‘El director maldito’, cortometraje de Maxi Campo

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Por Don Quiterio

   La obsesión de un joven realizador aragonés por conseguir llegar a su soñado festival cinematográfico local es el argumento del que se ha valido Maxi Campo (Huesca, 1975) para elaborar ‘El director maldito’ (2016), una suerte de falso documental que homenajea a los que luchan por un sueño.

  El “maldito” director oscense disfraza con humor su objetivo de abrir con este cortometraje las puertas del certamen de Fuentes de Ebro al que, maldita sea, no ha conseguido llegar antes. A medida que va agrandando su filmografía, en efecto, su ilusión no llega ni a viajar en tranvía, se muestra como un perro encerrado en su deseo no cumplido, con esa espina clavada en los talones. ¿Qué ocurre? ¿Cómo es posible que sus trabajos sean reconocidos internacionalmente y se le ningunee en su propia tierra? ¿Acaso hay una clase de pueblos que solo quieren a los tibios y no aprecian a los apasionados?

  Esta premisa le sirve a Maxi Campo para hacer sus particulares guiños a Tarantino –aparte de su parecido razonable-, a Hitchcock, a Woody Allen, a Truffaut y al propio Buñuel, entre otros. El mismo “maldito bastardo” protagoniza la historia –su historia- de una carencia que compañeros de fatigas (o fatigosos) van desgranando desde sus puntos de vista. Es un querer y no poder. O eso expresa, con su peculiar movimiento de brazos, el periodista y escritor Antón Castro.

  El también periodista y escritor Luis Alegre – también profesor, actor, director de cine, presentador de televisión, organizador de muestras, experto en deportes, sabio de la tauromaquia, domador de leones, amigo de todos y de todas, estudioso de las finanzas, enterrador, biólogo e intermediario en asuntos varios- manifiesta que es muy complicado entrar en la competición de cualquier festival, pues se hacen muchas y excelentes películas e incluso, de vivir, el mismísimo autor de ‘Un perro andaluz’ se vería negro –o verde- para que sus películas fueran seleccionadas en cualquier certamen de su tierra. Como se ve, la sorna –y la mía- envuelve todo el relato, aunque, demonios, le falte sutileza para llegar a mejor puerto. Sin ir más lejos, Leandro Martínez, director de programación de la filmoteca de Zaragoza –en la que Campo ha estrenado alguna obra-, no se explica cómo su cine –“tan bien ejecutado”, según él- no haya tenido ninguna oportunidad no solo de ser premiado sino, al menos, de haberse tenido en cuenta. Todo se deba, tal vez, a que la cultura sin humor es deporte.

  Y así, claro, llegamos a la escena clave, la de la experta en sicología colectiva Victoria Martínez y su explicación metódica, sensata, razonada, ante un paciente, interpretado por Nacho de la Cruz, que actúa como contrapunto de todo y de todos. Al fin y al cabo, el problema de ‘El director maldito’ es que todas las piezas no terminan de integrarse con naturalidad y pertinencia en una estructura general que se diría sujeta a la misma cantidad de inevitabilidad que de prejuicio. Ya se advertía, ay, en los anteriores trabajos de Maxi Campo, desde ‘Runner’ hasta ‘Descubriendo a Mosén Bruno’, y esos intermedios titulados ‘Con la solfa en la cabeza, 1925’, ‘Figura’ o ‘De cortos en Kansas City’. O en Wisconsin.

  Cine dentro del cine, pues, por la pantalla aparecen, entre otros muchos, Luisa Gavasa, Miguel Ángel Lamata e Ignacio Estaregui, y se rinde tributo, de un modo u otro, a filmes como ‘La noche americana’, ‘Con la muerte en los talones’, ‘Ese obscuro objeto del deseo’, ‘Reservoir dogs’ o ‘Toma el dinero y corre’. Parece decir Maxi Campo que si intentas modificar tus fantasías castras tu deseo y llegas a lugares destructivos de tu sique. ¿Cambiar esos deseos sería castrador en vez de liberador? ¿Por qué deseamos lo que deseamos? ¿Es liberador modificar los deseos? El deseo, claro está, no se puede modificar, es tan libre como queramos. Por eso, decía, la escena clave interpretada por Victoria Martínez y Nacho de la Cruz, que da sentido a la neurosis de nuestro héroe.

  ‘El director maldito’, así, es un retrato del propio autor oscense a través de la ficción y el documento que pretenden explicar, con mucha broma –ingenua hasta lo indecible- y más bien poca mala leche. Sus obsesiones, sus paradojas y sus fobias se pueden rastrear a lo largo de los veinte minutos que dura la función. Su posible imaginación –o instinto, más bien- refuerza un gesto de rebeldía romántica. O primeriza.

  Ante tales perspectivas, Maxi Campo parece tirar la toalla, pero no puede. Cuando pasea por cualquier rincón de sus queridas geografías no puede evitar, esto es, pensar en encuadres, en cómo organizar tolo lo que le bulle en su cabeza. La limusina, los niños con gafas de chasco, los carteles paradigmáticos, la sesión de sicoanálisis o las sucesivas intervenciones de los bustos parlantes –familiares, amigos, desconocidos- completan este valle de lágrimas en el que se mueve el personaje.

  Predicar el pudor en tiempos de exhibicionismo es una divertida provocación, casi un malditismo invertido. Maxi Campo no parece un invitado al desparrame, sino un estratega moral, un hedonista con método, porque sabe que el placer sin control esclaviza. Mata la libertad. Acaso quisiera que se entendiera así esa desconfianza de lo sensual, que no quiere ser puritanismo beato sino virtud pagana.

  En su devenir, ‘El director maldito’ nunca apunta a la excelencia, pero consigue apuntarse un tanto con algo que no resulta fácil, agradar sin revolcarse en los aspectos trascendentes y madurar en un entorno apacible en el que las secuencias se encadenan de acuerdo a una lógica un tanto perezosa. Y arrancarnos, al fin, un gesto de aprobación en forma de media sonrisa.

  Lo que sí está claro es que Maxi Campo ya puede estar contento. Por fin, una película suya será seleccionada por el festival de cine de Fuentes de Ebro. De aquí a la eternidad.

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