‘Jota de Saura’

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Por Don Quiterio

  Ya desde su cortometraje documental ‘Flamenco’ (1955), a Carlos Saura (Huesca, 1932) le debemos mucho cine y algunas películas. Su obsesión es mirarlo todo. De ahí ese punto de misterio. Y así le han salido películas como ‘Los golfos’ (1959), ‘La caza’ (1965), ‘Peppermint frappé’ (1967), ‘La madriguera’ (1969)…

…‘El jardín de las delicias’ (1970), ‘Ana y los lobos’ (1972), ‘La prima Angélica’ (1973), ‘Cría cuervos’ (1975), ‘Elisa, vida mía’ (1977), ‘Los ojos vendados’ (1978), ‘Mamá cumple cien años’ (1979), ‘Deprisa, deprisa’ (1980), ‘El Dorado’ (1987), ‘La noche oscura’ (1988), ‘Ay, Carmela’ (1990) o ‘Yo, don Giovanni’ (2009). O ese otro pabellón de su obra, los documentales musicales, por así decir, al que pertenece, como cierre del círculo, ‘Jota de Saura’ (2016), una antología del género estructurada en casi una veintena de pequeñas piezas relacionadas entre sí, en las que el cineasta oscense se aparta del folclore académico para dar su propia versión.

  Con una producción a cargo de Leslie Calvo y Gabriel Arias Salgado, la película indaga en los recuerdos del propio Saura, pero no aborda la jota como un fósil de la memoria, sino como un arte en constante evolución. La intención del autor de ‘Llanto por un bandido’ no es tanto capturar la esencia de la jota como empujarla con las cámaras un poco más allá en la certeza de que tan importante es el baile como todo lo que le rodea. Saura trabaja la jota desde un punto de vista abierto y muestra cómo se puede bailar en la actualidad sin necesidad de atuendos folclóricos, libre de compromisos, proyectándola hacia el futuro.

  Todo empieza en una escuela de baile donde unos críos escuchan, atentos, las instrucciones para sus nuevos pasos. Y de ahí, poco a poco, el universo se expande. Y lo hace por toda España y más allá, sin excepción. Al final de la película hay una escena con centenares de personas que son todas jóvenes. Es la jarana total (y discutible). Se trata, en realidad, de alcanzar el nudo más íntimo de lo que se ve y se escucha. Se escuchan las jotas de Zaragoza, Huesca, Albalate, Andorra o Calanda. Y, al lado, las castellanas y navarras, las leonesas y catalanas, las valencianas y extremeñas, las andaluzas y gallegas, las canarias y argentinas, las mexicanas y filipinas… Pero lo que permanece es la sensación de habitar un espacio único, intransferible, que tiene que ver con el corazón de la música y del propio autor de ‘Stress es tres, tres’. Incluso descubrir el significado de la jota bailada como medio de cortejo y relación amorosa, pues las convenciones sociales, ya lo sabemos, impedían la proximidad física entre hombre y mujer.

  Este retratista del folclore que es Carlos Saura culmina un camino que comienza a andarse en 2008, cuando el bailarín zaragozano Miguel Ángel Berna y el autor de ‘Dispara’ coinciden para dar forma al exitoso y recordado audiovisual del pabellón de Aragón en la Expo de aquel año. Y, así, el cineasta oscense recupera los sonidos aragoneses de su infancia y los transforma en sugestivas, bellísimas imágenes, un espectáculo visual y musical realmente emotivo que fusiona la tradición y el futuro de la danza, todo un homenaje a una de las formas folclóricas con peor reputación en España, aplaudida por unos y denostada por otros. Ahora la defiende el autor de ‘Dulces horas’ –fuera complejos de inferioridad- con la intención de dejar para la posteridad un documento vital, histórico, como recuerdo y reivindicación de este arte.

  El recorrido, en efecto, va de la jota más tradicional –la aragonesa- a la que, en ocasiones, incorpora acompañamiento de flamenco y de jazz, y llega desde Castilla hasta Galicia. Y el autor de ‘Antonieta’ se la lleva hacia atrás, a la música celta o clásica, y adelante, a las vanguardias. De hecho, la jota ha tenido influencias en montones de músicas de España, no solo al flamenco (las alegrías de Cádiz son jotas), sino a la seguidilla manchega. La jota se extiende por muchos territorios como una faceta más dentro del folclore regional, echando raíces profundas e inamovibles en tierra aragonesa, donde alcanza su carácter representativo.

  Escribe el estudioso Javier Barreiro que, “como enseña el mito del eterno retorno, a la jota le sucedió lo mismo que a los balnearios, las albarcas, los yoyós, las aguas minerales, los pantalones de campana, los carnavales o los patinetes. Habían casi desaparecido. Sin embargo, al cabo, volvieron con fuerza, más o menos transformados, pero conservando su aristotélica entidad. Pero la responsabilidad principal debe otorgarse a quienes, en los tiempos duros, siguieron manteniendo, cantando, bailando y defendiendo la jota a despecho de las circunstancias”.

  También dice Barreiro que el origen de la jota viene del ‘xotar’ árabe, que quiere decir saltar. Para hacer el patada, punta y tacón que la nobleza obliga. Y añade: “Habría que decir que, aun siendo elemental, la jota se define por la emoción que suscita en el oyente, casi indisociable de la que debe sentir su intérprete. Una emoción que se conecta con registros relacionados con la memoria y con el subconsciente personal y colectivo. Pese a que la documentación de la jota aragonesa no vaya mucho más allá de dos siglos, esa intensidad se remonta a la época prerromana. Si la danza parece tener que ver con los bailes de tarántula, ese canto agraz, violento y dulce, montaraz e íntimo, ha de venir de hondones históricos en relación con la religión de la naturaleza y la vinculación del hombre con el misterio”.

