‘Por qué escribo’, corto de Gaizka Urresti (y Vicky Calavia)

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Por Don Quiterio

    Si hubiera que elegir el concepto que mejor define las características concretas de una película, este sería, sin duda, el de la mirada desde la que se observa cuanto se narra.

   Supone el elemento fundamental a partir del que enjuiciamos adecuadamente lo que el relato quiere ser, cómo se desarrolla y a dónde pretende ir. Es, por tanto, la mirada del director (y antes la del guionista, en muchos casos la misma persona) la que determina el alcance de esa película y lo que propone al espectador. De ella nacerán tanto la elaboración e itinerario de los personajes como el sentido y significado que adopta la trama, e, incluso, el estilo particular que se aplica a ella. Por encima, esto es, de cuestiones previas temáticas y formales, o, mejor, englobándolas en un todo conjunto, es la mirada del autor –o autores- lo que realmente importa.

    Lo acabamos de comprobar en el cortometraje documental ‘Por qué escribo’ (2013), dirigido al alimón por Gaizka Urresti y Vicky Calavia, una mirada sentimental y nostálgica en torno al fallecido escritor zaragozano Félix Romeo Pescador (1968-2011). El documento parece la consecuencia fílmica del librito ‘¡Viva Félix Romeo!’, ese homenaje al escritor muerto a través de una recopilación de textos de Antón Castro, Luis Alegre, Ismael Grasa, Eva Puyó, Miguel Mena, Ignacio Martínez de Pisón, Daniel Gascón o Aloma Rodríguez. Y estos amigos y compañeros son los que intervienen ahora en las imágenes de la película. Lo que quiere o pretende ser ardiente se torna puritano, lo hermoso en contradictorio, lo activo en cándido, lo dulce en inflexible, lo sensual en frío, lo cariñoso en calculador. Yo no sé si Romeo tenía o no tenía verdadero talento, pero sí que observo en el pequeño documental que el talento no se transmite por rozamiento.

     Lo que preocupa realmente es que abusamos tanto del tratamiento que acabamos deformando nuestra mirada, hasta convertirla en un viaje colectivo hacia ninguna parte. Y el desarrollo cinematográfico perpetrado por la Calavia (se va a convertir, a este paso, en toda una institución de los obituarios fílmicos locales) y el Urresti (al menos, sabe colocar la cámara y manejar los tiempos) no es capaz de encontrar una puerta, de aventurarse en el misterio, ya sea en lo desconocido o sumergiéndose en el bagaje de una personalidad, una vida –literaria o no literaria-, a la que recurren como aval o como objeto.

    Si la belleza está en la mirada, los autores de ‘Por qué escribo’ no han sabido trascenderla, y parece que hay días en que una muerte no es suficiente, como placeres y dolores nacidos para morir impactando, para descoser a mordiscos los límites de la realidad y la ficción, de lo imaginado, donde lo real es solo una, dos, tres palabras. Palabras, en fin, dichas en varios testimonios, y nuevos recovecos sensoriales se quieren descubrir continuamente a pesar o gracias al trance hipnótico en que nos sumimos sin alertas previas. Ni avisos. Ya lo decía Voltaire: “A los vivos se les debe respeto, a los muertos nada más que verdad”.

    Si bien el contenido no es nada original (sacado de un texto del propio Romeo, en el que va desgranando los motivos que le impulsaron a escribir) y el desarrollo es irregular, se nota, sin embargo, la mano de Gaizca Urresti (‘El último guion’, ‘Un dios que ya no ampara’, ‘Abstenerse agencias’, ‘La vida inesperada’, ‘El hombre que quiso ser Segundo’) en el resultado final, que le da un salto de calidad, tensando la narrativa hacia el final, en un logrado contraste de ‘action movie’ frente al estatismo del amanerado reportaje fílmico. A esto ayuda la música de Miguel Ángel Remiro y la fotografía en un agradable tono sepia de José Añón.

