Tópicos cinematográficos. Nuevo tópico: «Josef von Stemberg fue el descubridor de Marlene Dietrich» / Fernando Usón

Por Fernando Usón
Profesor y cineasta

Tópicos tozudos propugnados sin desaliento por historiadores, críticos y gacetilleros cinematográficos.

Es bien sabido que el cine tiene más de cien años. Ya los cumplió el siglo pasado. Y sin embargo, son muchas las especies que circulan sobre él incuestionadas; muchos, los lugares comunes reciclados, enmohecidos de tan manoseados.

 

Quizás este comienzo del siglo XXI podría servir para despejar la niebla ya convertida en smog, o cuando menos, para reconsiderar y reescribir una historia del cine anquilosada en rancios criterios y caducadas opiniones. Es el momento ideal: por un lado, las cosechas recientes son cada vez más intelectualmente menguadas y artísticamente inanes, por lo cual, si de arte hablamos (el séptimo o el que sea), resulta inevitable volver la mirada al pasado; por otro, el acceso a títulos clásicos y no tan clásicos está, en líneas generales, más despejado que nunca, gracias al boyante mercado del DVD, a continuas repescas y descubrimientos de valores ocultos, y a las autopistas digitales que permiten descargas, legales o ilegales, y transacciones comerciales de un país a otro.

No parece, sin embargo, que se esté aprovechando la coyuntura. Antes al contrario, el creciente acriticismo y conformismo de una sociedad ensimismada en la consecución del placer y entregada a la ley del mínimo esfuerzo, nuestra sociedad, lejos de esquilmar el tópico, lo facilita y propugna, y preocupantemente, lo convierte en la única posibilidad de razonamiento intelectual. Por ello hemos decidido inaugurar esta sección en El Pollo Urbano, para, lejos de anonadarnos con las naderías que la mercadería mundial que domina el cine y la cultura, en connivencia con sus coros de aquiescentes legiones, intenta vendernos, desesperada o desvergonzadamente, como obras maestras; lejos de consentir en la propagación del lugar común como si fuera cualquier virus mediático, o en su insidioso mantenimiento como el eficaz parásito que es para carcomer el intelecto; lejos de todo ello, ofrecer otra perspectiva, otra visión que algunos considerarán disidente, e incluso hereje en estos tiempos de puritanismo políticamente correcto, y proponerla en el humilde y casi olvidado campo del arte cinematográfico. Quizá la cuestión ya no le interese a nadie, quizá sea mucho suponer que el cine pueda hoy en día sacudir conciencias. Nosotros no pretendemos tanto, pero sí al menos que sean cuestionados los dogmas impuestos por los dictadores culturales, anquilosados y apuntalados por la pereza hecha lastre, a su vez arrastrada por riadas de esclavos mentales, y acumulada y sedimentada durante años hasta casi enterrar ese medio de expresión artística llamado cine.

Sumario:

TÓPICO 8. Josef von Sternberg fue el descubridor de Marlene Dietrich / SUBTÓPICO 8. “El ángel azul” es la mejor película de Sternberg.

-Tópico 7. Mauritz Stiller fue el decubridor de Greta Garbo

-Tópico 6. Variante A: El cine de montaje es el cine puro. Ergo Ejzenshtejn es el más grande director del cine. / Variante B: Ejzenshtejn es el gran director del cine soviético.

-Tópico 5. Todo el cine mudo soviético es constructivista

-Tópico 4. Todo el cine alemán es expresionista

-Tópico 3. Los actores del cine mudo eran muy exagerados

-Tópico 2. Variante A: La obra de Griffith declinó tras «Intolerancia«/ Variante B: La obra de Griffith declinó tras el ciclo Gish.

-Tópico1. Variante A: Con «El nacimiento de una nación» (1915), de David Wark Griffith, el arte cinematográfico alcanza su madurez / Variante B: «El nacimiento de una nación» fue el nacimiento del cine clásico.

Tópicos tozudos propugnados sin desaliento por historiadores, críticos y gacetilleros cinematográficos.

Como ya anunciamos en el número anterior, el tópico previo y éste parecen calcados. Debemos reconocer, no obstante, que el actual puede resultar más comprensible que aquél, pues mientras Mauritz Stiller sólo rodó y firmó un film con Greta Garbo, y de los menos destacados de su carrera (de Stiller, no de Garbo), Josef von Sternberg completó nada menos que siete películas con Marlene Dietrich, ciclo que además constituye en conjunto el punto álgido de su obra. El problema en este caso es que constreñir el conocimiento del director vienés a esos seis años prodigiosos que van de “El ángel azul” (1930) a “El diablo es mujer” (1935) supone el injusto olvido de su extraordinaria andadura durante el período mudo y de su primera incursión sonora, y que ignora asimismo sus posteriores vagabundeos cinematográficos, en los que, no obstante su notoria irregularidad, aún se pueden encontrar dos buenos títulos y otro decididamente excepcional… Ciertamente, algún avispado cinéfilo podría argüir, y con razón, que si nos decidiéramos a hacer lo mismo con otros grandes directores arbitrariamente recordados por una parcela de una obra que ocupa hectáreas creativas, estos tópicos podrían no tener fin: en El Pollo Urbano ya hemos tratado el caso de Griffith (Tópico 2), bajo otra perspectiva de Dovzhenko (Tópico 6), y no tanto del pobre Stiller (Tópico 7), porque a él simplemente ni se le recuerda; pero podríamos hablar también, y quizá hablemos algún día, del gran King Vidor, de Dwan, McCarey, Wellman o Schoedsack, de Vertov, Pabst o Dieterle, de Naruse o Satyajit Ray, de Jacques Becker o Franju, etc.

Incidentalmente, la obra de Sternberg parece, además, condensar y desmentir ella misma otros tópicos: como mínimo, el de la decadencia de los comienzos del cine sonoro y el de la mayor libertad que proporcionaba Europa a los directores frente a la “tiranía” de Hollywood.

TÓPICO 8. Josef von Sternberg fue el descubridor de Marlene Dietrich.

SUBTÓPICO 8. “El ángel azul” es la mejor película de Sternberg.

Josef von Sternberg era austríaco de nacimiento y norteamericano de adopción, pues su familia emigró a los Estados Unidos siendo él niño. Recordar sus orígenes no es baladí, ya que toda su obra está impregnada de aromas centroeuropeos, si no decididamente apátridas (“no soy de ninguna parte, y cuantos más países veo, más convencido estoy”, dirá un personaje de “El embrujo de Shanghai”). Esta extrañeza no se debe tanto a que muchas de sus películas transcurrieran en el viejo continente (al fin y al cabo, otras se situaban en su país adoptivo, y hasta en Marruecos, China o el Pacífico), sino a que su perspectiva siempre pareció ajena al sentir americano (o europeo, igualmente), aún más distante que la de otros ilustres emigrantes, con Murnau, Hitchcock, Lubitsch, Lang, Tourneur a la cabeza, y si acaso, sólo equiparable a la de Stroheim. Pero es más, salvo en su primer film, tampoco a Sternberg pareció importarle gran cosa hacer creíble ese entorno americano o ese extranjero suyo, los cuales configuraron una especie de topos irreal e idealizado, esencial y lábil, cual purgatorio por el que sus personajes deambularan en busca de la redención…, o ya al final de su obra, de la condenación. Su obra, por tanto, es una rareza absoluta dentro de su país, una especie de voluptuosa y gigantesca orquídea en medio de un jardín francés… o, si se prefiere, de los páramos de Arizona; un auténtico “capricho” cinematográfico que tan sólo pudo desarrollarse en el invernadero proporcionado por la Paramount, la más europea de las productoras americanas y la que más libertad concedía a los directores, precisamente en una época, los años 20 y 30, en la que bajo su pabellón también Stroheim, Lubitsch, Stiller, Borzage, McCarey y Mamoulian firmaban obras maestras, Murnau finalizaba y distribuía su excelsa “Tabú” y hasta Ejzenshtejn negociaba una colaboración.

La carrera de Sternberg es de las más agitadas que imaginar quepa, más pródiga en altibajos laborales que una montaña rusa. Debutó en 1925, y pocos inicios, si alguno, ha habido más espectaculares en toda la historia del cine: “The salvation hunters”, autoproducida de manera independiente por el director, lo hizo entrar en este arte por la puerta grande. No sólo causó tal sensación en el momento de su estreno, que inmediatamente, como anticipo de lo que sucedería quince años más tarde con Welles y “Ciudadano Kane”, se le reconoció a su responsable el estatuto de genio, sino que, más importante, ha sabido conservar toda su fuerza al cabo de casi un siglo de realización. “The salvation hunters” es, en efecto, una extraordinaria película a la que ni siquiera le merman fuerza sus intertítulos ciertamente pedantes; un film que revela a un director inusitadamente maduro, de apabullantes capacidades expresivas y personalidad arrolladora. Una de las causas principales del gran impacto que causó en el medio cinematográfico fue su soberbio uso de escenarios naturales; lo cual no deja de ser curioso al proceder de un hombre que, luego, sería paradigma de director de plató. Sin embargo, lejos de desentonar con su obra posterior, el uso de estos escenarios se imbrica directamente en ella, pues Sternberg no buscó lugares cualesquiera, sino unos de potencia abrumadora, llenos de connotaciones y simbología (el puerto, el suburbio de la ciudad), que, además, fotografió como si fueran interiores (igual que, pongamos por caso, los roquedales y las inmensidades del desierto de “Marruecos” o la selva artificial de “Anatahan”). Aparte, en “The salvation hunters” ya aparecen otras constantes del director que, como la anterior, se prolongarán hasta su postrera obra: formales, como el uso de las sombras con valor dramático; icónicas, como el agua, las redes, gasas y visillos, o el amago de espejo donde una mujer, habitualmente, se maquilla; o narrativas, como el personaje de la heroína que se sacrifica por su amor o sus allegados, muchas veces, como aquí, prostituyéndose. Pero, en realidad, la película no necesita remitir a la obra futura, pues es magnífica en sí misma: así lo apreció Chaplin, cuando decidió distribuir la película, producirle otra al vienés… y, dicho sea de paso, repetir el final años después en la popular “Tiempos modernos”, incluido el travelling mientras los personajes caminan frontalmente a cámara y el posterior contraplano fijo de sus figuras recortándose en el horizonte.

Sternberg se había ganado en Hollywood, de una jugada, la reputación de genio. Comenzaba en la cima. Pero su posterior contrato con la Metro lo hizo emprender el descenso. Allí iniciaría un par de películas de las que sería relevado, casi fulminantemente, por directores menos osados y más condescendientes. Son invisibles hoy en día y nada podemos decir de ellas, pero está claro que, visto su fulgurante debut, su despido por la Metro no se debía a su hipotética incompetencia, sino a las discrepancias respecto al enfoque de las películas. De hecho, pronto le llegaron otras ofertas: de Mary Pickford, de Chaplin. Si con Pickford no se llegó a ningún acuerdo, Chaplin le dio carta blanca para que dirigiera a su musa Edna Purviance en “La gaviota” (1926). El film llegó a buen puerto e incluso se ofreció al publico en algún pase, recibiendo muy positivas críticas; pero por algún motivo ignoto hasta hoy Chaplin, en un alarde de desconsideración, decidió retirar el film, que desapareció de la circulación para siempre… y aún no se ha podido localizar copia de él, en lo que supone una de las mayores y más absurdas pérdidas sufridas por el cine. Cabe imaginar la frustración de Sternberg.

Sin embargo, desmintiendo el lugar común que asegura que Hollywood no perdona los fracasos, el vienés consiguió rehacer su carrera, al hacerse un hueco en la Paramount, donde comenzaría, eso sí, más modestamente, trabajando en un par de títulos como ayudante de dirección y rehaciendo sin acreditar otros tantos. Con el tiempo, el estudio se revelaría el ideal para alojar a un temperamento tan extravagante y peculiar como el de nuestro hombre: los nueve años que estuvo bajo contrato con la productora de la montaña fueron los únicos de su carrera donde pudo filmar sin sobresaltos, con holgura, continuidad y, más importante, con carta blanca para sus desbocadas fantasías. Las dos primeras películas para Paramount son, hasta cierto punto, fruto del compromiso, en el sentido de que no exhiben todavía las pasmosas capacidades del cineasta, ni tampoco logran superar el singular precedente de “The salvation hunters”; pero, aun con todo, son estupendas. “La ley del hampa” (1927) y “La última orden” (1928) perviven en el territorio de cierta mítica cinéfila, mucho más restringida desde luego que la idolatradora de Marlene, por ser, respectivamente, la inauguración del género negro (de la que la genial “Scarface” sorbió cantidad de ideas) y una de las primeras muestras logradas del cine dentro del cine. En puridad, de la misma forma que “Marruecos” o “El expreso de Shanghai” tampoco serán, en esencia, los filmes aventureros que sus localizaciones invitan a asumir, ambas son más melodramas que otra cosa, y como tal las filma Sternberg; si bien su mirada descarnada, sobre todo en la primera, parece erigir a los protagonistas de “La ley del hampa” en auténticos antecesores de los gángsteres por venir. Botón de muestra: es inolvidable cómo el matón “Buck” arroja una propina a la escupidera (de nuevo, Hawks se inspiraría en Sternberg: repitió la idea en “Río Bravo”). Pero aunque sea indiscutible el fundacional aroma “negro” de “La ley del hampa”, no nos parece absolutamente determinante, pues en el vienés la tosquedad no prevalece tanto en el entorno, como que es característica de algunos personajes concretos; no, desde luego, de “Feathers” y “Rolls Royce”, que podrían haberse trasvasado de cualquier otro melodrama. Por otro lado, el hecho de que los rivales “Bull” Weed y “Buck” Mulligan, con sus torvas miradas y achulados contoneos, se enfrenten como dos gorilas selváticos, pese a su nueva anticipación del simiesco Camonte de “Scarface”, se imbrica mejor en la peculiar animalización, tantas veces despiadada, que Sternberg suele operar sobre sus personajes (como demostrarán los contoneos perrunos de “Thunderbolt”, los cacareos gallináceos de Lola-Lola y el Profesor Unrat en “El ángel azul”, los maullidos de X-27 encaramada a un armario en “Fatalidad”, la mirada reptiliana y las uñas y tirabuzones de dragón de Mother Gin Sling en “El embrujo de Shanghai”). De cualquier forma, ambos títulos prácticamente acaban por conformar el todo Sternberg, al perfeccionarse su estilo certero y vigoroso (la pluma que cae de la boa de “Feathers”, tentadoramente, hasta un “Rolls Royce” que friega los suelos del garito; el perpetuo tic del general exiliado Dolgorucki que cesa, cuando éste reconoce en el director a aquel revolucionario del pasado), amén de añadirse las últimas cuestiones formales y temáticas determinantes de su universo, tales la máscara (el maquillaje que el general ruso debe aplicarse como comparsa de un film de Hollywood) o el carnaval (la desbocada fiesta de “La ley del hampa”, cuyas invasoras serpentinas se recuperarán en “Fatalidad”). Aunque ya en ciernes en el Dreamland Café de “La ley del hampa”, sólo falta el lugar, casi siempre un tugurio de mal tono, suspendido en el tiempo y en el espacio, y auténtico microcosmos donde suele transcurrir gran parte de la película y donde los personajes se relacionan, se miran, se calibran, se definen y evolucionan (como los cabarets de “El ángel azul” y “Marruecos”, el casino de “El embrujo de Shanghai”, los cuarteles de “Fatalidad”, el palacio de “Capricho imperial”, el tren de “El expreso de Shanghai”, la isla desierta de “Anatahan”). Llegará, ipso facto, con “Los muelles de Nueva York”.

El camino ya estaba allanado, pues, para las obras maestras por venir, que, ciertamente, no se hicieron esperar: en el mismísimo 1928 ya surgió deslumbrante la indeleble “Los muelles de Nueva York”, la cual, nuevas miserias de la cinefilia, sigue siendo, entre las sobrevivientes, su película silente menos recordada. Era de esperar, pues es una obra concentrada y esencial, indiferente a los motores de la mítica (nada de concesiones a un espectador subyugado por una violencia inaudita, nada de guiños a un espectador gratificado por asistir a los entresijos de un rodaje), que, pese a su folletinesca trama, da la espalda a las convenciones más evidentes del melodrama, tan presentes en los dos filmes anteriores, para concentrarse, al contrario, en una historia de amor, de comunicación entre dos seres, en sentido trascendente: algo así como un Borzage, pero despojado de su sentimentalismo. Tema éste, el de dos seres que, en su unión, se elevan desde los cuchitriles más abyectos a las más grandes esferas (celestiales), que será favorito en el Sternberg posterior de “Marruecos” y “El expreso de Shanghai”; o bien, por circunstancias adversas, de un ser en solitario, en “Fatalidad”; o bien, en negativo, como anhelo imposible, en “Capricho imperial”.

