«Aún es siempre». Pepe Cerdá en el Paraninfo


Por Max Calor

    Extraordinaria la  exposición ‘Aún es siempre’, inaugurada recientemente en el Paraninfo y que recorre toda la trayectoria artística de Pepe Cerdá desde sus inicios hasta la actualidad. Organizada por el Vicerrectorado de Cultura y Proyección Social, reúne hasta el un total de 77 pinturas, algunas de grandes dimensiones, que recorren casi tres decenios de creación, y podrá visitarse hasta el 13 de enero de 2018.

«Aún es siempre

Pepe Cerdá

     Cuando Leonardo escribió aquello de que la pintura es “cosa mentale” seguro que no imaginó las vueltas que a esta frase se le iba a dar en los siglos siguientes a su muerte. Seguro que de haber sido consciente de la gravedad de la afirmación la hubiese matizado más: hubiese dicho, quiero pensar yo, que sí, que es cosa “mentale” pero aún más “sensuale”. Que si sólo es “sensuale”, no sirve, que si sólo es “mentale”, tampoco. Que el pensamiento sin acción lleva a la locura; que la acción sin pensamiento a la estupidez. Que del mismo modo que el funambulista se deja llevar por encima del cable con la máxima concentración para que la locura de jugarse la vida no se convierta en un hecho fatal, el pintor se adentra en la grasosa y untuosa inexactitud de la pintura. Que cuanta más loca sea la aventura más cuerdo habrá de estar el aventurero.

   Pero esto solo son especulaciones mías, Leonardo solamente sentenció que la pintura es “cosa mentale”, de lo “sensuale” no dijo nada y esto le sirvió de punto de apoyo, siglos más tarde, a Marcel Duchamp para decir que abandonaba la pintura por ser un asunto meramente “olfativo y retiniano” (o lo que es lo mismo: poco reflexivo) para concentrarse exclusivamente en la “cosa mentale”.

   Pero a mi parecer, Duchamp, además de un finísimo humorista, nunca dejó de ser un pintor, como demuestra su última y secreta obra “Étant donnés” que no es otra cosa, en esencia, que un cuadro renacentista moderno en el que el espectador está obligado a mirar desde un único punto de vista (como se miran los cuadros, del mismo modo que se escudriña por el ojo de la cerradura), a través de dos agujeros perforados en una vieja puerta que reproducen el efecto de la perspectiva cónica central de los cuadros clásicos.

  Quiero pensar que del mismo modo que sólo se puede estar despierto si se ha dormido antes, solo la pintura puede ser “mentale” cuando es “sensuale” y al revés.

   A la pintura le pasa como al tiempo. El sabio Agustín de Hipona sentenció al respecto:

“-Me preguntáis qué cosa es el tiempo. Si lo pienso no lo sé, mas si no lo pienso lo sé”.

   Lo mismo ocurre con la pintura, yo no sé decir qué cosa es si se me pregunta, ahora bien si no se me pregunta, lo sé perfectamente. Pocas cosas hay más evidentes para los ojos de un pintor que la pintura misma, del mismo modo que evidente es el paso del tiempo.

   Podríamos decir también del tiempo que es “cosa mentale”, y cierto sería, pero no sería menos cierto decir que el paso del tiempo se siente en la carne y que la medida del mismo, más que los minutos, los segundos y las horas, es la profunda angustia vital que su transcurrir nos provoca.

   El asunto es, a mi parecer, que el ser humano cree saber cosas que en realidad las siente; y cree sentir cosas que en realidad las sabe. Que el ser humano, esencialmente, no es sino un mono confundido y erecto que gusta de complicar lo sencillo y simplificar lo complejo.

   Mi amigo el profesor y escritor Carlos Castán me contó que uno de sus alumnos de sus clases de Filosofía en un instituto de Huesca, un día, en plena explicación sobre los sofistas le espetó con un marcado acento rural:

“-Eso da filosofía non vale más que pa matate a cabeza.”

   Y en justicia, mi amigo Carlos, no pudo quitarle la razón a su alumno.

    Por esto “sin matarnos mucho la cabeza” se podría afirmar que la pintura no es un modo de ser de la naturaleza, ni de las paredes, ni de los lienzos; la pintura es un modo de ser del hombre que algunos ejercitan. Que misteriosamente se ejercita desde tiempos muy remotos y sin que sirva realmente para nada. Y que ha venido ejercitándose desde los tiempos de Altamira hasta ahora ininterrumpidamente. Aun a pesar de que en los últimos cincuenta años no se haya dejado de poner en duda su pertinencia.

   Ésta es pues la exposición de un impertinente.

   Una exposición que está dividida en dos partes.

    En la primera sala expongo cuadros realizados en los últimos treinta años. No pretende ser una retrospectiva exhaustiva sino más bien una invitación a algunos de mis antiguos cuadros a acompañar a los nuevos. Algo así como una cena de antiguos alumnos treinta años después. Les confieso que no deja de ser inquietante. Del mismo modo que inquietante es reencontrarte con el primer amor del instituto pasados los lustros, volver a ver mis antiguos cuadros alineados e iluminados otra vez expuestos me produce bastante zozobra. He realizado una maqueta a escala para ir haciéndome a la idea pero no es lo mismo. Los volveré a ver a la vez que los visitantes de la exposición y, como hace ya mucho tiempo que los pinté, los veré con los ojos de otro, pues nada, ni una sola célula de aquél que los hizo, vive ya en mí.

