El diario del alcalde de Trévago (1965-1975)

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Por Carlos Calvo

     En uno de sus escritos, Mario Vargas Llosa reflexiona sobre la necesidad de depurar el cuerpo de los excesos y alude a una milenaria práctica china que le permite recuperar la tranquilidad espiritual. Esta suerte de filosofía benedictina, que conjuga la parte mística del ser humano con la acción que expresa el trabajo, siempre me ha atraído.

    Y leyendo los diarios de José Lázaro Carrascosa, alcalde de Trévago desde 1965 hasta 1975, me reafirma en que el hombre posee una naturaleza espiritual que le impulsa a buscar lo absoluto, tenga o no convicciones religiosas. Pero también estoy convencido de que sentimos la necesidad de construir y hacer cosas, de perseguir la felicidad a través de lo material.

   Cuanto más uno está metido en este mundo y sufre sus dolorosas contradicciones, más puede captar dimensiones espirituales e inefables que le enriquecen, de suerte que la salvación personal no se encuentra en el más allá, sino en el más acá, aunque solo sea en un terruño medio escondido.  Eso lo tenía muy claro José Lázaro Carrascosa y su pueblo que lo vio nacer, Trévago, en el que creció y pasó toda una vivida vida.Las décadas de 1960 y 1970 marcan el fin de una época en las sociedades rurales y traen consigo numerosos cambios en sus formas de vida. Los pequeños pueblos, heridos por el zarpazo de la emigración y la despoblación, inician una decadencia evidente. Uno de ellos es Trévago, una pequeña población soriana situada en las estribaciones de la sierra del Madero, a caballo entre la comarca de Tierras Altas y la del Moncayo. En días especialmente límpidos, entre bosques de robles, de quejigos, pinares, encinares, restos arqueológicos, construcciones pastoriles, paisaje y tradiciones, se pueden ver en toda su extensión los Pirineos aragoneses y navarros.

     Trévago es un pueblo en que viven actualmente apenas veinte personas. Por la noche, las estrellas parecen extrañamente cercanas en el absoluto silencio de estos parajes casi deshabitados donde el único sonido que se escucha si uno tiene buen oído es el rumor del agua de la fuente. Hay cientos, miles de lugares como Trévago en la península que se van extinguiendo poco a poco, como la vieja hila el copo. Los padres se marcharon a las capitales y los hijos ya no vuelven porque no aguantan la soledad del campo. Este éxodo produce tristeza porque habría que reivindicar la necesidad del contacto con la naturaleza para sentirse vivo.

     Ahora, es cierto, los niños están demasiado embebidos en los móviles y los ordenadores y apenas tienen contacto con los animales, los árboles, los senderos, los ríos, esa geografía secreta con la se convive en los pueblos. A decir verdad, no se sabe muy bien las consecuencias que puede tener la desaparición de la cultural rural. Uno sospecha, sin embargo, que nada bueno, aunque no le importe a casi nadie. De los pueblos, para qué engañarnos, ha salido lo mejor de nuestros valores y una vieja, decisiva sabiduría que no deberíamos desdeñar.

     Y José Lázaro Carrascosadescribe en sus memorias, en un sobrio libro editado por sus hijas Berta e Iris, esos paisajes y ambientes sorianos y de la gente del campo como existencias eternas, por las que no pasa el tiempo, en las que las costumbres se repiten y se repiten según el cambio de las estaciones, atrapadas en sus leyendas y sus silencios. Y las piedras como testigos, siempre las piedras, que sueñan que son nubes, lluvia, montes, lunas, sobre la hierba recién segada. Si las piedras hablaran dirían su nombre porque las dejaba ser lo que hubieran querido ser. Son las piedras felices, mientras el aire huele a la vez a césped mullido, arcilla húmeda, hojas herrumbrosas.

