Alfonso Sastre: «teatro vertebral»

Por Luis Felipe Alegre

  El personaje me impresionaba mucho. Como, además, soy tímido, casi temblaba cuando me encontraba cerca de él.

   Con todo, algunas pocas veces estuve en su entorno y tuve ocasión de plantearle alguna pregunta o de contarle alguna incidencia. Alfonso Sastre (1926-2021) falleció el pasado viernes y hoy quiero evocarlo.

 


Alfonso Sastre en su casa de Hondarribia. 2010

   La primera noticia que tuve de nuestro autor fue en Zaragoza, donde (año 72) una compañía de teatro aficionado representó El pan de todos  en una salita, que aún existe, en la calle Cantín y Gamboa, llamada Amigos del Arte. Me llevó Jesús Cerezal, compañero de clase que me acompañaba a la flauta en mis incipientes  recitales. La obra la había dirigido Francisco Sánchez Grajera, a quien, en el Instituto Goya, conocíamos como «Pasquín». Era la época del «teatro de cámara y ensayo» y, normalmente se autorizaba una sola sesión y en espacios restringidos.

    En 1977 ya sabía que Sastre no solo escribía teatro poco digestivo, sino que también tenía una vida turbulenta de prohibiciones, expulsiones y presidios. Ese año vino al teatro del CMU La Salle para ver una de las primeras representaciones autorizadas de Miguel Servet Villanueva o La sangre y la ceniza, sobre el proceso inquisitorial que dio con nuestro paisano aragonés en la hoguera. La compañía era El Búho, dirigida por Juan Margallo. Si la memoria no me falla, fue el Cine Club Saracosta la asociación que se arriesgó a traer no solo la obra sino también al autor -que acababa de ser expulsado de Francia. Tras la función, se anunció su presencia en la sala y se abrió un largo coloquio. Sastre hablaba tranquilo de la pugna entre católicos y calvinistas, aunque recurría a circunloquios que pudieran evitarle problemas añadidos (su esposa Eva Forest continuaba en Yeserías).

José Bergamín, Gonzalo Santonja, Alfonso Sastre. Hacia 1980

    En la década de 1990 yo actuaba con frecuencia en el País Vasco con mi Bululú y participé en el primer festival de Teatro de bolsillo de Donostia, que se hacía, sobre todo, en bares. Sastre apareció, con más gente, en una de mis actuaciones; por casualidad, supongo. Allí tuve la conversación más interesante, pues estaba receptivo y pude preguntarle por los últimos días de José Bergamín. Yo le conté que en la función del día anterior un espectador me había buscado al terminar y, dándome en el hombro con el envés de la mano, me había espetado «Tú sí que puedes venir cuando quieras, tú sí». También le referí mi asombro porque cada vez que anunciaba Los tristes campos de Troya, de Juaristi, se oían gritos de «¡no!», con lo cual, ahí estaba yo, paseando los lienzos que acompañaban al larguísimo texto, sin poder estrenar el número. Bebí largamente con su grupo y, antes de despedirme, le dije que si tenía alguna vez tenía productor para montar obras grandes haría una suya y otra de García Calvo. De todo ello, rió con ganas.

    En septiembre de 2003,  se celebraba el XI Festival de Teatro de La Habana, donde tenía varias actuaciones con mi Bululú. Eran días políticamente complicados en la Isla y el programa completo no se conoció hasta el último momento. En la inauguración apareció Alfonso Sastre para ser homenajeado por todo lo alto. Intenté asistir a todas sus intervenciones, pero a veces coincidían las mías en lugares distantes de las suyas. El día 20 me tocaba en el Teatro-Cine City Hall pero el día 19 libraba, o sea que pude ir a escucharle al Teatro Amadeo Roldán. Y digo «a escucharle» porque esos días andaba yo con una infección en los ojos, una celulitis orbital, que me obligaba a estar con los ojos cerrados, so pena de no poder abrirlos a la hora de la actuación. La conferencia, a la que seguiría un coloquio, se titulaba Los intelectuales y el teatro hoy, y en ella habla de su concepción del «teatro vertebral» y de la «parlatura», aportaciones muy interesantes para la gente de teatro que quiera repensar su oficio. En la revista La Jiribilla se publicó el discurso y lo traigo aquí recompuesto, pues aparece descalabrado en la red.