Para comprender el paso de gigante dado por el vienés con “Los muelles de Nueva York”, basta con atender a cómo utiliza los insertos en “La ley del hampa” y a cómo lo hace en su último film mudo conservado. En el de 1927, el atraco a la joyería e inculpación de Buck Mulligan por parte de Bull Weed se muestra por una serie de insertos, del reloj agujereado por el disparo, del collar sustraído, de la florecilla que, como al desgaire, se deja caer al suelo, de la moneda doblada. La escena está rodada de forma muy atractiva, aunque el empeño del director en mantener oculta la cara de Bull resulta algo impostado, pues el espectador ya sabe que él es el atracador y que la flor tirada al suelo es una estrategia premeditada para inculpar a Buck: todo ello ha sido explicado en la escena anterior. En “Los muelles de Nueva York”, en cambio, hay un inserto maravilloso, de inusitada audacia y belleza, que, lástima, apenas ha sido reconocido en todo su enorme valor. Ocurre tras la boda, medio verdad y medio farsa, entre el expansivo calderero Bill y la prostituta insatisfecha Mae, cuando al día siguiente, recuperado Bill de su resaca, abandona a la mujer aún dormida, no sin dejarle un par de billetes, y cuando, al rato, aparece Andy para acosar a la atractiva Mae. Pues bien, por en medio hemos asistido a una tensa conversación entre Bill y Andy, y hemos visto levantarse a Mae, que, aparentemente, no ha reparado en los billetes. Lógicamente, el momento del descubrimiento es aguardado por el espectador, y en realidad, requerido por las convenciones del melodrama: ¿cómo reaccionará Mae, en su condición de prostituta redimida, a que Bill no sólo la abandone, sino que le deje dinero, ofensivamente, como pagándole por la noche? En principio, parece que el momento se ha pospuesto hasta que llegue Andy. Sin embargo, al ver al rijoso Andy, Mae se acerca a la mesilla y, de espaldas a él, coge un cigarrillo. Llega, por fin, el inserto mencionado: Mae toma los billetes y, sin aspavientos, los oculta bajo el cepillo. Simplemente. Pero en este sencillo gesto se despliega una doble capa de información: primera, y evidente, Mae quiere ocultarle a Andy que Bill la ha abandonado; segunda, y ésta es la genialidad del momento, descubrimos a posteriori que Mae, en realidad, ya había descubierto el dinero antes, y que ese instante que el melodrama exigía y el espectador creía simplemente postergado ha sido lisa y llanamente escamoteado. No sólo eso, al elidir la esperable indignación, o decepción, o pena, de Mae, y mostrarla simplemente ocultando el dinero, se nos desvela de manera lacerante la resignación de la mujer, y se transmite inmejorable ese sentimiento de fatalidad, de impotencia que es el rasgo más característico no sólo del personaje, sino también del credo filosófico del cineasta. La sensación se corrobora por el gesto subsiguiente, tan típico de Mae, encendiendo, ahora de espaldas a cámara, la cerilla en la pared; un gesto que ahora revela toda la rabia, toda la desesperación que, en realidad, siempre conllevaba. Admirable.

La maestría de “Los muelles de Nueva York” no se limita a este momento genial: podríamos seguir hablando de los insertos, de cómo los tres iniciales, sobre el ancla, sobre la rueda de marchas y sobre el noray al que se anudan las amarras, aparte de constituir un encomiable modelo de economía narrativa (y de producción), encuentran sus ecos en momentos posteriores del film (no sólo el barco llega a puerto: también lo harán el inconsciente mujeriego Bill y la frustrada Mae); o de esos gestos tan elocuentes (la presentación de Andy como un simio colgado de las barras), o de cómo se repiten con cadencia musical y definen y modulan a los personajes (la alicaída forma con que Mae sujeta el cigarrillo en la boca, la persistencia achulada de Bill al poner un pie sobre la cama de Mae). También podríamos hablar de las elecciones de cuadro o de emplazamiento de cámara (el continuo paralelismo trazado entre Mae y su frustrada amiga Lou, culminada en su despedida con unos bellísimos planos y contraplanos dados en picado y contrapicado), de las inolvidables cadencias de la interpretación (cómo se mueven los personajes, cómo Mae deja caer la mirada o vuelve la cara), de los antológicos movimientos de cámara (así, el que nos introduce en el tugurio del puerto y el que nos saca de él, y su genial rima con el travelling de retroceso que corona el último plano del film); y claro está, de su antológica iluminación, precioso regalo del gran Harold Rosson, que realza el clima onírico y erótico del film, con sus contornos desesperadamente negros y sus luminosos haces de claridad, con la bella contraposición que se establece entre los cuerpos femeninos, desbordantes de luz, y los masculinos, oscurecidos por las vestimentas o por el hollín de las calderas. Indudablemente, “Los muelles de Nueva York” es uno de los grandes filmes del prodigioso período mudo.

Rodeándola existieron otros dos Sternberg, que hoy, desgraciadamente, se consideran desaparecidos: “La redada” (1928) y “El mundo contra ella” (1929). Su pérdida, vista la extraordinaria cosecha del cineasta, precisamente a partir de 1928, es una de las más irreparables del cine.

“Thunderbolt”, por fortuna, ha sobrevivido. Rodada en 1929 ostenta el honor de ser la primera película sonora de Sternberg, y se erige además en una refutación fehaciente del lugar común de la supuesta decadencia del cine al advenimiento del sonoro (el rey de los tópicos, que hemos de tratar ineludiblemente en un futuro). Pues “Thunderbolt” revela un dominio, pasmoso por absoluto, de la nueva técnica, sin por ello renunciar, ni mucho menos, al sofisticado lenguaje de finales del período silente (como, por otra parte, es común a tantas películas de la edad dorada de los primeros años 30): su iluminación es de una elocuencia simpar; sus insertos, admirables; su utilización del decorado, antológica (con mención especial para las rejas que pueblan el film, aun antes de que éste se encapsule en la cárcel); y sus movimientos de cámara, brillantes y sofisticados (la llegada de Thunderbolt al cabaret es tan sinuosa y precisa como la prodigiosa entrada en el café portuario de “Los muelles de Nueva York”). Y llama poderosamente la atención la increíble soltura con que el director ya utiliza el recién estrenado recurso: son abundantes las conversaciones y ruidos en off, porque la cámara prefiere utilizarlos como un almohadón para concentrarse en lo esencial (algo de lo que deberían aprender la mayoría de los directores actuales, que utilizan el sonido de la forma más evidente y vulgar posible); se hace hincapié en sonidos de cierta extrañeza, y se hace siempre buscando, y consiguiendo, la expresión dramática (la máquina de coser que se detiene al acongojarse la madre, las risas que suenan cuando Thunderbolt sospecha que Mitzi le engaña con otro, la pelotilla de goma que Thunderbolt aprieta amenazadoramente); los sonidos ya se tratan de forma sinfónica (la algarabía generada en el patio de vecinos coronada por el llanto de un bebé, las voces del cabaret que, en anticipo de “El ángel azul”, desaparecen y vuelven a aparecer al cerrar o abrir una puerta). Y en fin, se consiguen una densidad y relieve inauditos, gracias a la incorporación de diversas capas de sonidos: si en “Los muelles de Nueva York” los espejos se encargaban de comunicar al espectador la animación que reinaba en el bar, aquí son las conversaciones, voces, risas en off las que generan idéntica sensación en el cabaret; en otro momento, la calle por la que pasean Thunderbolt y el perro es seguramente un mínimo decorado, pero gracias a las voces y pasos de los transeúntes, a las bocinas de los coches, dados, en auténtico alarde de genialidad, otra vez en off, se consigue crear una sensación de bullicio total.

Se puede colegir de lo anterior que “Thunderbolt” es una película extraordinaria; y así es. Además, tras “La ley del hampa”, redunda en la cimentación del cine negro que se instaurará definitivamente a comienzos del sonoro, distanciándose mucho más del melodrama que el precedente y superando a éste con holgura (baste con pensar en el bonito detalle del gato al que Bull Weed daba de beber en el film anterior y en todo el partido que aquí se obtiene de la relación del nuevo gángster con un perro callejero). Y al mismo tiempo, presenta la misma tendencia a lo esencial, que el cineasta ya no abandonará, que la obra maestra “Los muelles de Nueva York”: prácticamente media película transcurre en el corredor de la muerte, en un decorado estilizado hasta la abstracción y utilizando muy contados tiros de cámara. Ciertamente, “Thunderbolt” lleva décadas injustamente olvidada; y sin embargo, en la época de su estreno no debió de pasar, ni de lejos, desapercibida: Wellman transmutó la brutal escena del sifón en la hiperfamosa del pomelo en su magnífica “El enemigo público” (1931), y Kuleshov debió de inspirarse a buen seguro en la cárcel del vienés para la suya propia en la genial “El gran consolador” (1933).

El año de 1930 siempre ha sido considerado, abusivamente, la fecha crucial para la obra de Sternberg, amén de una de las más importantes para la mítica del cine: requerido por la Ufa para la adaptación de “Profesor Unrat” de Heinrich Mann (hermano de Thomas), el director descubre al mundo los encantos, hasta entonces desapercibidos, de Marlene Dietrich. Y ello, a pesar de que “El ángel azul” todavía no la coloca en ese pedestal de diosa absoluta, ni mucho menos la transmuta en entelequia ideal, como será la constante del resto de los filmes rodados por ambos, sino que su personaje cede los honores al encarnado por Emil Jannings (cuya interpretación, por cierto, oscila entre lo afectado y lo extraordinario). Pese a ser la única película alemana del cineasta, “El ángel azul” se integra perfectamente en su obra americana, pues, no solamente ya había dirigido a Jannings en “La última orden” y ya había trabajado a fondo el sonido en “Thunderbolt”, sino que los decorados que le proporcionaba el alemán Hans Dreier en la Paramount, abigarrados y decadentes, siempre destilaban un fuerte sabor europeo (tan germánico, o ubicuo, de hecho, podría parecer el antro de “Los muelles de Nueva York” como el cabaret de “El ángel azul”); y, no menos importante, los temas del desarraigo, del sacrificio por amor, del desafío a una sociedad basada en rígidas normas morales y en la crueldad eran ya una constante en su trayectoria. “El ángel azul” es quizás una de las escasas películas que, habiendo sido unánimemente aclamadas en la época de su estreno, siguen siendo consideradas hoy como obras maestras. Nada que objetar. Pues, en efecto, si aquello por lo que más se la valoró, el uso del sonido, aunque en realidad continuara los rompedores caminos ya totalmente desbrozados por “Thunderbolt”, sigue siendo hoy en día admirable, su puesta en escena continúa deslumbrando; y si la voluptuosidad de Marlene obnubiló a los espectadores coetáneos, la crueldad de la película conserva todo su desgarro, del pajarillo muerto arrojado por la criada a la estufa al desesperado quiquiriquí de Jannings en pleno escenario…, que continúa poniendo la carne de gallina.

Otro tópico sobre Sternberg bastante extendido es el de sostener que “El ángel azul” es su mejor película; tópico que resulta bastante más inaceptable que el titular de esta entrega, pues muchas veces ha servido para, de un plumazo, no sólo olvidar las películas anteriores, sino despreciar altaneramente todo el antológico ciclo Dietrich, inmediatamente posterior. Ciertamente, “El ángel azul” es magistral y la preferencia por ella es una opción personal, respetable y defendible, pero siempre y cuando no sirva para ejercer la pereza mental y se desestimen cumbres, equiparables o superiores, como “Los muelles de Nueva York”, “Marruecos”, “Capricho imperial” o “Anatahan”. Este lugar común, por fortuna hoy en día languideciente, fue más robusto durante los años que Sternberg estuvo en activo, años en que la crítica parecía empeñada en sostener que Hollywood anulaba el genio de los artistas, y que éstos sólo podían alcanzar la plenitud en Europa, naturalmente. Como si la taquilla no se hubiera tenido en cuenta jamás a este lado del Atlántico (con las notables salvedades del cine soviético, sostenido por el estado, y de las tres primeras películas de Buñuel, financiadas por particulares), o como si las grandes productoras del otro no hubieran incluso tirado la casa por la ventana, siquiera ocasionalmente, para producir alguna que otra película de prestigio (y no hace falta rememorar a la Fox y “Amanecer”, de Murnau; lo hizo hasta la tacaña Warner con “El sueño de una noche de verano”, de Dieterle y Rheinhardt). Bajo esta abrumadora perspectiva, la vuelta a Hollywood de Sternberg, con Marlene en el equipaje, era contemplada como una prostitución a la industria por parte del cineasta (y aún habrá quien lo repita todavía). Sin embargo, cuando uno se desprende de los prejuicios, o simplemente se quita las anteojeras, resulta que las seis películas que director y actriz rodaron al alimón de 1930 a 1935, siempre en la Paramount, eran tanto o más radicales y tanto o más geniales que su éxito alemán… y en el caso de las cumbres del ciclo, decididamente más.

El sexteto genial constituye una de las experiencias más fascinantes de la historia del cine, en cuanto que se trata de obsesivas variaciones sobre el mismo tema: cambian la geografía, los decorados, los protagonistas masculinos, algo menos los directores de fotografía (Lee Garmes en tres títulos, Bert Glennon en dos y el propio director en el último), pero se mantienen la atmósfera lumínica y el clima de ensueño, la esencia de su temática y sus sentimientos, sus personajes desgarrados y su exaltado erotismo, sus localizaciones desgajadas de cualquier lugar identificable, así como su radicalidad como obras prácticamente no narrativas, tendentes a la estilización y rayanas en el delirio, a menudo profundamente musicales y siempre con espíritu de cine mudo. Y esa no narratividad y ese delirio radicales las convierten en películas de perenne modernidad; cualidades esas que claramente no pueden encontrarse en la mucho más datada “El ángel azul”. Esto, evidentemente, no es ningún desdoro para el film alemán, pero nos interesa recalcarlo, porque pone de manifiesto que los títulos más innovadores del cineasta, los más vanguardistas, fueron rodados en el seno de una gran productora americana… aunque, ciertamente, la Paramount de esos años sea excepcional por su proverbial permisividad con las investigaciones formales de sus directores (otros títulos, como “Un ladrón en la alcoba”, de Lubitsch, o “Sopa de ganso”, de McCarey, ambos de 1933, ratificarían igualmente lo aquí expuesto).

Pues bien, esas admirables características son patentes incluso en las películas menos destacadas de la serie, que aun con todo son magníficas: “La Venus rubia” (1932) y “El diablo es mujer”, también conocida como “Capricho español” (1935). La última, que cierra el ciclo, quizás acusa el agotamiento de la fórmula, amén de lucir un desaforado horror vacui… por no hablar de la sobreactuación de la Dietrich; sin embargo, abunda en momentos inspirados (¡esa lluvia!), y algunos aspectos son de inusitada modernidad, en especial, la imbricación de los flash-back y el contagio de la naturaleza contradictoria de los personajes a la misma estructura de la película. En cuanto a “La Venus rubia”, cuenta en su contra con un guión de debilidad supina al que Sternberg, no obstante, supo dotar de densidad a fuer de puesta en escena (con la inestimable colaboración de Bert Glennon en la fotografía y Hans Dreier en los decorados); tanto es así, que esta película llega a atesorar la culminación de ciertos aspectos de la obra sternbergiana, especialmente de su erotismo entre refinado y descabellado (Marlene surgiendo bajo el disfraz de un gorila, comenzando con su mano delicada asomando entre la pelambrera del falso simio) y de su utilización del decorado, no tanto como proyección de los personajes, sino, por su continua mudanza, como constatación de la alienación de los mismos. Apuntemos, tangencialmente, que esta elocuencia de los decorados la comparte otra magnífica película de la misma época ajena al ciclo Dietrich y casi olvidada (otra más): “Una tragedia humana”, el abortado proyecto de Ejzenshtejn en Hollywood heredado por el vienés, película que conocería un remake en los 50, la mítica, aunque inferior, “Un lugar en el sol”…; la cual, a su vez, sería calcada por el camaleón Woody Allen en su sobrevalorada “Match Point” (2005).

Otros dos títulos del ciclo son decididamente extraordinarios y se encuentran a la altura de “El ángel azul”: “Fatalidad” (1931) y “El expreso de Shanghai” (1932). En ellos Sternberg continuó asombrando con su certero uso del sonido (las campanillas que suenan como telón de fondo en el reencuentro de la pareja de “El expreso de Shanghai”), con las actitudes desafiantes y turbadoras de sus personajes (Marlene, alias la espía X-27, usando el filo de un sable como espejo y secándole las lagrimas a un compungido soldado al final de “Fatalidad”), con su coqueteo con el ridículo al que no obstante sortea gracias a su ímpetu poético (la vaca que al amamantar al ternero interrumpe el trayecto de “El expreso de Shanghai”) o su perspicaz ironía (el duelo ¡de matasuegras! en el carnaval de “Fatalidad”), etc. E igualmente, causa aún sensación la atrevida y magistral iluminación del gran Lee Garmes, haciendo gala de los negros más impenetrables en “El expreso de Shanghai” y convirtiendo los haces de luz rasgando la oscuridad en arma hiriente en “Fatalidad” (como, al poco, el mismo iluminador repetirá para “Scarface”, de Hawks, y décadas más tarde Michael Ballhaus para “El matrimonio de María Braun”, de Fassbinder).

Las cumbres de la serie son las que abren y prácticamente cierran la misma: “Marruecos” (1930) y “Capricho imperial” (1934). “Marruecos” es la primera colaboración del director con Lee Garmes y, como no podía ser menos, brinda ya una antológica fotografía donde el claroscuro se convierte en leit-motiv y emblema de la obra: los personajes van constantemente de la luz a la oscuridad y viceversa, los cañizos proyectan una maraña sobre los transeúntes, los abanicos crean zonas oscilantes de luz y sombra, etc. Los protagonistas son dos de los típicos desarraigados de Sternberg, de vuelta de todo y en lucha consigo mismos, y mantienen una de las relaciones de amor más pulsionales e intensas de toda la historia del cine… ¡y eso que apenas intercambian un beso! La pugna de Amy Jolly (Marlene) entre lo que le conviene y lo que desea hacer, su intensa desazón ante los indicios de la presencia de su amado Tom Brown (un joven y ya excelente Gary Cooper) crean momentos de tensión excepcional, ilustrados por el perturbador sonido en off de trompetas y tambores militares, por actos de soterrada violencia (el collar de perlas que inopinada e impetuosamente deshace Amy) o por desbordantes travellings que (per)siguen a la mujer buscando desesperada al hombre entre la turba de legionarios. Todo ello culmina con uno de los finales más impresionantes del cine, pasmoso y descabellado al mismo tiempo, donde la pugna entre lo razonado y lo irracional habida en ese Marruecos esencial acaba en victoria de lo segundo: en uno de esos maravillosos encuadres del vienés, Amy, el pañuelo sobre los hombros, descalza, se pierde en el desierto junto a otras mujeres en pos del regimiento, unida para siempre al destino de su amado…, mientras de la banda de sonido se adueña el ominoso soplo del viento del desierto.

