“El bosque”, cortometraje de Aída Ramazánova


Por Don Quiterio

    La misma postura vale para trepar y para arrastrarse. Será por ello que, a veces, cuesta saber si la ambición es virtud o defecto. La reflexión es de Jonathan Swift y bien vale para ilustrar el cortometraje “El bosque” (2011), debut en la dirección de la rusa afincada en Zaragoza Aída Ramazánova (Kazán, Tartaristán, 1970).

 

    Una historia sobre la incomunicación en la guerra a la que llega después de realizar varias incursiones en el teatro, estudiar cine en Cataluña, producir y firmar el guion de “Los tacones de Stanilavsky” (Jesús Marco Murillo, 2005) y trabajar como actriz en “Se alquila” (Ángel Luis Martínez Solá, 2004). También trabaja como dobladora, dirige el magnético videoclip “En ruso” (2011) y acaba de rodar “Carol”, su nueva incursión en la dirección, a la espera de su estreno.

   La vida es una expectativa que siempre defrauda, pero, atención, en los detalles de cómo falla terminamos encontrando, ineludiblemente, el sentido oculto de la existencia. Aída Ramazánova muestra el encuentro entre una campesina rusa y un enfermero español de la división azul en el territorio soviético, en 1942, durante la segunda guerra mundial. La joven se esconde en el bosque tras presenciar la matanza de todos los habitantes de su pueblo. Cuando inesperadamente tropieza con el sanitario, que ha decidido desertar, los dos se refugian en la esencia intentando encontrar sentido a sus vidas. Dos vidas manipuladas, rotas, que no pueden explicar lo que sienten. Cada uno tiene un pasado relacionado con la guerra, como almas marcadas desde la juventud y con el rencor en pleno movimiemto. La realizadora profundiza, con mirada deseperanzada pero también piadosa, en el terror, la angustia y la degradación de estos seres en contraposición con los parajes idílicos de la naturaleza, un escondite sitiado por las hazañas bélicas, por los lobos, por el veneno, por los partisanos, por los fascistas. Un escondite, sí, idílico, pero rodeado siempre por la muerte y la súbita desgracia.

   El joven protagonista, absorto en una belleza que plasma en sus dibujos, no asegura los sentimientos y corre el riesgo, finalmente consumado, de dar un paso en falso. No sabe descifrar la mirada de su compañera ocasional y sus ojos le resultan de una franqueza incuestionable, pero su manera de mirar no guarda relación alguna con lo que está pensando y con lo que está pasando. Su dureza emocional se impone. Las sensaciones hermosas se tornan falsas.

   “El bosque” viaja por terrenos casi inexplorados en el cortometraje aragonés y se convierte, así, en una película fuera de la norma. La realizadora apuesta por la belleza de la imágenes, por el abandono en la lenta cadencia de una sucesión de secuencias que desprenden sensaciones, sueños y realidades. Con inaudita hermosura formal (encomiable el trabajo del operador José Luis Bernal), el filme, algo previsible en su desarrollo, muestra cómo lo vivido en el presente, y en un momento belicoso, orienta, de un modo u otro, la vida futura. Una vida que puede ser la de todos, según el lema de Borges: “Un hombre es todos los hombres”. Y la cineasta se zambulle en el retrato de dos jóvenes perdidos en una etapa de sus vidas, inmersos en un caótico fin estratégico, una inmersión en los abismos del dolor humano.

   De este modo, la obra se erige en un drama psicológico sobre el desolador efecto que surte en los dos protagonistas (excelentes Lina Gorbaneva y Rikar Gil) la oscuridad de la guerra y se convierte en un relato trenzado de secretos y desgarros, que insiste en la necesidad de que los ausentes pervivan en la memoria. El plano sostenido del inicio, con esas lágrimas sentidas en el rostro, dan paso a una historia de equilibrios inestables dentro de un evento trágico arrinconado en el melodrama bélico, en forma de comunicación secreta transmitida a través del significado de cada flor, de cada fruto, de cada mirada furtiva. Incapaz de aceptar un posible y cercano amor, incapaz de dejarse querer, la joven abandonada a su suerte necesita, en último término, ayuda para entender que merece ser amada, que ella no es culpable de un contexto ingrato, hostil, sangriento.

   Un relato, pues, terrible bajo su aspecto de gelidez formal, que logra hervir la sangre de esa adolescente que pierde, en un golpe del destino, a su familia, a todos sus seres queridos. Huérfana, ha de aprender a seguir viviendo. Y todo ello en medio de la naturaleza, de ese bosque que resplandece y sonríe en su alegre inocencia. Incluso, al parecer, el cadáver de una liebre, muerta pero atravesada por un machete, se levanta de la corrupción, del polvo, de la oscuridad, y con su aparición, a lo mejor, se atestigua un cuerpo vivo, joven, floreciente. Y es que, sin duda, la sangre circula con más vida y pureza entre colinas rodeadas de árboles, flores y frutos, cascadas que murmuran y arroyos que saltan con júbilo inocente, aves que cantan suave y alegremente, animales mansos y no tan mansos…

   Todo, al cabo, está en movimiento. Si el enfermero español de la división azul siente tristeza, ternura, arrepentimiento y esperanza, la campesina rusa siente angustia, inquietud y confusión, pero advierte, asimismo, un movimiento indescriptible en el tiempo cuyo desenlace se acerca, inexorable. Lo que la naturaleza entera dice, el hombre lo desdice, lo destruye, con maldad o con error. La joven, efectivamente, se ve sola, sin casa, sin familia, pero tampoco se atreve (o sí) a dar un paso al frente. No es extraño, entonces, que sea distante, irascible y hermética y se sienta como una rosa blanca: un corazón que no conoce el amor. Cuando ve los dibujos del compañero de fatigas, en un principio goyescamente siniestros, brota en su ser un aura de rara melancolía, de reafirmación existencial, al verse reflejada en unos sentimientos tal vez inalcanzables, por miedo o cobardía.

   La rotura de la identidad, la correspondencia deficiente y la mecanización de todo acto comunicativo se soslayan a través de la exuberancia y verdor del escenario. El paisaje, el bosque, es un personaje más, el contrapunto, y la belleza de sus poéticas imágenes reflejan los vínculos entre el hombre y la naturaleza, una búsqueda trágica y moral, espiritual y existencial, que va mucho más allá del lenguaje verbal, una conexión entre el ser humano y la naturaleza que huye de las cuestiones políticas.

   En cualquier caso, “El bosque” no es una película críptica, sino un discurso abierto escrito en una ortografía visual deliberadamente pausada, a veces calculadamente tediosa, cuya imaginería encuentra un sensorial equilibrio entre el Bergman de “El manantial de la doncella”, el Tarkovski de “La infancia de Iván”, el Scholöndorf de “El joven Törless”, el Antonioni de “El eclipse”, el Polanski de “Tess” o, en el ámbito local, el Briones de “Como la ortiga segada”.

   Aída Razmánova recuerda aspectos de la segunda guerra mundial, de la participación española, de las historias que unen a España con Rusia, y amplía el campo de batalla, conquista una sutileza expresiva capaz de desestabilizar al espectador sin recurrir a la provocación directa ni al golpe de efecto estomagante… “El bosque”, definitivamente, es la obra de una poeta, pero, sobre todo, la obra de una rusa. Cuando la ambición no es artificiosa, no resulta pedante ni pretenciosa, el flujo de lo narrado toma cuerpo, se convierte en virtud. Bien lo sabía Jonathan Swift.

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