Alfonso Sastre en la Sala Caturla del Teatro Amadeo Roldán. La Habana, 2003

    Buenos días. ¡Empezamos!, como dicen los regidores de escena. Solo que para empezar yo quiero expresarles que mi deseo es no resultar un elemento demasiado extraño entre ustedes, entre las gentes de teatro, teatreros o teatristas, que haya entre ustedes; aunque ello pueda caer extraño sería lógico que sucediera porque la verdad es que yo no soy más que un escritor, y que lo único que sé hacer, bien o mal, o regular, es literatura, aunque -eso sí- también, entre mis habilidades literarias está la de hacer eso que se llama “literatura dramática”, y que yo prefiero nombrar con una palabra que todavía no se ha hecho popular, ni acaso se haga nunca, pero que yo la uso; esa palabra es “parlatura”, que no es otra cosa que la literatura que se escribe para el teatro, la literatura que algunos hacemos -y por eso se nos llama autores, al menos todavía- para que otros (los actores) la hablen y la maticen o la interpreten o la recreen sobre los escenarios. (Diálogos para ser parlados: parlatura. Diálogos y monólogos, que también, en su fondo, son diálogos, pues que las palabras son siempre dialogales).

    Algo tengo que ver, pues, con el teatro, pero no esperen de mí que dirija a unos actores durante unos ensayos, ni que dé ideas luminosas -nunca mejor dicho- para que una escenografía adquiera, con determinadas luces, el debido relieve, ni para diseñar arquitecturas escénicas, ni para establecer una pauta de ruidos y de músicas en el curso de una acción teatral, ni para nada, en fin: una calamidad, mientras muchos de mis colegas escritores son también teatreros y se muevan en los escenarios (donde yo no paso de ser un huésped) como el pez en el agua. Aunque ustedes vean que en las historias del teatro español mi nombre figura con algunas o muchas páginas, para el teatro yo soy, con arreglo a mi apellido, y haciendo un chiste definitivamente malo, un verdadero desastre. No, yo no sabría ni siquiera cómo dirigirme a los técnicos en el escenario, ni casi sabría el argot propio de estos oficios que ahora se suelen agrupar bajo la denominación de “las artes escénicas”. ¿Un forillo? ¿Aquel practicable? ¿Ese cajón? ¿Una carra? ¿Un cenital? ¿La faldeta? ¿Un escafurcio? ¿Tal camelo? ¿Las patas de la cortina? ¿La escotadura? ¿El ciclorama? ¿Entre cajas? ¿Y qué es un telón corto? ¿No será un telón al que se le ven las piernas? Bueno, en fin, allá ustedes con su lenguaje; pues yo no soy, como les digo, más que aquella persona de la que antes se decía: Es el Autor, y al que el público solía llamar al final de los estrenos: ¡Autor! ¡Autor!, cosa que al parecer ocurrió por primera vez en la España del siglo XIX al terminar el estreno de la tragedia El Trovador, del joven autor Antonio García Gutiérrez, que dicen que salió al escenario vestido de soldado porque entonces estaba haciendo su servicio militar y le habían dado un permiso en el cuartel para asistir al que fue un acontecimiento tan feliz que hasta llegó a ser la base literaria de la ópera de Verdi Il trovatore (como Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas lo fue de otra ópera de Verdi, La forza del destino. Todo esto pertenece a la historia del teatro romántico español).