   No caeré en la tentación de intentar explicarles cada periodo. La explicación que yo les diese sería tan buena, o tan mala, como la de cualquier otro. Si el cuadro por sí mismo no se “explica” mejor es “dejarlo estar”, como se dice por aquí. Al respecto leí hace mucho en el prólogo del libro de Pla La vida de Manolo estas frases: “…Y es que he partido del principio que en un libro sobre un artista la estética es la cosa más notoriamente presente y obvia que pueda imaginarse. Hubiera sido de una pedantería quizá exagerada ponerme a juzgar, con argumentos forzosamente extravagantes, una obra que todos pueden ver con sus propios ojos, sin esfuerzo alguno apreciable” y más abajo continúa: “ …El interés que en nuestra época pone la gente en las cosas del arte es completamente ficticio y desde luego exagerado; es la comedia más extraña que haya podido existir jamás.” (¡y está escrito en 1927!). Desde que leí este prólogo, digo, no se me ha vuelto a pasar por la cabeza intentar explicarle a nadie lo que tiene delante de las narices, y aún con más razón si la obra es mía. Además lo considero una falta de educación, y como soy de Huesca, es decir “más mirao que un luto” (traducido para los lectores no aragoneses: con un exagerado sentido del ridículo) es algo que no osaré permitirme.

   En la segunda sala expongo cuadros realizados en este año en su mayoría. Son paisajes del pirineo francés, del valle del Aspe, y del entorno de Villamayor. Entre ambas zonas transcurre mi vida últimamente. Ambos territorios son muy distintos, el uno verde, el otro ocre; el uno empinado, el otro plano; el uno con la luz tamizada por la humedad, en el otro la luz del sol cae sin contemplaciones. Uno está en Francia y otro en España

    Pintar paisajes implica traducir a pintura el misterio de la luz rebotando sobre las piedras, campos, casas, árboles… . Cuando estoy enfrascado en esa tarea afortunadamente no estoy solo. Charlando conmigo dentro de mi cabeza hay una animada pandilla. La suelen formar: Carlos de Haes, Aureliano de Beruete, Joaquín Sorolla, Pierre Bonnard, Isaak Levitan, David Hockney o Ferdinand Hodler. A veces hay más, a veces menos. A veces sólo uno, Velázquez, que si viene hace enmudecer a todos los demás.

    También oigo la voz de Paul Valéry cuando me dice: “Pintar es olvidar el nombre de las cosas” o “El pintor no debe de pintar lo que ve, sino lo que será visto”. No se puede decir mejor. Yo, como soy un parlanchín y no me puedo quedar callado que es lo que procedería, me digo y les digo que pintar es atreverse y resignarse a un tiempo; que pintar es esencialmente fiarse de uno mismo. Que madurar es aceptar la imposibilidad de ser otro.

   Una particularidad esencial que tienen los pintores de todos los tiempos es la inmediata comunicación con cualquier otro, contemporáneo, antiguo o prehistórico, por el mero hecho de observar su obra unos instantes. Un poco como cuando dos perros desconocidos se huelen.

   Creo que la idea de progreso no es aplicable a las artes en general ni a la pintura en particular. Los cuadros, estén hechos cuando estén hechos, siguen emitiendo hoy una innumerable cantidad de mensajes perfectamente perceptibles para las personas sensibles a la pintura, aunque inexplicables para los que no los perciban.

   Creo que la pintura, llamada popularmente realista, y la realidad no son la misma cosa. La pintura ha de ser pintura antes que la cosa representada. La cámara de fotos ve muchas más cosas de las que ve el fotógrafo al disparar. El fotógrafo puede sorprenderse al ver su foto con detalles que le habían pasado inadvertidos. Esto no puede pasarle al pintor. Nada que el pintor no haya visto y comprendido podrá ser traducido a pintura. Podríamos afirmar que el pintor figurativo traduce la realidad de acuerdo con sus limitaciones, y que son precisamente sus limitaciones lo que configuran esencialmente eso que llaman otros “estilo”.

    Quevedo escribe en 1629, en una silva titulada Al pincel, estos versos dedicados a Velázquez: “…dar a lo mórbido sentido con las manchas distantes que son verdad en sí, no semejantes,…”. “Manchas distantes que son verdad en sí”. Esta frase expresa magistralmente la definición de la pintura. No habría nada más que añadir. No obstante, aclara después, para que aún quede más claro, que no son semejantes a la realidad, sino otra realidad.

    La pintura es una realidad en sí, represente lo que represente, sea abstracta o figurativa. Da exactamente igual que el pintor figure algo visto, sentido, pensado o soñado. La pintura, la buena, no semeja: la pintura es. Y cuando la pintura es, lo es atemporalmente, lo es para siempre. Por esto los pintores tenemos la suerte de estar acompañados por todos los anteriores. Cada uno de los pintores es un eslabón de la cadena fabricada con un hierro de idéntica calidad que le une al primero que tiznó la pared de la cueva. Afortunadamente para los que tenemos este atávico oficio aún es siempre.

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