El patrullero de la filmo: Casanova, el cirujano

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Por Don Quiterio

    Emilio Casanova (Zaragoza, 1955) es uno de los pioneros del vídeo institucional en Aragón. En 1983 empieza a realizar una serie de colaboraciones con la filmoteca de Zaragoza (que ahora le rinde pleitesía en una pequeña restrospectiva), mediante la que es posible ver muchos de los trabajos más o menos vanguardistas de su tiempo en el campo del videoarte.

    En 1988, gracias a una beca concedida por la diputación provincial de Zaragoza, Casanova pasa una temporada en Nueva York, donde trabaja en dos productoras de vídeo de la ciudad de los rascacielos. Sus trabajos están sujetos a la relación del vídeo con las artes plásticas, el teatro, la danza, la literatura, la fotografía, el cinematógrafo, relación que es ampliable a todos los campos de las artes visuales. Con esta filosofía interdisciplinar se explican sus producciones de imágenes videográficas, infografía, pintura, artes escénicas, música o escritura. El mundo, en definitiva, de las artes y las letras.

     A lo largo de su trayectoria, completada con programas industriales y de publicidad, Casanova realiza un buen puñado de obras, de mayor o menor duración, instalaciones o programas interactivos, en donde, a veces, colaboran algunos de sus habituales compañeros de fatigas (Leandro Martínez, Jesús Lou, Javier Losilla, Jesús Floría, Isabel Biscarri, Vicky Calavia, Blas Calvo -recientemente fallecido y del que escribimos unas líneas en nuestro número anterior-), todas ellas ejecutadas en las dos últimas décadas del siglo veinte: ‘Centenario de los tranvías de Zaragoza’, ‘Fantasías animadas de ayer’ (díptico formado por ‘Los celtíberos’ y ‘Oceanilla’), ‘Salón de otoño’, ‘Goya en Venecia’, ‘Las corridas de toros en 1970’, ‘Crónicas de juventud’, ‘Sauragramas’, ‘Calígula’, ‘Pintar hasta perder la cabeza’, ‘Signos, arte medieval en el alto Aragón’, ‘Momias de Villafeliche’, ‘Pórtico, la mirada anticipada’, ‘Desnudos’, ‘El río del lenguaje’… Ya en el siglo veintiuno, el zaragozano sigue en su línea, constante y rectilínea: ‘Un mar de letras’, ‘El cazador de sombras’, ‘El Pirineo revelado’, ‘Un mechón de rebeldía’, ‘Alfredo Gaudes, coser y cantar’, ‘Le piane magique’, ‘Tristes presentimientos’, ‘Infraleves’…

    En la mayoría de estas obras habla Casanova de muchos artistas que regalan al mundo creaciones de relevancia. Casanova habla de Goya y de Buñuel. Casanova habla de Antonio Saura y de Ramón Acín. Casanova habla de Julio Alejandro y de Pablo Gargallo. Casanova habla de Luis Berdejo y de Rafael Alberti. De Antonio Mingote y de Gonzalo Torrente Ballester. De Octavio Paz y de Pedro Laín Entralgo. De Camilo José Cela y de Carmen Martín Gaite. También de Segundo de Chomón y de Marcel Duchamp. Y de Benedetti, Y de Ramón Gómez de la Serna. Y de Velázquez. Y de Vermeer. Y de Ricardo Compairé. Y de Lucien Briet. Y de Julio Soler Santaló. Y de Bertrand de Lassus…

      E impone sus leyes, su forma de narrar, de documentar, a la manera de un cirujano. El cirujano, en efecto, aplica reglas, reglas muy estrictas. El cirujano no poetiza, no puede dejarse llevar, no es más que un fiel cumplidor de un cometido con límites. La misma exactitud necesita un general del ejército: para entablar batalla, estudiará meticulosamente el terreno donde esta se llevará a cabo, la dirección del viento, la luz. Las características del terreno dirigen y limitan los planes que puede escoger un militar para su ataque. Es decir, aplica normas rígidas.

      Decía Proust que “a todo aquello que no sea más que una aplicación de reglas no merece la pena entregar el corazón”. Hay un momento proustiano en su búsqueda del tiempo perdido en el que el protagonista monologa sobre la diferencia entre un cirujano y un artista. El cirujano pone oficio. El artista, lumbre. En estas comparaciones se podrían establecer las conexiones de la obra de Casanova con las de sus estudiados, en los que, claro está, bulle un precipitado de consecuencias imprevisibles, con lo que, acaso, intuyes que debes ponerte de pie, brindar a su salud.

