Pueblo alebrije


Por José Joaquín Beeme
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     Del desquiciado baile de calacas de Ub Iwerks, primera de las sinfonías experimentales Disney, a La fiesta de la vida de Jorge R. Gutiérrez, producida por su compatriota Guillermo del Toro, gente como Ray Harryhausen…

…o Tim Burton han aportado bizarras animaciones de ultratumba, invitándonos a pasar, oh vértigo oh maravilla, al otro lado del telón de niebla. Piensa: darle ánima a lo inerte, hacer vivir los cuerpos descabalados, recomponerlos, recuperarlos a la gracia del movimiento. Operación un poco Shelley / silly, que diría G. Caín. Guiados de sicobombos como el perro xoloitzcuintle y el mítico jaguar, ambos parte del pueblo alebrije que acompaña a los muertitos mejicanos (confieso mi fascinación por esta fauna multicolor y desbocada, barroquismo indígena hijo del mejor surrealismo), Lee Unkrich y Adrián Molina han compuesto en la funambulesca Coco, bordado en pasacalles de papel picado y flores de cempasúchi, un canto memorable. Memorable por su prodigio técnico, casa Pixar, y porque es un himno de vida y esperanza a la memoria, ese hilo carmesí entre generaciones que va más allá de la destrucción y su roedora damnatio. Atraviesa esta película, por demás, un eje de poder-mujer que, si por un lado frena las aspiraciones del protagonista al olimpo de la canción charra, le lleva en el ruedo de las faldas al rescate de su sangre ancestral. Pujos de músico antes de saltar al gran escenario, como los del perro tibetano que quería ser una rocanrol star (Rock dog, 2016), pero en latino y con mucha empatía por los manitos que se mandaron a mudar.

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