El patrullero de la filmo: Mitchum, el rostro impenetrable


Por Don Quiterio

  “Se sienta y se ensimisma”, afirma del actor Robert Mitchum un personaje en una de sus películas. Al igual que Humphrey Bogart, posee una calma interior que expresa independencia y confianza.

   Es el representante ideal para la figura de ese hombre ingenioso y hábil que comete el error, maldita sea, de dejarse llevar por sus pasiones. Pero, al contrario que el cauto Bogart, el protagonista de ‘Hasta el fin del tiempo’ (Edward Dmytryk, 1946), uno de sus primeros papeles, de excombatiente herido, se deja ir, su poderosa relajación hace que su vulnerabilidad no solo sea creíble sino trágica. Con el paso de los años, el hieratismo de su rostro va dando paso a una de las personalidades más atrayentes del cine norteamericano.

  Se cumplen ahora, en este 2017, cien años del nacimiento de Robert Mitchum (en Bridgeport, Connecticut) y veinte de su muerte (en Los Ángeles), y la filmoteca de Zaragoza que dirige Leandro Martínez le homenajea con la programación de ‘Retorno al pasado’ (Jacques Tourneur, 1947), ‘The lusty men’ (Nicholas Ray, 1952), ‘Río sin retorno’ (Otto Preminger, 1954), ‘La noche del cazador’ (Charles Laughton, 1955), ‘La hija de Ryan’ (David Lean, 1970), ‘Míster North’ (Danny Huston, 1988) y ‘Dead man’ (Jim Jarmusch, 1995).

  Un joven Robert desempeña numerosos y pintorescos oficios antes de trasladarse a California en busca de fortuna. Allí se une a un pequeño grupo teatral, el Long Beach Players Guild, en el que llega a hacerse, por fin, actor profesional. Su actuación en varias series de ‘Hopalong Cassidy’ le vale un contrato por tres años de la RKO. En 1943 obtiene su primer papel importante con ‘La comedia humana’, de Clarence Brown, y dos años después pasa a primer plano gracias a su notable interpretación del soldado en ‘También somos seres humanos’, de William Wellman.

  Aunque durante mucho tiempo es tachado, erróneamente, de inexpresividad, su rostro impenetrable, casi de fetiche, deja traslucir, con gran discreción, cierta tristeza, que da a sus personajes una vaga aureola trágica. A medida que va sumando títulos se afirma su personalidad como un símbolo del héroe noble pero desencantado, que asume conscientemente, y no sin humor, su destino en la aventura. Capaz de adquirir por la sola fuerza de su presencia un aire inquietante, sabe trazar de un modo muy coherente personajes que pueden considerarse como una imagen negativa del héroe, verdaderas encarnaciones del mal. Alcanzada la cúspide de su carrera con ‘No serás un extraño’ (Stanley Kramer, 1955), su evidente indiferencia por su reputación y sus excentricidades le impiden un reconocimiento general de sus méritos.

  En la madurez de sus facultades ofrece admirables retratos de aventureros en ‘Bandido’ (Richard Fleischer, 1956), ‘Solo dios lo sabe’ (John Huston, 1957), ‘Traición en Ateneas’ (Robert Aldrich, 1958) y, especialmente, ‘Más allá de Río Grande’ (Robert Parrish, 1959), donde se eleva a una grandeza trágica poco frecuente en un actor. Sus sucesivas creaciones son de una variedad agradecida, muchas veces tratadas en un tono muy distinto al habitual: el terrateniente de ‘Con él llegó el escándalo’ (Vincente Minnelli, 1960); el millonario seductor de ‘Página en blanco’ (Stanley Donen, 1960), el sicópata sexual de ‘El cabo del terror’ (Jack Lee Thompson, 1961), el abogado solitario de ‘Cualquier día en cualquier esquina’ (Robert Wise, 1962)…

  Trabaja, además, a las órdenes de Norman Foster (‘Vuelve a amanecer’), Josef von Sternberg (‘Macao’), Tay Garnett (‘Corea, hora cero’), Jack Webb (‘The last time i saw Archie’), Ronald Neame (‘El aventurero de Kenia’), Howard Hawks (‘Eldorado’), Andrew McLaglen (‘Camino de Oregón’), Buzz Kulik (‘Villa cabalga’), Duilio Coletti (‘La batalla de Anzio’), Henry Hathaway (‘El póquer de la muerte’), Joseph Losey (‘Ceremonia secreta’), Burt Kennedy (‘Who rides eith Kane’), Sydney Pollack (‘Yakuza’), Dick Richards (‘Adiós, muñeca’), Elia Kazan (‘El último magnate’)…