Si hay una diferencia obvia entre “Marruecos” y “Capricho imperial” es precisamente la banda sonora. La primera película, en una práctica habitual (y encomiable) en los dos o tres primeros años del cine sonoro, sólo tiene música diegética; la segunda, en cambio, rebosa de música añadida, abrumadora y casi omnipresente. Uno de los puntos clave para comprender en su justa medida “Capricho imperial” lo proporciona precisamente su partitura: por un lado, indica que se trata de una película estructurada de una manera profunda y eminentemente musical, con sus temas y sus leit-motiv, sus armonías y sus tempi, sus allegros y sus adagios visuales; y por otro lado, el flagrante anacronismo de los temas elegidos (desfilan Mendelssohn, Tchaikovsky, Wagner y hasta unos sones cíngaros a la Sarasate compuestos, según parece, por el propio cineasta) deja patente que no cabe esperar ninguna fidelidad histórica a los hechos protagonizados por Catalina la Grande de Rusia, pues la película no es una lección de historia, sino eso, un capricho, en sentido tanto cinematográfico como musical, un capricho donde los temas, las sensaciones y los sentimientos se presentan y entretejen de manera libre, sin más ley que la que dicta la emoción. Como también en “Fatalidad”, la distribución española dio en el blanco y mejoró el título original: un “La emperatriz escarlata” con ecos de una moralidad pacata que para nada existe en la película.

Sorprendentemente, si los anacronismos en la música miran al futuro de la acción, los de la escenografía se instalan en el pretérito, pues en el siglo XVIII la corte rusa ya era pareja en refinamiento a otras europeas, y sus palacios rococó en nada se parecían a la oscura caverna que diseñó Hans Dreier en uno de sus trabajos cumbre, a la que, por si fuera poco, añadió desgarbadas esculturas sin cuento e infinidad de iconos, de trazo moderno, entre expresionista y naif (nueva influencia: nuestra película marcó profundamente los decorados de “Iván el terrible”, de Ejzenshtejn). En honor a la verdad, su naturaleza de capricho, vale decir, su desprecio a toda verosimilitud que no sea estrictamente fílmica, ya la desvela la película desde el mismo comienzo, donde la tiranía de los zares se trasmuta en ¡cuentos infantiles! relatados a la niña Catalina, a esa edad todavía la alemana Sofía Federica, y cuyas atrocidades Sternberg escenifica visualmente con ironía descabellada, introduciendo de paso el voltear de las campanas, antológico sistema visual de la película, con evidente sorna: el badajo de una campana gigantesca no es otra cosa que un hombre colgado de los pies.

“Capricho imperial” es una de las grandes obras maestras del cine entero. Nada hay débil o mediano en esta película. Los decorados, por ejemplo, son geniales, y no sólo por su factura, sino sobre todo porque explican a los personajes, los definen, a veces los anulan, pero siempre interaccionan con ellos: son, por tanto, decorados vivos. La iluminación de Bert Glennon es antológica, y la puesta en escena de Sternberg es de cabo a rabo pura inspiración. Incluso los intérpretes, de carrera poco o nada destacada (salvo los secundarios C. Aubrey Smith y Sam Jaffe), están magníficos, incluyendo a una Marlene despojada de su tendencia a la sobreactuación y que nunca había estado tan bien, ni siquiera en “Marruecos” y “Fatalidad”. Es más, la fecunda imaginería de “Capricho imperial” sólo tiene parangón con “Fausto”, de Murnau, “Vampyr”, de Dreyer, “Extraños en un tren”, de Hitchcock, y algún otro título señero; su capacidad para provocar sentimientos, tantas veces contrapuestos, es perpetua; sabe generar distanciamiento e implicación al mismo tiempo; su atmósfera es una de las más densas que imaginar cabe y, como en “Vértigo”, de Hitchcock, o “El año pasado en Marienbad”, de Resnais, se desliza constantemente por los páramos del sueño; su radicalidad anda pareja a la de títulos como “Persona”, de Bergman, o “Los cuarenta y siete samuráis”, de Mizoguchi, y no sólo por su osado cóctel entre ironía y drama, sino también porque hay planos tan densos que apenas duran lo suficiente para ser asimilados, mientras que en otras ocasiones la cámara se demora en primeros planos de Marlene, no por glosar su belleza, sino por acentuar el punzante pathos que destila su transformación de ser humano en máquina del poder. Es la amarga y más rotunda constatación de una película que se atavía con los burlones ropajes de un rondó.

Tras haber tocado el cielo Sternberg, cual ángel caído, se precipitó a los abismos. Ya era un milagro que hubiera podido desarrollar su obra sin contratiempos de importancia, pero el cambio en la política de producción de la Paramount, unido a importantes roces con Marlene, conllevó el final de su período dorado. Rescindido su contrato con la empresa, Sternberg se convirtió en el vienés errante: ninguna otra productora de Hollywood iba a concederle ni la libertad creativa ni los presupuestos que él requería para sus abstracciones; y así, el cineasta comenzó a dar tumbos de la Columbia a la Metro, de la productora de Arnold Pressburger a la RKO del, éste sí, tirano Howard Hughes. Este tramo de su filmografía es el único que podría justificar nuestro tópico actual, ya que ninguna de las siete películas firmadas en estos años, hasta 1951, ni las dos sin acreditar, logró alcanzar la entidad de sus obras precedentes ni apenas cotejarse con las menos inspiradas…, por no hablar de la escabechina perpetrada contra el “Crimen y castigo” de Dostojevskij bajo la férula de la Columbia. Tampoco los fragmentos supervivientes del abortado “Yo, Claudio” para Alexander Korda en Gran Bretaña permiten suponer una reescalada a las alturas anteriores. En fin, seamos frívolos por una vez: y es que sólo su apabullante capacidad para embellecer a sus actrices siguió incólume, pues si antes había creado, con la iluminación, con el maquillaje y el vestuario, incluso con alguna corrección anatómica, el icono de Marlene, nunca Gene Tierney o Janet Leigh estuvieron tan fascinantes (y despampanantes) como frente a la cámara de Joe. Aun con todo, resultaba imposible que un director de la categoría de Sternberg se desvaneciera sin más, y de hecho, pueden contabilizarse un par de buenos títulos: “Macao” (1951) y, especialmente, “El embrujo de Shanghai” (1942), el único de estos años de vagabundeo digno de asimilarse a su obra anterior.

Pero Sternberg, por mucho que Hollywood lo boicoteara, aún reservaba cartuchos; y aquí continuamos con nuestra refutación del actual tópico. Pues el vienés errante aún pudo obsequiar al mundo con otro gran film, “Anatahan”…, aunque para ello, cual aventurera de sus películas, debiera emigrar al Japón en 1953. En el Oriente real, Sternberg continuó ofreciendo un sueño fabricado en estudio, sólo que cambiando las serpentinas de “Fatalidad” o “El diablo es mujer” por las lianas de la jungla, y sustituyendo a Marlene por una desconocida, pero igualmente incitante y más capaz, actriz japonesa: Akemi Negishi (que, a no tardar, se incorporaría a la troupe de Kurosawa). Y, como en su etapa de gloria, la flagrante falsedad de los decorados, lo puntilloso de las composiciones, la precisión de relojería en los gestos de los actores, todo está puesto al servicio del enriquecimiento del espectador, de su propio conocimiento, hasta el punto de que el autor llegó a calificar a “Anatahan” de psicoanálisis colectivo.

“Anatahan” es una película sorprendente, única en toda la historia del cine. Aunque Sternberg, en realidad y pese a su excepcional uso del sonido, siempre siguió haciendo cine mudo en el estadio más puro, su film postrero subraya el hecho del modo más contundente. No sólo por ese aire irreal que destila, pues, salvo algunos planos de exteriores sin personajes, todo el film se rodó en estudio; también por la insistencia en el puro gesto y en el inserto elocuente. Pero, por otro lado, y aquí viene la mayor extrañeza, “Anatahan” resulta especialmente avanzada para su tiempo y, aún hoy, decididamente moderna, ya que opera un marcado distanciamiento sobre su material de base, al que no es ajena su manifiesta teatralidad en el sentido más noble: la artificiosa reconstrucción de los decorados, la frontalidad de numerosos encuadres, las miradas a cámara en el desfile final (que van muchísimo más allá del guiño fordiano que cierra “El hombre tranquilo”).

Contrarios inusitados, cine y teatro, antigüedad y modernidad, se aúnan armoniosamente en “Anatahan”. La mirada al pasado es el trampolín para el futuro. Así lo atestigua la asombrosa elección de Sternberg, tan deudora del uso de intertítulos en el cine silente como novedosa en ése y en cualquier momento, de superponer a la versión original japonesa su propia voz en inglés, para traducir algún diálogo, anticipar acontecimientos o comentar la acción con máximas filosóficas, pese a que la película, tal es su sabiduría, se entienda perfectamente sin la voz en off. En efecto, esta voz reflexiva, que pone en primer término ese yo de la enunciación que tanto gustan de alabar los semiólogos al hablar de Welles, por ejemplo, enlaza ejemplarmente el último film del vienés con el primero, donde los rótulos parecían empeñados en comunicar el pensamiento de su autor; sólo que en “Anatahan” los comentarios son más escuetos, menos rimbombantes y mucho más sabios, por lo que aquello que en “The salvation hunters” era más bien defecto (perdonable, eso sí), ahora muda en virtud. Lo mismo cabe decir de otra inusitada rima con su primera filmografía: las serpentinas que en “La ley del hampa” le daban al cabaret ese aire tan barroco e irreal, ahora se transforman en las maromas del buque, las lianas de la jungla, las hojas de la vegetación, las redes o el entramado de los muebles, superando la intención decorativa para ilustrar una verdad esencial. Nunca personajes de un film han sido más prisioneros del entorno, físico y moral, que en la estación japonesa del cineasta; y nunca han estado más enjaulados, en otro rasgo de precursora modernidad, por la propia puesta en escena. Igual que esos peces de acuario que pululan por los títulos de crédito.

Barrotes como en un zoo, voz en off explicativa como en un documental: se diría que Sternberg contempla a sus criaturas con curiosidad antropológica…, o simplemente etológica. Pues, en efecto, si al norteamericano le atrajo el caso real de los soldados japoneses naufragados siete años en una isla desierta, fue, sin duda, para entregarse con ahínco a la puesta en evidencia del primitivismo subyacente en la sociedad (de cualquier país), para mostrar cómo, bajo circunstancias adversas, la civilización sucumbe ante la barbarie (inmersión sugerida por esos bellísimos travellings que nos introducen en la espesa selva, parientes de los ejecutados sobre los hombres entregados a la molicie o deslumbrados por la presencia de Keiko); en resumidas cuentas, para despojar de su máscara, esa meta crucial de su obra entera, a toda una sociedad. Por ello, en la prodigiosa secuencia de clausura, el triunfalismo con que se recibe a los supervivientes de la odisea, alumbrados por enjambres de flashes cuya cualidad cegadora sólo puede tener por objeto la ocultación de la realidad, se ve contradicho por la voz en off que confiesa que “éramos héroes para todos, salvo para nosotros mismos”. Por ello, a la recepción oficial, puntuada por una armoniosa música melancólica, le sigue, adobada con el sonido en off de la algarabía de la única celebración en Anatahan a la que los espectadores pudimos asistir, la otra recepción, la secreta, cuando Keiko, la mujer codiciada por todos que sufrió su metamorfosis en simple mercancía, acoge emocionada a los espectros de los muertos, irónicamente aquéllos que se la disputaron. Esta contraposición final viene apuntalada por los recursos formales utilizados, pues si los supervivientes, ataviados con el uniforme del ejército, salen hacia la cámara, salen de escena, desfilando con aplomo, con cierta teatralidad subrayada por la iluminación de los flashes de las fotografías, en cambio, los fantasmas de los muertos, en sus harapos selváticos, surgen de la oscuridad del aeropuerto, del decorado ya vacío, no sólo hacia cámara, sino mirando fijamente al objetivo, interpelando directamente al espectador, hasta llegar a un fantasmal fuera de foco, y van siendo puntuados, muy cinematográficamente, por unos bellísimos primeros planos de Keiko, de emoción apenas contenida. Un final perturbador y lacerante: la sociedad rinde homenaje a los héroes, ese concepto hueco ideado para gratificarse a sí misma; la mujer lamenta la desaparición de esas realidades llamadas hombres, puro amasijo de debilidades.

No es de extrañar que “Anatahan”, final pieza maestra de un gran director, recibiera en Japón una acogida tan hostil, y en el resto del mundo, tan despreciativa, que incluso hoy en día sigue siendo una de sus películas menos difundidas; y aún peor, que en su momento supusiera el punto y final de tan brillante carrera. No hay clemencia para el que dice las verdades. Al menos, es un consuelo, la última secuencia de Sternberg es una de las más emocionantes, densas y admirables de toda la historia del cine.

Tópicos tozudos propugnados sin desaliento por historiadores, críticos y gacetilleros cinematográficos.

Volvemos a la carga tras el largo paréntesis estival, ya bien entrados en el otoño, tratando en esta ocasión un lugar común de idéntico carácter al de la próxima entrega. A ambos los podríamos calificar como tópicos a medias, ya que resultan ser relativamente ciertos: los directores en liza, Mauritz Stiller y Josef von Sternberg, aunque no descubrieran realmente a las deslumbrantes estrellas Greta Garbo y Marlene Dietrich, máximas diosas del cine y rivales, sí les ofrecieron sus primeros papeles destacados, aquéllos que las hicieron descollar; es más, curiosamente en ambos casos se las llevaron en el equipaje al ser requeridos por Hollywood, para luego ser ellos rechazados y olvidados, y ellas ascendidas al Olimpo. Todo eso es bien sabido. Así que en este caso la recusación del lugar común tiene otro motivo distinto de la falsedad de los dichos: y es que causa indignación que a estos directores señeros del cine mudo (y de los años 30 en el caso de Sternberg) la cinefilia se empeñe en recordarlos tan sólo por haber descubierto a una actriz discreta (Dietrich) y a otra decididamente limitada, si no mediocre (Garbo). Prestemos en compensación la atención merecida a estos dos grandes directores… y de paso, pongamos en evidencia que son muchos los olvidados injustamente o recordados por motivos tan peregrinos como el que aquí aludimos.

TÓPICO 7. Mauritz Stiller fue el descubridor de Greta Garbo.

Cuando el director sueco de origen ruso-finés brindó al mundo la rubia esfinge en «La leyenda de Gösta Berling» (1924), en realidad ya se encontraba en las postrimerías de su carrera y ya había destilado lo mejor de sí mismo. No por nada, Stiller es, junto a Griffith y más todavía que Chaplin, Sjöström y Dwan, uno de los grandes cineastas de la segunda década del siglo XX; una época que, al menos cinematográficamente, supera con creces en inteligencia, sutileza e ironía a los tiempos que ahora nos toca vivir… o más bien padecer. Y no está de más añadir que esas inteligencia, sutileza o ironía difuminadas en las neblinas del pasado son, como mínimo, tan antiguas como los grandes clásicos griegos.

Stiller había debutado en 1912 y desarrollado casi toda su carrera en Suecia, e iba a acabar su obra y lamentablemente su vida con el cine silente, tras una amarga experiencia en Hollywood, donde tras ser echado sin contemplaciones por la Metro sólo logró firmar dos películas en la Paramount: la estupenda «Hotel Imperial» (1927), con Pola Negri, y la desaparecida «La calle del pecado» (1928), con Emil Jannings. La escasa obra suya conservada consta de catorce títulos, dos de ellos seriamente incompletos, y abarca casi todas sus películas de 1916 en adelante. A ellos se podrían añadir otros dos donde participó y quedó sin acreditar, «La tierra de todos» (1926) y «Las eternas pasiones» (1927), pues, aunque es difícil asegurar qué rodó Stiller y qué Rowland Lee y Fred Niblo respectivamente, más de un momento, sobre todo de la primera, alcanza un bouquet muy superior a la tónica habitual de sus directores titulares, e incluso determinadas secuencias o planos se pueden relacionar limpiamente con otros de la obra sueca del emigrante. Perdidas, quizás para siempre, quedan dos de sus películas de los primeros años veinte y todas las anteriores a 1916, casi una treintena, con la única excepción de la recientemente descubierta «Madame de Thèbes» (1915). Ello, vista la temprana madurez del director escandinavo y la elevadísima calidad de la obra conservada, hace de esos títulos desaparecidos una de las más irreparables pérdidas de la historia del cine, junto a «The greatest thing in life» de Griffith, «Los cuatro diablos» de Murnau, los dos últimos Sternberg mudos y los tres Mizoguchi desaparecidos de principios de los cuarenta. De hecho, de las doce películas suyas con certeza que conocemos todas son como mínimo buenas, exceptuando únicamente «Alexander el grande» (1917), que aun así no carece de puntos de interés y a favor de la cual se puede argumentar que es una de las que nos han llegado incompletas. No obstante, más mutilada ha sobrevivido «Primera bailarina» (1916) y de sus restos sí se trasluce una película excepcional, cuyo escaso cuarto de hora sobreviviente tiene más cuerpo y alma que el noventa y nueve por ciento de las películas actuales juntas: algo así como una ruina majestuosa que, a pesar de la devastación sufrida, aún es capaz de transmitir belleza y emoción. [Por cierto, que los fragmentos que se conservan fueron hallados por la Filmoteca de Zaragoza en la que supone hasta hoy su máxima y antológica aportación al patrimonio cinematográfico mundial.]