     ¿Entonces en qué quedamos? ¿Los escritores dramáticos que en el teatro “no somos más que escritores” formamos parte de una especie a extinguir? Yo lo sentiría, y no solo por mí, sino por el teatro, y ustedes disculpen mi quizás indisculpable vanidad, pues creo que es a escritores que apenas has hecho en el teatro otra cosa -o ni eso- que asistir a los ensayos, a quienes debe la historia del no pocos de sus episodios más brillantes. La cosa está clara: desde el exterior del teatro se ven mejor algunas dimensiones de lo que ocurre dentro, y se pueden remediar mejor algunos de sus males, al menos, del orden de la poesía y de la estética teatrales.

    Queda claro, pues, que yo no soy eso que se llama “un hombre de teatro”, y mucho menos “un animal de teatro” -como se dice elogiosamente de algunos artistas de la escena-, a pesar de figurar con algún relieve en sus historias; pero sí me permito y me he permitido siempre opinar sobre lo que en el teatro ocurre, y muchas veces lo he hecho y lo hago sobre lo que sucede en el teatro español. ¿Les interesa, aunque sea lejanamente, este tema?

   Suponiendo que sea así, les diré ya que el “teatro español” ha sido siempre y sigue siendo una institución muy reaccionaria.

   Estoy cansado de decirlo allí, pero ustedes no pueden estar todavía cansados de esto que digo, pues es la primera vez que así me expreso para ustedes. Así es que casi todo lo mejor que ha ocurrido en el teatro español a lo largo de la historia en el sentido de ampliar su mundo y abrir sus horizontes, lo han hecho, hasta la fecha de hoy mismo, escritores, muchos de ellos generalmente rechazados o a duras penas admitidos en los escenarios de España. Entre estos se encuentran desde Cervantes -el autor de esa gran tragedia que es la Numancia- en los siglos XVI/XVII, a Ramón del Valle Inclán, en el siglo XX. Lo mejor del teatro español se ha hecho, me reafirmo, “contra el teatro español”. (Es una paradoja más del teatro.)

    Se hace, pues, el mejor teatro español, decimos, “contra el teatro español”, queriendo decir con ello: contra la estructura y la organización, tanto pública como privada, de este fenómeno sociocultural y contra sus agentes, empresarios, actores ilustres y, ya en el siglo XX, contra los directores y los programadores oficiales y la Administración Pública en general. ¡Y siempre ha sido así, con unos u otros matices y unas u otras intervenciones en el proceso! En realidad, se trataría hoy de establecer una verdadera dialéctica, y para ello es preciso plantearse cuál tendría que ser la propia (dialéctica) del teatro. ¿La de la verdad contra la mentira? ¿La de la literatura contra la espectacularidad? ¿La de los escritores contra los teatreros o teatristas? ¿La del individualismo de unos escritores “muy suyos” contra las “creaciones colectivas”?

  En realidad se trataría de reivindicar juntos, unos y otros, escritores, artistas y técnicos, el carácter colectivo -buenamente colectivo y lejano de todo revoltijo- de los espectáculos dramáticos; carácter colectivo que, precisamente, reclama la importancia, del componente literario, de la literatura, y por tanto de los escritores en esos colectivos, que tantas veces no lo son sino dictaduras de algunos directores que se autoafirman como estrellas en todo lo que hacen, y que no ven en los dramas escritos, sino una materia que sirva de base a sus “inventos” escénicos o lucubraciones.

