Los estrenos en los cines: Pero… ¿quién mató a don Quijote?


Por Don Quiterio

   La vida es una avenida de sentido único en la que solo queda avanzar, así que lo mejor es hacerlo con buen ánimo y a velocidad de crucero.

   El fatalismo solo nos lleva a la duda innecesaria, a la preocupación excesiva y a un determinismo trágico. Fue Diderot, uno de los padres de la ilustración, quien estableció la compatibilidad del fatalismo con la responsabilidad (e incluso le atribuía virtudes morales como la modestia y la clemencia), negando la doctrina estoica que ponía en manos de una fuerza mayor, el destino, la libertad individual. Es decir, el destino se puede modificar, pero sobre todo se puede afrontar con la audacia de los valientes y con la astucia de los listos.

  Algo de esto le ha ocurrido a Terry Gilliam con la adaptación del clásico cervantino. ‘El hombre que mató a don Quijote’ la titula. La historia de una obsesión basada, tal vez, en su propio fracaso. La historia, como se pueden imaginar, cuenta las aventuras de un loco que confunde la realidad con su imaginación. Nunca una frase definió mejor a Gilliam. Sí, más de veinte años intentándolo y, al final, la película inacabable, maldita, ha visto la luz. El memorable documental ‘Lost in La Mancha’ refleja el fracaso de un proyecto alumbrado con mal de ojo, por los innumerables problemas y el caos que tuvo su elaboración durante seis días de rodaje en octubre de 2000, un vía crucis del que no se encontraba salida alguna. Como una película de catástrofes. A saber: inundaciones por tormentas perfectas en el desierto de las Bardenas Reales (Navarra), hernia discal e infección de próstata de Jean Rochefort (que encarnaba al héroe quijotesco), atronador ruido del vuelo de los cazas de una base de la OTAN saturando los decibelios de la filmación, enfermedades del cuerpo técnico y artístico, productores que se escapaban sin poner el dinero, renuncias del personal durante el rodaje, fallos de coordinación del castin… Y es que los inversores, hartos, cerraron el grifo y la compañía aseguradora, claro, cortó la producción. Este proceso, digo, aparece detallado de primera mano en ese estupendo documento dirigido por Keith Fulton y Louis Pepe en 2002.

  De este sinfín de calamidades sabe mucho Félix Zapatero, que fuera asesor de producción, al igual que en ‘Las aventuras del barón Munchausen (1988)’, en tierras aragonesas (Monegros, Monasterio de Piedra…), y en cuya ‘troupe’ se encontraban Dionisio Sánchez, David Angulo, Alberto Pagnusat, Félix Artigas, Pedro Lucea, David Ruiz, Pedro ‘el Brujo’, Manolo ‘el Mulato’ o Carlos ‘el Quiterio’, el arriba firmante, en su función de chófer del cuerpo técnico y artístico. Carretera y manta, ya ven. Todos ‘chupaban’ plano al lado de Johnny Deep. Al fallecido actor francés Jean Rochefort, con su inconfundible bigote a lo Adolphe Menjou y su rostro afilado, asimétrico, se le conocía como el hombre que nunca fue Quijote. 

  Estamos en ‘El hombre que mató a don Quijote’, estrenada recientemente en Zaragoza, ante el clásico “cine dentro del cine”. O, si se prefiere, cine que devora cine. Una historia que es, en efecto, una película dentro de la película. Porque se trata de una película sobre los restos de un sueño que fue aquella otra película rodada –o, más bien, no rodada- en el pasado. Hay escenas que estaban en el primer proyecto, pero la idea general es otra. Un director de publicidad que está grabando en La Mancha una película sobre el Quijote, pero nada le sale bien y empieza a recordar un pequeño filme que hizo siendo estudiante también sobre el personaje de Cervantes. Los dos rodajes se mezclan y las ideas en la cabeza del director también, quien empieza a actuar como un moderno caballero andante, viajando en el tiempo hasta el siglo diecisiete para encontrarse con don Quijote y que este le confunda con su escudero Sancho. Así arranca una odisea en la que el protagonista, ejerciendo de Sancho, se enfrenta a sus demonios, tanto reales como ficticios, tanto modernos como medievales.

  Jonathan Pryce, físicamente quijote pero poco Quijano en su comprensión del personaje, interpreta al ingenioso hidalgo de La Mancha, pero cuesta olvidarse de Rochefort, que tenía la cara perfecta. Por su parte, Adam Driver toma el relevo de Johnny Deep. Les acompañan actores internacionales como Stellan Skarsgard, Olga Kurylenko o Joana Ribeiro. O los españoles Jordi Mollá, Sergi López, Rossy de Palma y Óscar Jaenada, pues no en balde se trata de una coproducción entre Gran Bretaña, España, Portugal, Bélgica y Estados Unidos, en la que interviene el productor español Gerardo Herrero (con fotografía de Nicola Pecorini y música de Roque Baños). A estos personajes, a fin de cuentas, los vemos ir de un decorado sobrecargado a otro aún más sobrecargado –el diseño de producción acaba merendándose al contenido-, reflexionando sobre alegres cuestiones relacionadas con el “sentido de la vida”, por citar un título suyo codirigido por Terry Jones en 1982.

