Pelmazos clasificados / Guillermo Fatás

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Por Guillermo Fatás

    Los griegos de la Antigüedad nos dejaron hechos los deberes en un sinfín de materias. Plutarco, por ejemplo,  aun sin ser un portento, dejó un sugestivo ensayo clasificando a los charlatanes y pelmazos.

Laconismo o locuacidad
     El amor a la palabra en tanto que manifestación del pensamiento y el raciocinio (“logos”) era muy vivo en la cultura griega y el trato que se le daba definía por si solo a una sociedad, según educase a los suyos en la exuberancia o, al contrario, en la economía verbal. El paradigma de la parquedad fue el estado militarizado de los espartanos, que se educaban en hablar lo mínimo posible. Como vivían en Laconia, aún llamamos laconismo a la concisión expresiva. El laconismo auténtico no es hablar poco, sino hablar poco, diciendo mucho lo que requiere entrenamiento e inteligencia. Los espartanos llegaron a la proeza del  discurso monosilábico. El poderoso Filipo II de Macedonia le dijo a uno para concluir una perorata: “Si invado Laconia, os echaré de allí”. La cumplida y eficaz respuesta fue una conjunción condicional: “Si”. Es difícil ser tan breve y tan agudo a la vez y preludiar tan perfectamente la propuesta de Gracián de que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”.

    Al contrario, lo fácil es hablar sin parar y no decir cosa de sustancia. La verborrea es una forma detestable de incontinencia, propia de garrulos y charlatanes. En realidad la sentencia gracianesca alude a esta contingencia, porque tiene una segunda parte, menos citada: “Y aún lo malo, si poco, no tan malo”.

    Los atenienses eran amantes de la oratoria exuberante. El más admirado  de sus gobernantes, Pericles, razonaba que, lejos de ser un estorbo, discutir las cosas antes de actuar era lo apropiado. El aprecio por el discurso se reflejaba en la “isegoría”, el derecho  a ser “iguales en el ágora, lugar donde se mantenían los debates. Claro que, como no todos los oradores eran de talla, las asambleas de los atenienses resultaban prolijas. Hay quien se queja de que en nuestro parlamento solo hablan unos pocos elegidos, que son los portavoces  de los grupos. Si, así y todo, resulta lo que resulta, imagine el lector lo que ocurriría si nos pusiéramos en plan ateniense. Mejor no pensarlo.

Habladores y habladores
     Plutarco clasificaba a los hombres según su locuacidad con el ejemplo de cómo se responde  a una pregunta simple, como “¿Está Fulano?”. Un desabrido responde secamente: “No está”. Un maleducado, con menos aún: “No”. El parco, pero educado  dice: “Ahora no está en casa”. El discreto y cortés:”No está porque ha ido al banco Tal, por una gestión”. En fin, están los garrulos pelmazos, que capturan a la víctima y le propinan un discurso insoportable, venga o no venga a cuento. En el ejemplo de Plutarco, el incontinente ha leído un texto y, aunque traído por los pelos, lo larga punto por punto. Como si tras decir que Fulano ha ido al banco, empezase a discursear sobre la banca, el Sareb, las preferentes, la prima de riesgo y el FROB.

    A Plutarco se le pasó por alto el tipo cero: el que no contesta. Es el político que comparece para decir lo que le viene en gana, pero no admite pregunta. Sin duda nos lo merecemos por mansos y pazguatos.

    La taxonomía de Plutarco ayuda a identificar políticos. En el primer grupo están quienes, con una elevadísima idea de si propios, obran con cortante altivez. Jefes como Fraga y Pujol, venidos a este bajo mundo para regir a las masas de prójimos gregarios, marcaban distancias de forma concluyente, como en “staccato”: “No tengo nada más que decir” o “Esto no toca”. Fin de la cosa.

    El segundo tipo es cortés y ponderado. El socialismo vasco ha dado a Nicolás Redondo Terreros y a Ramón Jáuregui y de esta clase son Soraya Sáenz de Santamaría  y –solo si le conviene- Duran y Lleida.

    Abundan los políticos locuaces, que en España son de muchas especies: con sustancia, como Felipe González; vacuos, como Zapatero; sinaíticos, como Arzalluz y Aznar; estrambóticos, como Maragall; o berroqueños, como Ana Botella.

El pelmazo plutarquiano
     La peor variedad  de pelma es el propiamente plutarquiano, el parlamentario parlanchín que solo trata un asunto y lo enjareta, velis nolis. Ahora padecemos al personaje colectivo del independentista  que dice ser la encarnación de Cataluña. Es una criatura tetracéfala, cuyos rostros más conspicuos son Más, con su  sosias Homs, y el dúo bufo Bosch-Tardá (no cuento al sobrevalorado Oriol Junqueras: dice que el Tribunal de Estrasburgo es de la Unión Europea; y eso que ha sido eurodiputado). Preguntados por el paro, el déficit autómico o la deuda de la Generalitat con las farmacias, responden a coro: “Som una nació, Espanya ens roba”. Y, si uno se descuida, le largan un relato narcotizante e infinito que empieza en Wifredo el Velloso, sigue por los Felipes (IV y V), continúa con Maciá y desemboca en Franco.

    Estos días, José María Aznar ha soltado otra vez ese enérgico discurso con el que varias veces al año le rompe las piernas a su expupilo, Mariano Rajoy. Artur Más ha diagnosticado que eso muestra “la mentalidad intolerante de las instituciones del Estado”. ¡Aznar transformado por Mas en institución del Estado! No siquiera Plutarco sabría clasificar esta clase de garrulería.

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