¿Qué es la grava para mi? (*) / Dionisio Sánchez

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Por Dionisio Sánchez
Director del Pollo Urbano
elpollo@elpollourbao.net

        Cuando yo era pequeño, no había piscinas públicas en Zaragoza. Pero existían las orillas del Ebro donde los domingos una humanidad ingente  se colocaba  familiarmente cerca del agua hedionda.

    Algo se producía en las fábricas del  barrio de la Química cuyos deshechos  desembocaban  justo allí, un poco más arriba de donde nos poníamos en bañadores de trapo como piojos en costura chicos y chacos alrededor de la fogata donde se preparaba la paella para algunos y el rancho para los más. Si, en la ribera del Ebro, en unos inmensos pedregales que marcaban la pauta de que el río, a veces, era muy ancho y de normal, en verano, muy estrecho. En las orillas más lejanas, cerca de las montañas de residuos de “carbonilla” crecían escurridos tamarindos llenos de papeles volatineros . Los plásticos todavía no existían. Y los tamarindos eran buena yesca para las múltiples hogueras. Los más ricos, iban a Helios, un trozo del Ebro que se recortaba con una cuerda y que en las orillas tenía casetas, vestuarios y cobertizos donde alquilaban cámaras neumáticas para flotar por la miasma acuosa.

El autor, Dionisio Sánchez,  revibiendo el premio que le entrega el concejal de cultura

     Pero lo esencial de esas acampadas domingueras eran las piedras, los cantos rodados que imposibilitaban cualquier trasiego normalizado. Solo cuando las madres se compadecían y sacaban el dinero para comprarnos unas sandalias de plástico transparente comenzábamos a ser personas, bañistas de río de primera. Yo entonces odiaba las piedras del río. Aún con sandalias, las plantas de mis pies, blancas como la leche,  no estaban acostumbradas a semejantes protuberancias. En mi casa, éramos pobres pero los suelos eran de terrazo como dios manda. Ni de niño pequeño conocí el suelo de tierra repretada que, por cierto, los que vivían en cuevas decían que era muy agradable. En mi casa, mi madre nos hacía alfombras con restos de mantas viejas y así no teníamos que pisar, en  el crudo invierno carbonero zaragozano, el suelo helado de las baldosas de las casas de protección oficial.

     Así es que con mis sandalias de plástico transparente fui conociendo las orillas de la margen derecha del Ebro, pesqué barbos  malolientes  sentado sobre un pedrusco entre guijarros e, incluso, aunque sea una barbaridad contar esto ahora, nos comimos alguna anguila que iba a pastar detritus cerca de los desagües del Mercado Central. “A los peces de río, lo que más les gusta es la mierda”- decía Manolín un habilidoso chaval que llegó muy lejos en el mundo del hampa de la garrula ciudad de entonces y que era el que más veces nos suministraba pescado para las hogueras de la tarde-noche del domingo, las meriendas-cena, que diríamos ahora.

     El recuerdo de las pedrizas ribereñas está, pues, metido en la flor de mis recuerdos y en el dolor de mis pies  que solo se aliviaban  cuando ya era la hora de regresar a casa y los metía en  unos buenos zapatones “gorila” calzados sobre unos calcetines de lana (que daban un frío aterrador cuando sudaban los pies) tejidos por la mano habilidosa de la abuela.

      Con el paso del tiempo, supe que a las orillas del Ebro dejábamos de ir porque los ricos se construían piscinas y el ayuntamiento de la ciudad se apuntaba a la moda  haciendo lo mismo pero con grandes vasos de agua clorada para pobres. Algunos nos resistíamos y seguíamos prefiriendo pisar los peñascales de la Peña del Cuervo, la Alfranca o el azud de Zuera. Cantos a tope y chinas redondas estrellas que llegaron a ser de jardines millonarios: “La piedra de río es por excelencia uno de los estandares en la decoración de jardines de cualquier estilo. Es verdaderamente versátil debido a su variedad de formas y colores. No importa qué tipo de atmosfera quiera dar a su jardín, puede estar seguro que la piedra de río siempre será una excelente elección”. ¡Jodo, petaca a, lo que se iba a llegar!