     Traductora y catedrática, Berta Lázaro, en un hermoso prólogo, nos introduce en la figura de su padre: “Pepe –que así le llamaban- fue nombrado alcalde de Trévago el treinta de septiembre de 1965 y desempeñó el cargo durante diez años. Registró minuciosamente los pormenores de su actividad municipal en un diario –‘Diario de alcalde’- que escribió a lo largo de sus años de ejercicio. En las primeras páginas de los escritos declara su voluntad de llevar a cabo esa tarea y, en cierta medida, se impone a sí mismo la obligación de recoger el pulso de Trévago en esa encrucijada vital. Mi padre escribía en nuestra cocina y pensaba en el momento crítico que le había tocado vivir, temía por la pervivencia de Trévago y vertía en los diarios sus temores y sus anhelos de futuro. En medio de tantas incertidumbres, las tribulaciones de un alcalde emprendedor y sus afanes tienen un interés que trasciende la esfera personal porque representan, de alguna forma, la lucha por la subsistencia de una generación”.

     Siempre pulcra, Berta Lázaro advierte que para valorar, en la justa medida, la calidad literaria del texto de su padre hay que tener presente que fue escrito a vuela pluma, muchas veces después de agotadoras jornadas de trabajo, sin tiempo ni ocasión para la revisión. Y que su progenitor tenía la fe, la intuición o la certeza de que este relato sería rescatado de alguna forma. Por eso, en efecto, recupera una conversación, modélica, de su padre con el cabrero de Trévago, en el último día en que este llevó el ganado al monte. “Usted es el último cabrero de Trévago”, le dijo. “Sí, eso lo sabes tú, pero dentro de diez o quince años nadie se va a acordar de mí”, replicó el buen hombre. El alcalde no dudó ni un instante. “Ahí te equivocas, Nicolás. Eso corre de mi cuenta. Ahora mismo voy a mi casa y lo dejo todo anotado. Y lo escrito, se lee”.

     Sin embargo, en esta época de las grandes superficies comerciales y las diversiones ‘on line’, reivindicar este legado rural suena a tontería o excentricidad. Tal vez algún día, y gracias a las posibilidades de la tecnología, estos pueblos vuelvan a revivir. Y no hay que descartar la posibilidad que de la conjunción de la modernidad y las tradiciones pueda nacer un nuevo modo de vida en el que el hombre no renuncie a sus raíces. El alma de los recuerdos nunca muere, a veces vuelve y resucita y se hace de las personas y las personas se hacen de la memoria.

     Con todo y con eso, conocer de dónde venimos es crucial para saber hacia dónde vamos. Este diario de alcalde es un viaje a la felicidad, al amor, al optimismo, como una suerte de sabiduría filosófica para afrontar el estrés, la ansiedad y la depresión rampante en nuestra sociedad contemporánea. Y es que es feliz quien, por así decirlo, tiene suficiente voluntad para lograrlo. Enojado te comprimes, feliz te expandes. En palabras de Voltaire, “buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una”.

     Al fin y al cabo, lo que demuestra este diario de alcalde es cómo un agricultor de oficio –y albañil, y carpintero, y mecánico-, apenas sin estudios, autodidacta, escribía con tal desparpajo, con una prosa limpia, elegante, fluida, que denota sus días y días de lecturas, oficiales y de ficción, en sus remansos líricos, formales, poéticos. Al mismo tiempo, nos involucra en los detalles de la vida cotidiana, las referencias a amigos y vecinos, las reflexiones y análisis sobre los más diversos asuntos. El, en fin, relato valiosísimo de logros colectivos, de empuje y de lucha contra un destino, que se aventuraba incierto.

     Un libro de memorias, en última instancia, de un indudable valor histórico y sociológico en el que su protagonista, José Lázaro Carrascosa, se muestra como un verdadero, insobornable etnógrafo. Decididamente, toda una sorpresa, porque Trévago es para el que esto escribe un pueblo muy querido, su amante bandido, en el que ha pasado –y pasa- grandes momentos. Como Hinojosa para Dionisio Sánchez o Lekeitio para Enrique Mored (o Fernando Sanmartín, por ponernos estupendos). Que, tarde o temprano, lo que está escrito, ya saben, se lee.

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