   En cuanto a mí, que no soy maestro de nada, ni de las letras, pero sí un aprendiz del teatro con ideas muy estrictas sobre sus corruptelas y vacuidades, al menos en España, puedo aportar –creo- nociones como esta que he dicho de “parlatura”, noción que expresa nuestra forma “la de los escritores” de estar en el teatro como algo más (mucho mas) que unos huéspedes más o menos bienvenidos o indeseados, y a los que se les escucha pero no se les hace mucho caso, por parte de los “teatreros”. No, no; nosotros, escritores no practicantes de los oficios y de las artes del escenario, hemos estado siempre en la genealogía del teatro, y desde nuestros gabinetes de trabajo, lejos, pues, de aquellos lugares en los que el teatro se hace, se fabrica y se manifiesta ante sus públicos, hemos contribuido a que el drama haya ido a algunas parte, a que se haya renovado y haya seguido unos u otros rumbos, y, en fin, a que “haya tenido historia” y no se haya limitado a ser un fenómeno social recurrente con la única y reducida misión de que unas gentes, los actores, hayan dado expresión a su narcisismo personal, y otras, el público, a divertirse de las realidades de la vida “pasando un buen rato”, inmediatamente olvidable; pero también, escribiendo sus dramas, estos autores han contribuido a la historia de la literatura, de manera que Fuenteovejuna, de Lope de Vega no se limitó a ser un buen guión para hacer un espectáculo, sino que es además un texto literario que convive en la historia de la literatura con los sonetos de Garcilaso de la Vega o la lírica celeste de San Juan de la Cruz o las aventuras de Don Quijote de la Mancha. (Lo que no se puede decir ni siquiera de los mejores guiones de las mejores películas de la historia del cine).

   De manera que yo puedo pensar con muy buenas razones que los escritores dramáticos que todavía estamos en la vida y no aún en el olvido en el que desaparecen los mediocres o en el limbo de los clásicos; que los escritores de hoy, digo, tendríamos que entendernos más y mejor con los teatreros o teatristas; pues nuestras escrituras, cuando acertamos a ello, son capaces de “prefigurar” mucho de lo que luego ha de suceder en los escenarios, lo que no quiere decir que no salgan productos dramáticamente excelentes siguiendo otros procedimientos, a partir de ocurrencias en el seno de los grupos y/o de improvisaciones corporales de los actores y reflexiones ocasionales. Eso solo quiere decir que en tales casos “los Autores son ellos”. Pero también es así: que la escritura dramática profesionalizada es capaz de movilizar la energía creadora (el potencial) de los grupos y de las compañías, y que el escritor que no es otra cosa puede ser también una pieza clave en estos procesos, y no como mero proveedor de pretextos para hacer cualquier cosa con ellos, empezando por destruirlos encarnizadamente en aras de un teatro entendido como enemigo de la literatura o, por lo menos, ajeno a ella. Recuérdese cuántas veces la renovación de la escena se ha hecho bajo los auspicios y el nombre de “Teatro literario” para oponerlo al “teatro mercantil”. ¡Viva, pues, la literatura, también en el teatro!

   Ahora por fin estamos llegando a un punto al que yo quería llegar: el de proponerles que las gentes del teatro y los escritores que no somos gentes del teatro hagamos un pacto a favor de lo que yo estoy llamando en España “un teatro vertebral”, y es una propuesta que no se puede trasladar mecánicamente al teatro cubano o a otros, pero sí puede tener algún interés para ustedes saber qué propuestas surgen, en el día de hoy, y ante los desafíos de hoy, en otras áreas culturales y políticas. ¿Y qué sería eso de “un teatro vertebral” entendido como una propuesta para el País Vasco o para España o acaso para los países europeos regidos por sistemas capitalistas –todos- en la era de Bush? Yo he tratado de definirlo en una especie de manifiesto dialogado en el que imagino que un director me hace una visita y me pide un consejo o quizás un drama que pudiera serle útil para salir de la programación erratica que él piensa que su grupo ha realizado hasta hoy, pues ha llegado a aceptar que es cierto lo que este autor ha dicho de que “programar” lo que ha de hacerse en un teatro es, además de crear un mundo de imágenes bellas y lúdicas, un modo de pensar en y sobre la realidad. Los grupos de teatro o tienen un pensamiento (colectivo, pero pensamiento, pues no puede ser una jaula de grillos) o su función será demasiado banal y se consumirá en el mismo momento de producirse (teatro de consumo) dejando apenas en quienes lo ven una huella pequeña que en seguida se esfumará en las memorias de esos espectadores que asistieron, quizás buscando algo más, al espectáculo. Los grupos y las compañías -piensa este autor- deben ser sedes de una determinada filosofía propia y no meras veletas que se muevan obedeciendo a los vientos de la moda en cada momento. Los grupos y las compañías como tales, como colectivos, deben de mantener sus propios “puntos de vista” sobre la realidad y las tareas que en cada momento la sociedad necesita, para impedir su degradación y quizás para ascender a más altos niveles materiales y espirituales, a sus ciudadanos en, los campos de la estética, de la política y de la filosofía. El Berliner Ensemble, de Bertolt Brecht en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial fue un modelo de este teatro vertebral al que yo me refiero.

