Por Carlos Calvo
Los que, como antaño Umbral, van a comprar el pan, con heroísmo y arrimados al horno de la buena prosa. Los que creen que el fin del truco es otro.
Los que se llenan la boca de palabras, aunque en cualquier momento alguien decide que delinques con ellas, confundiendo un mal deseo con una despreciable acción. Los que tienen más miedo al virus que a la causa independentista. Los que tienen múltiples razones para ‘enamorarse’ de Zaragoza, sean de derechas o de izquierdas. Los que siempre vuelven a empezar. Los que pasan por enseñar a la gente lo que haces en tu casa y con tus hijos, que a quién le importa. Los que se disculpan, que no tenían intención de herir u ofender a nadie. Los que saben que el cielo está en la tierra pero contribuyen a que sea un infierno. Los que siguen siendo cerdos hasta los andares. Los que se aprovechan de todo y van más allá del jamón y de las chacinas, desde la sangre hasta la piel. Los que se expresan mal y nada más.
Ser humano quiere decir tener filias, fobias y prejuicios. No hay más. Estamos locos, desde luego. Y marcados por una identidad, una edad, las vivencias, los traumas, unas preferencias que afectan a nuestra forma de relacionarnos con el mundo. Solamente la poesía pudo salvar de la locura a Hölderlin. El brioso quiosquero de la esquina lo tiene claro: tras la pandemia, dice, lo difícil será qué hacer con tanto idiota. Su refugio, como hace tiempo no veía, es un hervidero de parroquianos enmascarados, con ganas de juerga verbal. Eso sí, de uno en uno, en estricta fila india. Los hay consentidos ideológicos. Los hay imitadores del arte gótico. O churrigueresco. Los hay que juegan a ser dioses, los perros de paja famélicos y, por supuesto, los tontos de capirote.
También los que abandonan la nave en medio de la tormenta. Y los curados de espantos. Y los trabajadores de su prisión. Y los huéspedes de sí mismos. Y los que matan por encontrar textos que explicasen lo inexplicable. Y las almas benévolas con pocas dudas. Y los preservadores de propaganda sin pocas dudas. Y los articuladores del pensamiento crítico. Y los celosos de su intimidad. Y los funcionarios de expediente impoluto pero molesto. Y los reconciliadores de posiciones imposibles. Y los que actúan en función del trato que les gustaría recibir de los demás. Y los que viven de la muerte ajena. Y los que obran de forma contraria a esa moral kantiana que incide en la ejemplaridad de las acciones, que no pueden nunca ser justificantes por circunstancias de oportunidad o interés. Como esa cincuentona con voz chillona, acaso de su soltería mal llevada, que compra el ‘ABC’ y sermonea.
Un tipo con el ojo izquierdo fulminado, que suspira y parece depositar en ello todo su ensueño, su muestra de afecto, la magnitud de su desdicha, la impotencia de su esperanza o el cansancio y el hastío mal disimulados, compra ‘La Razón’ episcopal y le desmenuza al quiosquero ‘El resplandor’, con ese escritor encerrado y atrapado y confinado. Todos podemos acabar como Nicholson en la película de Kubrick. La gente, si la encierras, se puede volver loca. Otro tipo, que tiene a Montaigne y Rousseau como únicos dioses verdaderos, aunque no desprecia el minimalismo crudo de Raymond Carver o de John Cheever, al que el quiosquero guarda todos los suplementos culturales de la semana, comenta que tardamos demasiado en darnos cuenta de que el bueno era Camus y de que Sartre era tan solo un juguete roto y desesperado. Quien hizo un himno español al fracaso en sus genuinos juguetes rotos fue nuestro patrio Manuel Summers con esa película en la que sale un montón de gente contando su vida y su fracaso.
Un tipo que manifestó en las tabernas tardes de humo para ganar tiempo de vida, adicto a los regalices y pescador en su tiempo libre, no está de acuerdo con Kant cuando dijo aquello de que la inteligencia de un individuo se mide por la cantidad de incertidumbre que es capaz de soportar, pues cree que son las personas inteligentes las que se enfrentan a cantidades exageradas de incertidumbre que apenas pueden manejar, mientras que aquellos cuyas inquietudes se encuentran en un nivel más terrenal sufren de menos ansiedad originada por las cuestiones filosóficas de la vida y son, en el fondo, más felices. El quiosquero de la esquina tiene una paciencia infinita, maldita sea, porque la mayor parte de sus clientes le cuentan sus vidas y sus fracasos. Tanto los que circulan por la política sin freno de mano como los que se detienen ante el precipicio. O los que duran lo que dura el celo de un pangolín, un confinamiento y tres o cuatro o cinco olas sucesivas de pandemia. O los que tienen carácter para salir adelante y cumplir sus proyectos. O los que parecen gilipollas y, en efecto, lo son. O los que no parecen gilipollas y también lo son. O los que presionan sin mancharse. O los que participan de la cultura institucionalizada. O los que no participan de ella y así les va. Como esa mujer a la que le suena la sonrisa como la piedra de un afilador y, ay, nunca compra nada. La pelmaza de turno.
