Los estrenos en los cines: El amargo sabor de la patria

Por Don Quiterio

  Las razones por las que uno se declara patriota pueden ser tan variadas como, llegado el caso, inexistentes. Incluso, en caso de guerra, algunos siempre irían con el enemigo. Ya nos enseñó Montaigne que la palabra es mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la recibe.

    Aunque en la historia del patriotismo intervienen vírgenes y santos que apoyan más a un bando que a otro. O eso cree el australiano Mel Gibson (‘El hombre sin rostro’, ‘Braveheart’, ‘La pasión de Cristo’, ‘Apocalypto’), quien ahora narra en ‘Hasta el último hombre’ la peripecia verídica de Desmond Doss, un soldado de infantería del ejército estadounidense que alcanzó la medalla de honor de su país por su heroico comportamiento en la batalla de Okinawa, donde salvó la vida a más de setenta compañeros. Y lo logró sin empuñar un arma, pues sus convicciones religiosas se lo impedían, aunque su patriotismo lo empujó a alistarse en el combate. No faltan en el filme las monsergas al heroísmo, el amor conyugal, la entrega a favor del prójimo o, sobre todo, la fe espiritual, pero el horror y la angustia que destilan las secuencias bélicas son tan escalofriantes como la ética paradójica de un autor preocupado por la moralidad del mundo, alguien que oscila entre la identificación del bien y la virtud y un voluntarismo de raíz cristiana que pronostica la irreductibilidad de la fe a todo árbitro ajeno. Porque Gibson, en el fondo, nos alerta: si cada día repitiéramos un gesto, por pequeño que fuera, lograríamos salvarnos a nosotros mismos.

  Esos gestos salvadores pueden apreciarse igualmente en ‘Silencio’, un filme cargado de complejidad metafísica y espesor dialéctico, de respiración contenida, acaso algo contemplativo y ensimismado, pero siempre potente, también cruel e irónico, en el que Martin Scorsese recupera su lado más espiritual y hasta místico, con una narración épica en la que la fe es el centro de una historia ambientada en el Japón feudal del siglo diecisiete, acerca de la persecución de los curas católicos que trataban de evangelizar el país, en las figuras de dos jesuitas que emprenden desde Portugal un camino de liberación, según la novela homónima de Shusaku Endo publicada en 1966, ya llevada a la pantalla por Masahiro Shinoda en 1970 y por Joao Mario Grilo en 1994. La religión, al fin y al cabo, es otra forma de violencia, como ya hiciera el propio Scorsese en sus anteriores ‘La última tentación de Cristo’ (1988) y ‘Kundun’ (1997). Este arriesgado viaje espiritual acerca del enfrentamiento entre budismo y cristianismo es una apasionante meditación sobre la fe, el sacerdocio, la trascendencia, lo maravilloso y el libre albedrío. Al igual que Gibson, Scorsese coloca al espectador en una posición tan reveladora como incómoda. Nunca complaciente.

  Bukowski decía que en sus relatos prefería narrar la vida de un vagabundo norteamericano actual que la muerte de un dios griego. Y, del mismo modo, en ciertas películas las epopeyas de hoy son pagar la hipoteca o mirar las grietas que comienzan a abrirse en una relación de pareja. Hay directores, en efecto, que nos muestran historias que podrían ser las nuestras, pues muestran anhelos, alegrías y fracasos universales. Como la catalana Nely Reguera en ‘María (y los demás)’, un poderoso y hermoso retrato en el contexto de una crónica familiar marcada por la pérdida y la conveniencia de restauración, a través de la desazón de una chica en apariencia tóxica, neurótica y controladora, que, bajo esa superficie, guarda tanto una necesidad urgente de amar y ser amada como de encontrar un sentido creativo a su vida. O el rumano Cristina Mungiu en ‘Los exámenes’, un enfrentamiento paternofilial para mostrar la corrupción moral de un país. O la alemana Maren Arde en ‘Toni Erdmann’, una suerte de drama cómico tan extravagante como existencialmente doloroso, en torno a un estrafalario padre ya jubilado y su amargada hija, una luchadora incansable en medio de la cultura de una corporación industrial germana. O el norteamericano Jeff Nichols en ‘Loving’, preciso y nada demagógico drama, propio del cine clásico, sobre un matrimonio interracial en el sur de los Estados Unidos en 1958, dos personas que quieren amarse sin interferencias pero se encuentran amenazadas de muerte por unas leyes brutales. 