Si bien más de un avezado estudioso ya ha puesto en entredicho la preeminencia de «La leyenda de Gösta Berling» en la obra de Stiller, no deja de ser sangrante, y muy significativo de los parámetros por los que se ha movido y se sigue moviendo la mayor parte de la crítica, que muchos se empeñen en recordar al director casi en exclusiva por dicho film, pues resulta ser precisamente el menos logrado, con la sola excepción de «Alexander el grande», de los doce títulos suyos firmados por él que conocemos (todos los conservados, salvo «Madame de Thèbes» y «Las alas», 1916), e incluso inferior a «La tierra de todos», de autoría parcial. Aunque vista superficialmente «La leyenda de Gösta Berling» parece representativa de su carrera, lejos de serlo, más bien ofrece una visión limitada de su distinguida obra. Cierto, se trata de una adaptación de Selma Lagerlöf, la sempiterna inspiración del cine nórdico silente, pero su dramaturgia resulta mucho más convencional y muchas de sus interpretaciones más grandilocuentes de lo habitual en Stiller, el cual siempre había destacado por su frescura, naturalidad y desenfado. Ello podría no importar demasiado, si el director hubiera suplido la originalidad por un vigoroso trabajo visual… pero no es el caso. De hecho, nos encontramos ante uno de los falsos prestigios del cine mudo; como también lo es, por otro lado, «La calle sin alegría» (1924), uno de los escasos títulos no antológicos del también gran director Pabst y que compete mencionar aquí, pues en su reparto reúne nada menos que, ¡tachán!, a ambas divas, Greta y Marlene, en su primera juventud. ¿Pura casualidad que ambos títulos sigan concitando los parabienes de una crítica a lo que parece olvidadiza y mitómana? Apresurémonos a reconocer que, no obstante su inferioridad en los respectivos corpus de sus autores, ambos títulos no dejan de ser valiosos, pues están rodados con aplomo ejemplar y deparan más de un momento de gran nivel. Pero, en concreto, «La leyenda de Gösta Berling» adolece de una falta primordial: se pretende una adaptación de prestige de la novela río original, sancionada por la mismísima Selma Lagerlöf, sólo que ello la hace tender a la prolijidad (sus tres horas de duración nos parecen excesivas para la sustancia de lo que transmiten), amén de impulsarla a reproducir diálogos sin fin (se trata de una de las más verbosas películas del período), trasvasando el material de la novela de forma más literaria que literal y descuidando posibles alternativas visuales, o simplemente una elaboración cinematográfica de altura que supere la recreación historicista (pesa demasiado el condicionante de ser la gran superproducción del cine sueco hasta la fecha). Que el incendio de la previa «El tesoro de Herr Arne» (1919), basada en otra novela de la misma Lagerlöf, esté rodado de forma más sencilla, pero resulte más eficaz, podría ser síntoma de cierta desgana que acuciara a Stiller en su última obra sueca… o simplemente acuse de las constricciones ejercidas sobre él por la producción: demasiado dinero invertido, demasiada vigilancia por parte de la novelista.

No, la grandeza de Mauritz Stiller hay que buscarla en su obra anterior, de «Amor y periodismo» (1916) a «La leyenda de Gunnar Hede» (1923), un conjunto impresionante que asombra y cautiva, lo mismo en temas que en estilo, por su vigorosa inventiva y su pasmosa modernidad. Y una vez más hemos de reconocer que, aunque las comparaciones son odiosas, a veces se hacen necesarias: si el tópico pasado nos sentíamos obligados a ensalzar a Dovzhenko en detrimento de Ejzenshtejn, en éste, trocando los territorios soviéticos por los nórdicos, proponemos la superioridad de Mauritz Stiller sobre Victor Sjöström. No cabe duda de que éste es también un gran director, pero se nos antoja algo por debajo de su compatriota de adopción, pues su filmografía resulta mucho más irregular, su estilo igualmente sólido, pero no siempre tan inventivo, y su visión de la vida quizás más coherente, pero más datada. Sin embargo, un par de factores han parecido inclinar siempre la balanza a favor de Sjöström: primero, los mismos suecos siempre han preferido y han tenido por más representativo a este escandinavo de pura cepa que a ese otro finlandés de origen ruso-judío, errabundo y casi apátrida; y segundo, mientras Stiller fue incapaz de proseguir su obra en Hollywood, Sjöström no sólo se adaptó estupendamente en la meca del cine, sino que alcanzó ahí (y esto lo sostenemos nosotros) el cénit de su carrera con las magistrales «El que recibe el bofetón» (1924) y «El viento» (1927). Añadamos que el hecho de que, de los grandes directores alemanes del cine mudo, casualmente el único que tampoco logró integrarse en Hollywood, G. W. Pabst, sea hoy en día el menos prestigioso, y que tanta obra suya de nivel yazga en el olvido, supone una coincidencia adicional entre el bohemio y el finlandés vagabundo que no deja de ser preocupante: se diría que aquéllos que no consiguieron triunfar en las Américas se devalúan de cara a la cinefilia (Pabst) o simplemente dejan de existir (Stiller).

Pero concentrémonos en la deslumbrante obra de nuestro hombre. Comencemos reseñando aquello por lo que siempre se le reconoció: su gran aportación al cine mundial en el desarrollo de la alta comedia, preludiada ya en «Amor y periodismo» (1916), desarrollada en muchos momentos de «La mejor película de Thomas Graal» (1917) y «El mejor hijo de Thomas Graal» (1918) y llevada a una de sus cumbres en fecha tan temprana como 1920 con «Erotikon», film legendario por su penetración, desenfado y finura en el retrato de las relaciones humanas, que conserva íntegra, y aun agigantada con el paso de casi un siglo, toda su frescura: baste con traer a colación que la primera reacción de Leo al serle revelada la infidelidad de su esposa Irene es… recoger el cigarrillo que ésta ha tirado, no se vaya a quemar la alfombra; o la naturalidad, y alivio, con que el matrimonio acoge su definitiva separación (detalle irresistible: todos sonríen; Irene agita la manita enguantada; su marido Leo, el pañuelo; y Marthe, la hogareña sobrina enamorada de éste… el delantal). Además, «Erotikon» hace gala de una planificación sumamente evolucionada y moderna, por lo que no es de extrañar que marcara nada menos que a unos maravillados Chaplin y Lubitsch. Quizás, si las enciclopedias aún mencionan a Stiller de pasada, es por tener referencias tan insignes y reconocidas…

Otro de los puntos de subido interés de la obra del cineasta sueco no es otro que uno de los pilares de la modernidad cinematográfica de los muy posteriores años sesenta: la representación. En efecto, siguiendo la estela del Griffith de «El nacimiento de una nación», especialmente sus comedias escenifican espectáculos que duplican y comentan la acción principal, ejemplarmente el ballet de «Erotikon», así como puestas en escena que revelan las contradicciones entre la realidad y su percepción por un personaje, en especial en la serie de Thomas Graal. Así, en «La mejor película de Thomas Graal», la cámara acusa la falsedad del relato que hace al obnubilado director Graal la «desvalida» Bessie, que va de pobre huérfana maltratada, cuando en realidad es ¡la hija de un millonario! Aparte de mostrar en fecha tan temprana a un personaje que miente, en esta memorable escena se ironiza de paso sobre las convenciones de tantos melodramas de la época: es impagable el momento en que se nos muestra que realmente ¡es la hija quien maltrata al padre! Estamos, por tanto, ante una película de 1917 que reflexiona sobre su propio medio de expresión, al tiempo que lo comenta e ironiza sobre él. El único precedente que le conocemos, aunque se lleve a cabo de otro modo, es la irresistible «Manhattan madness» (1916) de Allan Dwan… sólo que el mismo Stiller, en el mismo 1916, ya había hecho algo parecido al ofrecer en «Las alas» el drama de Herman Bang (el mismo sobre el que se basa «Michael» de Dreyer) enmarcado por un prólogo donde el escultor y su modelo se duplican en el director y su actor. Es decir, tanto en «Las alas» como en «La mejor película de Thomas Graal» asistimos al cine dentro del cine: a la elaboración de un guión, a la elección de un actor, al mismísimo rodaje…

Pero que la película se desdoble es, más que marchamo modernista, indicio de la propia doblez de los personajes: ellos también representan. Es de hecho notable la cantidad de cortinas o marcos que, cual telones de teatro, suelen reencuadrar a los personajes, notablemente en «Erotikon», así como que a veces un mismo actor superponga dos formas distintas de actuar, una más espontánea e inmediata y otra más de pose, más de cine. Y ya que hablamos de la interpretación, es éste otro de los puntos de absoluta modernidad en la obra de Stiller: sus actores son sobrios y naturales, lejos de la exagerada afectación que muchos suponen la tónica habitual del cine mudo (ver Tópico 3). Y es que la gran escuela interpretativa sueca no nace por generación espontánea con Ingmar Bergman, sino que es, como mínimo, tan antigua como el siglo XX. Dentro de la obra de Stiller destaquemos a Victor Sjoström (que también era actor), Lars Hansson (no desde luego en su amanerada interpretación del párroco titular de «La leyenda de Gösta Berling»), Karin Molander, Jenny Hasselquist, Richard Lund, Mary Johnson y Tora Teje.

Sin embargo, más allá de la cuestión temática, lo que más admira en la obra de Stiller es su tempranísima conquista de un espacio plenamente cinematográfico, flexible y significativo, que ya a finales de los años diez deja firme y definitivamente establecido lo que será norma y modo del llamado cine clásico. Y ésta quizá sea la mayor paradoja del olvido de Stiller, pues su estilo fue, con mucho, el más influyente de todos los de su época en la posterior evolución del medio, pasando sus conquistas formales a enriquecer lógicamente el arsenal de los mejores cineastas… y, de rebote, de la masa de los directores; y que esta mayoría las utilizara académicamente, aplicando la receta y olvidando su sentido y necesidad, no hace más que aumentarles su gran valor.

El camino que nos lleva de «Amor y periodismo» a «Johan», también conocida como «En los remolinos» (1921), o incluso antes, a «El tesoro de Herr Arne», no es otro que el que va del cine de comienzos de los años diez (pongamos, «Ingeborg Holm», de su compatriota Sjöström), con predominio de planos largos y cierta frontalidad de cámara, a nada menos que el ya asentado en los años cuarenta; esto es, con escenas bastante fragmentadas y decorados construidos desde varias perspectivas, con notables y significativos cambios en la escala del cuadro o en el tiro de cámara, con la adopción de contraplanos significativos y de variados puntos de vista, con una forma de casar los planos que prefigura el cine sonoro más avanzado. Y debemos subrayar que, por más que Ingmar Bergman siempre haya mostrado su preferencia por la, desde luego, estupenda «La carreta fantasma» (1920) de Sjöström, su cine de los 50 está marcado indeleblemente por «La leyenda de Gunnar Hede»; por sus cómicos ambulantes, por sus apariciones fantasmales, por su registro del paisaje nórdico: nada menos que «Noche de circo», «El rostro», «Fresas salvajes» y hasta «El manantial de la doncella» desfilan por la memoria en la visión del clásico primigenio.

Griffith pudo ser, en cierto modo, más poeta, pero Stiller fue desde luego más clarividente. Esta extraordinaria evolución, por la precisión y elocuencia excepcionales conquistadas, se hace más patente en el ciclo de dramas que inaugura «La canción de la flor escarlata» (1918), cuyo tema fundamental y recurrente es la confrontación entre vagabundeo y estabilidad, entre la alegre irresponsabilidad y la madurez emocional, entre el deseo de trascender una realidad que se siente asfixiante y la forzosa aceptación de la misma; un ciclo que se completa con la vibrante y magistral «El tesoro de Herr Arne», quizás su más excelso film, de irreprimible tendencia a lo fantástico, y con las parangonables «Johan» y «La leyenda de Gunnar Hede». En medio, además, se yergue su comedia capital, «Erotikon», así como un par de títulos desgraciadamente perdidos. Deslumbrante.

La obra que Stiller nos legó es sumamente personal. Salvo algún tour de force como la escena de «El mejor hijo de Thomas Graal» que muestra el que quizá sea el primer brillante juego con puertas del cine (desde luego, anterior al afamado toque Lubitsch), la apariencia sencilla y sabor naturalista, la limpieza de las imágenes de sus películas disimulan en realidad una elaboración de gran complejidad. Entre los numerosos recursos empleados por el cineasta, unos son comunes a otros directores de la época y otros se antojan más propiamente suyos, siquiera porque fuera el que más lejos supo llevarlos. Entre los comunes, señalemos:

– El uso de las elipsis, de insuperable (y brutal) eficacia dramática en el asalto a la mansión de Herr Arne.

– Lo pictórico de sus bellísimos encuadres y su extraordinario uso de las líneas horizontales, verticales y diagonales, sobresaliendo aquellas imágenes que modulan el cuerpo de los actores como líneas abstractas: véase la forma de recostarse del seductor de «Johan»; o bien, la oposición que en «El tesoro de Herr Arne» se establece entre la virginal y «vertical» Elsallil y el galante y «oblicuo» Sir Archie… aunque Elsallil también se incline, como un arbolillo, cuando Sir Archie la inquieta y repele.

– La iluminación, ejecutada casi siempre por Julius o Henrik Jaenzon y generalmente trabajada de forma naturalista, a veces incluso en los interiores, como en ese maravilloso plano de «La mejor película de Thomas Graal» que recoge a Victor Sjöström sentado en la escalera, plano que parece más propio de una película de veinte o treinta años después, tal es su nitidez y contraste, su efecto de realidad. Ahora bien, por el lado opuesto, también sobresale una gran estilización: por ejemplo, la apertura sucesiva de las tres ventanas en la escena del pabellón de caza de «Primera bailarina», o los constantes juegos entre el negro y el blanco de «El tesoro de Herr Arne».

– Las sobreimpresiones, de rara efectividad y belleza en las apariciones fantasmales de «El tesoro de Herr Arne» y en las del abuelo violinista en «La leyenda de Gunnar Hede».

– Los movimientos de cámara: el travelling casi frontal de acompañamiento a Sir Archie huyendo del fantasma a paso rápido sobre la extensión helada, o el lateral que sigue a los tres escoceses hasta su encuentro con Elsallil en la cabaña, ambos ejemplos pertenecientes a «El tesoro de Herr Arne»; o los preciosos travelling que preceden a Ingrid pensando en su enamorado Gunnar en «La leyenda de Gunnar Hede», primero leyendo una carta del joven, finalmente tocándole el violín para que recupere la razón. Destaquemos que ambos filmes son anteriores, «El tesoro de Herr Arne» concretamente en cinco años, a la producción de «El último», habitualmente considerada, por sus abundantes movimientos, como la película que «liberó» la cámara.

– La agudeza en la elección de las escalas del plano. Dos ejemplos contundentes: en «La canción de la flor escarlata», la transformación de un plano entero en la despedida entre Olof y su madre en un plano medio en la rememoración final de ese mismo momento; o el único primer plano de toda «El tesoro de Herr Arne», el de Elsallil aterrorizada tras la matanza, el cual, por su rareza y acierto, adquiere una intensidad fuera de lo común, aparte de indicar el corazón de la película.

– La profundidad de campo que, pese a Sadoul, no alcanzó su cota más significativa en el período silente en 1924 con el Stroheim de «Avaricia» (por lo demás, una obra maestra), sino a buen seguro mucho antes, con Stiller, y si acaso con Griffith. Así, ya desde su segunda película conservada, «Amor y periodismo», Stiller prefiere hacer entrar a sus personajes en plano no por los laterales, sino desde el fondo, acentuando con sus desplazamientos posteriores, perpendiculares u oblicuos a cámara, la sensación de profundidad; una técnica que quizás alcanza sus momentos más bellos en el paseo, separados por la valla de la finca, de los protagonistas de «La canción de la flor escarlata» y en esos contados planos de «La leyenda de Gunnar Hede» en que Ingrid se aproxima a cámara, ella o su rostro, a veces casi imperceptiblemente, en consonancia con su mayor implicación emocional. También se llegan a mostrar dos o más acciones en distintas escalas de un único plano: esos planos generales del incendio de «El tesoro de Herr Arne» en que sorpresivamente algo ocupa el segundo o primer término del encuadre (un caballo, una escalera), de gran eficacia para subrayar el tumulto; o ese momento de singular elocuencia de «Johan» en que Marit y el seductor Vallavan entran en la casa, mientras al fondo los observa la criada.

– Su aguda descripción de los personajes, que muchas veces se caracterizan ya desde el primer plano: las presentaciones de los periodistas de «Amor y periodismo» (la reportera fea fumando de espaldas a cámara y el jefe ¡sumergiendo la cabeza en la papelera!); la de Thomas Graal en la primera película de la serie (sentado despreocupadamente sobre el respaldo de un sillón, tirando los cigarrillos a cualquier parte); la de los tres vividores escoceses de «El tesoro de Herr Arne» (jugando en prisión como tres chavales montaraces); sin olvidar los rápidos que, al fondo, tras un primer plano de Olof en «La canción de la flor escarlata», revelan su tumultuosa naturaleza, a la par que anuncian el desarrollo posterior de la trama.

– El decorado, que muchas veces comenta la situación vivida por los personajes: así, las esculturas desnudas de «Erotikon» y la cabaña inclinada de «Johan».