También los que presumen de su aragonesismo y son unos paletos. Y los que consideran que Paco Martínez Soria y Fernando Esteso son dos figuras fundamentales del cine español. Y los que abogan por el pequeño comercio y nunca entran al quiosco de la esquina ni a la panadería de la otra esquina ni a la charcutería “de toda la vida”. Y los que se creen inteligentes y no saben, los pobres, que no lo son. Y los que creían que eran dueños de sus vidas. Y los que juegan sus cartas por amor, por despecho o por lo que le mejor les venga o convenga. Y los que no se enteran de la poca cosa que son. Y los que dudan de su bondad individual y se esfuerzan por perfeccionarse. Y los que se aferran al principio orteguiano y hacen lo que deben hacer: creer en sí mismos.
También están los que afirman que si otros años soñábamos con ir a las Seychelles, este año bastaría con poder ir al bar. Y los metidos en lógicas catequistas. Y los que van de víctimas a cobro revertido. Y los que se esconden tras unos arbustos y se ponen a defecar. Y los soldados de pacotilla que ‘folclorizan’ lo que presumen de defender. Y los que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos. Y los que aceptan la humillación de una cuota con voces desdibujadas en el aullido del tumulto. Y los que se regodean en su fracaso y en heredar a sus hijos con la cárcel. Y los contenedores de horas imaginadas. Y los que aman sus cadáveres y no sus vidas. Y los que siempre dicen que “de momento, no hay de qué preocuparse”. Y los que propagan las fórmulas estúpidamente optimistas de “todo irá bien”. Y los que levantan el telón pero se les caen las persianas. Como ese tipo que compra el ‘Heraldo’ y habla con una precisión que no acepta doble vueltas a la frase.
También los que se muestran permeables al embrujo de los archipiélagos. Y los que sienten la posibilidad de ser parte de una realidad diferente durante algunos días, algunas horas o algunos minutos. Y los anímicamente encantados de conocerse. Y los que tienen que servir. Y los que tocan el piano. Y los que gestionan su propia angustia como pueden, a menudo con soluciones contradictorias que confirman que son tan pesimistas que ni siquiera ven diferenciar entre ser pesimista o ser optimista. Y los que están a favor de la negatividad entendida como un deporte. Y los que exploran las ignotas tierras de la esperanza. Y los que activan todos los músculos del pesimismo. Y los que tienen una predisposición genética para el fatalismo. Y los que entrenan para convertirse en atletas de la negatividad. Y los que convierten cualquier circunstancia, buena o mala, en pura propulsión vital.
Un cincuentón con apariencia de labrador frío y rudo, pero que parece esconder una persona amable y tierna, como custodiando en su interior la ilusión inmarcesible de un muchacho, repara en una biografía de Franco, ese hombre. Compra el libro, finalmente, y habla al quiosquero de su abuela materna, falangista militante e intrépida espía que un buen día se enamoró, maldita sea, de un chico comunista de las Juventudes que no comía niños ni quemaba curas. Una mujer tan física que retumba en los ojos de quien mira compra dos revistas del corazón y caramelos balsámicos, y reivindica no compartir ideología ni con los unos ni con los otros. Ni con los que no entienden qué extraño azar determina quién vive y quién muere. Ni con los que afirman que el caos ruge en el universo y se avecina una catástrofe. Ni con los que creen que la turbulencia de los demagogos derriba los gobiernos democráticos, al decir aristotélico. Pura contradicción.
También los que brindan con un negroni a la salud de David Gistau (los fans de Félix Romeo que se tomen una ‘fanta’). Y los que son dictadores de sus propios comportamientos. Y los que manipulan la gran farsa de la causa y el efecto (o el efecto y la causa). Y los que no perdonan, en la mejor (o peor) tradición del cine de John Huston. Y los que, a través de la pandemia, han creado la obra maestra de la sumisión libertaria. Y los que investigan el recado que el mar deja en la orilla, hacia donde, antes o después, todo el mundo dirige algún mensaje de amor, de calma, de dolor, de alegría. Qué más da.
Por el quiosco de mi amigo aparecen asimismo tipos que siempre dudan de si suscribirse a las revistas por más de un año. Y los que se preparan para ser controlados por las tecnologías que les resolverán todo a cambio de que les entreguen sus datos con los que podrán coartar la libertad, el criterio propio y el derecho a equivocarse y a acertar de los humanos. Y los que buscan la fama a toda cosa, la forma más alta de vanidad, al decir de Chesterton. Y los que piensan como escriben y no puntúan sus voces interiores, así, sin puntos ni comas. Y, en fin, los que solo piensan con puntos suspensivos…
Tras la pandemia, en efecto, lo difícil será qué hacer con tanto idiota. Pero el quiosquero de la esquina y el panadero de la otra esquina lo tienen claro: escribir no es una forma de desordenar el mundo. La poesía también puede ordenar el caos. Así lo cuenta la misteriosa Emily Dickinson: “Para fugarse de la tierra, / un libro es el mejor bajel; / y se viaja mejor en el poema / que en el más brioso y rápido corcel”.