  Igualmente, las películas de Jim Jarmusch (‘Extraños en el paraíso’, ‘Bajo el peso de la ley’, ‘Noche en la tierra’, El camino del samurái’, ‘Café y cigarrillos’, ‘Flores rotas’) esconden bajo sus ágiles diálogos un ácido análisis de los comportamientos humanos, rodadas con un preciso sentido visual y cuya cámara atrapa la fugacidad de los instantes con una insólita hermosura. En ‘Paterson’ habla sobre un conductor de autobús y poeta aficionado, un hombre que crece y se alimenta de la rutina de lo cotidiano, otra forma de afrontar y entender la vida, lo contrario a una cultura basada en la inmediatez y la sobreexposición. Su protagonista comparte espacio con héroes literarios como Paul Auster, David Foster y William Carlos Williams. La poesía como refugio y alivio secreto para un tipo silencioso, afable y discreto, que intercambia conversaciones nocturnas con la parroquia del decadente y maravilloso bar de la esquina. El cineasta construye su relato a partir de las pausas, los tiempos muertos y la repetición, y ejecuta un filme hiperrealista y abstracto, desolado e irónico, que propone un penetrante y particular reflejo de la soledad viril, a la vez que una radiografía de la sociedad estadounidense contemporánea, a la que toma el pulso moral con exquisitas dotes de observación. Solo el gran Ozu supo percibir la belleza de la rutina antes de Jarmusch.

  Más aciertos: ‘Train to busan’ (Yeon Sang-ho), original historia de zombis enmarcada en un contexto social y humano; ‘Las inocentes’ (Anne Fontaine), austera peripecia dramática de una enfermera francesa que socorre a las monjas de un convento en el que varias han quedado embarazadas tras ser violadas por los libertadores soviéticos, ambientada en Polonia al finalizar la segunda guerra mundial; ‘Frantz’ (François Ozon), excelente alegato antibelicista ambientado en la primera guerra mundial y filmado en color y blanco y negro, según la obra teatral de Maurice Rostand -ya llevada a la pantalla por Ernst Lubitsch en ‘Remordimiento’ (1932)-, una historia en la que la realidad y la ficción se manejan con una soltura envidiable para contar lo que la mentira y la verdad ocultan; ‘Como perros salvajes’ (Paul Schrader), adaptación de la novela ‘Perro come perro’, del expresidiario y escritor de culto Edward Bursker, con unos personajes enfermizos, llenos de taras, vicios e inseguridades; ‘Comanchería’ (David MacKenzie), wéstern moderno a la antigua usanza, con buenas dosis de desierto, tiros y conflictos morales; ‘Operación Anthropoid’ (Sean Ellis), reconstrucción de la operación llevada a cabo por miembros de la resistencia checa durante la ocupación nazi, un episodio bélico ya llevado a la pantalla por Fritz Lang en ‘Los verdugos también mueren’ (1943); ‘La la land’ (Damien Chazalle), tierno y colorista musical protagonizado por una pareja que sueña con triunfar a toda costa en el mundo del espectáculo, con un ojo puesto en el Jacques Demy de ‘Las señoritas de Rochefort’ (1967) y un homenaje explícito al Nicholas Ray de ‘Rebelde sin causa’ (1955), y ‘Proyecto Lázaro’ (Mateo Gil), imaginativa ciencia ficción, pese a la pedante voz en off, sobre un hombre que combate su enfermedad terminal suicidándose con la esperanza de revivir en otro tiempo.

  Pero no siempre se acierta y es cuando las decepciones afloran: ‘Solo el fin del mundo’ (Xavier Dolan), amanerado e histriónico drama sobre secretos familiares basado en la pieza del dramaturgo Jean Luc Lagarce; ‘Contratiempo’ (Oriol Paulo), suspense sicológico con trama judicial, demasiado artificial e incongruente; ‘Assasin’s Creed’ (Justin Kurzel), horrorosa acción de videojuego con masones, mitología bíblica e inquisición; ‘Belleza oculta’ (David Frankel), ridículo melodrama sobre un tipo sumido en la desesperación tras perder a su hija; ‘La comuna’ (Thomas Vinterberg), fallido experimento de convivencia grupal; ‘Éternité’ (Tran Anh Hung), desperdicio esteticista con un preocupante mensaje conservador; ‘El faro de las orcas’ (Gerardo Olivares), según el libro de Roberto Bubas ‘Agustín, corazón abierto’, el relato de un guarda de la fauna enamorado de esas ballenas que recibe la visita de la madre de un niño autista, a quien los animales le despiertan unas emociones que, maldita sea, no llegan al espectador; ‘Rogue one’ (Gareth Edwards), nueva e insulsa entrega de la franquicia ‘Star wars’; ‘Figuras ocultas’ (Theodore Melfi), autocomplaciente recreación según el libro de Margot Lee Shetterly, centrada en una serie de mujeres afroamericanas con una mente privilegiada para las matemáticas que estaban controladas por la NASA, pero a las que no se les permitía ascender a cargos de responsabilidad a pesar de estar mejor capacitadas que el resto de sus compañeros, y ‘La luz entre los océanos’ (Derek Cianfrance), inverosímil melodrama sobre la novela de M.L. Stedman, que acumula traumas y dilemas morales a la manera de un David Lean mal digerido.

