Manolo, el del Bonanza / Carlos Calvo

PCalvoCarlos
Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

      Alguien dijo que el valor de un hombre se mide por la cantidad de soledad que es capaz de soportar. Y no fue un torero, sino un filósofo alemán, que aún es peor.

    Manuel García Maya –Manolo, el del Bonanza- no era Nietzche (fue él), pero no hubiera tenido reparo en darle la razón. Enterarse que ha fallecido Manolo es recibir uno de esos puñetazos que te cortan la conexión entre entrañas y cerebro. Tener que dar la noticia a los más próximos, casi peor. Recién jubilado y se nos ha ido en un mal suspiro. No sé quién dijo aquello de que no todo el mundo tiene un bar, pero quien lo tiene no lo abandona nunca. Los amigos y clientes del Bonanza nunca abandonamos el Bonanza. Ahora, maldita sea, quien nos ha abandonado ha sido su benefactor, porque se ha ido para siempre. Y nosotros, con dos palmos de narices. Así es la vida, tan nefanda.

     Se nos ha ido, digo, este bohemio ilustrado, burlón e iconoclasta, melómano y lector, de una sólida formación humanística autodidacta, que, desde su mítica taberna, iluminó la vida artística y cultural de la Zaragoza de las tres últimas décadas del siglo veinte y el inicio del veintiuno. Un lugar de heterodoxia intelectual frecuentado por artistas plásticos, poetas proscritos o elevados, músicos callejeros o de grandes avenidas, gentes de la farándula, universitarios jóvenes o no tan jóvenes, librepensadores o refinados ‘clochards’ como el también desaparecido Tico-Tico. En el Bonanza se entremezclaban las exposiciones de pintura o fotografía, las obras de arte, los objetos imposibles, la música clásica, las actuaciones musicales, las lecturas poéticas, las postales porno de principios del veinte, las tertulias literarias, teatrales, cinematográficas, los campeonatos ‘nacionales’ de mus o guiñote, los borrachos, los enamorados (¡oh, el cóctel del amor!) y los copiosos platos de ‘verdura’ o morcilla burgalesa -sin piñones- que servía. Y la preparación culinaria de su mujer, siempre atenta en la cocina, con el huevo sin cuajar: “¡Marisa, dos tortillas de queso y otra de jamón!”. Tan jugosas que el caviar parecía aguachirle.

    A sus clientes y amigos les obsequiaba con sentencias filosóficas, frases, ocurrencias, chistes más o menos guarros y el recitado –de memoria- de fragmentos de sus autores favoritos. A saber: Pessoa, Camus, Sartre, Kafka, Bukowski, Proust, Neruda, Cioran, Schopenhauer, Leopardi, Marx, Freud, Mefistófeles, Ionesco, Beckett… Y Nietzche, siempre Nietzche. Su historia fue recogida en el libro ‘El Bonanza, sentencia de vida’ (Lola, 1992), de ese buen escritor llamado Manuel Lampre, y en él se habla del pálpito emocional de un hombre audaz y singular, sanchopancista y quijotesco, lenguaraz y tímido, cerebral y carnal, de palabra esperpéntica y sorprendente, acuciando nuestras conciencias tras la máscara sublime de la ironía. Una palabra que atrajo por igual a albañiles y arquitectos, fontaneros y poetas, actores y tramollistas, plásticos y políticos, agitadores e indigentes. Y nos habla, claro está, de la dinámica del café, una crátera donde la mezcla armónica de arte y vida ha sido su mejor síntesis, y del que Ángel Guinda escribió estas bonitas palabras: “Taberna de niebla junto a un río ebrio por coronas de miseria, fango, furias, coraje, triunfos de humo, nubes de intenciones, monumental tormenta de la realidad, asco de la evidencia, cuando todos los puentes se desploman sobre las suaves rodillas de la soledad implacable. Cómo escribir con vino el incendio de la noche, los vértigos oscuros de su inmovilidad, ante el telón de la ausencia que es la lejanía. Y tú, presente, Bonanza, en la memoria abierta en canal por un cuchillo de luz, sangre de luna”.

     Siempre me ha recordado Manolo a una suerte de Paco Rabal. Si el de Águilas tuvo en Asunción a la mujer comprensiva y compañera, Manolo tuvo en Marisa a su fiel escudera, guardiana de atenciones y sinsabores. Porque Manolo, como Paco, fue un cultivador de todos los pecados capitales, todo destilación y carne. Y humanidad. Es la palabra que me viene a la cabeza. Y humildad. Otra palabra que le sirvió para conocer a artistas, con los que convivió, de quienes aprendió a entender un mundo complejo, hecho de ilusiones, manualidades y fantasías.