  En su nueva aproximación, Gilliam suprime el viaje en el tiempo que estructuraba el guion original. Y lo hace mezclando, esto es, dos relatos, aunque atropelladamente, sin mucha coherencia: el actual y grotesco, la farsa contemporánea que apretuja ideas sobre el terrorismo yihadista o la inmigración, y el atemporal e ilusorio, la ensoñación medieval en la que se recoge episodios de la obra original (la Venta de Maritornes o el Caballo Clavileño, pongo por casos). Después de dos décadas de frustrantes intentos, preparando, abortando y reactivando el proyecto, o batallando contra molinos de viento, es el triunfo de una voluntad. Del sueño de Gilliam. El último molino lo ha derribado. Cierto. Otra cosa es que ese sueño sea una buena película. Porque no cumple las expectativas y el resultado es embarullado y excesivo, caótico e incongruente, desaforado e insignificante, extravagante e histérico, grotesco y sobreactuado, confuso y reiterativo hasta la extenuación. Los gags no funcionan. Los actores parecen perdidos. Y todo resulta exagerado, poco sutil, de ideas mal resultas, planos atropellados y narrativa tosca. Como diría el propio Quijote, el apócrifo: “Se nos ha ido de las manos, amigo Sancho”.

  El frondoso Terry Gilliam quiere ser al mismo tiempo el Quijote encantado y el Sancho desencantado. Pero parece sufrir el síndrome de Alonso Quijano, al volverse loco en el intento de adaptar una novela de caballería. Porque a cabezón no le gana nadie. Y si Orson Welles no puedo acabar su película sobre el caballero de la triste figura, ahí está Gilliam con su mamotreto. Pura competición. Nunca se quiso bajar de Rocinante. Y traiciona el libro para quedarse con su esencia, pero solo consigue, decía, un decorado superfluo, huero. Lo de menos es que otras adaptaciones tuvieran mejor suerte, desde el cine silente hasta nuestros días, ya fueran versiones más o menos fieles o libérrimas, ya fueran buenas o malas. Ahí están las de Georges Méliès, Narciso Cuyás, George Marshall, William Pabst, Grigori Kozintsev, Reginald Le Borg, Rafael Gil, Arthur Hiller, Eric Rohmer, Sidney Lumet, Nathan Axelrod, José María Forqué, Peter Yates, Manuel Gutiérrez Aragón, José María Blay, Raphael Nussbaum, Albert Serra o José Pozo, entre otros muchos.

  En realidad, el problema de ‘El hombre que mató a don Quijote’ se detecta en toda la filmografía del ex Monty Phyton, de una imaginación acaso mal entendida. Unos filmes decididamente descompensados, sin equilibrio, en los que Gilliam encuentra en el barroquismo su principal figura de estilo, pero también deja clara su evidente desfachatez, que acaso agobia por su exceso de pretensiones, tan desbordante que resulta rimbombante y adocenado, porque todo se queda a medio gas por sus constantes subrayados, gratuidades e incontinencias narrativas. Recuerden ‘Los héroes del tiempo’ (1981), ‘El rey pescador’ (1991), ‘Doce monos’ (1995), ‘Miedo y asco en Las Vegas’ (1997), ‘El secreto de los hermanos Grimm’ (2005), ‘Tideland’ (2006), ‘El imaginario del doctor Parnauss’ (2009) o ‘Teorema zero’ (2013). Su adaptación del clásico cervantino tiene algunas vetas de oro diseminadas en un conjunto que no encuentra ni su unidad ni su voz propia: algo así como hallar tropezones de caviar beluga en el bocadillo del bar de la esquina.

  Escribe Borges que hay dos historias que han sido y siempre serán contadas: la de un hombre crucificado y resucitado, y la de un hombre que, tras una guerra que duró una década, regresa a casa, tras otros muchos años de viajes por el mar, aventuras, embrujos y desastres varios. Yo creo que hay una tercera, aunque en parte sea asimilable a la segunda: la del hombre que abandona un proyecto por desastres varios y, pasados muchos años, vuelve a él, pero solo para desaparecer todavía más en la ausencia interior. También diferida, ralentizada, interrumpida y retomada en una espiral que acrecienta la oscuridad que la envuelve.

  Terry Gilliam siempre ha estado obsesionado con el ‘Quijote’. Es su particular espiral. Una obsesión en la que por excelencia se encuentran y se entrecruzan amor y desamor, cercanía y ausencia, secreto y abandono. La forma por excelencia del enmarañamiento a la contra del tiempo y de su suspensión. Tiempo compartido y tiempo desgarrado y desconocido, que parece dejar sus jirones por aquí y por allá. Ese loco americano de los muy británicos Monty Phyton que hacía animaciones recortables para los sketches que revolucionaron la comedia televisiva ya soñaba con su ‘Don Quijote’ sin haber dirigido su ópera prima. El legado se nota en la imaginería de ‘Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores’ (1974), en colaboración con Terry Jones y con el rey Arturo cabalgando sin caballo, y ‘La bestia del reino’ (1977), aquella sátira sobre la mitología celta.

  Habría que remontarse a las decenas de proyectos inacabados del autor de ‘Ciudadano Kane’ para dar con una película tan enferma de malditismo, y tan accidentada en su ejecución, como ‘El hombre que mató a don Quijote’. Gilliam, tozudo como un maño, ha vencido a los mismísimos molinos de viento, demostrando que su cine es el triunfo de la voluntad, aunque le salga mal, disperso y banal, con la arbitrariedad de algunos episodios y sus abisales arritmias, más allá de que intentara una batalla entre las imágenes precisas del ilustrador francés Gustave Doré y el mundo oscuro, fantasmagórico y perturbador de Goya.

  Porque, al fin y al cabo, la mejor versión cinematográfica del clásico de Cervantes, el más moderno del barrio en su receta de confundir géneros, tiempos, realidades y fantasías, quizá sea el material recogido en ‘Lost in La Mancha’, con el director en la piel de un caballero andante que va desarrollando su propia locura a medida que se enfrenta a esos gigantes representados por la fatalidad. Gilliam nunca dejó de ver gigantes allá donde había molinos. Que se lo pregunten, si no, al mismísimo Diderot. Todos locos o la crónica de un fracaso anunciado.

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