– La impresionante utilización del clima y del paisaje, superando incluso a Sjöström o Griffith: las extensiones nevadas y el mar congelado de «El tesoro de Herr Arne»; los rápidos de «La canción de la flor escarlata» y de «Johan», o la orilla pedregosa de este último film; el campo nevado y, ya al final de la película, el bosque primaveral que acoge la liberación de la pareja protagonista de «Primera bailarina». Resaltemos también el maravilloso uso del frondoso lugar junto al río donde Ingrid y Gunnar recolectan piedras en «La leyenda de Gunnar Hede», paraje que empapa la memoria de manera muy superior al famoso rincón de las fresas salvajes bergmaniano, heredero de éste; y también la bellísima escena de amor entre Elsallil y Sir Archie en «El tesoro de Herr Arne», en la calle nevada, ateridos de frío y alentando vaho.

Entre los modos más propios o característicos de Stiller destaquemos:

– La sobriedad y los finos matices de la interpretación, a nivel muy superior al de cualquier otro director de finales de los años diez y principios de los veinte: ¡cómo acusaron Lubitsch y tantos otros su influencia! Cualquier momento de «Erotikon» bastaría para atestiguarlo, pero ofrezcamos algunos botones de muestra, de finura y talento cotejables, pertenecientes a otros títulos: la muda, sutil, pero perceptible incitación de una pizpireta Karin Molander a Victor Sjöström en «El mejor hijo de Thomas Graal»; el leve alzar de brazos con que Jenny Hasselquist revela su femenina sensualidad en «Johan»; los irónicos galanteos de Lars Hansson en «La canción de la flor escarlata».

– Su perspicacia para insertar los flash-back y aún mayor agudeza para volver al momento inicial: así, tras la rememoración de Elsallil del asesinato de su hermanastra, se la recupera en un plano de escala ligeramente mayor, mostrándola menos agitada, sólo que más anulada por las circunstancias; o el relato que la niñera hace al niño Gunnar de las aventuras de su abuelo en un plano medio compartido por ambos revierte, tras la rememoración de las manadas de renos, en un plano corto reservado sólo para el fascinado niño.

– El montaje: por zonas (como posteriormente en Murnau), en movimiento (como acabaría siendo el método imperante ya a finales del período mudo); y aún más, justificado por las miradas de los actores, es decir, articulado mediante puntos de vista, en lo cual Stiller no tiene parangón durante su época de esplendor.

– Su maestría para compartimentar la escena por medio del encuadre o los tiros de cámara, generando subespacios adicionales que crean nuevas relaciones entre los personajes, a veces excluyendo a otros: así, Marit y Vallavan, separados de Johan en la escena de la cocina del film homónimo; Elsallil y su madre adoptiva en el porche de la cabaña de «El tesoro de Herr Arne»; Irene y Leo reencuadrados por distintas ventanas del coche en «Erotikon». Otros momentos van más lejos y, por bien dosificados y por su ejemplar acierto, sugieren niveles de realidad ocultos. Memorables son: el plano del seductor de «Johan» que nos lo muestra reencuadrado por una ventana desde el interior del granero; o, esta vez desde el exterior, el de la criada seducida por Olof en «La canción de la flor escarlata»; o, en «Erotikon», el contrapicado sobre Irene apoyada en la barandilla, justo en el momento en que llega a su casa su secreto enamorado Preben; o el cambio de tiro sobre un Preben que acaba de empujar a Irene al suelo, cambio que transmite como una descarga eléctrica su repentina turbación sexual. ¡Y qué decir del genial contraplano que nos muestra a Sir Archie devolviéndole una mirada desquiciada y oblicua a la aparición que lo sigue! ¡O de los no menos geniales de Elsallil de espaldas a cámara, planos subjetivos de otros personajes (su madre adoptiva, Sir Archie, la posadera) que la muestran abismada en sus tortuosos pensamientos, rumiando la traumática matanza de la que sólo ella se salvó!

– Una pasmosa capacidad metafórica y simbólica, tanto más valiosa, cuanto que no se consigue mediante la extrañación y exacerbación pictórica o teatral (típica, por ejemplo, en el expresionismo alemán: ver Tópico 4), sino que surge de las imágenes más sencillas y naturales, salvo algunas excepciones, como puedan ser el espejo que desdobla al protagonista en «La canción de la flor escarlata» o el ballet escenificado en «Erotikon». Para atestiguar la limpidez habitual de sus metáforas ahí están el cristal roto del granero o los rápidos de «La canción de la flor escarlata», los violines de «La leyenda de Gunnar Hede», las ramas desnudas de los árboles del otero donde se ubica la cabaña de Elsallil, o el mar helado y el barco atrapado de «El tesoro de Herr Arne» (que, nueva influencia, prefigura el barco varado de la bergmaniana «Como en un espejo»). Aunque quizás la culminación en este aspecto del arte del cineasta se alcance en «Johan»: las redes, los pescados, las rocas…; y claro está, el agua, mansa o bravía según las situaciones, con gradaciones intermedias que encajan admirablemente con los estados anímicos de los personajes y que culminan con una las escenas más famosas de toda la carrera de Stiller: el descenso de Marit y Vallavan por los rápidos, registrados por una cámara solidaria, por enésima vez de sorprendente modernidad, que se adhiere, discurre, oscila y se agita con ellos. Podríamos hablar de torbellinos de la conciencia.

Tópicos tozudos propugnados sin desaliento por historiadores, críticos y gacetilleros cinematográficos.

Continuamos en territorio bolchevique: en esta ocasión debemos denunciar la obnubilación de tantos aficionados que consideran el cine de montaje la culminación suprema e indiscutible de este arte; y como rémora adherida, la entronización de Ejzenshtejn como zar de todas las Rusias cinematográficas, e incluso emperador del orbe entero… olvidando por el camino a su colega Dovzhenko.

TÓPICO 6.

VARIANTE A. El cine de montaje es el cine puro. Ergo Ejzenshtejn es el más grande director del cine.

Ejzenshtejn fue considerado durante mucho tiempo paradigma del cine puro, y por tanto director supremo de la cinematografía mundial (al menos hasta el advenimiento de Orson Welles), por los partidiarios del montaje como la misma esencia del cine en aquel obsoleto debate que enfrentaba dicha técnica con la que favorecía la puesta en escena y los movimientos de cámara. O personalizando, que oponía Ejzenshtejn a Murnau, como si necesariamente los cinéfilos debieran definirse por uno o por otro, cual si de facciones políticas se tratara. En tamaña coyuntura no es de extrañar que, mientras se minusvaloraba a otros mejores, se tomara a un director competente como Pudovkin nada menos que por genial, por lo que resultó muy de agradecer que, por contraste, Guillermo Cabrera Infante, aunque el juicio pueda parecer excesivo, sostuviera que ningún mal director había disfrutado de un prestigio tan desmesurado como el director de «La madre».

Resulta evidente, o mejor dicho, debiera resultar que ningún modelo de cine es superior a otro: todo dependerá de cómo los cineastas saquen partido a los recursos por los que se han decantado. Sólo un plano secuencia de Angelopoulos vale más que veinte películas de acción actuales, con miles de planos cada una… o que todas juntas. Y viceversa, sólo un corte de Ejzenshtejn vale lo que docenas de planos secuencia de Hsiao-hsien o del primer Zhang-ke. Sin embargo, si consideramos los hipotéticos casos extremos, lo cierto es que el modelo simplificado de Ejzenshtejn (no el real del director, mucho más rico) saldría perdiendo. Un film reducido a mero montaje, entendiendo éste reductoramente como el corte de un plano al siguiente, y desestimando por tanto el movimiento interno a la toma; un film así dejaría de ser cine para convertirse en cómic (un caso no tan hipotético: lo hizo Oshima con los dibujos de «La Banda de Ninja», que, por cierto, no pareció gustarle a ningún aficionado: nadie se acuerda de ella ni la menciona). Por contra, una película que constara de una única toma, caso igualmente nada fantasioso (muchas películas de los orígenes, prácticamente «La soga» de Hitchcock, e incluso un film tan reciente como «El arca rusa» de Sokurov), seguiría siendo irreductiblemente cine, pues mantiene la esencia del mismo: no otra que la captura fotográfica (y fonográfica) de la realidad a lo largo de un lapso temporal (lo que, evidentemente, no se aplica a la animación, que en lo fundamental debiera ser considerada como un arte diferente).

Sea como sea, no tiene sentido preferir un modelo a otro, pues distinguir entre cine de montaje y cine de puesta en escena es una simplificación enorme, ya que salvo los casos extremos, todas las películas participan en mayor o menor grado de ambos conceptos: del montaje, en cuanto hay más de un plano; de la puesta en escena, en cuanto se compone el cuadro y/o la toma registra movimiento. Es más, conviene recordar que esta encontrada oposición ha sido propugnada más por los críticos que por los propios cineastas: el mismo Ejzenshtejn, e igualmente Resnais, evolucionaron del cine de montaje al de puesta en escena; viceversa, otros como Hitchcock, Mizoguchi o Bresson, viraron de los planos sostenidos a los más breves; por no hablar del caso de Dreyer, que cambió del modelo de puesta en escena al de montaje, para volver al primero, usando planos sumamente prolongados, hasta extremos de una radicalidad inaudita en su época. En fin, que los grandes no hayan tenido remilgos en favorecer cualquiera de los dos modelos según sus intereses, simplemente invalida ese afán de ciertos cinéfilos y críticos por darle preeminencia a uno sobre otro.

Sin embargo, por lógico que parezca lo anterior, los más rancios criterios, en este caso para beneficio del cine de montaje y de Ejzenshtejn, siguen campando a sus anchas… y nos tememos, haciendo estragos en los cinéfilos no advertidos. Así, en los extras de la reciente edición en DVD de «El acorazado Potemkin» por Divisa (que por lo demás es imprescindible, pues brinda una copia impecable) pueden leerse bobadas de la peor calaña, sin firmar, por supuesto, que desde aquí denunciamos:

«Se trata de una película clave en la historia del cine, muy superior técnicamente a las películas de la época».

Clave sí, pero ¿superior técnicamente? Perdón, ¿muy superior? Por lo que se ve, mira por dónde, en la Unión Soviética debían de contar con los mejores negativos y las mejores cámaras del mundo mundial… Por lo que se ve, para entonces las industrias occidentales, especialmente americana y alemana, no debían de haber conseguido apenas nada en cuanto a decorados, técnica fotográfica, sobreimpresiones, movimientos de cámara, incluso el mismo montaje, etc., etc., se refiere…

Ahora bien, la mejor guinda de esa nota, más deformativa que informativa, es la siguiente:

«En la década de los 20 los cineastas soviéticos intentan (sic) constituir una teoría fílmica, ya que el lenguaje cinematográfico era aún muy básico».

Bien, no intentaron (en pasado, que parece que les costara esfuerzo usarlo a los perezosos gramaticales) construir una teoría, sino varias: como mínimo, Ejzenshtejn, Pudovkin, Vertov, Kuleshov, cada cual la suya; y además, todo lo matizables y discutibles que resultaran, lo consiguieron. ¡Pero que el lenguaje cinematográfico era aún muy básico! Pues menos mal que, por no hacer la lista interminable, Griffith ya había rodado las muy distintas «Intolerancia» (1916) y «Lirios rotos» (1919), Stiller «El tesoro de Herr Arne» (1919) y «Johan» (1921), Sjöström «El que recibe el bofetón» (1924), Dreyer «Michael» (1924), Stroheim «Esposas frívolas» (1921), Chaplin «Una mujer de París» (1923), Keaton «Vecinos» y «El espantapájaros» (ambas de 1920), Murnau «Nosferatu» (1922), y que el mismo año de 1925 Vidor rodaba «El gran desfile», Borzage «Una gran señora», Sternberg «The salvation hunters», Chaplin «La quimera del oro», Lubitsch «El abanico de Lady Windermere», y McCarey dirigía a Charley Chase en «Should husbands be watched?» y «No father to guide him». Menos mal, que si no… Claro, que estas pobres películas, al parecer tan básicas y tan simples, no eran ni rusas ni constructivistas…

VARIANTE B. Ejzenshtejn es el gran director del cine soviético.

Si la primera variante del tópico, que Ejzenshtejn es el mejor director del cine todo, hace tiempo que comenzó a hacer aguas, no precisamente debido a una más justa valoración de otros directores para los que el movimiento interno al plano era tanto o más importante que el montaje canónico, sino gracias al golpe de estado ejecutado por Orson Welles con su debut «Ciudadano Kane»; si muchos ya dejaron de considerar a Ejzenshtejn como el rey indiscutido del cine, a sus admiradores siempre les quedó el consuelo de que en la URSS no tenía rival. La consideración del cine mudo soviético bajo la exclusiva admonición constructivista, o equivalentemente, bajo la única perspectiva del cine de montaje, unida a la innegable brillantez del interfecto, ha solido mantener la inevitable consideración del cineasta de Riga como el mejor de su país; e incluso durante muchos años, aún más abusivamente, de la etapa muda entera. Lo molesto del caso no es desde luego que se reconozca una labor artística que lo merece de sobras, sino la dudosa unanimidad que se ha impuesto sin derecho a discusión. La misma, por ejemplo, que repite machaconamente que la mencionada «Ciudadano Kane», del ungido Welles, es la mejor película de la historia; así, tal cual, cosa que evidentemente no es (volveremos sobre el tema en un tópico futuro).

Convendría ante todo, en éste y en otros casos, deslindar la capacidad innovadora o la importancia histórica de un artista de sus logros reales o la calidad intrínseca de sus obras: no siempre todas se encuentran a la misma altura; a veces otros hacen un uso más profundo y enriquecedor de sus descubrimientos. Respecto al primer punto, resulta innegable la arrolladora influencia de la obra muda del cineasta teórico, así como su indiscutible calidad. De hecho, el tópico en liza podría haber sido una verdad irrebatible, si Ejzenshtejn hubiera continuado la prodigiosa escalada emprendida ¡en tan sólo dos años, de 1923 a 1925!, de la aguerrida «El diario de Glumov» a la magnífica «La huelga», y de ésta a la magistral «El acorazado Potemkin». Si la hubiera proseguido, pues el camino se truncó en 1927 con «Octubre».

Las razones de esta fractura pueden ser varias. La primera, que el mayor refinamiento de las teorías del inquieto Ejzenshtejn, que pasó de reflexionar sobre el montaje de atracciones a sistematizar el montaje intelectual, no encontró el eco esperable en su paso a la práctica. Las atracciones siempre tenían, en mayor o menor grado, una gran potencia expresiva, y en última instancia una naturaleza corpórea que no se dejaba reducir a formulaciones verbales y que añadía un plus de riqueza al discurso fílmico. La puesta en práctica del montaje intelectual, en cambio, arriesgaba ser reducida a la mera idea verbal y, en el peor de los casos, caer en la mayor de las evidencias; en otras palabras, de poner en marcha un dispositivo muy complejo para intentar transmitir lo que le bastaría a una simple frase bien hecha. En «Octubre», pese estar construida sobre una gran atracción que recorre todo el film (el refinamiento del palacio del Ermitazh, de sus estatuas y entorno, frente a la tosquedad invasora de los revolucionarios), el énfasis recae en el montaje intelectual; y por desgracia, abundan los ejemplos que ilustran su fracaso o, cuando menos, lo limitado de su alcance; unos ejemplos que a veces delatan la congénita impotencia del cine para transmitir ciertos conceptos abstractos. Mucho ruido y pocas nueces. Como ilustración de lo dicho, dar a entender que el general Kerenski es un trepa haciéndolo subir interminablemente la misma escalera no deja de ser una evidencia: a otros directores les bastaba sugerirlo con un plano. O ilustrar la falacia de las religiones mostrando una sucesión de ídolos, del crucifijo cristiano al tótem primitivo, es un procedimiento sumamente retórico que, una vez asimilado, no hace sino volver las imágenes indiferentes.

Luego, hay un segundo motivo ligado al anterior: en «Octubre» Ejzenshtejn pareció renunciar a la elocuencia de la puesta en escena (que, a pesar de tan poco atendida por los admiradores del ruso, había sido fundamental en sus largometrajes anteriores) para delegar la construcción total del discurso en el montaje; ello en tan alto grado, que a veces el movimiento interior al plano resulta casi irrelevante y se tiene la sensación de asistir a un cómic filmado. «Octubre» siempre ha sido un film polémico, y Bela Balász, el teórico húngaro coetáneo, expresó un reproche de orden similar, en términos más elegantes, acusando al film de haber extraviado la materialidad, la denotación de las imágenes que eran su base.

Todavía existe una tercera razón para la baja de la obra del cineasta: que en «Octubre», por primera vez, la propaganda acaba ahogando la potencia latente en el discurso e incluso la vena creativa. Nos parece significativa al respecto la pobre concepción de los elementos reaccionarios (cuya tendenciosidad en el cine de Ejzenshtejn culminaría en la posterior y sobrevalorada «Alexander Nevski», 1938), en este caso unos burgueses y unos mencheviques que se pretenden risibles por su mera condición, pues su único rasgo «cómico» resultan ser sus rostros aguileños (¿judíos?, ¿europeos?) frente a las anchas y lozanas caras eslavas de los bolcheviques. Al menos, los espías y mendigos de «La huelga» y el grotesco pope de «El acorazado Potemkin» estaban tratados con humor, y presentaban un ramalazo y un descaro que los clasificaban de cabeza entre los clowns excéntricos. No obstante, la causa fundamental del fracaso de «Octubre» (un fracaso relativo y, desde luego, honrado y valiente) es en nuestra opinión más simple: existe una gran descompensación entre los diferentes segmentos del film. En efecto, una primera media hora es excelente, e incluso magistral; los últimos veinte minutos son de altura; pero toda la zona intermedia de algo más de una hora se ve aquejada de una dispersión tan tediosa y de un decaimiento formal tan pronunciado, que acaban lastrando irremisiblemente el conjunto.