    Fernando Usón interpreta a un Félix Romeo de animación por las calles de su ciudad.. Y le vemos escribir en ordenador. Y acudir a las librerías. Y a las terrazas. Y a los cines. Y a los rastros. Y a los bares. Y a restaurantes. En la primera escena de esta caracterización animada (después del prólogo en base a primeros planos y suaves travellings alrededor de una antigua máquina de escribir) recuerda a una suerte de Hitchcock viendo en una sala de cine el copión cero del probable hombre que sabía demasiado. O tal vez no, porque lo que vemos en la pantalla es ‘Vida y color’ (2005), de Santiago Tabernero, esa evocación agridulce de la España del tardofranquismo protagonizada por un adolescente, un intento fallido, entre la fábula y la crónica, que intenta compaginar registros y niveles de lectura, trufada de lugares comunes, pese a la aparición de las fiestas, los cromos, el abuelo republicano, los payasos de la tele o los partes médicos del equipo habitual.

    Un habitual, esto es. Félix Romeo escribió bastante en periódicos y revistas y muy poco en el recorrido largo (con mejor o peor tino, hasta que la desgracia le acompañó), pero mucho más se ha escrito sobre su figura después de muerto (con mejor o peor tino y la gracia de sus amigos, compañeros o saludados). Ahora Gaizka Urresti y Vicky Calavia nos ofrecen una suerte de homenaje fílmico que se nutre de los textos y la personalidad del escritor y sirve, otra vez, para reivindicar esa relación subordinada y pocas veces reconocida de la literatura respecto al cine y que la mayoría desconoce. Un desconocimiento, empero, que se hace patente al descubrir que si miras con detenimiento, si prestas atención, verás pasar el tiempo, natural y humano, y sus variaciones, atrapado en una esquina del mundo.

     Alguna vez, Cortázar dijo que “una explicación es un error bien vestido”. De ahí que su galope en las palabras fuera, ante todo, para hurgar por dentro del idioma aquello que aún estaba por decir, más que para explicar algo que otros ya habrían dicho antes. Sabía que, a cierta edad, los libros son el único lugar de una casa donde se puede estar tranquilo. Y le gustaba pensar en ello, en la literatura, como una mecánica, como un movimiento complejo. Incluso revelar (porque todo es libro, incluso aquello que no lo es) cuáles fueron sus caminos de escritor, cómo y dónde nacieron sus cronopios o sus famas, por qué escribió ‘Rayuela’…

    Y el propio Romeo preguntábase, una y otra vez, que por qué escribía. El escritor zaragozano del barrio de Las Fuentes era un pescador de literatura y pescaba de todo y de todos (¡esa revista portuguesa de las letras!): donde ponía el ojo, ponía el anzuelo. La literatura, pues, como una pasión. Como una obsesión. Como un paisaje en el que nunca se alcanza el final y ese es -tendría que ser- el estímulo. Cómo escribir. Por qué hacerlo. Con qué motivo. La conciencia, al fin y al cabo, del que escribe y del que lee, de ese enlace, en ocasiones indefinible, que se da entre una literatura y aquellos que se reconocen en ella como lectores. Félix Romeo, para qué negarlo, confundía –les sucede a muchos- la pedantería con la cultura y el ingenio con el genio. “Ese chico escribe bien”, me dijo de uno Joaquín Aranda, “pero se perderá por el ingenio”.