  El musical de Saura expresa la enjundia de la jota, su sensibilidad y estética. Y recuerda su naturaleza popular y folclórica. Y hace comulgar el canto con la danza. O sea, lo adjetivo con lo sustantivo, por decirlo con Fernando Solsona. Para ello, acaso con demasiado sabor a formulario, el autor de ‘Taxi’ integra la cámara como un elemento más de la coreografía y escenifica en un gran plató cada jota sobre fondos de paneles de colores lisos cambiantes, espejos y pinturas abstractas o vagamente figurativas, según convenga al tema. El operador Paco Belda (‘Mariposa negra’) resalta la cuidada iluminación y las transparencias, acompañando a la puesta en escena en la combinación de fondos, figuras y encuadres.

  Una antología de la jota, decía, para la que el autor de ‘Pajarico’ ha contado como asesor con el coreógrafo Miguel Ángel Berna –atención a esa danza cuajada de simbolismo mudéjar-, un renovador de la tradición que la baila en vaqueros y camisa. El protagonismo se amplía al compositor Alberto Artigas, al guitarrista clásico español Juan Manuel Cañizares –adapta una composición de Paco Tárrega-, al violonchelista italiano Giovanni Sollima –magnífico ‘su’ fandango de Boccherini-, al violinista Ara Malikian –hace suya la incursión en el género de Pablo Sarasate-, al gaitero gallego Carlos Núñez –una auténtica sorpresa, de impresionante crescendo- o la bailaora Sara Baras, que ejemplifica, en una enérgica danza junto a Berna, la fusión de jota y flamenco.

  Asimismo participan, de un modo u otro, Carmen París, Amador Castilla, Miguel Ángel Remiro, Beatriz Bernad, Nacho del Río, María Mazzota, Manuela Adamo, Enrike Solinis, Francesco Loccisano, Valeriano Paños, Miguel Ángel Tapia, María José Hernández, Roberto Ciria, Begoña García, Guillermo Jiménez, Josué Barrés, Toño Bernal, José Luis Seguer ‘Fletes’, Miguel Ángel Fraile, Joaquín Pardinilla, Pepín Banzo, Tomás Castillo, Sergio Aso, Lorena Palacio, María del Carmen Salinas, Vicente Olivares… Como se ve, la presencia de cantadores, bailadores y músicos aragoneses es nutrida, aunque también, claro está, lo hacen artistas ajenos al mundo de la jota. La aproximación del autor de ‘El séptimo día’ está fuera de tabúes y de límites preestablecidos. Es la mezcla, claro, entre la ortodoxia y la heterodoxia.

  Para redondear, y dar empaque al conjunto, se incluyen los homenajes en varias imágenes retrospectivas. Así, un avejentado Paco Rabal baila una jota en ‘Goya en Burdeos’ (1999), del propio Saura. O aparece el bailaor Pedro Azorín, considerado uno de los máximos representantes de la jota aragonesa. O se reproduce un fragmento de ‘Nobleza baturra’ (1935), el melodrama dirigido por Florián Rey y protagonizado por Imperio Argentina. O, finalmente, el cantautor zaragozano José Antonio Labordeta interpreta ‘Rosa, rosae’, una evocación de la educación en una época de negritud y oscuridad como la posguerra, mientras el espectador asiste a una proyección de cruentas imágenes de la guerra civil española. Es este momento, precisamente, el único que se aleja del género que da título al filme.

  La escenografía (decorados desnudos, coreografías, estilizados juegos de luces y colores) es la misma que Carlos Saura viene utilizando desde ‘Bodas de sangre’ (1980) –su mejor musical, sin duda- y que prosigue en ‘Carmen’ (1983), ‘El amor brujo’(1986), ‘Sevillanas’ (1991), ‘Flamenco’ (1995), ‘Tango’ (1997), ‘Salomé’ (2002), ‘Iberia’ (2005), ‘Fados’ (2007), ‘Flamenco, flamenco’ (2010) o ‘Zonda, folclore argentino’ (2015). Este oscense, pues, sigue fiel al canon formal de una línea melómana que repasa, en clave documental, la música popular de diversas geografías.

  Es un cine, para qué negarlo, con destino al disfrute de un público supuestamente sofisticado, henchido de pretensiones metafóricas y antropológicas, cuya altisonancia y pertinaz belleza formal coinciden de pleno con el odioso concepto de “dignificación del arte”, articulándose, al fin y a la postre, como meros espectáculos de diseño que empiezan y acaban en su propio (y tal vez falso) preciosismo.

  A fin de cuentas, el autor de ‘Buñuel y la mesa del rey Salomón’ exprime la fórmula –o el filón, más bien- de sus previos trabajos al respecto y el resultado es pura inercia de los filmes apuntados. Pese a tales artificios, hay que reconocerle al autor de ‘Los zancos’ la elevación del documental musical al grado artístico para bucear en las raíces de un arte en sus expresiones más puras, en la esencia del cante, el baile y el toque (de castañuelas), en unos escenarios, en fin, magníficamente iluminados por el director de fotografía.

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