     Todo comenzó cuando a su garito empezaron a acudir los artistas que tenían sus estudios por la plaza Santa Cruz y derredores. Lo dice muy bien Eduardo Laborda en su libro ‘Zaragoza, la ciudad sumergida’ (Onagro, 2008): “Los jóvenes artistas desarrollaban una intensa vida social, frecuentando lugares próximos a los estudios cargados de pasado, como viejas tascas, decadentes restaurantes o salas de juego y espectáculos, la última etapa de esplendor antes de desaparecer definitivamente. Pero también eran capaces de configurar el perfil humano de un nuevo lugar de encuentro, que sería algo así como el santuario de la ‘progresía cultural’ zaragozana de los años setenta: el Bonanza. Por este bar, regentado por Manolo García Maya, pasaron buena parte de los artistas de la época y relacionados con la calle Santa Cruz. Y muchos más. Antes de producirse la primera, o quizá segunda, metamorfosis del local, realicé en 1985 un documental de veinticinco minutos de duración, para dejar testimonio visual, en clave de agridulce humor, de esta peculiar forma de entender la representación artística”.

     Pero no sería esta la única filmación en torno a nuestro desaparecido amigo. En 1999, el turolense Jesús Lou realiza –en colaboración con Guadalupe Corraliza, Emilio Abanto, Abraham Alonso y Miguel Ángel Lacosta- ‘Obra y zozobra’, un cedé interactivo cuyo objetivo era hacerle un regalo a Manolo para que dispusiera de gran parte de su obra fotografiada y catalogada, añadiendo, además, datos biográficos, facsímiles de sus singulares cuadernos y, entre otras cosas, algunas de sus músicas favoritas. Un trabajo exquisito, de orfebrería, que obtuvo un premio en el concurso de creaciones informáticas de la ciudad de Zaragoza. Yen el que se pueden apreciar los retratos de rostros hechos de trazos simples y expresionistas. O los collages donde elementos figurativos (y planos) se completan con fragmentos de vidrios rotos de botella incrustados en el lienzo…

    A Manolo le podríamos escribir un poema de amor o un poema de alcohol o un poema de tortilla con uno, dos, tres huevos, queso, jamón, chorizo o salchichón. Manolo, que podría haber sido un asesino en serie, o, incluso, un funcionario, llegó a ser lo que fue por una de esas encrucijadas mágicas que, a veces, se producen. Como la muerte, el tema recurrente del mediometraje documental ‘Desde el otro lado de la barra’ (2011), de José Manuel Fandos y Javier Estella, un emotivo recorrido sobre el personaje y sus facetas: pintor, dibujante, poeta, filósofo, barman, jardinero…

     Sí, la muerte es el final, no hay regreso, no hay nada, solo el misterio de la vida que dejaste y te dejó, y el resto es silencio, porque, al final, siempre, los que se mueren son los otros. Soberbia escena, con fondo musical de Mähler, en la que, cámara en mano y a través del ventanuco y la puerta del café Bonanza, los realizadores aragoneses filman a un solitario y enigmático Manolo con la presencia final de un perdido Ángel Aransay. Y es precisamente conversando con el pintor Aransay en el Bonanza cuando Manuel García Maya es grabado por última vez en el corto documental ‘Frente a frente’ (2013), dirigido por Santiago Gómez (quien, como el Carpanta del tebeo, siempre está imaginando bajo el puente jugosos pollos asados) y editado por Dionisio Sánchez. Y es que, aunque su alfabeto fuese la bebida y la comida, en Manolo primaba la conversación. Y el amigo se sentía protegido, querido, mimado.

    Decía Eugenio d’Ors, refiriéndose a las tertulias de café, que o dabas una conferencia a las ocho de la tarde o te la daban. El Bonanza siempre mantuvo esa tradición de la conversación amistosa, de la adorable brisa del conversar, el ambiente relajado, la cripta de la hospitalidad, el laberinto de la fantasía, el horno de la meditación, la caja fuerte de las ideas, el cofre donde el aroma de los dulces venenos quizá ya no espere esparcir sus efectos. Por su barra han pasado casi todos los personajes de la cultura local y, en cierto modo, cogió el testigo del bar Niké, cerrado unos años antes. Si en un principio fueron los pintores los más asiduos, pronto se materializó la restante fauna cultural de la ciudad: fotógrafos y cineastas, poetas y narradores, periodistas y titiriteros, magos del vivir o del malvivir. Muchos de ellos asoman, ahora, en las puntas de iceberg del poder, la cultura o los abismos de la miseria. Tampoco faltaron los obsesivos del medrar, siempre estropeando el dulce discurrir de una conversación cualquiera.

    Deseo terminar este mi pequeño homenaje (y de todo ‘El pollo urbano’) a Manuel García Maya con ese “hasta luego, compañero”, muy de su gusto, recordando la última frase de ‘Duelo en la alta sierra’, de Sam Peckimpah. Ahora, el ‘Réquiem’ de Verdi puede empezar. O, mejor, sus queridas ‘valkirias’ wagnerianas, motor y premisa de ese excelente corto documental de Eduardo Laborda, santo patrón de una época en vía de extinción. ¡Ah, la figura de Wagner, presidiendo decorativamente el Bonanza, con su porte majestuoso! Refugio de solitarios, en fin, que abrió nuestro protagonista un lejano 1973, en pleno casco histórico de Zaragoza. Manolo, desde el principio, se mantuvo fiel a su filosofía: “No vale la pena correr para llegar siempre al mismo sitio”. Nietzche no lo habría dicho mejor.

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