Solo se vive una vez: Pradera, Íñigo, Mercero, Valcárcel…


Por Don Quiterio

   A Woody Allen (¿o lo dijo otro?) le inquieta la juventud por inquietante. Y le intriga la muerte por simplemente mortal. De alguna manera, la muerte, para un joven, es algo poético.

    Con la vejez, sin embargo, la muerte pasa a ser ‘solo’ una amenaza. Recuerden estas palabras de María Dolores Pradera, recientemente fallecida: “He sido sencilla y la vida me ha proporcionado éxitos y amigos, he vivido lo que me gusta y doy gracias a la vida”. Pasó por el teatro, el cine y la música impartiendo lecciones de buen gusto. Y fue algo así como la Chavela Vargas madrileña, aunque menos desgarrada y más de la media voz. Y decía poemas más que interpretaba canciones. Una de sus más bellas canciones fue ‘El mundo que yo no viva’, una letra inmensa y surrealista que no se parece a un bolero ni por el forro. Como una de sus más bellas películas fue ‘Embrujo’ (1947), un delirante melodrama de amores imposibles y estética surrealista con el flamenco como motor de arranque, en una muestra del talento visual del vanguardista Carlos Serrano de Osma, algo a lo que contribuye el alucinante montaje de Antonio Graciani, sobre todo en las coreografías. A Pradera le acompañan en el reparto de este filme el zaragozano Fernando Sancho (el patatero de la ya desaparecida calle Imperial), Lola Flores y Manolo Caracol. Ese mismo año protagoniza junto a Fernando Fernán-Gómez la adaptación de la pieza teatral homónima de Enrique Jardiel Poncela ‘Los habitantes de la casa deshabitada’, que dirige Gonzalo Delgrás con fotografía en blanco y negro del zaragozano Emilio Foriscot. Cuatro años antes aparece en la floja comedia romántica ambientada en el París del siglo diecinueve ‘Mi vida en tus manos’, de Antonio de Obregón, junto a Juan Calvo (tío abuelo del arriba firmante), Julio Peña, Guadalupe Muñoz Sampedro e Isabel de Pomés. También aparece en el primer largometraje del zaragozano José María Forqué realizado en solitario, ‘Niebla y sol’ (1951), una tragedia amorosa ambientada alrededor del ballet de Antonio y Rosario. En 1954 interpreta junto a la ‘faraona’ la penúltima película del almuniense Florián Rey, ‘La danza de los deseos’.

  El lechaguino Luis Alegre, que ha escrito mucho sobre María Dolores Pradera, cuenta de ella que conoció a Luis Buñuel en México y este “la convocó para una prueba para el personaje de Ramona de ‘Viridiana’, pero no se presentó”, acaso “por puro miedo a que no la cogiera”. La cantante y actriz estuvo casada con Fernando Fernán-Gómez durante catorce años –ambos protagonizan la insólita ‘Vida en sombras’ (1948), de Lorenzo Llobet Gracia-, y en ‘La silla de Fernando’, el documento realizado por David Trueba y el propio Alegre en 2006, el pelirrojo ya canoso habla precisamente de sus desmoronamientos y su errata: los desenamoramientos. Fruto de ese matrimonio, digo, nacieron Helena y Fernando. Este último, también editor, tuvo hace un par de lustros una galería de arte en Zaragoza (en la calle del Pino, al lado de la céntrica plaza Sas) y siempre exponía en su escaparate alguna de las pinturas del gran Viola. Nuestra paisana Carmen París grabó con Pradera la canción ‘El tiempo que te quede libre’ y con Enrique Bunbuny hizo lo propio con el tema ‘Se me olvidó otra vez’. En un concierto de la Expo 2008 de Zaragoza actuó en el anfiteatro del recinto y el público acabó cantando a viva voz el cumpleaños feliz de la cantante que aquel día le caían ochenta y cuatro. La idea surgió del zaragozano Nacho de la Cruz y la cosa no pudo funcionar mejor. Siempre decía que su espejo fue Imperio Argentina, con la que trabajó en ‘Goyescas’ (Benito Perojo, 1942), una evocación del Madrid del pintor de Fuendetodos. El escritor zaragozano Javier Barreiro, en su reciente libro ‘Alcohol y literatura’, nos recuerda que María Dolores Pradera salió en un programa de José María Íñigo a cantar y lo hizo con una cogorza del catorce.

