No extinguirás


Por José Joaquín Beeme

      El Museo de Ciencias crece al respaldo de la Residencia de Estudiantes: dos formas de dinosaurizar el pasado, traen a la memoria algo lejano y sin embargo tan vivo como todas las criaturas del aire que se resisten a abandonarnos al páramo que, noche a noche, vamos batiendo.

    Las de Bayona rayan tal vez a la altura (productiva, espectacular, imaginativa) de sus precedentes, pero ya no hay nada, temo, que retroalimente la serie, excepto para quienes, ya lo dije, la receta y sus sabores hayan de estar sobradamente contrastados. Así con otras cadenas alimenticias al arrimo de Tespis. Si, por ejemplo, comparo la multiplicación de estratos de pantalla verde de un Majewski (véase El molino y la cruz, cine-pintura del bracete con Brueghel el Viejo) con el uso tramposo de los entornos virtuales que estas paleontologías pardas se montan para transportar al personal a otros ámbitos, otros barritos, me tengo por fuerza que poner en la del pobrecico Simón: películas de baba, películas de eternidad. O lo que es lo mismo, ir al cine por uvas pochas o, intermitencias del ingenio, por la fruta del paraíso. La posibilidad de desextinguir es, sin duda alguna, apasionante, con todos sus problemas asociados (mis amigos de la red europea de control sobre Alien Species saben lo que significa contaminar cepas específicas, hibridar, romper equilibrios ecosistémicos finamente labrados por los siglos), porque lo es siempre atraer vida de la nada, resucitarla, componerla. Año es éste de Frankenstein, centenario de carnes tolendas-adendas, y la vida, por lo que voy sintiendo, es cada vez más una superposición de naturalezas maleables y estructuras vagamente orgánicas, brutalmente tecnológicas. Nos viene, en este punto, como una añoranza de otras vidas más vidas, menos sofisticadas, o acaso sea el futuro (me corrige Asimov) la materia más digna de nostalgia. O compasión.

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