  ‘Retorno al pasado’ es una película como esa “hoja que el viento lleva de alcantarilla en alcantarilla”, como Mitchum dice de Jane Greer, su compañera de fatigas. Basada en una novela de Daniel Mainwaring -seudónimo de Geoffrey Homes, que el propio escritor adapta-, el filme del parisino Jacques Tourneur es una de las obras cumbres que el género negro ha dado al séptimo arte, con todos sus elementos incluidos: la figura de la mujer fatal, el detective honrado que se deja llevar por la pasión, el gánster que enturbia el ambiente, el ayer que resurge para destrozarlo todo, las ambigüedades de los personajes, los motivos del amor unidos a los del miedo…

  De estructura compleja y retorcida, ‘Retorno al pasado’ desmitifica al héroe y ofrece diversas subversiones del cine policiaco. Es el relato de un hombre con dificultades económicas, contratado para llevar a cabo la búsqueda de una mujer, pero se enamorará de ella y en la investigación se sucederán los asesinatos. Junto a Mitchum y Greer, que forman una pareja excepcional, están igualmente soberbios Kirk Douglas, Rhonda Fleming, Richard Webb, Steve Brodie, Virginia Huston, Paul Valentine, Dickie Moore o Ken Niles. La matizada fotografía (en blanco y negro, ni qué decir tiene) de Nicholas Musuraca y la banda sonora de Roy Webb hacen el resto.

  En ‘The lusty men’, según la novela de Claude Stanush adaptada por David Dortot y Horace McCoy, una estrella del rodeo en decadencia intentará rehacer su vida uniéndose a un joven matrimonio. El mito de la vuelta al hogar es analizado con acierto por Nicholas Ray, un estudio de la sociedad americana con una fotografía en blanco y negro repleta de tonalidades a cargo del gran Lee Garmes. La banda sonora, al igual que en ‘Retorno al pasado’, se debe a Roy Webb. Acompañan a Mitchum, que está muy bien, Susan Hayward, Arthur Kennedy, Arthur Hunnicut, Frank Faylen, Walter Coy, Carol Nugent, Maria Hart y Burt Mustin.

  ‘Río sin retorno’ es un insólito melodrama de aventuras con secuencias excelentemente filmadas por el vienés Otto Preminger en los rápidos del río, que está a punto de cobrarse la vida de los protagonistas. Se trata de un wéstern que mezcla, en perfecta armonía, la aventura con el romance, sobre un argumento de Louis Lantz convertido en guion por Frank Fenton. La historia está ambientada durante la fiebre del oro y un hombre sin escrúpulos (Rory Calhoum), tahúr de profesión, recorre las tierras del noroeste canadiense acompañado por una bella mujer (Marilyn Monroe). Ella, cantante de ‘saloon’, añora una vida tranquila y sedentaria. Y muy pronto la encontrará al lado de un hombre sencillo, un viudo granjero, y su hijo de diez años. Sin embargo, el traicionero jugador de ventaja es un hombre rencoroso que nunca perdona y les obligará a iniciar una peligrosa persecución a través del territorio indio. La mujer y el granjero, en efecto, unen sus fuerzas para emprender un viaje río abajo a bordo de una balsa, y bajo el constante peligro de las corrientes. La aventura exterior de los personajes, su enfrentamiento con la fuerza de la naturaleza y del entorno social, se desarrolla simultáneamente a su aventura interior, personal, y el descubrimiento del amor, la ternura y nuevas posibilidades de felicidad.

  En ‘La noche del cazador’, ambientada en la época de la gran depresión americana, Mitchum lleva tatuada en su mano derecha la palabra amor; en la izquierda, la palabra odio. Charles Laughton -la única experiencia como director de uno de los más grandes actores británicos- lo persigue con su cámara en sus turbulentas maquinaciones, hasta convertirlo en la pura encarnación del mal. Es un tétrico e inmejorable ogro, un predicador enloquecido que persigue a una pareja de pequeños hermanos con objeto de obtener a su merced un dinero que su padre escondiera en una muñeca. Su tarareo de una canción de cuna, el himno religioso ‘Leaning’, es suficiente para erizar los cabellos, junto a su atuendo clerical en riguroso luto y un puritano sombrero plano que se curva en unos cuernos de aspecto demoníaco.

  Estamos ante un perverso, hermoso y poético cuento de hadas para adultos, una alucinante inmersión en los abismos de los terrores más íntimos, a la manera de un extraño wéstern de carácter peculiarmente expresionista. El inmaculado guion de James Agee -adaptado de una novela breve de Davis Grubb- se convierte en un asombroso álbum de terribles imágenes, alumbradas por una estremecedora puesta en escena de aliento clásico, con una música narcótica y magnética de Walter Schumann y una elegante fotografía en blanco y negro de Stanely Cortez -un maestro del claroscuro-. Para redondear la función, la presencia de Lilian Gish, una amorosa mujer cuya granja está abierta a quienes llegan del camino, el fondillo de Hansel y Gretel de los niños con el tesoro escondido de por medio y la idea del bien y del mal en guerra.