    En el Manifiesto-Diálogo “por un teatro vertebral” yo he propuesto concretamente, y aquí les hago partícipes de aquella propuesta, hacer hoy “un teatro contra el Imperio”, que habría de financiarse en nuestros países de sistema capitalista con el dinero de los bolsillos de nuestro potencial público, dada la sumisión del conjunto de nuestros gobernantes al liderazgo de Bush en el mundo. Los bolsillos de nuestro potencial público serían, pues, nuestra fuente de financiación, en una dialéctica Público/Teatro que sería muy beneficiosa para este al quedar el Teatro como actividad social liberado de la dependencia de las subvenciones que siempre comportan una forma más o menos larvado y no explícita, de censura o; al menos, de control político de su actividad. Ese público sería la forma teatral que adquirirían las multitudes que han salido a las calles de todas las ciudades del mundo a manifestarse contra la agresión imperialista a Iraq en circunstancias todavía recientes, y que forman el grueso de los foros y manifestaciones contra la globalización neoliberal desde hace años, a partir de los hechos de Seattle y con bases como el foro y las experiencias de Porto Alegre. Cooperativas de actores, directores y técnicos, de gran tradición en la historia del espectáculo: Artistas Asociados, Compañías a partidos, etcétera, serían las estructuras de base de estos proyectos koljosianos (digámoslo así) de que la actividad teatral eleve los objetivos de su práctica y trate de contribuir, por modestamente que sea, a la transformación del mundo. En la opinión del director de mi cuento y hablando de los bolsillos de la multitud, él dice que en ellos “hay poco dinero”, “son los bolsillos de los pobres y de los marginados” y que el proyecto le parece “políticamente imposible”. ¡Hagamos, pues, un teatro imposible!, le dice el autor, y ello decide al director a despedirse, pensando en resolver sus propias contradicciones de un modo menos extremado. En fin, lo que yo propongo no es tan malamente utópico (sino buenamente utópico, en mi opinión); y es que las gentes del teatro, agrupadas, den un sentido trascendente a las labores de sus compañías, lo, que sería algo así como una versión actual, social y política, colectiva, de lo que Stanislavski en su tiempo y limitando su noción a cada tarea concreta (a cada drama en ensayos) llamaba el “súper-objetivo”, y Piscator en el suyo “un teatro político”, y Brecht en el suyo “un teatro ético y dialéctico”, y Grotowski en el suyo “un teatro pobre”, y Tadeusz Kantor en el suyo “un teatro de la muerte”, y nosotros, modestamente, en el nuestro y en nuestras circunstancias “un teatro realista o una tragedia completa”. (Véase que proponemos la legitimidad de un teatro de las agonías humanas, y que de ningún modo nos hemos embarcado nunca en proyectos de hiperpolitización de la escena. Pero sí estamos por el drama como una exploración y una búsqueda de sentido incluso en el corazón del sinsentido de la realidad vivida en sus peores momentos, en la oscuridad y la desesperanza).