Señalemos pues que, pese a todo, «Octubre» es un film que atesora grandes bellezas, casi siempre pertenecientes al reino de las atracciones: la impactante secuencia de apertura, que registra la desmembración de la estatua del zar; el caballo blanco que cuelga del puente que se abre y, detalle todavía más sobrecogedor, los cabellos de la muchacha muerta que se escurren al elevarse la estructura (imagen mostrada en cantidad de planos que repiten el mismo momento, en la que quizás sea la culminación del montaje reiterado de su autor); la imagen que corona la ascensión de Kerenski (cuya insistencia hiperbólica, ciertamente, posee encanto: este hombre no se cansa de trepar), no otra que la del mecano del pavo real, imagen tan sugerente y tan reacia a interpretarse de manera unívoca; o el contraste entre los indiferentes atlantes y los cañones que disparan, enriquecido exponencialmente por los planos siguientes, que registran las lámparas del palacio vibrando ligeramente: ejemplo supremo de atracción sonora ¡en un film mudo!

Recapitulando, la obra muda de Ejzenshtejn consta de una obra maestra («El acorazado Potemkin»), un título excelente («La huelga») y dos buenas películas («Octubre» y «La línea general»). A ellas podríamos añadir, sonoras, pero de alma silente, las rodadas fuera de la Unión Soviética y lamentablemente inacabadas «Miseria y alegría de mujer» (1929) y «¡Que viva México!» (1931), así como el cortometraje musical «Romanza sentimental» (1930). Luego, ya bien entrado el sonoro, a falta de poder valorar adecuadamente la destruida «El prado de Bjezhin» (1935) y pasando por alto la fallida «Alexander Nevski», el director tardaría en volver a dar lo mejor de sí mismo, y lo haría con su último film y una de las cumbres de su distinguida carrera: la extraordinaria «Iván el terrible» (1944-47). Un corpus sin duda impresionante… pero ni tan abundante ni tan regular para no poder ser superado o, cuando menos, retado. Así las cosas, Dziga Vertov presenta una obra silente lo suficientemente distinguida como para rivalizar con la de su colega, aunque no tanto como para destituirlo de su lugar de honor. Sin embargo, existe otro cineasta soviético que justifica definitivamente la recusación del tópico de Ejzenshtejn como rey indiscutible de dicha cinematografía: nos referimos a la gigantesca figura de Oleksandr Dovzhenko. Y sabemos que las comparaciones son odiosas, pero al fin y al cabo Ejzenshtejn tiene bien asegurado su lugar en la historia del cine y de sus manuales, mientras que Dovzhenko ha caído en los últimos tiempos en el más absoluto e injusto de los olvidos: no hay ningún otro director de altura cotejable que sea hoy en día tan poco visto y referenciado como él, salvo quizás el sueco-finés Mauritz Stiller o, por ignoto, el japonés Hiroshi Shimizu. Reivindiquemos, pues, al gran Dovzhenko.

La filmografía del apasionado ucraniano como director figura entre las más escasas de los mejores, más todavía que las de Dreyer o Bresson, y tanto como las de los también soviéticos Ejzenshtejn y Tarkovskij. Tan sólo un cortometraje, «El fruto del amor» (1926), y ocho largos la componen, de los cuales uno, «Vasja el reformador» (1926), está lamentablemente desaparecido. Los restantes son: «Correo diplomático» (1927), «Zvénigora» (1928), «Arsenal» (1929), «La tierra» (1930), «Iván» (1932), «Aerograd» (1935) y «Shors» (1939). Precisamente en la configuración de su filmografía comienzan los malentendidos y los tópicos, pues a partir de «Shors» la crítica se ha empeñado, quizás porque su obra era tan poca y tan grande, en asignarle los siguientes largometrajes que en realidad firmó su mujer Julja Solnceva. Se le adjudica «Bukovina, tierra ucraniana» (1940), donde en los créditos figura… como director artístico (por cierto, ¡en un documental elaborado con material de archivo!). ¡Si hasta se le llegó a asignar «El poema del mar» (1959), basada en un guión suyo, cierto, pero rodada por su viuda ¡tres años después de su muerte!! La confusión se debe quizás a una doble causa. Por un lado, al deseo soviético de explotar la «denominación» Dovzhenko en la medida de lo posible, pues por más que el ucraniano le resultara incómodo al Kremlin, hasta el punto de que le censuraran y abortaran un proyecto tras otro, no dejaba de acarrear con él todo su prestigio. Por otra parte, a la confusa traducción o asignación de ciertos términos rusos, en concreto, «rezhissor», «avtor» y «postanovshik». «Rezhissor» es el exacto equivalente al occidental «director», y como tal figura Dovzhenko en todos sus filmes hasta «Shors». A partir de «Bukovina» el cargo lo pasa a ocupar Solnceva, que hasta entonces había sido ayudante de dirección y en «Shors» había ascendido a codirectora, mientras que Dovzhenko, al menos desde «Batalla por nuestra Ucrania soviética» (1943) hasta la inacabada «Adiós, América» (1949), pasa a ser «avtor» y/o «postanovshik». «Avtor» no es autor en el sentido cahierista del término que tanto se emplea hoy en día para calificar a los directores, sean realmente autores o no, sino que se refiere al guionista. Más confuso resulta el término «postanovshik», traducible como realizador; sólo que en realidad, teniendo en cuenta que la dirección de los filmes de los 40 pertenece a Solnceva y que dichos filmes presentan muy distintas cualidades visuales respecto de los verdaderamente firmados por Dovzhenko, nos inclinamos a pensar que su labor era más bien la de productor o director de producción (tan implicado como por esa misma época lo estaba David O. Selznick en sus proyectos), o la de supervisor (una figura que, por ejemplo, existía en el cine mudo americano). Así las cosas, las películas firmadas por Solnceva serían, en el mejor de los casos, lo equivalente a las pinturas pertenecientes al taller de un maestro, sólo que ejecutadas por un discípulo; y en el peor, caso de «Michurin» (1948), un Dovzhenko de imitación. Algo similar a las películas que dirigió no hace mucho Liv Ullmann, sobre guiones de su ex marido Ingmar Bergman y asesorada en el plató por él. Los filmes de Solnceva, por más que recuperen las imágenes más arquetípicas de su esposo (como, por otra parte, también haría Tarkovskij en sus primeras películas), no sólo carecen de esos brochazos viriles tan propios del pasional director, sino, y esto es lo grave, adolecen de escasa imaginación visual. No sólo de manzanas y trigales se hace un Dovzhenko…

Queda imaginar por qué Dovzhenko renunció a la dirección, pasando el relevo a su esposa. A buen seguro el motivo fuera la frustración sentida por la producción de la película sobre el guerrillero Shors, film que en vísperas de la II Guerra Mundial le fue encargado por el mismo Stalin, lo que conllevó abundantes injerencias en el rodaje. No sólo eso, ya que el cineasta puso mayor énfasis en cantar el nacionalismo ucraniano que en articular la esperada propaganda antialemana, el film acabó disgustando profundamente al dictador, por lo que «Shors» resultó inútil para afianzar la posición de Dovzhenko en el régimen, pese a las concesiones realizadas. En efecto, es ésta la película más abiertamente propagandística del ucraniano (aunque no en el sentido que esperaba Stalin) y la más larga y verbosa (45 minutos más que la más larga de las anteriores); sin embargo, ello no impide que, entre discurso y discurso, rebose de imágenes memorables que acreditan la rúbrica del maestro, por lo que es de comprender la decepción experimentada por él. Sentimos desconocer «Correo diplomático», pero, con la salvedad del primerizo «El fruto del amor», todas las demás películas de Dovzhenko, empezando por la misma «Shors», son, como mínimo, estupendas, cuando no, caso de «Zvénigora» y «Aerograd», verdaderamente extraordinarias. Y en concreto, las majestuosas «Arsenal», «La tierra» e «Iván», el cogollo de su carrera, son tres de las cumbres del cine soviético, y aún más: tres obras maestras del cine entero, por cada una de las cuales el ucraniano ya merecería un lugar de honor entre los más grandes.

Quizás Dovzhenko sea menos innovador que Ejzenshtejn, en el sentido de que sus investigaciones formales apenas encontraron eco en sus colegas (salvo muy tardía y aisladamente en la figura de Tarkovskij), pero no desde luego en cuanto a hallazgos visuales se refiere, ni tampoco en lo que atañe a ciertas concepciones de su personalísimo montaje. Pues ya no es que algunas de las más bellas e impresionantes atracciones del cine, más dirigidas empero a la emoción que al intelecto, se localicen en la obra del ucraniano, sino que su montaje, polifónico y contrapuntístico, es absolutamente único: abrupto, como sólo conseguiría cierta modernidad cinematográfica de los 60; poético, como quizás ningún otro director haya igualado hasta la fecha. Aparte, las películas del cineasta son ubérrimas en recursos: si su montaje es ocasionalmente tan dinámico como el de Ejzenshtejn, por otro lado, sus planos pueden ser tan concentrados y densos como los del posterior Tarkovskij; si el juego con las formas geométricas es tan esencial como en Vertov, los matices de su iluminación son tan significativos como en Murnau; su fotografía del paisaje es tan bella como las de Ford o Mizoguchi, y el uso del mismo tan radical como los de Bergman o Mann; su valoración del off es tan feraz como la de Bresson, y su uso del sonido tan imaginativo como el de Lang o Lubitsch; la contención de sus actores puede cotejarse en ocasiones a los de un Dreyer, y al mismo tiempo, paradójicamente, sus abundantes momentos de exaltación son tan radicales como los de un Kuleshov. Toda esta fecundidad de recursos, unida a una certera disposición de los mismos, redunda en una potencia emocional muy propia y elevadísima; no sólo netamente superior al resto de los soviéticos de la época, sino cotejable con la de los más emotivos directores, aunque esté más basada en puros recursos formales que en los mecanismos de identificación subyacentes a ficciones de tipo más convencional. Para corroborar la grandeza de Dovzhenko bastaría con ver la primera media hora de esa película de elocuentes sombras, de diagonales violentas y verticales impotentes que es «Arsenal», sin duda el más impresionante alegato cinematográfico contra la guerra jamás filmado (de la que, por cierto, retomaron imágenes películas tan destacadas como la sirkiana «Tiempo de amar, tiempo de morir» y la hitchcockiana «Pero, ¿quién mató a Harry?»). O bien, constatar que llegó a vencer nada menos que a Vertov en su propio terreno, pues si la construcción de la presa en «El décimo primero» (1928) es admirable, la de «Iván», por sus prodigiosos ritmos y apabullantes encuadres, simplemente corta la respiración.

Otra de las ventajas de Dovzhenko sobre sus camaradas es que, frente a la concepción típica en ellos de la secuencia como entidad prácticamente cerrada, la elaboración formal en su cine es más global, de forma que las relaciones y los ecos se expanden por todo el metraje. Asimismo, también lo hace más perdurable su mayor humanidad, ya que sus películas se asientan sobre una profunda comprensión del ser humano (expresada por pinceladas que a veces llegan a recordar a los grandes literatos rusos) y nunca llegaron a ser, salvo «Shors», realmente propagandísticas. Quizás pudo conseguirlo por rodar en Ucrania, lejos del Kremlin… y quizás por ello fue el primero en tener roces y problemas con las autoridades soviéticas. Así, «Arsenal» es una película sobre las injusticias de la guerra, de cualquier guerra, la cual, coronada por una masacre pariente de los fusilamientos de Goya, está muy lejos de acabar con ese canto a la unión obrera que cerraba «El acorazado Potemkin» o con el entusiasmo bolchevique que coronaba tantos Vertov o Pudovkin. «La tierra», por su parte, argumentalmente no es tanto una crónica de la modernización del campo ucraniano, al modo de «La línea general», como la historia de un crimen rural; así como «Aerograd» es más la constatación de la traición a una amistad que el aparente informe sobre la creación de una gran ciudad en el más recóndito confín de Siberia (como bien apuntó uno de los pocos admiradores que parecen quedarle al director, Jonathan Rosenbaum, ni asistimos a dicha construcción, ni al final vemos una sola calle, ni una baldosa, de la ciudad). Aunque en realidad, hablar de historia o de argumento en cualquier película del pasional ucraniano es desorientador e inadecuado: sus intereses son más líricos (con la única excepción, nuevamente, de «Shors», su título de planteamiento más convencional).

Quizás el film más ambiguo del director en el sentido propagandístico, aparte de ser el más injustamente olvidado de su excelsa filmografía (no se encuentra editado ni en el extranjero, incluidas todas las Rusias) sea su primer título sonoro: «Iván». Pues, en efecto, si inicialmente el film se plantea como la glosa de la gesta soviética de la construcción de una gigantesca presa sobre el Dnieper, en la segunda parte resulta que el ucraniano llenó de aristas su película hasta el punto de poner en entredicho la original intención proselitista y ofrecer en cambio un testimonio de las profundas contradicciones de la revolución soviética, hasta extremos difíciles de barruntar bajo la férrea dictadura de Stalin. La falla, exactamente a mitad de película, la constituye la muerte en plena faena de un obrero desconocido para el espectador. Ejzenshtejn o Vertov ni se habrían planteado dejar constancia de este hecho, a pesar de que, sin duda, muchas debieron de ser las víctimas en tantas y tantas obras faraónicas del régimen: para ellos la revolución soviética era solamente una cuestión de lucha de clases. Dovzhenko sí se lo plantea, y de paso hace gala de una brillantez estilística que revela mucho de su genial concepción del cine (aquí, su uso de las elipsis, del paisaje, de los indicios visuales, de las modulaciones de la luz): no se ve el accidente, tan sólo un despejado y luminoso paisaje manchado luctuosamente por el humo de una locomotora; luego, el cineasta pasa a ofrecernos a varios compañeros que acarrean el cuerpo inerte; acto seguido, nos muestra a una mujer observando, velando el cadáver. Sin embargo, Dovzhenko, siempre alerta a los conflictos emocionales, hace que esa mujer, exasperada por la muerte del joven, de repente eche a correr por en medio de ese sempiterno símbolo de un mundo mejor que en el cine soviético era la maquinaria, y que aquí se trastoca en una presencia ominosa y agresiva que parece ir a atropellar o devorar a la mujer. El momento es central al discurso del film, pues Dovzhenko pasa a utilizar el típico montaje reiterado de su colega Ejzenshtejn para subrayar la entrada de la desesperada a la oficina de un superior para comunicarle el accidente. Y he aquí que el hombre ofrece, no a la mujer, sino a un interlocutor telefónico, una respuesta típicamente burocrática y triunfalista, que exime de la culpa de la desgracia a la organización de la obra: para unos, sin duda, esa justificación sería convincente; en otros, en cambio, no haría más que levantar la suspicacia. Tanta es la importancia otorgada al momento, que Dovzhenko repetirá la estrategia del montaje reiterado para la entrada de la mujer en medio del triunfante congreso final, donde les aguará la fiesta no poco, al rememorar intempestivamente a la anónima víctima, revelando de paso que era su hijo y que se llamaba Iván, ¡igual que el héroe de la película! Así pues, la, más que dicotomía, escisión está clara: para el Iván que el espectador ve y puede identificar, la revolución es algo positivo que le permite desarrollar sus capacidades e incluso ir a la universidad; en lo que al Iván invisible y muerto concierne, huelgan las palabras.

Aparte, es de notar que esas dos son las únicas secuencias donde la acongojada madre es protagonista ¡e incluso aparece!, lo que supone una buena muestra de la posición absolutamente única y radical de Dovzhenko en la historia del cine: sus obras ni se limitan a manejar personas reducidas a tipos refractarios a toda empatía, como el auténtico cine constructivista de Vertov e incluso Ejzenshtejn, ni erigen ficciones al uso, como Barnet o Pudovkin (o por lo demás el grueso de la cinematografía mundial), donde unos personajes concretos son el hilo conductor del film.

No deja de ser significativo que entre esas dos secuencias cruciales Dovzhenko abandone definitivamente la exaltación optimista que cala la primera y magistral parte, para pasar a poner en evidencia, hasta donde era posible bajo la férula de Stalin, el ideal comunista; que arrincone la glosa vitalista a favor de un desarrollo circular y perezoso, sin dirección ni progreso ningunos, lleno de meandros, donde llama la atención el énfasis puesto en el marasmo que se apodera de los aplatanados obreros. Aunque más llamativo todavía resulta el protagonismo que cobra el haragán del film (interpretado por uno de los fijos del director, Stepan Shkurat, actor de «La tierra» y «Aerograd»), el cual resulta ser la cruz de su vástago, formal, hacendoso y ejemplar bolchevique, tan atormentado por tan díscolo padre, que se ve forzado a denunciarlo cuando se tira a la Bartola. Para más inri, el cineasta, lejos de condenar al holgazán, aún le permite protagonizar el momento más curioso y excéntrico del film (aquél en que merodea alrededor de una caseta desierta, ¡de la que sale una mano para atraparlo!, ¡y en la que se activa de repente un altavoz delator!), digno de una película cómica (a su manera), así como proferir una de las frases más inesperadas y memorables dichas en una película soviética: «Tengo miedo de mi hijo».

Tópicos tozudos propugnados sin desaliento por historiadores, críticos y gacetilleros cinematográficos.

El presente tópico reproduce exactamente el previo con un simple cambio de geografía. Si en el número anterior rebatíamos que el cine mudo alemán tuviera la obligación de ser expresionista, en este caso debemos refutar que el soviético sea únicamente constructivista. El ser humano rehúye la complejidad y prefiere simplificar…

TÓPICO 5. Todo el cine mudo soviético es constructivista.