  Y, cosas de la vida, el popular presentador y locutor todoterreno José María Íñigo ha fallecido casi a la par que la cantante y actriz. Gran experto musical, destacaba por su imponente voz y su característico bigote, un mostacho como dios manda. Debutó en la televisión española en 1968 en el novedoso ‘Último grito’, con Pedro Olea en la realización, y luego vendrían ‘Directísimo’, ‘Estudio abierto’, ‘Esta noche… ¡fiesta!’ o ‘Fantástico’, que lo convirtieron en toda una estrella. A Íñigo le pasa en la televisión lo mismo que a Charlton Heston en el cine. Hay momentos en los programas del presentador y en las películas del actor que forman parte de nuestra infancia. Hay momentos Heston y momentos Íñigo. Tan es así que Iván Zulueta lo llama para una impagable intervención (el profesor que lee tebeos a escondidas) en ‘Un, dos, tres, al escondite inglés’ (1969), una película producida por el zaragozano José Luis Borau para su compañía El Imán. Como el cineasta vasco no podía aparecer como director al no tener el carnet correspondiente, Borau, que también escribe parte de los diálogos, firma la película. Estamos ante una suerte de parodia del cine musical tras el éxito de Massiel en Eurovisión, donde unos aficionados a la música, que regentan una pintoresca tienda,  quieren sabotear la canción española presentada en este festival. No hay en ella nada convencional, ni personajes, ni argumento, ni actores. Todo ello en un ambiente de sicodelia, con actuaciones de grupos como Fórmula V y Los Pop Tops, para una delirante historia rodada sin guion.

  Nueve años después, Íñigo protagoniza la horrorosa ‘Terapia al desnudo’, de Pedro Lazaga, y encarna a un hombre que, a raíz de un accidente, pierde la memoria a la vez que adquiere un extraño poder de fascinación sobre las mujeres: solo con su mirada es capaz de hacerlas desnudar para, a continuación, someterlas a sus designios. Un bodrio de tomo y lomo, aunque el beso entre Íñigo y Carmen Sevilla es otro momento para el recuerdo, tanto como el de Charlton Heston y Kim Hunter, aunque Sevilla fuera más guapa que la mona. Si esta película marca el final de su carrera cinematográfica, por así decir, porque aún hizo de sí mismo en la película de Álex de la Iglesia ‘Muertos de risa’ (1999), Íñigo intervino en numerosos anuncios publicitarios, al tiempo que dirigió diversas revistas sobre viajes y gastronomía. Un tipo viajado y leído, conversador de altura, que llegó a formar parte de la familia que se reunía en torno al televisor en blanco y negro, como una figura presente en el hogar de los españoles que empezaban a abrirse al exterior y a descubrir la libertad (o así). También publicó varios libros, entre ellos una recopilación de anécdotas de las personas a las que había entrevistado a lo largo de su carrera. Entre ellas, Rita Hayworth, que llegó al estudio como una cuba. O el cómico zaragozano Fernando Esteso y su famosa actuación del anís La Parra, el que lo bebe la agarra. O el boxeador zaragozano Perico Fernández, que entrevistarle era siempre un deporte de riesgo. O, claro, la cantante María Dolores Pradera y su mítica cogorza del catorce, ya digo. Estamos como cabras.

  La periodista Rosa Belmonte escribe: “Con María Dolores Pradera me pasa como a Pancho de ‘Verano azul’ con Bea cuando le viene la regla, que ni el viento la toque”. Y, precisamente, el autor de esta mítica serie, Antonio Mercero, también ha muerto recientemente, casi a la par que la cantante Pradera y el presentador Íñigo. ‘Verano azul’ -y su sobado “¡Chanquete ha muerto!”- es pura memoria sentimental. Todos (los de mi edad, al menos) tenemos un Chanquete en nuestras vidas y una bicicleta BH en el garaje de la casa de la playa, cubierta de polvo y nostalgia. Tampoco son estos veranos aquellos de casete y pistolas de agua. Hemos envejecido, ay. Algunos, incluso, se van yendo, como Mercero (‘Este señor de negro’, ‘Crónicas de un pueblo’, ‘Farmacia de guardia’, ‘Turno de oficio’), ya octogenario y artífice de las series de nuestras vidas, cuando éramos más guapos y más altos, con más pelo y menos tiros dados. Cuando aún no vivíamos del recuerdo y la muerte nos parecía algo poético. Pero, ante todo, y para los cinéfilos de pro, fue el director del mediometraje ‘La cabina’ (1972), que escribió con José Luis Garci, una metáfora sobre la ansiedad de vivir atrapados entre paredes de cristal. Aunque su muerte no blanquee series decididamente mediocres, Mercero fue un artesano con olfato para el público. Con el zaragozano Gabriel Latorre trabajó Mercero en ‘Espérame en el cielo’ (1987), una idea que pudo haber originado una comedia política de indudable atractivo, aunque ni el tono ni el desarrollo acaban de convencer, así como la acaso prudente decisión de apartarla de cualquier orientación ideológica, más allá de la esforzada labor interpretativa del argentino José Soriano en el papel del doble de Franco, ese hombre. Es ‘La hora de los valientes’ (1998) otro filme de Mercero que decepciona por su aproximación blandamente imparcial y estéticamente neutra a un argumento que merecía lo mejor, el relato de un joven celador del museo del Prado que encuentra un autorretrato de Goya perdido en el traslado de las obras en plena guerra civil española, donde el guion quita plomo al asunto bélico para centrarse en la aventura y el romance, pero la simpatía y ligereza del tono –otra vez- no pueden disimular una realización plana.