     Casanova, pues, intenta entrar en el corazón de unos personajes que regalan al mundo, otra vez, creaciones artísticas de relevancia (mayor o menor), dar una vuelta en torno a sus entretenimientos y menudencias. Toda acción artística es, en el fondo, una vocación, una llamada a la generosidad. Un artista no retiene para sí ni sus mínimas quisicosas. Es como, si a cada poco, oyera una voz que, desde dentro, le susurrara: “Pon en el mundo tu huella, haz lo más digno del hombre, no guardes nada propio, ponte en manos de los demás y recuérdales que llevar un corazón valioso pide razones para vivir”.

     Al zaragozano le interesa contar historias, sobre todo las que parten de una realidad, la descripción de un pasado, de unas épocas sujetas en la memoria. La memoria cirujana. Casanova es consciente de que la descripción no lo es todo en el mundo del reportaje documental, donde se ha de valorar tanto lo que se dice como el modo de decirlo. Es decir, los procedimientos y sus pautas de uso. En el ajuste de los distintos niveles –de concepto, argumentales, documentales, técnicos- reside precisamente la caligrafía de sus obras, donde la memoria y su plasmación se convierten en protagonistas. La memoria, al fin y al cabo, es un acto que recuerda el pasado y siempre lo transforma. Y la obra de Casanova, a fin de cuentas, se erige en una de las más típicas representantes del cine institucional zaragozano, con todos sus pros y sus contras, con todas sus virtudes y defectos.

    La filmoteca continúa con el completísimo ciclo dedicado al director norteamericano Leo McCarey (Los Ángeles, 1898-Santa Mónica, 1969), que, entre 1923 y 1928, realiza una larga serie de comedias cortas, producidas por Hal Roach e interpretadas por la pareja Laurel-Hardy –a cuyo descubrimiento contribuye en buena medida- y Charlie Chase. A lo largo de su prolongada carrera, es uno de los realizadores más comerciales de Hollywood, y varias de sus películas figuran entre las más taquilleras del cine estadounidense. Dentro de una gran variedad de temas –comedias, melodramas, filmes de propaganda anticomunista-, muestra una gran predilección por la comedia sentimental, especialidad en la que su gran talento de director consigue revalorizar los más convencionales tópicos melodramáticos. En sus mejores momentos, posee la riqueza de gags y el brillante ritmo con consagran la comedia americana de Mack Sennett y otros pioneros, de cuya herencia es uno de los más celosos albaceas. Su talento y su despreocupación temática hacen de él uno de los más típicos representantes del cine industrial norteamricano, con todas sus virtudes y todos sus defectos.

    De auténticos estrenos se pueden catalogar una serie de películas de producción japonesa de los años cincuenta y sesenta del siglo veinte y otras de producción italiana del siglo veintiuno. Entre las primeras se programan ‘Chibusa yo eien nare’ (1955), de Kinuyo Tanaka, ‘Dai bosatsu tôge’ (1966), de Kihachi Okamoto, ‘Hanaoka seishu no tsuma’ (1967), de Yasuzo Masumura, y ‘Tokaido Yotsuya kaidan’ (1959), de Nobuo Nakagawa. En cuanto a la producción transalpina contemporánea, se programan películas de Carlo Verdone (‘Ma che colpa abbiamo noi’, 2003), Francesca Comencini (‘Lo spazio bianco’, 2009), Giovanna Gagliardo (‘Bellissime’, 2004), Pasquale Scimeca (‘Placido Rizzotto’, 2010), Guido Chiesa (‘Sono stati loro’, 2003) y Paolo Pisanelli (‘Don Vitaliano’, 2002). Un grupo de realizadores (y realizadoras) de indudable interés, con todas sus virtudes y defectos, representantes de unas cinematografías poco conocidas por estos lares, y que la crítica oficial de esta ciudad inmortal poco o ningún caso hace, para variar.

     Y, una vez concluidos estos ciclos y restrospectivas, la filmoteca de Zaragoza también rinde pleitesía a un grande, el maravilloso Howard Hawks (1896-1977), el realizador norteamericano que filma de todo, y todo bien: cimas de la comedia, joyas del cine negro, cumbres aventureras y, por supuesto, westerns. Westerns de personajes cansados y heridos, asfixiados, que solo quieren sobrevivir. Y hacerlo dignamente, fieles a sus principios. Sí, filma con una aparante simplicidad que esconde, en realidad, una profundísima sabiduría cinematográfica, basada en una puesta en escena ejemplarmente clásica y un pensamiento lúcido y coherente, de temas recurrentes, la profesionalidad, la solidaridad, la eficacia del grupo humano enfrentado a un fin común. Sencillamente… Howard Hawks, un vitalista en esencia, dotado de un innegable sentido del humor, del que el propio Casanova, como buen cirujano, bien podría ocuparse. Aunque solo fuese para reivindicar la virtud hecha cine.

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