Por Adolfo Ayuso
Si hubiera llevado unos claveles rojos a su tumba en el cementerio de Ainzón me hubiera encontrado solo. Como no puedo ir, estará más solo todavía.
El que fuera el dramaturgo más presente en la prensa madrileña de los años sesenta yace en el olvido más cruel. En buena parte por su carácter y en otra parte por las mezquinas puñaladas que le fueron infringiendo gentes del teatro, la cultura y la política.
En 1959 estrenaba en el Teatro Goya de Madrid su «Feria de Cuernicabra», con María Asquerino y José María Rodero en los papeles de Molinera y Corregidor, trasunto de la obra de Pedro Antonio de Alarcón. En dicha obra, el criado Matarile le propone al criado Pocapena matar a los amos que los esclavizan. Le responde Pocapena: «Tente, hermano Matarile. Besa siempre la mano que quieres ver cortada. Besos de lepra y no puñaladas. Las casas se hunden socavando los cimientos». Todo esto en medio de alegres bailes y canciones, en medio de actores que se comportaban como muñecos de guiñol, en medio de la farsa y la risa. La derecha más rancia no entendió nada al principio. Veía un teatro lleno de españolismo que se enfrentaba al teatro triste de los izquierdistas Buero Vallejo y Alfonso Sastre.
En 1962 estrena «La Historia de los Tarantos», drama de gitanos pobres y gitanos ricos, con Mary Carrillo, Antonio Prieto, su mujer, Paloma Lorena, un jovencísimo Julián Mateos y una racial Sara Lezana. El éxito es extraordinario. De inmediato, el cineasta Rovira Beleta hace una versión cinematográfica que consigue ser nominada a la mejor película extranjera en los Oscar de 1963. En 1964 estrena en el María Guerrero, una obra infantil «La Feria del come y calla» ─extraordinario y provocador título para una obra presentada por el Teatro Nacional de Juventudes, regido por la Sección Femenina─, que es alabada en París, en 1965, en el marco del II Festival de las Naciones. En 1965 dirige su «Don Juan», con Antonio Gades, dirección musical de Antón García Abril en el Teatro de la Zarzuela de Madrid. A finales del mismo año, la familia de García Lorca le concede el permiso para dirigir «La zapatera prodigiosa», que alcanzará la tremenda cifra de 600 representaciones en el teatro Marquina de Madrid. durante el año siguiente.
Dramaturgo, director de escena, adaptador al teatro de novelas ─especialmente de su admirado Galdós─, guionista en películas como «Bodas de Sangre», primera pieza de la trilogía de Carlos Saura sobre el flamenco. Firmó el guión, junto a Alfredo Castellón ─otro aragonés olvidado, que realizó la dirección─ de «Las gallinas de Cervantes», Premio Europa de Televisión en 1988, basado en un relato de Ramon J. Sender. Faltan mil cosas en este apresurado curriculum pero para muestra, vale un botón. Fue, salvando las distancias, el Miguel Hernández del franquismo tecnócrata. Si Hernández fue cabrero, Mañas fue barbero. Y de la barbería, leyendo sin cesar a los clásicos, subió al pódium de la escena. No se lo perdonaron los señoritos del corral literario. Acabó con un modesto trabajo en la SGAE, una limosna que le concedieron algunos a los que les daba pena ver tan bajo a alguien que había rozado las nubes.
Me hubiera pasado por la plaza del Pilar a coger de la pirámide pilarista cinco claveles y ofrendarlos a su solitaria tumba en Ainzón. Pero no ha sido posible.
Foto inédita, rescatada hace unos días para mi archivo personal, de Alfredo Mañas saludando al público en el teatro Odeón de Buenos Aires, detrás suyo María Asquerino y Guillermo Marín, 1962.
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