  El guionista de ese azul doméstico, Horacio Valcárcel, también ha fallecido recientemente y ya nos espera en el cielo a cualquier hora de los valientes. Su veraneo fue contenido entre los pantalones cortos y esa hambruna repentina que se instala cintura abajo. Su única película como director la realiza en 1964, la infantil ‘Miguelín’. Especializado en documentales y spots, Valcárcel fue guionista para Mercero en las series y películas mencionadas, a las que hay que añadir ‘La guerra de papá’, ‘Tobi’, ‘La próxima estación’ o ‘El tesoro’. Y también lo fue de José Luis Garci en ‘El crack’, ‘El crack 2’, ‘Sesión contínua’, ‘Asignatura aprobada’, ‘Canción de cuna’, ‘El abuelo’, ‘Una historia de entonces’, ‘Historia de un beso’, ‘Tiovivo circa 1950’, ‘Ninette’ o ‘La herida luminosa’, realizada esta última en 1996 y remake del filme dirigido por Tulio Demicheli cuarenta años atrás, un título basado en la pieza teatral de Josep Maria Sagarra y que recuerda los melodramas mexicanos de Luis Buñuel.

  Y es que a sombra del maestro calandino es alargada. Como la del ciprés. Siempre Buñuel, tan inagotable. Que se lo digan, si no, a otros recientes fallecidos. Como Ramón Chao, periodista, escritor y padre de Manu Chao, que se convirtió en la voz antifranquista desde la radio pública francesa, al tiempo que fue un excelente analista en ‘Le Monde Diplomatique’ (y otras publicaciones) con agudos artículos sobre el autor de ‘Los olvidados’, gran amigo suyo, además de colaborar en varias películas como ‘Llorens Artigas’ (1970); ‘Arriba España’ (1976), de José María Berzosa y André Camp; ‘501 ans plus tard’ (1986) y ‘Trois jours plus tard’ (1989), ambas de Berzosa, también fallecido en este 2018. En la Europa de posguerra hubo poca gente con los accesos directos que tuvo Ramón Chao a la ‘intelligentsia’ de América Latina y también del exilio español. Juan Carlos Onetti –al que también dedicó un documental para la televisión gala-, Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, García Márquez, Cortázar o el propio Buñuel fueron para Chao la lección aprendida de cada día, el fermento de su coherencia y compromiso.

  O Santiago Parra, gran admirador del autor de ‘Simón del desierto’ y hombre multidisciplinar desde la agencia de publicidad que daba servicio a los cines Fleta, Aragón o Goya, ya parte de nuestra memoria. O Federico Álvarez Arregui, filósofo, crítico literario, traductor, editor y catedrático, experto en arte y literatura mexicanos y otro amigo del autor de ‘El ángel exterminador’. O Josep Miquel Aixalà, transgresor realizador y montador de vídeo, cine y televisión, cuyas referencias serían tal vez una rara combinación del calandino, Raymond Roussel, Tati, Franju e Hitchcock. O, finalmente, el oscense Ramón Gil Novales, premio de las letras aragonesas, que también admiraba al maestro turolense y realizó igualmente guiones para la radio y la televisión.

  Y todos ellos nos esperarán más pronto que tarde en el cielo, porque ya no somos jóvenes y la poética, ¡ay!, cada día se parece más a la amenaza. La inquietante intriga de la muerte por simplemente mortal.

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