Debemos reconocer que en este caso el lugar común tiene mayor excusa, por cuanto que la difusión internacional de esta cinematografía, casi, casi, reducida al nombre fetiche de Eisenstein (cuya transliteración más adecuada del alfabeto cirílico, por cierto, sería Ejzenshtejn: será la que utilicemos), siempre ha sido mucho menor que la de su homólogo germánico, hecho agravado por la existencia de una industria autóctona mucho más modesta. Ahora bien, la menor difusión tiene también otra causa menos excusable: no otra que la forma habitual (masificada) de recepción del cine que domina a críticos y espectadores por igual, basada en la estricta, y demasiadas veces rala, narratividad: parece claro que al común de los mortales le resulta más fácil recordar personajes fuertes como Nosferatu, el Doctor Mabuse o el Doctor Caligari (aunque este último, como sucede con el también Doctor Frankenstein, se asocie más a su criatura, el sonámbulo Cesare, que a él mismo), con las espesas tramas que comportan, que las colectivas gestas revolucionarias de un Ejzenshtejn, los arrebatos líricos de un Dovzhenko o las odas documentales de un Vertov, hilvanados todos, para más inri, de forma desprejuiciadamente episódica.

El cine constructivista, que igual de apropiadamente se podría llamar deconstructivista, se asocia con justicia, como ningún otro estilo, a un solo nombre: Sergej Ejzenshtejn. En el cine primero ruso y después soviético, por lo que conocemos de él, hay un antes y un después. Previamente a la aparición del cineasta de Riga el cinematógrafo ruso seguía más o menos, con todas las peculiaridades que se quiera, las corrientes mundiales: Jevgenij Bauer rodaba melodramas en los años 10 como cualquier otro europeo; Jacov Protazanov se decantaba por la ciencia-ficción con «Aelita» (1924); Dziga Vertov aportaba, primero con su noticiero «Cine Pravda» y luego con su «Cine-ojo» (1924) su granito de arena al documental mundial; y Lev Kuleshov, el más inquieto de los directores de esa época, lo mismo rodaba un film de espías («El proyecto del ingeniero Pright», 1918), que una sátira con gotas de slapstick («Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques», 1924), que algo más tarde una antológica adaptación de Jack London («Según la ley», también conocida como «Dura Lex», 1926), película que si a algún otro director ha de parecerse, más bien sería a un desaforado cóctel de Stroheim y Browning. Como dato curioso, el primer y tercer film mencionados transcurren en países anglosajones (nada de revolución, por tanto), y el segundo film, dato simpático, cuenta con un protagonista norteamericano (Mr. West, claro está) de andanzas por la Unión Soviética. Sentimos conocer tan sólo «Según la ley» y la no muy destacada «El proyecto del ingeniero Pright» de entre toda la filmografía de este director que, como otros muchos de la época (Griffith, Borzage, Walsh, Stroheim, Lubitsch, Dieterle, los cómicos…), antes fue actor. Pues resulta que «Dura Lex» es un ejemplar magnífico, y los fragmentos que conocemos de «Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques» y de otras películas posteriores, como «Una conocida suya» (1927) y «El gran consolatorio» (1933), hacen pensar que, si cumplen las expectativas avivadas por sus magníficos retazos, el día en que se difundan como es debido saldrá a la luz una de las prácticas más radicales y originales del séptimo arte, basada en personalísimas concepciones de la interpretación, aún más que del montaje; una práctica hoy en día ninguneada por una injusta y terca invisibilidad y reducida por la cansina referencia al archifamoso «efecto Kuleshov», como si su cine se redujera a eso, nada más. De hecho, el legado del director causó una honda impresión en Ejzenshtejn, hasta el punto de que aquella famosa teoría del actor excéntrico que tanto se menciona a propósito del último (deriva, por cierto, típicamente rusa que se prolonga hasta el actual Aleksandr Sokurov), tiene en realidad su más perfecto acabado en la obra del precursor. Citemos la admirativa frase del celebérrimo director respecto a su predecesor cinematográfico: «Los demás hacemos películas; Kuleshov, cine».

Con su primer largometraje, «La huelga» (1924), Ejzenshtejn dio un vuelco perdurable al cine de su país. El fulgor revolucionario que tanto había deseado Lenin para esta forma de expresión («El cine es para nosotros la más importante de todas las artes», decía) tomó cuerpo con tan impactante entrada en pantalla. No sólo eso, tal ardor alcanzaría el cénit poco después con la impresionante «El acorazado Potemkin» (1925), a la que seguirían las irregulares «Octubre» (1927) y «Lo viejo y lo nuevo», también conocida como «La línea general» (1929). Un caso único en la historia del cine en el que propaganda política y excelencia artística caminaron mano a mano. Con estas películas Ejzenshtejn marcó las pautas del cine constructivista soviético, que heredó del futurismo pictórico la fascinación por la tecnología y las máquinas (cuyo cruce con la revolución trajo particulares derivas, como el idilio entre campesinos y tractores que canta «Lo viejo y lo nuevo»), entusiasmo con frecuencia expresado mediante un montaje rítmico y percutor, que en el caso extremo de «Octubre» se contagiaría incluso a las personas, casi transformadas en meras máquinas. La exaltación, principalmente revolucionaria, será al constructivismo lo que las turbiedades del alma al expresionismo: es decir, la base de su carácter. Exaltación no sólo presente en el montaje: también en los movimientos de masas, muchas veces convertidos en trayectorias geométricas, ora pausadas, ora frenéticas; en las vehementes expresiones de rostros y de cuerpos (esos puños agitados por los indignados proletarios tan típicos del director); incluso en los objetos (la maquinaria, los chorros de agua, los fusiles …). De Griffith, particularmente de «Intolerancia», Ejzenshtejn tomó no sólo el tratamiento de los movimientos de masas, sino también el montaje paralelo, al que todavía añadiría innovaciones como el montaje en fuga; y el montaje retardado, habitual en la época, lo transformaría en reiterado, al repetir la misma acción desde diversos ángulos de cámara, como en un eco del cubismo, para mejor enfatizarla. Eso, por no hablar de otros aspectos o secuencias concretas, como esas neblinas del puerto de Odessa servidas en prodigiosa grisalla por su operador Eduard Tissé en «El acorazado Potemkin», importadas directamente del comienzo y final de «Lirios rotos». Por otro lado, de Kuleshov, su otra gran referencia de cabecera, Ejzenshtejn sacaría jugosas conclusiones de su famoso efecto.

Se apreciará que, si bien la puesta en escena del director bolchevique es mucho más rica y elocuente de lo que se suele señalar, la piedra angular de su sistema formal «revolucionario», hasta la inacabada «¡Qué viva México!» (1931), es evidentemente el tantas veces mencionado montaje; lógico, por su capacidad de fragmentación y de reconstrucción de la imagen, de avance y de retardo del tiempo, de manipulación por tanto del material bruto proporcionado por la filmación. La concepción final de él le daría a la obra del ruso uno de sus distintivos más brillantes y personales: el montaje de atracciones. Apuntemos simplificadamente que éste consiste en cómo dos imágenes disímiles, ensambladas por el montaje (por simple corte, casi nunca por encadenado), alumbran una tercera imagen mental, un concepto nuevo. Ahora bien, la atracción tiene una segunda acepción (en realidad, su primera formulación): también es el cruce de dos elementos, o la interpolación de uno solo, que conlleva una agresión, un impacto emocional sobre el espectador. Un ejemplo obvio sería el sacrificio real de los bueyes en «La huelga», con o sin el montaje paralelo de los obreros perseguidos y masacrados. No obstante, debemos hacer constar imperativamente que el montaje de atracciones puede tener lugar dentro del mismo encuadre, lo que rara vez se ha señalado y sin embargo revela que la puesta en cuadro y en escena eran tan fundamentales para Ejzenshtejn como el empalme de los planos: véanse la ropa tendida o los niños jugando en el mismo cuadro que los cosacos exterminadores de «La huelga»; los cañones bajo los atlantes en «Octubre»; los pies de un marinero rebelde junto a las manos del oficial arrastrado en «El acorazado Potemkin» (imagen que tan agresiva se debía de percibir políticamente que se censuró en la versión alemana); o, sin duda el ejemplo más célebre de toda la obra del cineasta, el carrito rodando entre un reguero de cadáveres en este último film.

Siendo como es insigne la obra del cineasta soviético, no deja de ser sorprendente que una forma tan sumamente personal de hacer cine calara tanto entre sus compatriotas. También lo hizo fuera de su país, pues a partir del estreno alemán de «El acorazado Potemkin» en 1926 abundaron relativamente películas basadas en cierto tipo de montaje acelerado: «Berlín: Sinfonía de una gran ciudad» (Walter Ruttmann, 1927), «Napoleón» (Abel Gance, 1927) e incluso una obra tan personal y única como la olímpica «La pasión de Juana de Arco» (Carl Th. Dreyer, 1928). A ello hay que añadir los florecimientos de atracciones, de agresión o de montaje, que no tardarían en llegar, como el asesinado de bruces sobre un plato de judías de «Según la ley», la gallinácea de «Freaks» (Tod Browning, 1932) o tantos momentos de la obra de Dovzhenko. Algo paradójicamente, los más asiduos e insignes practicantes de la técnica de la atracción acabaron siendo extranjeros: nos referimos a ese declarado entusiasta del efecto Kuleshov que fue Alfred Hitchcock y a ese revolucionario surrealista que fue Luis Buñuel. El inglés lo sería especialmente de las atracciones de agresión: el hombre que cuelga de la estatua de la libertad en «Sabotaje» (1942), la tijera que se clava en el cuerpo en «Crimen perfecto» (1954); o, claro está, la que es, con permiso de la escalinata de Odessa, la más famosa atracción de la historia del cine, no otra que el asesinato de la ducha en «Psicosis» (1960). El aragonés, en cambio, abrazaría intensamente tanto éstas, del ojo rasgado de «Un perro andaluz» a la mariposa abatida por un disparo de «Diario de una camarera» (1963), como las atracciones de montaje, lo mismo internas al plano, de la mano rebosante de hormigas de «Un perro andaluz» a la paloma sobre la espalda desnuda de la madre de Meche en «Los olvidados» (1950), que por corte, del explosivo beso de «Él» (1952) a la célebre y polémica escena del Ángelus de «Viridiana» (1961).

Tras este flash-forward sonoro, volvamos a la década de los veinte. La causa de la inmensa influencia de Ejzenshtejn sobre sus compatriotas cineastas, aparte del lógico magisterio que los grandes creadores ejercen sobre sus colegas, puede ser doble: la aceptación política de sus primeros largometrajes como modelos de la forma cinematográfica revolucionaria, y la excepcional capacidad de Ejzenshtejn para dejar constancia escrita de su propia concepción del cine, un caso único en toda la historia del medio en la que un gran artista es también un gran teórico. Lo cierto es que a partir de su debut casi todos los más destacados directores del país, sujetos por convicción o por fuerza a la causa revolucionaria, acabaron por abrazar también la constructivista en uno o varios de sus filmes, incluyendo a aquéllos que, como Vertov, debutaron antes que el padre del movimiento. Pero aquí llegan los matices, al menos a juzgar por las escasas obras difundidas de la producción soviética de entonces. Hemos afirmado casi todos los directores. Hemos añadido en uno o varios de sus filmes. Y a veces incluso la influencia se limita a un fragmento, como es el caso de la llegada a Moscú en la interesante, que no más, «Apartamento para tres» (Abram Room, 1927). O a ninguno en absoluto, como sucede con «El capote» (Leonid Trauberg, Grigorij Kozincev, 1926).

Quizás el director que superficialmente más parezca haber recogido las simientes del camarada sea su rival Vsevolod Pudovkin. Rival, por haber, también él, teorizado largo y tendido sobre el montaje cinematográfico. Lo cierto es que, como en el caso de la mayoría de los que se sumaron a la causa constructivista, películas como «La madre» (1926), «Tempestad sobre Asia» (1927) o el fiasco de «El fin de San Petersburgo» (1928) revelan que la presumida adhesión fue bastante epidérmica, pues en realidad tanto la narrativa como el montaje de Pudovkin están más próximos en muchos aspectos a los del cine europeo o americano que a los del cineasta de Riga: así, las tramas desarrolladas siguiendo el hilo conductor de muy definidos personajes, o su canónico uso del plano-contraplano, o el decididamente tópico del picado y contrapicado. Es más, en aquellos momentos en que el montaje es rey, éste suele desplegarse con menor sutileza y rigor que el de su camarada y con sensibilidad escasa para la poética de las atracciones. De hecho, su uso menos radical del montaje, aunque ciertamente esta cuestión sea independiente de la práctica del constructivismo, se corrobora porque, a diferencia de Ejzenshtejn, y aún más de Dovzhenko, el ensamblaje de planos rara vez consigue sobrepasar el espacio físico donde transcurren las acciones y crear en contraposición un espacio suplementario, alegórico o imaginario. Un rasgo éste de inusitada potencia expresiva que, más que los acelerados ritmos futuristas, es el corazón de la grandeza del montaje de sus dos colegas.

Boris Barnet fue otro que coqueteó con el constructivismo sin llegar a sumarse a él; en concreto, en numerosos fragmentos de «La casa de la calle Trubnaja» (1928)… que resulta ser su película muda menos conseguida de entre las que conocemos. Por contra, el resto de su obra se aleja abiertamente del modelo ejzenshtejniano; e incluso «El deshielo» (1931), una película que a priori, con sus kolxozy y operarios, parecería invitar a adherirse a él, prefiere decantarse por una estética muy particular, basada fundamentalmente en amplios paisajes y primeros planos totalmente ajenos al hervor futurista… estética en realidad tomada sin rubor de Dovzhenko, que acababa de introducirla y llevarla pasmosamente a su máxima expresión con la sublime «La tierra» (1930).

En cuanto al precursor Kuleshov, de los escasos fragmentos y películas que de él conocemos, no hay nada en absoluto que quepa calificar de constructivista. Y al gran Aleksandr Dovzhenko (Oleksandr en ucraniano) le sucede un poco lo que a Murnau respecto del expresionismo: que lo incorporó a su variado arsenal de recursos formales para extraer de él lo que mejor pudiera servirle en cada momento. Así, «Arsenal» (1928) y «La tierra», las dos fulgurantes obras maestras mudas de su escasa filmografía, y, ya sonora, la igualmente magistral «Iván» (1932) hacen uso ocasional del montaje propio del futurismo y, con cierta incidencia, algunos encuadres fragmentan el espacio y se componen a la manera constructivista. Sin embargo, el resultado final acaba situándose en otra esfera, debido a que en Dovzhenko la puesta en escena y el fluir del tiempo interno al plano ostentan una importancia y centralidad inaudita en el resto de los soviéticos de la década, como no sea, nuevamente, en Kuleshov. Y aún más, su admirable montaje, aunque con frecuencia use la poética de las atracciones, es más proclive a la glosa de los estados de ánimo o a la búsqueda de la trascendencia, objetivos que no pueden estar más reñidos con la esencia del constructivismo. Significativamente, el primer largo del genial ucraniano que conocemos, el ya excepcional «Zvénigora» (1927), conjuga el momento de entonces con la ilustración de una leyenda popular, de forma más próxima a un melodrama americano lo primero, y a una película escandinava lo segundo, que al modelo dominante de su país.

Así que, en realidad, de los grandes directores eslavos, tan sólo Dziga Vertov pareció entregarse fervientemente a la nueva causa, modificando su montaje, que en principio poco tenía de constructivista, para hacer tender su cine-ojo original, en ciertos aspectos, al cine-puño de su colega. El conjunto conformado por su obra maestra «El hombre de la cámara», las extraordinarias «El décimo primero» (1928) y «Entusiasmo: Sinfonía del Donbass» (1931) y, en menor medida, «Tres cantos a Lenin» (1934) y «Nana» (1937), las tres últimas sonoras, constituye, junto al corpus inicial de Ejzenshtejn, el más bello legado cinematográfico del constructivismo puro. Tanto fue, de hecho, el entusiasmo del maestro del documental que, como ya hemos comentado, prosiguió con su dinámico montaje hasta bien entrado el sonoro, cuando ya la vanguardia soviética había caído en desgracia real-socialista, y ni siquiera el abanderado del movimiento utilizaba este tipo de estrategias y se encaminaba, por contra, al montaje polifónico o al cine-ópera que culminaría con la esplendorosa «Iván el terrible» (1947), alardeando de una puesta en escena bien patente… que, en realidad, se aproximaba más a la concepción formal del resto de la cinematografía mundial (Murnau, Vidor, Sternberg, Dreyer, por ejemplo) que a sus propias teorías de los años 20.

Aparte, hay un hecho que hemos omitido hasta ahora: el constructivismo canónico rechaza la noción de personaje; un corolario lógico en un movimiento que pretendía, por un lado, dar cuenta de las gestas colectivas y, por otro, imbricarse en la acelerada realidad del momento. Según ello, tan sólo Vertov, Ejzenshtejn y, con muchas reservas, el Dovzhenko de «Arsenal» y de «Iván» encajarían en él. Pues, en efecto, Vertov no utilizaba actores en el sentido tradicional, sino que registraba a personas en su realidad de tales (innovación que debe valorarse en su justa medida en una época donde también los documentales efectuaban una especie de casting previo y se interpretaban: Flaherty, Schoedsack…), mientras Ejzenshtejn, en un compromiso inevitable para su búsqueda del patetismo, sí utilizaba actores, pero siempre no profesionales, con presencia ocasional en el conjunto de la película y limitados a encarnar tipos, no personajes, reacios por tanto a toda pretensión psicológica (incluidos los espías de «La huelga», que son lo más próximo a estar encarnado por un actor profesional en la obra del director de esa etapa). En Dovzhenko, en cambio, la noción de personaje es capital y rara vez se puede deslindar del efecto final de la película: incluso en aquéllas que optan por un registro de lo colectivo, las ya mencionadas «Arsenal» e «Iván», existen personajes vectores a lo largo del metraje dotados de cierto carácter; estilizado, pero carácter. Eso, por no hablar de una ligera y episódica tendencia a lo sobrenatural y lo alucinatorio que difícilmente encaja con la filosofía materialista que se encuentra en la base del constructivismo.

