Por Don Quiterio
La misma postura vale para trepar y para arrastrarse. Será por ello que, a veces, cuesta saber si la ambición es virtud o defecto. La reflexión es de Jonathan Swift y bien vale para ilustrar el cortometraje “El bosque” (2011), debut en la dirección de la rusa afincada en Zaragoza Aída Ramazánova (Kazán, Tartaristán, 1970).
Una historia sobre la incomunicación en la guerra a la que llega después de realizar varias incursiones en el teatro, estudiar cine en Cataluña, producir y firmar el guion de “Los tacones de Stanilavsky” (Jesús Marco Murillo, 2005) y trabajar como actriz en “Se alquila” (Ángel Luis Martínez Solá, 2004). También trabaja como dobladora, dirige el magnético videoclip “En ruso” (2011) y acaba de rodar “Carol”, su nueva incursión en la dirección, a la espera de su estreno.
El joven protagonista, absorto en una belleza que plasma en sus dibujos, no asegura los sentimientos y corre el riesgo, finalmente consumado, de dar un paso en falso. No sabe descifrar la mirada de su compañera ocasional y sus ojos le resultan de una franqueza incuestionable, pero su manera de mirar no guarda relación alguna con lo que está pensando y con lo que está pasando. Su dureza emocional se impone. Las sensaciones hermosas se tornan falsas.
De este modo, la obra se erige en un drama psicológico sobre el desolador efecto que surte en los dos protagonistas (excelentes Lina Gorbaneva y Rikar Gil) la oscuridad de la guerra y se convierte en un relato trenzado de secretos y desgarros, que insiste en la necesidad de que los ausentes pervivan en la memoria. El plano sostenido del inicio, con esas lágrimas sentidas en el rostro, dan paso a una historia de equilibrios inestables dentro de un evento trágico arrinconado en el melodrama bélico, en forma de comunicación secreta transmitida a través del significado de cada flor, de cada fruto, de cada mirada furtiva. Incapaz de aceptar un posible y cercano amor, incapaz de dejarse querer, la joven abandonada a su suerte necesita, en último término, ayuda para entender que merece ser amada, que ella no es culpable de un contexto ingrato, hostil, sangriento.
Un relato, pues, terrible bajo su aspecto de gelidez formal, que logra hervir la sangre de esa adolescente que pierde, en un golpe del destino, a su familia, a todos sus seres queridos. Huérfana, ha de aprender a seguir viviendo. Y todo ello en medio de la naturaleza, de ese bosque que resplandece y sonríe en su alegre inocencia. Incluso, al parecer, el cadáver de una liebre, muerta pero atravesada por un machete, se levanta de la corrupción, del polvo, de la oscuridad, y con su aparición, a lo mejor, se atestigua un cuerpo vivo, joven, floreciente. Y es que, sin duda, la sangre circula con más vida y pureza entre colinas rodeadas de árboles, flores y frutos, cascadas que murmuran y arroyos que saltan con júbilo inocente, aves que cantan suave y alegremente, animales mansos y no tan mansos…
Todo, al cabo, está en movimiento. Si el enfermero español de la división azul siente tristeza, ternura, arrepentimiento y esperanza, la campesina rusa siente angustia, inquietud y confusión, pero advierte, asimismo, un movimiento indescriptible en el tiempo cuyo desenlace se acerca, inexorable. Lo que la naturaleza entera dice, el hombre lo desdice, lo destruye, con maldad o con error. La joven, efectivamente, se ve sola, sin casa, sin familia, pero tampoco se atreve (o sí) a dar un paso al frente. No es extraño, entonces, que sea distante, irascible y hermética y se sienta como una rosa blanca: un corazón que no conoce el amor. Cuando ve los dibujos del compañero de fatigas, en un principio goyescamente siniestros, brota en su ser un aura de rara melancolía, de reafirmación existencial, al verse reflejada en unos sentimientos tal vez inalcanzables, por miedo o cobardía.
La rotura de la identidad, la correspondencia deficiente y la mecanización de todo acto comunicativo se soslayan a través de la exuberancia y verdor del escenario. El paisaje, el bosque, es un personaje más, el contrapunto, y la belleza de sus poéticas imágenes reflejan los vínculos entre el hombre y la naturaleza, una búsqueda trágica y moral, espiritual y existencial, que va mucho más allá del lenguaje verbal, una conexión entre el ser humano y la naturaleza que huye de las cuestiones políticas.
En cualquier caso, “El bosque” no es una película críptica, sino un discurso abierto escrito en una ortografía visual deliberadamente pausada, a veces calculadamente tediosa, cuya imaginería encuentra un sensorial equilibrio entre el Bergman de “El manantial de la doncella”, el Tarkovski de “La infancia de Iván”, el Scholöndorf de “El joven Törless”, el Antonioni de “El eclipse”, el Polanski de “Tess” o, en el ámbito local, el Briones de “Como la ortiga segada”.