  Tampoco terminan de remontar el vuelo ‘Los del túnel’ (Pepón Montero), castiza tragicomedia coral que parodia la figura del héroe en el cine de catástrofes y narra con mucho humor la vuelta a la normalidad de un grupo de supervivientes, pero sin el grado de miras que acostumbraban los Azcona, Beltrán y compañía; ‘XXX: Reactivado’ (D.J. Caruso), tercera entrega de la expeditiva franquicia comercial, una historia tremendista de corte apocalíptico; ‘Shin Godzilla’ (Hideaki Anno y Shinji Higuchi), primera película del lagarto gigante de origen radiactivo realizada en Japón desde ‘Final wars’ (Ryuhei Kitamura, 2004), una versión descerebrada que casi parece una parodia del monstruo; ‘Infiltrado’ (Brad Furman), thriller sobre un topo a la manera de ‘Donnie Brasco’ (Mike Newell, 1997), pero sin su tensión ni complicidad; ‘Diré tu nombre’ (Sean Penn), indignante drama romántico entre dos médicos cooperantes con la barbarie bélica que sacude Liberia como telón de fondo; ‘El imperio de las sombras’ (Kim Jee-Woon), acción ambientada a finales de 1920 en torno a un grupo rebelde que intenta transportar explosivos desde Shanghai hasta Seúl para detonarlos en un importante complejo japonés; ‘El último rey’ (Nils Gaup), confusa recreación aventurera de la Noruega del siglo trece, con sus guerras civiles y sus enfrentamientos entre clanes, de presunta épica shakespereana que se queda en agua de borrajas; ‘Lion’ (Garth Davis), folletín lacrimógeno sobre el caso real de un niño indio que pierde a su familia y dos décadas después la encuentra, según el libro autobiográfico de Saroo Briesley; ‘Múltiple’ (Night Shyamalan), tramposo terror que combina la intriga, el drama sicológico y la comedia negra sobre un tipo con más trastornos de personalidad que arroz tiene la paella; ‘Somnia’ (Mike Flanagan), convencional y embarullado terror fantástico donde imaginación y realidad se confunden, acerca de un niño que tiene pánico a quedarse dormido; ‘Vivir de noche’ (Ben Affleck), comercial adaptación de un relato policiaco del bostoniano Dennis Lehane, una historia de gánsteres de los años de la ley seca; ‘La autopsia de Jane Doe’ (André Ovredal), decepcionante terror sobre un cadáver que desobedece las leyes de la biología; ‘¿Tenía que ser él?’ (John Hamburg), especie de reedición con escasa imaginación de ‘Los padres de ella’, y ‘Guerras de sangre’ (Anna Foerster), quinto episodio de la cansina saga ‘Underworld’ que une a licántropos y vampiros.

  El cine de animación, a mi modo de ver, está atravesando su edad de oro, y esto se corrobora con ‘La tortuga roja’, del noruego Michael Dudok de Wit, sin duda lo mejor que se ha hecho en mucho tiempo. Estamos ante una maravillosa parábola fantástica, sin diálogos ni primeros planos, llena de instantes memorables, protagonizada por un Robinson anónimo varado en una isla de la que una misteriosa criatura le impide escapar. El náufrago, a través de un quelonio gigante que bajo su caparazón encierra un cuerpo de mujer, concibe una familia en medio de su soledad. Una joya del cine contemplativo con un nivel simbólico que trasciende los contenidos propios de una fábula de resonancias mágicas. Las tomas submarinas o las escenas del maremoto son de una minuciosa elaboración que sublima el concepto de espectacularidad. Esta conmovedora y onírica mezcla del mito de Adán y Eva es un viaje, una inmersión en emociones, y se erige en una melancólica reflexión sobre los vínculos místicos entre el hombre y una naturaleza -y sus ciclos- siempre igual a sí misma, amoral en sus apetencias, ajena a la muerte. Una, en fin, maravilla que profundiza en la soledad humana y deja en evidencia a otras animaciones menos afortunadas (‘Ballerina’, ‘Blinky Bill, el koala’, ‘Orm en el reino de las nieves’, ‘Vaiana’, ‘Monster Trucks’, ‘¡Canta!’), desiguales y suavizados relatos sustentados en la premisa de las superaciones personales y el empeño de lucha por unos sueños que tanto anhelamos.