     Cuando me fui haciendo más mayor, comenzaron a circular por la ciudad hacia el extrarradio unos extraños camiones que llevaban adosadas unas hormigoneras gigantes en lugar de cajas normales para transportar cosas. La diferencia esencial, con otros camiones, se basaba en que sobre el bastidor del camión llevaba una cuba de forma aproximadamente cilíndrica. Esta cuba iba  montada sobre un eje inclinado con respecto al bastidor, de forma que podía girar. El principio de funcionamiento –según me contaban- era muy simple. Se trataba de mantener el hormigón en movimiento con el fin de retrasar su fraguado y lograr homogeneidad en la mezcla. Y aquí conocí, por fin, la palabra que cambió mi vida: “hormigón”.

      Poco a poco me fui introduciendo en el conocimiento de dicho material que no era sino un  compuesto empleado en construcción formado esencialmente por un aglomerante al que se le añade partículas o fragmentos de un agregado, agua y aditivos específicos. Lo accidental era que el agregante fuera el cemento, normalmente Portland, con una porción adecuada de agua para que se produjera una reacción de hidratación. Lo importante para mí fue descubrir que el agregado eran los áridos que, según supe después,  se clasificaban en gravas, gravillas y arena. ¡Por fin pude asociar lo que pisaban mis pies los domingos cuando era niño con lo que llevaban en su interior esas gigantes máquinas rotatorias que iban y venían sin parar por la ciudad!

     En estos descubrimientos estaba cuando de una manera accidental  me hice concejal sin haberlo pretendido. Fue una “conjunción planetaria  fortuita” ( que   era como solíamos llamar a la “casualidad”  en una incipiente asociación de amigos que, también por chiripa, decidimos denominar   “Compañeros Constructores”). Como no podía ser de otra manera, mi actividad política estaba presidida por una atracción absoluta hacia el río de mi infancia. Así es que una vez  que pude actuar con libertad sin que mis compañeros de corporación se sintieran tenidos de menos, comencé a acariciar la grava del río desde unos barquitos que me llevaban aguas arriba y abajo de la ciudad. Y descubrí que la grava había que sacarla de las entrañas de la tierra o de los fondos del río. Y también me aseguraron que a la hora de manejar el hormigón, la grava lavada, es decir, la que había en mi río, era el oro que buscaban los conocidos como “ladrilleros”. Di muchas vueltas pero, finalmente, me decidí. Con la excusa de la Expo Zaragoza 92, convencí a tirios y troyanos de que había que dragar el río porque los “escombros” de las obras  se amontonarían en las riberas y los barbos, ¡pobrecicos!, no podrían navegar ni buscar espacios para reproducirse el libertad. Conseguí dos cosas: por un lado me hice el rey del escombro vivo – ya que saltándome a la torera cualquier norma legal, muy avispadamente dispuse de una escombrera muy productiva- y, por otro, el poseedor de la mayor cantidad de “grava lavada” que habían visto los zaragozanos desde los tiempos del César Augusto (quien, por cierto, era un aficionado en materia de uso de los peñascales).

      En marzo del 2010, por ejemplo,  decidí que la novedad de ese año iba a ser que el  dragado afectaría  de manera especial a la zona que queda entre los puentes de Piedra y de Hierro, un punto al que llegaría  la lámina estable de agua que crearía  el azud y que, teóricamente, debía garantizar la navegación tan soñada por mí.  A través de un amigo supe que un metro cúbico de graba lavada se cotizaba a 32 euros. Y para que nadie se alterara anuncié que solo sacaríamos 1.500 m3, es decir, moveríamos 48.000 €. Pero como eso no se podía plantear así, anuncié que esos trabajos tan solo le iban a costar al ayuntamiento 40.000 € con lo que el personal se quedó con la copla y la operación fue de éxito total.

    Después sacaríamos 5.000 m3 y, más tarde, algún ecologista desnortado me acusó de haber sacado en total 50.000m3 pero bueno, eso eran palabras. La grava salía y yo silbaba.

     ¿Qué es la grava para mí? Pues el jurado se lo puede imaginar….

(*) Texto ganador del concurso “¿Qué es la grava para ti?” organizado por la concejalía de cultura del ayuntamiento de Zarabola. El autor, Dionisio Sánchez,  director del Pollo Urbano, ganó el concurso literario que tenía como premio un extraordinario  Mazda X-5. El Concejal Jeromín de las Graveras quiso que el premio fuera entregado en las orillas del Ebro donde él, con tanta pasión, rebaña y rebaña la extraordinaria grava lavada que el río tan generosamente deposita en sus orillas y que tan bien ha reflejado el autor del artículo ¡Enhorabuena a Sánchez!

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