La nueva opresión / José Luís Bermejo


Por José Luis Bermejo Latre
Profesor de Derecho de la Universidad de Zaragoza

     Recientemente, un admirado amigo compartía conmigo sus reflexiones acerca del “inquietante proyecto totalitario…

…en el que nos hallamos inmersos, en España y en el mundo, y sus aberrantes consecuencias, también en el ámbito del Derecho”. Se lamentaba de que “hace tiempo que se libra una guerra total contra la naturaleza para que todo, absolutamente todo, se convierta en artefacto, producto, objeto, cosa, artificio o utensilio. En otras palabras, para que todo tenga un valor de mercado. Esto implica en el ámbito del Derecho público la completa colonización por parte del Estado de los espacios propios hasta ahora reservados a las relaciones jurídico privadas”. Mi correspondiente advertía de que “la ingeniería social progresista se ha fijado como meta irrenunciable lograr la isocefalia universal. Y esta distopía solo puede consumarse fomentando previamente todos aquellos hábitos mentales que puedan generar individuos desarraigados, anónimos e intercambiables, es decir rompiendo por completo con los lazos comunitarios que tejieron con paciencia de relojero nuestros mayores –familia, escuela, Iglesia de Roma, cuerpos intermedios o monarquía– y colocando en su lugar la faramalla prometeica del transhumanismo y otras aberraciones sociales, presentadas siempre por la propaganda sistémica como señuelos apetecibles y gozosos”. A su juicio, “esto explica perfectamente las iniciativas legislativas fuertemente ideologizadas que se han puesto en marcha… y lo que está por venir. Así hemos llegado a la hiriente asimetría consistente en reclamar la libertad de expresión cuando se injuria y calumnia a la Corona, se quema la bandera española o se pita el himno nacional y, en cambio, exigir que caiga todo el peso de la ley sobre quienes enarbolan enseñas franquistas, fletan autobuses para protestar contra la ideología de género como nuevo credo oficial del Estado o difunden determinados mensajes y publicaciones opuestos a la llamada memoria histórica”.

    Suscribo plenamente esta visión apocalíptica de nuestra deriva colectiva, pero además de difundir esta percepción de las cosas en su tenor literal, creo necesario despertar y alentar la natural rebeldía que anida en el alma de cualquier liberal. Y entiendo por “liberal” toda persona amante de la libertad, naturalmente recelosa del poder político, y resistente a la alienación y dominación ejercidas por individuos o colectivos (minoritarios o mayoritarios, pacíficos o violentos, organizados o irregulares, bienintencionados o malévolos).

    Indudablemente, el sometimiento de los individuos no se practica hoy con aplicación de violencia física ni económica, sino con estrategias psicológicas de captura y modelado intelectual y conductual. La transformación de la sociedad es un proceso abierto y continuo, y no un acto o serie de actos finitos y discretos.  En efecto, la revolución que padecemos una no aparente, velada, de perfil bajo pero muy exitosa, como lo demuestra el hecho de que se vigoriza el mainstream aunque flaquee el establishment. Dicho en otras palabras, al amparo de un régimen sedicentemente pluralista y democrático pueden germinar y acabar imponiéndose los esquemas más autoritarios y dictatoriales. Basta con invocar los valores más nobles y elevados (paz, democracia, tolerancia, derechos, progreso, igualdad, justicia, sostenibilidad, bienestar…) para, una vez seducidas las almas y abducidas las mentes de las masas, llegar a secuestrar sus voluntades.

    Cuando una sociedad ha alcanzado una cota de éxito político deja de valorar la libertad, o bien olvidando las tribulaciones de cuantos lucharon por conseguirla, o bien dando por supuesta su robustez e inmarcesibilidad. A partir de ese momento, es fácil que prospere el proyecto de anteponer la igualdad a la libertad –en realidad, de sustituir ésta por aquélla-, en nombre del bien común. Es imposible no advertir la presencia ya manifiesta, en términos incluso literales, de un viejo conocido: el comunismo, cuya máxima y última pretensión se resume en el muy aragonés dicho “todos parejos”.

     La utopía totalitaria propugnada por el marxismo-leninismo es proteica y multiforme, adaptativa a cada entorno y a cada momento. Poco importan los fracasos históricos (URSS, Cuba, Venezuela, Norcorea…) de los modelos intentados, porque el programa siniestro de la ideología justicialista y altermundista se disimula y traviste para penetrar inopinadamente hasta en las sociedades menos predispuestas o receptivas naturalmente a ella. El guión es predecible, y se basa en la progresiva imposición de un ideario oficialista; la persecución, estigmatización y marginación de los disidentes; la utilización del sistema educativo como altavoz de la doctrina oficialista; la retorsión sistemática y generalizada del Derecho vigente; la abducción o creación y alimentación de movimientos y organizaciones sociales que ocupan el espacio cívico; la promoción del asistencialismo en un ejercicio de militarización económica de la ciudadanía y del empresariado; todo ello dirigido a lograr el alineamiento y la sumisión de los individuos al poder político. Y, si –cuando- surgen las disfunciones, basta culpar al enemigo exterior (el imperialismo de los mercados), anterior (el fascismo de nuestros mayores) o interior (el inmovilismo de los resistentes e ignorantes).

   Esta es la fase de descomposición en la que nos hallamos, y urge revertirla o, cuando menos, minimizar sus efectos y protegerse de sus estragos, que son seguros. Resulta incomprensible que ante la evidencia del deterioro, no logremos activar nuestro instinto de protección colectiva y sigamos expectantes, mientras la soga se aprieta en torno al cuello.

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