Perderse en Roma / José Joaquín Beeme


Por José Joaquín Beeme
http://blunotes.blogspot.it/

Volver a (mi) Trastévere, siquiera por dos horas y en butaca teletransportada, era una buena razón para cumplir con la cita anual del judío errante, pero después de toparme, de nuevo, con el cliché de los americanos en fuga, los (re)dobles de conciencia más que insistentes, los ménages lingüísticos y de pareja, más unas vacaciones romanas de tarjeta, organillo Arrivederci incluido, hube de reconocer que ni Allen es lo que era ni esa Roma valía el peaje.

Tampoco una actualización del jeque blanco de Fellini, el episodio más jugoso de la cuaterna, o la herejía de colocar, en la cuna misma del bel canto, a un tenor bajo la ducha, salvaban el oficioso ejercicio. Fácil, desarticulado, desinteresado por sus personajes, presa de un compulsivo rodar y rodar, que paga las fallidas terapias psicoanalíticas: de todo han dicho aquí los críticos, no obstante el premio en taquilla, al punto de reprochar al genio fugado una especie de «suicidio autoral». Me duele el revés de uno de los padres fundadores del artefacto cine, normalmente lucidísimo en la radiografía de almas, burla burlando, pero sólo es un patinazo, me digo, porque quien en París o en Londres, incluso en Barcelona, ha tocado la magia no puede perderla en la ciudad-cine por excelencia. En su Centro Experimental de Cinematografía, precisamente, le preguntaban hace poco sobre el personalísimo estilo de su cámara-diván: «Sigue tu instinto —aconsejó—. Todo vale si funciona en la pantalla. No hay reglas, salvo la de conseguir que el espectador se interese por la historia que estás contando.» ¿Os acordáis del maestro del garabato, que lo desaprendió todo con tal de inventarse a sí mismo, de inventar a Miró? En esa marcha atrás, que es salto, bucle, parábola, anda metido WA: el riesgo, de puro deslastre, es desaparecer en alguna forma embrionaria anterior a toda creación.

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