‘El rey de Canfranc’, largometraje de José Antonio Blanco y Manuel Priede

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Por Don Quiterio

     José Antonio Blanco, aunque nacido en Pamplona, es oriundo de la localidad zaragozana de Uncastillo, en las Cinco villas.

    Todo el universo que envuelve a la estación de Canfranc, las historias sobre el oro, la misma estación, siempre le han interesado. Así, comenzó a investigar y, finalmente, ha realizado un largometraje documental sobre Albert Le Lay, el ‘rey de Canfranc’ y miembro de la resistencia francesa, codirigido por Manuel Priede.

     ‘El rey de Canfranc’ (2013), en efecto, retrata la vida de una estación de tren ubicada en un angosto valle de Huesca, en plenos Pirineos, con montañas de dos mil metros de altitud, donde gran parte de los vecinos, queriendo o sin querer, colaboraban con la resistencia francesa durante la segunda guerra munidal. En el centro de toda la operación se encontraba Albert Le Lay, jefe de aduanas y el hombre que se encargaba de pasar a los refugiados y de llevar documentación secreta a España. Un documental histórico, pues, centrado en la rocambolesca figura de este individuo, un espía de la resistencia que se ocultaba bajo la normal apariencia del jefe de la aduana francesa en la estación de ferrocarril de Canfranc, punto estratégico de paso de mercancías entre España y Alemania.

    A través de un guion no del todo ajustado escrito por los propios realizadores (con la colaboración de Carlos Castejón, Marcos Escudero y Víctor Polo, este también encargado de la banda sonora), y una matizada fotografía de Alberto Soria, ‘El rey de Canfranc combina imágenes de archivo, otras de ficción y algunas entrevistas a personajes relacionados con lo sucedido (Víctor Fairén, Santiago Marraco), para conjuntar un discurso dividido en un prólogo contextual y una segunda parte menos conseguida: la propia estación, su esplendor y decadencia, y la más dramática del personaje central, que incluye una voz ficcionada de este hombre de acción inquieto (interpretado, de joven, por Carlos Conesa), al que algunos consideran con ciertas similitudes a Oskar Schindler, de quien Spielberg hiciera su particular relato.

    Un hombre, al fin y al cabo, que ayudó a que la frontera fuera un hervidero de información y de refugiados del nazismo, una suerte de Casablanca donde el paso de mercancías se correspondía con el de pasajeros, que podían ser alemanes, refugiados, colaboracionistas, miembros de la resistencia, judíos huidos o lo que fuera. Y, desde Canfranc, Le Lay jugó su doble papel: por un lado, permitía el transporte de oro y wolframio entre Hitler y Franco; por otro, facilitaba que cientos de judíos huyesen a España y que los mensajes del espionaje resistente llegaran hasta Londres vía Madrid.

    El problema del documental es que lo que se pretende emocionante se torna en una molesta nostalgia y los testimonios resultan, a la postre, dispersos. A determinados, para qué negarlo, les puede más los lazos sanguíneos que el discurso sobrio, sin folletines. También se escuchan testimonios de personas ya nonagenarias, que relatan cómo Le Lay organizaba las huidas en los trenes, e, incluso, provocaba apagones en la estación para que los nazis no vieran a los judíos. Los diecinueve testimonios que recoge el largometraje son sus pilares fundamentales y lo convierten en una historia coral de héroes anónimos a los que se quiere rendir un homenaje.

    Así pues, la voz de los hijos del protagonista, un puñado de refugiados supervivientes y algunos excombatientes del maquis tratan de equilibrar el poso romántico y aventurero que se apodera de una película filmada a dos velocidades, entre la investigación paciente y documentada y el thriller histórico, aunque, finalmente, se acaba imponiendo un tono que se aleja del discurso académico.

    “Los héroes son siempre personas anodinas”, teoriza un descendiente de nuestro protagonista. “Son las circunstancias las que te obligan a decidir. Tengo claro que los pueblos, así, en general, se comportan siempre como borregos. Son las personas de una en una las que cuentan”. A José Antonio Blanco y Manuel Priede, sin embargo, les cuesta definirse, y esa sensación empaña la lectura del relato, pero, en cualquier caso, esta producción hispanofrancesa servirá, tal vez, para recuperar la memoria de Canfranc, un patrimonio cultural y arquitectónico de primer orden. La memoria contra la tentación del olvido. La memoria del héroe discreto.

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