Desde el diván: ‘Niágara’ de Henry Hathaway


Por José María Bardavío

    En plena luna de miel, una recién casada alcanza a oir los planes de una mujer de asesinar a su esposo.

Fecha de estreno5 de octubre de 1953 (Madrid)

DirectorHenry Hathaway

CinematografíaJoseph MacDonald

Música compuesta porSol Kaplan

GuionCharles Brackett, Walter Reisch, Richard Breen

Reparto: Marilyn Monroe, Joseph Cotten, Jean Peters, Max Showalter

    En Niagara se produce el nacimiento estelar de la Monroe surgida no del mar apacible, como la diosa Venus, sino de las terroríficas cataratas. Marilyn es la sirena del Niágara. En este sentido resulta ejemplar la ducha de Rose Loomis (Marilyn Monroe) en la bañera del bungalow alquilado frente al torrente inmenso y sobrecogedor.

       Si la catarata femenina acabará engullendo a George, su marido, (Joseph Cotten),  la estancia en la ducha viene a ser el modo simbólico de engullir al espectador introducido en el auténtico paisaje,  el paisaje vivo de verdad, sobrecogedor, del cuerpo de Marilyn. Una buena excusa para imaginarla- si es que hacía falta que sí que hacía falta- desnuda. El caso es que el vapor adherido al plexiglás de la cortina (que también muestra la evolución tecnológica de la censura),  la muestra sin mostrar. Comparable el efecto al vapor de agua que a menudo, como ahora, impide ver catarata y cataratas. Surge vapor del cuerpo de Marilyn que, al adherirse a la cortina transparente, se hace opaca, como el vapor al estrellarse el agua, monstruosamente fálica, en las rocas del fondo del río Niágara  surgiendo humedad nerviosa en el espectador al no terminar de ver lo que quisiera ver –muy especialmente cuando se estrenó la película en los cincuenta y en el mundo entero. Marylin era entonces indiscutible e imbatible, simplemente la Mujer.

   El caso es que George hace ya tiempo que descendió por la catarata abismada de su mujer hasta el desvarío. Aunque, justo es recordarlo,  el derrumbe psíquico empezó con los sufrimientos padecidos en la guerra de Korea -como mandaba el obligado vitoreo patriótico del momento. Su mujer se disuelve en el denso vapor de los hombres que la envuelven y terminan quedándose sin respiración y sin nada. Y es que el simple andar de ella, ese sofisticado contoneo carnal, es un peligro horizontal que los engulle a todos para siempre. Nadie en su sano juicio debería acercarse demasiado al exceso de carne y agua cuando están tan transparentemente  disueltos entre si. 

    Al andar Marilyn  proyecta una cierta vulnerabilidad estimulando en el espectador tensas tendencias contradictorias. Esa forma de andar tan profusa está regida por el símbolo del Niagara y sus cataratas y se expresa a través de una música que desgrana en  su caída las torsiones dinámicas del precipitarse  produciendo un milagro de movilidad que hipnotiza absolutamente a quien la mira y las mira. Las cataratas son impresionantes, descomunales y monumentales, como Marilyn. Y las dos son dulcemente peligrosas y  perversas.   Cuando se ducha en la bañera, Marilyn precipita un efecto abismal de carácter interno. Niágara se hace Venus haciéndose Mujer.

El blog del autor: http://bathtubsinfilms.blogspot.com.es/

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