     Inspirado en este personaje literario, que regresa a su ciudad natal para encontrarse con sus amigos y reflexionar juntos sobre la escritura y la vida, este cortometraje es más un experimento amable que un documento dispuesto a revelar cosas desconocidas del autor de ‘Dibujos animados’, y no sabe, ni pretende, ir más allá (aunque el protagonista venga del más allá), a la manera, pongamos por caso, de un Jaime Chávarri en ‘El desencanto’. Sobre algunos aspectos se pasa de puntillas y algunos de sus amigos y colaboradores aparecen para dar alguna pincelada sobre sus reacciones y formas de trabajo. No es un gran documental, ni siquiera un documental interesante, solo el retrato hagiográfico –y efectista- de un autor que estuvo buscando toda su corta vida escribir el libro perfecto, sin conseguirlo. Esto es, el documental repasa la corta vida de escritura y algo de la personal de un individuo ciertamente peculiar. Su estructura es experimental (documento, ficción, animación) pero tampoco se aleja de lo más trillado o convencional: sigue más o menos la evolución de la obra de Félix Romeo, aliñando el recorrido con las declaraciones de los consabidos bustos parlantes vinculados a él, donde se impone, antes que el análisis, el piropo, la exaltación de unas virtudes más que discutibles.

     La película, maldita sea, es todo luces y apenas tinieblas, una oportunidad perdida para hablar de la mala y buena suerte, de las mentiras e ilusiones y de un deseo que se cumple o no se cumple: mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no sea verdadera. Esto lo tiene muy claro Julio José Ordovás, el escritor vivo zaragozano que sí sabe hacer una entrañable semblanza pictórica, fílmica y literaria, un hermoso ejercicio de estilo, un verdadero homenaje, de luz y de tinieblas, al escritor muerto zaragozano. Esta es la mirada del autor de ‘Una pequeña historia de amor’:

    “Goya fue el mayor héroe de su tiempo. Tuvo mucho más valor y mucha más grandeza que Napoleón. Nunca ha habido un pintor como Goya. Lo pintó todo. Pintó la luz y las tinieblas, la alegría y la desesperación, la ternura y el asco, la belleza y el horror, la paz y la guerra, las mesas llenas y los estómagos vacíos, los encajes de moda y los harapos, la brutalidad y la fragilidad, la inteligencia y la estupidez, el candor y la hipocresía, la piedad y la impiedad, el valor y la bajeza, la santidad y la blasfemia, el paraíso y el infierno, la solidaridad y la antropofagia, el éxito y el derrumbe, la plenitud y la decrepitud, el amor y la muerte, la lujuria y la compasión, la razón y la locura y la razón de la locura y el delirio de la razón. Goya pintó burros con cátedra, ángeles y demonios, majos y locos, príncipes y pordioseros, santas y brujas, romerías y aquelarres. Goya pintó la fantasía de la realidad y la realidad de la fantasía. Goya, sin perder jamás el humor, pintó el mundo que se tambaleaba y se pudría a su alrededor y el mundo que hervía en su cabeza. Que una enfermedad le destrozara los tímpanos fue lo mejor que le pudo pasar. Así, oyendo por los ojos, pintó el sonido del viento que despierta a los monstruos y los gritos mudos de los que tienen la boca tapada y los ecos de las explosiones”.

    Y la mirada de Ordovás, entre más meandros, desemboca en nuestro protagonista: “Decir de él que fue un adelantado a su época o un visionario es decir poco. Goya pintó el futuro. El mendigo al que dibujó ‘llevándose solo’ por Burdeos en un carrito es el mismo inválido que siglo y medio después sufriría en los suburbios mexicanos la violencia de los cachorros salvajes de Buñuel. Buñuel simplemente heredó la sordera feroz y delirante de Goya. Goya también dibujó a Félix Romeo en uno de sus cuadernos de Burdeos. Lo tituló ‘Animal de letras’ y ese león, con un libro abierto entre las garras, es su retrato más exacto”.

    Los demonios desbocados de lo surreal son la esencia del arte expresado como una declaración de amor a la vida, ya sea bizarro, entre violines, en el lecho de muerte o idolatrado en las catacumbas, travestido con cualquier disfraz que vehicule una buena historia, una extasiada visión de la que no podemos apartar la vista ni nos permite declararle nuestro amor o nuestro odio. Retando al espectador, quebrando convenciones, desnudando artificios y trucajes. Me atrevo a seguir creyendo en el poder del arte, en la fascinación creadora que nos convierte en dioses, no en ídolos. Cuestión de mirada.

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