  Con una gran experiencia en series televisivas (‘Masala’, ‘Alakrana’, ‘La duquesa’, ‘Paquirri’, ‘Mario Conde’, ‘Niños robados’, ‘Hermanos’, ‘El capitán Alatriste’, ‘Los nuestros’, ‘El padre de Caín’, ‘Lo que escondían sus ojos’), Salvador Calvo debuta en el largometraje con el remake del filme realizado por Antonio Román en 1945, ‘Los últimos de Filipinas’, uno de los títulos míticos del patrioterismo cinematográfico español de posguerra. La película se publicita como antibelicista, pero nadie dice que sea antipatriótica. Se supone que hay valores patrios que interesa preservar, con o sin actualización de por medio. A qué viene, si no, hablar de la gesta de ese grupo de soldados españoles luchando contra los nativos insurrectos en la isla filipina de Luzón, unos acontecimientos por los que España cedió la soberanía sobre Filipinas a los Estados Unidos a finales del siglo diecinueve. En efecto, el último destacamento español, sitiado por los insurrectos rebeldes en la iglesia de Baler, fueron conocidos como “los últimos de Filipinas” precisamente porque defendieron las últimas líneas antes del tratado de paz que se formó en diciembre de 1898, tras casi un año de insurrección. La actual versión es una réplica al patriotismo que destilaba la primera: en aquella no existían desertores y, en cambio, aquí prima el factor humano. Un filme, en fin, de un antibelicismo ambiguo e interesado con respecto al concepto patriótico.

  Dieciocho años después, Fernando Trueba intenta recuperar el divertido espíritu de ‘La niña de tus ojos’ en ‘La reina de España’. Si en aquella los personajes se buscaban la vida en la Alemania nazi, en un atractivo cóctel de comedia, melodrama y musical inspirado en lo sucedido con el director almuniense Florián Rey y la estrella Imperio Argentina con motivo de ‘Carmen, la de Triana’, ahora el autor de ‘Belle époque’ traslada su tropa a la España franquista en un rodaje sobre Isabel la Católica y vuelve a optar por una trama coral. Siguen los personajes característicos, pero prevalece la arbitrariedad, arrítmica y sin estructura interna. Trueba parece estar ansioso por acumular gags divertidos y retos emocionales en una historia que se dilata en exceso y finalmente resulta repetitiva.

  A pesar de la poderosa maquinaria publicitaria a través de las cadenas televisivas de Atresmedia, la recaudación de ‘La reina de España’ ha distado mucho de las expectativas creadas. Este batacazo en taquilla, ¿ha sido debido a la extrema derecha o hay otros motivos? Son muchas las películas españolas, de españoles muy españoles, que no alcanzarán nunca los ingresos de este filme de Trueba, ni en toda su vida de exhibición. Dejando a un lado las enemistades contraídas por el cineasta madrileño a raíz de unas declaraciones con poco fundamento, que no termina de comprender ni él mismo, ‘La reina de España’ no se salva, ay, del pequeño (gran) fracaso. Trueba ha sido víctima de sí mismo, tanto de su “mirada divertida” como de su estrabismo intelectual. De su torpeza. De su mentira. De sus monsergas. Como decía Homer Simpson: “No he mentido, he escrito una ficción en mi boca”. El refrito de guiños cinéfilos (Emilio Ruiz del Río, Juan Mariné, Dalton Trumbo, Billy Wilder, John Ford), que incluye un cura suelto que sermonea por ahí y los chistes caducos, terminan por rematar la faena (de aliño). ¿Boicot?

  Trueba, en realidad, se sube por las paredes ante la escasa recaudación de esta producción. Según él, todo se debe por decir lo que piensa o no lo piensa pero le apetece decir. En cualquier caso, a Trueba no le funciona (casi) nada. Tampoco la alternancia de las dos historias, una cómica (el propio rodaje) y otra dramática (la construcción del valle de los Caídos), con escenas mal resueltas. Ya se sabe que entre las medias verdades y la mentira solo existe una línea apenas perceptible: la manipulación. Sea como fuere, el cineasta se queja, con su visión panorámica de las cosas, de que su película ha pinchado en taquilla boicoteada, esto es, por las hordas fascistas que asolan el país. De 13tv a Atresmedia. Que resucite y diga algo Azcona. O Losey. Rey y patria.

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