Fuego en la lengua


Por José Joaquín Beeme

    Aunque recurra al viejo expediente del monólogo interior para materializar la Voz (conciencia dialogante, por mejor decir; o palabras de ese hombre otro del que todo habla), el árido silencio, el tozudo silencio que interroga Scorsese es seguramente el mismo que no daba tregua a Bergman.

    Católico de matriz siciliana y barrial, el ex seminarista neoyorquino hubo de viajar al Japón para, disfrazado de Van Gogh y con la novela de Shūsaku Endō en la mano, recibir la sacudida eléctrica del espíritu crudo y crítico. Los jesuitas, encabezados por el papa, se han asomado con curiosidad a esta seca reconstrucción de su pasado colonial, al punto de dedicarle una larga entrevista en Civiltà cattolica donde abren en canal la duda primordial, el repertorio de verdades que a lo peor no lo son, la enorme, la cósmica soledad que nos lacera. Memorias del subsuelo grita su desolación, la espantosa gratuidad del hombre a hombre, en la cabecera del cineasta y en la del pastor de Roma; será que ambos (bajo el peso de la luz espectacular, entre el oropel papalino) son y se sienten ínfimos, pasajeros, anecdóticos. Poniendo en la hoguera todas las preguntas, Silencio es a su modo una película muda: el aislacionismo del mikado y sus inquisidores de meliflua crueldad, el complejo de superioridad evangélico frente a una supuesta barbarie pagana, la fe cobarde o de catacumba que termina por invertir la buscada conversión; nada obtiene una respuesta neta o consolatoria, sencillamente porque no las hay. Lo decía el sabio Qóheleth, que Dios hizo el mundo para que el ser humano no encontrara ninguna de sus trazas (Ec 3:11), y los artistas, autodelegados para tareas de zapa y visión del «tercer tipo», andan desde la cueva ancestral representándose para ponerle rostro, ojos, cuerpo, manos: palabras con las que insuflarle ánimo

El blog del autor: http://blunotes.blogspot.com.es/

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