  No olvidamos que el tema de esta comparecencia es la relación entre los intelectuales y el teatro de hoy, y en ello estamos aunque lo hayamos hecho a través de un pequeño caso, el mío, como escritor que soy, un poco filósofo, y problemático artista. Ahora, pensando más generalmente, recordamos que entre los intelectuales los ha habido distantes y hasta extraños a este fenómeno público, asambleario, participativo, realmente democrático que debe de ser el teatro, pero también los ha habido y los hay enamorados de los escenarios y de sus posibilidades poéticas, éticas y políticas. En este sentido, el teatro también ha sufrido del desplazamiento de tantos intelectuales y artistas al campo de la derecha y a la servidumbre más o menos declarada o vergonzante a los dictados del imperio. La verdad es que hay que mirar al pasado para encontrar escritores de alguna talla que hayan aportado ideas capaces de movilizar la escena en el sentido del progreso y no digamos de la revolución de las estructuras actualmente dominantes y armadas hasta los dientes. También es justo decir que estos mensajes han partido a veces de las mismas gentes del teatro. Tal es el caso de Piscator, el maestro alemán del teatro político, que era un actor, y que desde su oficio descubrió las virtualidades, subversivas y transformadoras del orden social que el teatro ofrece. En España, fue notable el caso del poeta Rafael Alberti que, durante nuestra Guerra Civil (1936-1939) creó con María Teresa León el Teatro de Guerrillas y el teatro de Urgencia, e hizo que Madrid, cercado por los militares sublevados, respondiera al cerco, además de con las armas de fuego, con las armas de la cultura, elevando bajo las bombas el monumento a la resistencia popular que es la Numancia de Cervantes.

    ¿Pero qué hacer hoy? Todo lo que vengo diciendo es a favor de un teatro de ataque al imperio, pero también de un teatro autocrítico en relación con nuestras propias situaciones y respuestas. En situaciones como la de Cuba, se ha de postular asimismo la legitimidad de un teatro crítico de la propia situación, lo que no quiere decir desleal. La deslealtad es otro mundo, y nosotros, creo yo, hemos de ser leales -críticos pero leales- a todas las tentativas que haya o que surjan para cambiar el mundo. ¡Ardua tarea, en la que el teatro tendrá algo que hacer!

   Erwin Piscator fue un actor que conquistó el orgullo de serlo, e interpeló a los actores para que a ellos no pudiera llegarles un día en el que se les pudiera reprochar: Mientras sucedía lo que estaba sucediendo, ¿usted dónde estaba?, ¿usted qué hacía?, ¿hacia dónde miraba?, ¿no veía los humos negros de los hornos crematorios?, ¿no se daba cuenta de cuántos niños mueren todos los días en el mundo a causa, de su malnutrición, de su hambre, de sus enfermedades curables? ¿Las comedias que interpretaba, de qué trataban? ¿Para qué las hacía? ¿Para que la gente se olvidara de lo que acontecía en el mundo? ¿Se lo pasaba muy bien haciéndolas? ¿Eran muy graciosas? ¿Nunca se plantearon que, como dijo aquel poeta, la poesía puede ser “un arma cargada de futuro”?

     Así es que los actores del Teatro Piscator anduvieron siempre con la cabeza muy alta, y algunos de ellos pagaron cara su implicación en las luchas de su tiempo, igual que otros artistas e intelectuales. A cualquier interpelación posterior, este tipo de actores ha podido responder sencilla y orgullosamente: yo, señores, hacía teatro, ¡nada más y nada menos que teatro! Entonces el teatro es una palabra grande y no un oficio ganapán. Está claro: el teatro que ellos hacían y algunos hacen hoy y algunos harán mañana no era ni es ni será ese tipo de espectáculos que se desechan una vez usados y cuyo destino final es el cubo de la basura o, por lo menos, del olvido. Así, cuando yo ahora apuesto por “un teatro vertebral” hablo de un trabajo sobre los escenarios que sea por lo menos un eco de los dolores y las esperanzas del mundo, pero preferiblemente que suene como una voz fuerte y subversiva por la justicia y por la libertad, o sea, por la paz de y entre los pueblos. Eso es todo. Mil gracias por vuestra atención.

Alfonso Sastre

Conferencia magistral ofrecida en la Sala Caturla del Teatro Auditorium Amadeo Roldán, La Habana, 19 de septiembre de 2003

Publicado en: http://elsilbovulnerado.blogspot.com/

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