Volaverunt quiteria / Eugenio Mateo

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Por Eugenio Mateo

    Esta mañana me he tragado la ración diaria de sapos y culebras entre el pincho de tortilla y el café resucitador, en medio de la barra, para que sea más patente la soledad de la banqueta varada en  una nada con olores a fritos y bocadillos de panceta, entre el bocado y el aturdimiento matutino de la lectura de gorra. Me duele reconocer que no conozco mejor ejercicio de masoquismo y me viene a la memoria aquel Lord que se castigaba los codos en los quicios de las puertas. – Oh, my Lord ! 

    Pero hoy, entre las manchas de aceite del papel, emergen de nuevo las trompetas de la muerte; en esta ocasión la parca se ha llevado a un referente de más de las tres cuartas partes de la ciudadanía. Leo que murió el cantante que perdió su carro y particularmente nunca supe si lo encontró. Mi abuela Lucia, ya muy mayor, me decía con un brillo de picardía en sus ojillos que Manolo Escobar era muy guapo y muy hombre. Esto lo decía con el énfasis de su vocecita y yo me preguntaba sobre el encanto invisible de algunas personas. Solamente por aquellas palabras que la pobre me repitió más de una vez por culpa de los ictus, el ahora difunto me cayó siempre bien, pues aquel que es capaz de enamorar a una anciana debe ser analizado aparte.

    Sin importarme en absoluto su música (aunque animaría a tirar la primera piedra a los de mi generación que no hayan bailado alguna vez con el Porompompero) debo irme bastante tiempo atrás para recordar haberlo visto en distintas ferias de arte. Años en los que el interés por el arte era escaso. En cierta ocasión, un galerista amigo me contó, una vez que el cantante hubiera abandonado  el stand en el que nos encontrábamos, de su pasión por el arte contemporáneo y que se creía que era uno de los mayores coleccionistas del país. Ninguna visita a Arco o Art Madrid careció de su presencia. Nunca cruzamos más allá de las miradas y allí estábamos, sin embargo, envenados de la misma adicción, la suya cara, la mía muy modesta. Las malas lenguas decían que era su mujer la coleccionista y que él solo pagaba, pero habiéndolo visto ante las telas aseguro que el typical spanish cantaor era un auténtico entendido, dotado de un fino olfato para descubrir diamantes en bruto y  atesorar las más dinámicas vanguardias. Hablaba con Miquel Barceló bajo el tupé acaracolado y con el Broto de las manos en los bolsillos. Dicen que son más de dos mil las obras que ha reunido. El año 2007 trajo a Veruela 54 de ellas, y a otros muchos sitios, pero eso quizá nunca lo supieran algunos de sus incondicionales. Por su pinta de buen tipo un poco “chuleras” y horterilla ya sería bueno presuponer que no pensaba emular al Tío Gilito y posiblemente alguien le dijo una noche entre bambalinas que los ricos japoneses guardaban sus obras de arte en cajas fuertes. Como hombre de campo – el mismo lo cantaba – conocía que el granero está para otras cosas y que las cebollas se grillan si se guardan mucho tiempo, aunque no seré yo el que compare a las cebollas con las obras de arte, naturalmente. Un mecenas revestido de copla es un ser espacial, un poco anécdota -¿qué sería nuestra vida sin anécdotas?- y pronto nos olvidamos de quién éramos hace nada. Cada tiempo tiene su tempo y ver la pantalla de la tele en blanco y negro puede resultar anacrónico -¿quién no se ha sentido más obsoleto que el baúl de la Piquer alguna vez?- Si encima los rayos catódicos se convierten en los reyes católicos del aburrimiento gris y acatado, el pueblo necesita verse reflejado en algo que le haga cantar en la ducha, incluso en las trifulcas con los hooligans en Palma; así surgió el mito. -Me duele España de tanto reírme de ella- dijo un cursi del que no recuerdo el nombre. Al son del pasodoble “Que viva España”, Manolo nos traía la tabla de salvación del baile con contacto multirracial y tantos rincones oscuros en los que aprender idiomas. Daba igual que la cantinela no gustase, que gustaba, aunque no a todos; el neo salmodio atrapaba a propios y foranos, anarquistas de pistola o jubilados de Bergen, cajeras de Liverpool o insumisos convictos, para sentir por un momento la llamada de una tierra que pensamos que era nuestra aunque cada uno pensara en una distinta. Al margen del folclorismo gratuito su música era canción protesta en carpetovetónico, sólo así se entiende dar voz al sentir general de que la mujer de uno no le enseña las piernas ni a dios. En el ying y el yang cabemos todos, así, mientras nos dividíamos entre los castizos y los amariconados, tomábamos el mismo coñac de pacotilla o güisqui de garrafón para asistentes  y reclutas. Se puede elucubrar con que  muchos acabaran un tanto cansados del repertorio costumbrista pero siempre tuvo una fiel guardia pretoriana, pues ya se sabe que somos un pueblo de toreros y coplistas que usa de patillas anchas. Yo me quedo con su vicio por el arte – cómo él lo definía- porque me son simpáticos los viciosos.

    Con el último mordisco a la tortilla no puedo por menos que pensar que no somos nada. Los estereotipos son peligrosos, pero claro, también lo son los prejuicios, que son los verdaderos catetos.

    Me acabo de acordar, ahora que ya estoy enterado de todo, que no sé dónde está mi carro de fuego. ¡Volaverunt quiteria!

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