovadora, fresca y audaz, misteriosa e íntima, con un cierto aire de despistada espontaneidad. No le encuentra mucho sentido a la belleza sin gesto, que suele ser como una hoguera en la que las llamas estrangularan el fuego. Le sucede lo mismo al pensar en la foto fija de una manada de caballos –bellos, pero tiesos- y evocar el viejo wéstern fordiano en el que atravesaba el horizonte la sorda marimba de una carreta arrastrada sobre el tambor del polvo por un tiro de estilizadas cabalgaduras con las bridas tensas y el aliento en rama.

     Siempre se ha sentido atraído por los escritores de vida desordenada, hombres con la caligrafía fruncida por el miedo o aterida por el frío, esos tipos caóticos y amorales que en su búsqueda de la autenticidad literaria son fieles a sí mismos aunque sucumban al desencanto y se resignen a la idea de que en un hombre tan vencido, en un ser derrotado y caído, solo podría fijarse una mujer con el corazón dormido, el aliento viciado y la vista cansada. A Alvite le ocurre como a esos héroes que no lo son por su valentía, sino por haber acertado casualmente al huir del combate en la dirección equivocada. Un tipo desordenado, sí, cuyas conquistas éticas y deontológicas no son en absoluto el resultado de una concienzuda planificación moral, sino la consecuencia fatal de haber vivido siempre con arreglo a la idea de que en el apego a la decencia rige la misma aplastante razón que le lleva a creer que el matrimonio para lo que realmente sirve es para serle fiel a la mujer de otro hombre.

     Escribir sobre la escritura no es llorar, pero invita a reflexionar sobre el oficio. En el columnismo de Alvite caben las manías del escritor y el nervio infartante de su prosa. Si Umbral contó la transición, Alvite es una rareza pícara y española, a la altura de El Lute o Agustina de Aragón. El propio Umbral nos ilustra sobre hidalguías y picardías: “Un género literario no nace de la nada, y en el XVII hubo novela picaresca porque la vida española andaba apicarada. El pícaro es la versión maleada del villano, del buen pueblo español, del sufrido pueblo, del vulgo necio, que decía Lope”. Alvite, como Umbral, es un razonador de mucho tonelaje que desafía a los biempensantes con su inteligencia fuerte y su sonrisa de ratón listo, que lanza las palabras más lejos que la vida y tiene la escritura bien cargada de ironía, siempre un paso más allá del ingenio. Un poeta que no escribe poemas. Un milagro de la voluntad. Un maestro.

     Los verdaderos maestros son esto mismo, inmensos creadores y descubridores de mundos inéditos, profetas estéticos y magos de la imaginación. Alvite cruza audazmente, tallando las palabras una a una, la selva de la literatura. Escucha cómo sopla el viento en los obenques, se quema con el hierro derrotado y se arrebata con la párvula cadera de la virgen adolescente. Su prosa tiembla después de la belleza en las metáforas umbralianas, a lo ancho de saber sentirse triste ante una chimenea sin fuego, como dicen que Ruano hacía. Beber sin despeinarse y acertar con el pañuelo que le va a la madrugada. Saber que nunca se malversa un fracaso con un drama.

     Los verdaderos maestros, digo, llevan en el gesto la certeza de no esperar jamás un mínimo destello de la mediocridad. Periodistas que no vienen a salvar el periodismo, sino a escribirlo, a mantenerlo. Gente que sabe de la vida y de cómo mirarla. Tipos de un magisterio marginal y perfumado. Alvite es así. De los que no confunden descreer con mentir y saben que decir que el tiempo todo lo cura vale tanto como decir que todo lo traiciona, que decía Ferlosio. Cuando tíos como Alvite chocan palabras, arman mundos; cuando desaparecen, siempre quedan.

     “Lo que me preocupa de la muerte”, dijo una vez Alvite, “es que no sé si aguantaré tanto tiempo acostado”. Renunciar a la alegre promiscuidad no es nada en comparación a ver cómo nos profanan uno de nuestros instantes. Soldado de la batalla perdida de la vida, han matado a mi caballo. Algo nos llama de muy adentro a dejar de tener fe en la especie humana, pero como tantas otras veces tomamos conciencia de nuestro deber y de nuestra misión y emergemos de la desolación para sonreír y ser amables y tiernos, y sostener en nuestros brazos heroicos el peso entero de la gran función.

     Es la hora del atardecer. El viento mece las copas de unos frondosos tilos y la menguante luz solar se filtra entre las esquinas de dos edificios de ladrillo caravista. Tal vez la vida sea algo mucho más simple de lo que queremos creer. Tal vez sea inútil buscar la coherencia y el sentido de las cosas. Tal vez debamos vivir el aquí y el ahora sin preguntarnos dónde estamos y a dónde vamos. Y pasado el tiempo de la inmortalidad, del sueño, llega otro en que la realidad puede ser tan pesada como la ausencia. Llegó, por fin, el tic tac de un reloj grande, pesado, en el que ya no escucharemos el viento, la lluvia, las hojas secas. Y no podremos distraernos de la vida.

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