  ‘La noche del cazador’, en definitiva, es una fábula de horror, no exenta de cínico humor, narrada desde el punto de vista de los pequeños protagonistas, con grandes dosis oníricas e impregnada de un profundo tono pesimista, con elipsis de sorprendente eficacia y el dominio del ritmo, pausado pero decidido. Unas imágenes imborrables (la viuda descubierta atada en el fondo de su vehículo, los chicos cantando la canción del colgado, la navaja automática asociada a la Biblia, la extraña flora de los pantanos, la huida nocturna río abajo, el río poblado por sapos y otras amenazas…) que dan lugar a un gran filme, donde Mitchum, al que normalmente se asocia con héroes cínicos, representa aquí a un “malo” muy creíble, pluriempleado como asesino en serie de mujeres disolutas, pero sexualmente obsesionado con el dinero que cree necesitar para financiarse su particular cruzada sangrienta.

  Aunque David Lean dilata escandalosamente hasta casi las tres horas de duración una historia mínima, ‘La hija de Ryan’ es un incontestable melodrama que, bajo su formato de superproducción, esconde una pequeña -y larga- pieza intimista que susurra la historia de una mujer irlandesa casada con el maestro de un pueblecito y súbitamente enamorada de un militar inglés, mientras los lugareños piensan que ella es una confidente de los invasores durante el conflicto de la primera guerra mundial. Una auténtica joya, denostada por algunos críticos, con reminiscencias de ‘Madame Bovary’ y que contiene un certero retrato sicológico de los personajes -preciso guion de Robert Bolt-, redondeada por la melódica banda sonora de Maurice Jarre y por el trabajo de un arrollador Mitchum, al que acompañan Sarah Miles, Trevor Howard, John Mills, Christopher Jones y Barry Foster.

  Un ya veterano Mitchum -como los también ilustres David Warner, Harry Dean Stanton y Lauren Bacall- participa en ‘Míster North’, un discreto filme preparado por John Huston con la ayuda de los guionistas James Costigan y Janet Roach. Es el proyecto póstumo del autor de ‘Dublineses’, dirigido al final por su hijo romano Danny. Un joven arribista llega a Newport, una ciudad colonial y clasista antes de la gran depresión de 1929, con el convencimiento de encontrar un empleo y una buena posición social en el menor tiempo posible. Esta comedia, centrada en torno a la contradictoria personalidad del protagonista (un eficaz Anthony Edwards) y los conflictos que provoca en la comunidad que recala, tiene un planteamiento riguroso, aunque el conjunto tiende en exceso a la dispersión.

  Las películas de Jim Jarmusch esconden bajo sus ágiles diálogos un ácido análisis de los comportamientos humanos, rodadas con un preciso sentido visual, cuya cámara atrapa la fugacidad de los instantes con una insólita belleza. En ‘Dead man’, coproducción entre Alemania, Japón y Estados Unidos, el realizador se enfrenta a un inquietante wéstern fronterizo, entre onírico y documentalista, una suerte de ensayo sobre la contemplación, con una sencilla y exquisita música para guitarra del gran Neil Young, una elegante fotografía en blanco y negro de Robby Müller (influido por Ansel Adams) y un papel secundario para un Mitchum desgarbado y enorme, quien parodia genialmente al cineasta Samuel Fuller, en su última aparición en la pantalla, con un cigarro entre los labios y convenciendo al protagonista (un delicado Johnny Deep) de que deje su despacho apuntándolo a la cara con una escopeta de doble calibre. Un gran epílogo a una carrera espectacular.

  Al fin y al cabo, Robert Mitchum siempre busca en los márgenes de lo real, en ese límite, horizonte o frontera, en que está aquello que no se puede interpretar de otro modo, lo que no llegamos a entender, pero asoma como verdad de extravío poético, de aceptación del daño, de conciencia sin fin. El asombro, indescifrado, de los espejos están en sus interpretaciones como ejes. Y es que más allá de la aparente contención de una parte de su cine, Mitchum hace del arrebato febril y contagioso parte de su acción precisa de actor. A veces, crispado, y otras, desnudo. Con el rostro impenetrable como único lugar incuestionable. Su actuación al completo es eso. Exactamente lo que impulsa y lo que duele. Sentado. Ensimismado.

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