Finalmente, una constatación reveladora que no hace más que corroborar que, más allá de su uso ocasional como la moda del momento, el constructivismo auténtico fue más excepción que norma en la cinematografía soviética. Es bien sabido que los dos grandes pilares de referencia de los cineastas soviéticos fueron «Intolerancia», de Griffith, por un lado, y por el otro, su no menos admirado cine cómico americano. Pues bien, todo director soviético de pro comenzó, precisamente, rodando cine cómico, incluso algunos puro slapstick, ajenos por tanto a lo que después se dio en llamar vanguardia soviética. Ya hemos hablado del extraordinario caso del cineasta Kuleshov, cuya «Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques» no sólo es cine cómico, sino que atesora más de un gag de altura que habrían filmado gustosos Keaton o Lloyd. Pero hay más. Quizás no sea una sorpresa que Vertov, un cineasta que rodó un documental tan jovial y lúdico como «El hombre de la cámara», lo hubiera precedido con el humorístico corto de animación «Juguetes soviéticos» (1924), pero más inesperado resulta que el dramático Pudovkin ofreciera en los inicios de su carrera un cortometraje satírico, «La fiebre del ajedrez» (1925), o que la primicia, algo verde, del lírico Dovzhenko fuera otro tanto, «El fruto del amor» (1926). No es de extrañar entonces que un cineasta tan variable e imprevisible como Barnet debutara con un largometraje que se balanceaba entre la comedia sentimental y el más puro slapstick, inclinándose decididamente hacia lo segundo: «La muchacha de la sombrerera» (1927), seguramente su mejor película. ¿Y Ejzenshtejn? ¿Acaso era el adusto del grupo? No por cierto, ya que los precedió a todos ellos, con ese indescriptible corto rodado para formar parte de uno de sus espectáculos teatrales: «El diario de Glumov» (1923), film disparatado donde los haya y excéntrico a más no poder, tanto en el sentido de extravagante como en el que el cineasta de Riga atribuía a su concepción del actor: lo más cercano a un número de circo, sin serlo, jamás filmado. Esta deriva de todos los cineastas importantes de la escuela soviética no hay que echarla en saco roto: es el origen de que en unas obras habitualmente parcas de humor hubiera, no obstante, tanto personaje pura caricatura o rayando en ella. Los elementos reaccionarios (los terratenientes, los militares, el clero, la burguesía, los haraganes) no eran más que los herederos artísticos del clown excéntrico.

Tópicos tozudos propugnados sin desaliento por historiadores, críticos y gacetilleros cinematográficos.

Volvemos a la carga, en esta ocasión con un tópico que se ha revelado impermeable a tantos rigurosos análisis: la reducción de la producción cinematográfica muda alemana al único y avasallador prisma del expresionismo; pues, por más que muchos estudiosos hayan señalado las muy diversas prácticas fílmicas desarrolladas en el país germano, el gran público tiende a identificarlas todas bajo el mismo ropaje. No obstante, es de reconocer que ciertas estrategias del más legendario movimiento del período silente se comparten con otros cines de dicha época (y de otras), haciendo que los contornos se difuminen. Por ello, en este caso el lugar común es más comprensible que en otras ocasiones… y quizás más arduo de rebatir.

TÓPICO 4. Todo el cine mudo alemán es expresionista.

Históricamente el cine alemán debiera haber sido expresionista. Lo era el arte plástico más relevante del país en los comienzos del siglo XX. Sin embargo, cuando el movimiento cinematográfico, muy rezagado respecto de la gran eclosión pictórica, recibió su bautismo oficial en 1919 con «El gabinete del doctor Caligari», la industria alemana ya contaba, como mínimo, con un nombre destacado: Ernst Lubitsch. El director del puro ya había revelado por entonces un carácter eminentemente bonachón y solar, lo más opuesto que imaginar cabe a las oscuridades del alma que serían objeto del movimiento, merced a una serie de filmes cómicos que poco a poco habían ido ganando elegancia y bouquet hasta culminar en el extraordinario logro de «La princesa de las ostras», fechada significativamente en el mismo annus mirabilis de 1919. Es más, aunque progresivamente Lubitsch fue rodando otro tipo de filmes, nada tenían en común con la estética o la ética del expresionismo, sino que eran grandes espectáculos, supuesta o figuradamente históricos, entre los cuales quizás el mejor sea «Ana Bolena» (1920); y tan ajeno debía de sentirse el berlinés a la corriente expresionista que no dudó en parodiar abiertamente en uno de sus últimos filmes alemanes, la astracanada «El gato montés» (1921), su característica estilización de los decorados, trocándolos en meros mecanos de juguetería. Dos años más tarde el comediante marchó a Hollywood y, casi como si su forma de entender el cine nunca hubiera sorbido el humus alemán, comenzó a rodar la serie de altas comedias, aunque ambientadas en Europa orgullosamente americanas, que lo hicieron inmortal.

Hemos empezado por refutar el caso más evidente de todo el cine alemán, ese rara avis de Lubitsch que siempre estuvo más cerca de Chaplin y de DeMille que de sus compatriotas. Sin embargo, son pocos los directores germánicos, por mucho que la crítica perezosa les aplique el marchamo expresionista, que verdaderamente lo fueron siempre… o nunca. Evidentemente todos aquellos que comenzaron a descollar tras el hito de «El gabinete del doctor Caligari» tuvieron muy en cuenta los hallazgos del film fundacional… y sus limitaciones también.

Convendrá en este punto dar una aproximación, siquiera somera, a lo que por expresionismo se suele entender en cine, al que en realidad se le podrían adscribir, de entre los títulos más valorados de la época, muy pocos más: «El gólem» (Paul Wegener, 1920), «El tesoro» (G. W. Pabst, 1923), «El hombre de las figuras de cera» (Paul Leni, 1924), «Los nibelungos» (Fritz Lang, 1924), «Metrópolis» (Fritz Lang, 1926), y con la manga muy ancha, quizá «Fausto» (F. W. Murnau, 1926). Y no piense el lector que hemos sido demasiado estrictos en la clasificación, pues algunos historiadores han llegado a sostener que, en realidad, ¡sólo ha habido una película expresionista! Naturalmente, «El gabinete del doctor Caligari».

La característica esencial del estilo sería su potente efecto de irrealidad, su calidad de abstracción mental o alegoría, con un aparejado desdén al registro de lo cotidiano. Su arma fundamental, la renuncia a gran parte de los recursos considerados tradicionalmente como puramente cinematográficos, en especial los exteriores naturales, la interpretación sutil y el montaje dinámico, a la par que la exacerbación contrapuesta de estrategias descaradamente escénicas o plásticas. Así, la utilización de planos fijos, abiertos y duraderos, aunada con una estética fuertemente pictórica, no sólo tendía a dar una apariencia más estática a dichos filmes, sino a amortiguar e incluso anular aspectos ya tan importantes en la época como la valoración del espacio en off o la organización de las secuencias por puntos de vista, prácticamente reduciendo la mirada de su espectador a la unívocamente frontal del espectador teatral (aunque este aspecto no sea aplicable ni a los filmes citados de Lang, ni mucho menos al de Murnau). El rechazo a la interpretación sutil acarreaba composiciones vehementes, basadas en el gesto contundente y la expresión monolítica (ejemplarmente en «El hombre de las figuras de cera», donde Conrad Veidt quizás alcanzó la culminación de la escuela con su inolvidable encarnación del zar Iván el Terrible); a lo cual se debe añadir el maquillaje pronunciado y, más allá de las necesidades de caracterización, frecuentemente distorsionador (con el caso extremo de Lil Dagover y Conrad Veidt, casi irreconocibles en «El gabinete del doctor Caligari», el último con unas ojeras que parecen pinceladas de un cuadro de Kirchner o de Beckmann). Finalmente la renuncia a rodar en exteriores naturales comportaba una relevancia inaudita de los decorados, estilizados de forma teatral e, igual que los personajes se modulaban en una pieza, tendentes a lo bidimensional («El gabinete del doctor Caligari», «El tesoro», «El hombre de las figuras de cera», «Metrópolis»), ejecutados incluso pictóricamente, tanto en sentido figurado, merced al constante juego con las formas geométricas, como real, mediante el uso indisimulado de telas pintadas. Una consecuencia negativa del gran protagonismo de la escenografía es que a veces los febriles decorados llegaban a ser los reyes de la función, eclipsando el resto de los componentes y anulando casi a los personajes, no tanto en sentido narrativo, sino como entes significantes. En el lado positivo cabe señalar la configuración de una topografía de pesadilla: al no existir localizaciones naturales ni decorados realistas, el espacio expresionista parece aislado del resto del mundo, casi una isla desierta donde los personajes luchan y se enfrentan, y de la que no pueden escapar; debido al, comprensiblemente, contado número de decorados, espacios muy disímiles aparentan ser contiguos, y los lugares intermedios, o bien no existen, o bien adquieren autonomía propia (y hostil); en fin, al no existir los recorridos intermedios más que como nuevos decorados, únicos y concisos, el sentido de la ubicación física se esfuma por completo. Es más, no importa cuán largo sea el desplazamiento, en los filmes expresionistas se suele viajar de un plano al siguiente, como mucho con otro de sombría transición… o con un simple intertítulo: el caso más tajante es sin duda el de la Crimilda de «Los nibelungos», a la que para viajar miles de kilómetros, de los húmedos bosques renanos de su juventud a las áridas estepas centroasiáticas, le basta ¡un simple rótulo!, tan poético como escueto: «Cuando Crimilda llegó, llegó la primavera a la tierra de los hunos». Admirable.

Disposición teatral, decorados bidimensionales, personajes de una pieza: no es de extrañar que Griffith opinara que la escuela alemana proponía al espectador ver una experiencia, en oposición a la americana, que lo invitaba a sentirla.

Hay, aparte, otros aspectos considerados erróneamente como expresionistas, el más importante de los cuales es el tratamiento lumínico. Que tantas películas expresionistas hagan alarde de una iluminación tenebrosa y contrastada, o jueguen la baza de las sombras proyectadas, coadyuva a la construcción de la atmósfera opresiva que persiguen tantas de ellas, pero el rasgo ni es exclusivo ni definitorio del movimiento, pues la iluminación tenebrista ya había sido adoptada por numerosos directores de distintas latitudes, sobre todo, para registrar la sordidez de ambientes o la ocurrencia de acontecimientos sobrenaturales. Así, tan expresionistas o más que «El gólem», «El tesoro» o «Metrópolis» deberían ser las americanas «Lirios rotos» y «Flor del camino» (King Vidor, 1924), la sueca «La carreta fantasma», e incluso títulos anteriores al «alumbramiento», como «La conciencia vengadora» (D. W. Griffith, 1914) o «La marca del fuego» (Cecil B. DeMille, 1915). En fin, no por nada, si los asesinatos perpetrados por Cesare en «El gabinete del doctor Caligari» se consumaban con las acusadoras sombras sobre la pared, también lo hacía, en tono optimista, la declaración amorosa final de «La sinceridad de Susie» ese mismo año.

¿Y el resto, el grueso del cine alemán de la época? ¿Cómo clasificarlo? (Aunque en realidad, la pregunta justa debiera ser: ¿por qué clasificarlo?) Numerosos estudiosos han dado cuenta de su gran riqueza de perspectivas, por lo que prefieren referirse a él, prolongándolo hasta los albores del sonoro, como cine alemán de entreguerras o, como en el caso de Vicente Sánchez-Biosca en su excelente monografía «Sombras de Weimar», como cine de la república de Weimar. Dejando de lado las comedias y los dramas históricos de Lubitsch, y títulos más excéntricos, por alejados del núcleo, como la futurista «Berlín, sinfonía de una gran ciudad» (Walter Ruttmann, 1927) o el film colectivo, neorrealista avant-la-lettre, «Gente en domingo» (1929), el otro gran conglomerado del cine alemán del período lo proporciona el Kammerspielfilm, o film de cámara. Son estas películas habitualmente melodramas veristas, que comparten con el expresionismo su afán de concentración y preeminencia de los decorados, pero que se distancian de él por sus interpretaciones más naturalistas y controladas, por su aceptación de las localizaciones naturales y por su forma más dinámica de montaje (relativamente más próxima, pese a Griffith, a la escuela americana): por mencionar sólo algunas de las más difundidas, a esta corriente pertenecen películas como «Variété» (E. A. Dupont, 1925), las magníficas «Sexo encadenado» (Wilhelm Dieterle, 1928) y «Asfalto» (Joe May, 1929), o la extraordinaria incursión alemana de Dreyer, «Michael» (1924).

Hemos destacado el parentesco entre el expresionismo y el Kammerspielfilm por la gran importancia otorgada a unos decorados que, en conjunto, eran los más ricos y elaborados de entre todas las nacionalidades del cine mudo. Pero debemos señalar que esa afinidad no se debe ni a la mutua influencia ni a una hipotética convergencia evolutiva, sino a su procedencia de un tronco común: los montajes teatrales del legendario director de escena Max Reinhardt. En efecto, esa estilización y esa fuerza metafórica compartidas provienen de los trabajos que Reinhardt llevaba efectuando desde 1906 (es decir, trece años antes de que surgiera «El gabinete del doctor Caligari»), en su teatro llamado precisamente Kammerspiele, y cuya raigambre, lejos de expresionista, se asentaba en una larga tradición escénica sometida a la deriva simbolista (aunque, de nuevo, el cine alemán tampoco resulta el único que utilizó el recurso de la escenografía connotativa; sí, desde luego, el que lo llevó más lejos). Lo cierto es que el credo teatral del que sería el padre espiritual de la gran camada de directores germánicos (Lubitsch, Murnau y Dieterle provenían de su troupe) parece estar muy alejado de ciertas cuestiones características del movimiento tótem. No nos resistimos a incluir unas declaraciones suyas, reproducidas en la excelente monografía de Luciano Berriatúa editada por Filmoteca Española «Los proverbios chinos de F. W. Murnau»; declaraciones que, sin duda, habría suscrito el mismo Griffith: «El espectador no debe tener la impresión de ser un simple extraño no comprometido, sino que se le debe alimentar con la sugestión de que está íntimamente vinculado con lo que ocurre en el escenario y de que él también tiene un papel que representar en el desarrollo de la acción». Cámbiese escenario por pantalla, y tendremos a Murnau. Pero, aún mejor que sus propias declaraciones, lo refrenda la película que Reinhardt rodó en Hollywood, auxiliado por su discípulo Dieterle, a buen seguro encargándose él de la concepción escenográfica y la dirección de actores, mientras al director de los guantes blancos le incumbían la planificación y movimientos de cámara (aunque pensamos nosotros, vista la obra previa del último, que también tuvo mucho que ver con los prodigiosos ritmos de la película): hablamos de la chispeante y jovial «El sueño de una noche de verano» (1935), que, incidentalmente, es además un modelo sobre posibles adaptaciones (no serviles) de piezas de teatro a la pantalla (dato esclarecedor: apenas queda, si llega, la quinta parte de los diálogos del dramaturgo inglés). En esta versión insuperable encontramos decorados estilizados e irreales (ciertos planos del bosque llegan a recordar enormemente la selva de «Los nibelungos»), una magnífica iluminación tenebrista por momentos (responsabilidad: Hal Mohr), una marcada irrealidad en el vestuario y las caracterizaciones; y en fin, no uno, sino dos directores alemanes. Y sin embargo, el resultado final, difícilmente podría calificarse de expresionista; simplemente, porque bebe de fuentes anteriores al movimiento (Shakespeare, Tiepolo, Mendelssohn, los románticos, los simbolistas), y especialmente, por su condición resplandeciente (aunque el resplandor sea lunar) de divertimento alegre y vital.

Y entonces, ¿dónde se ubican los grandes del cine alemán de la década de los veinte? Es decir, Murnau, Lang y Pabst. (Al fin y al cabo, casi todo lo más granado de las obras de Lubitsch y de Dieterle vería la luz ya en Hollywood). Lógicamente, como cabía esperar de cineastas de genio, todos ellos sortearon las etiquetas. Y evidentemente todos ellos supieron tanto aprovechar las propuestas expresionistas como ahondar en recursos que poco o nada tenían que ver con la corriente… lo mismo que directores de otras nacionalidades. Al fin y al cabo, pongamos, la mítica y algo envejecida «El doctor Frankenstein» (James Whale, 1931), o incluso un título tan lejano en el tiempo como la magistral «Toby Dammit» (Federico Fellini, 1968), acaban resultando razonablemente más expresionistas que la misma «Los nibelungos»… e infinitamente más que «Fausto».

El más próximo de los tres directores bandera al idealizado movimiento, el que más constantemente holló sus territorios, fue sin duda Fritz Lang. No sólo por «Los nibelungos» y «Metrópolis», también por «Las tres luces» (1921) y «El Doctor Mabuse» (1922), aunque en éstas ciertos factores, como los parajes naturales de la primera o la dispersa ubicación urbana de la segunda, tendieran a alejarlas del canon. Aun así, podrían, pese a las reservas, considerarse grosso modo como ejemplares del movimiento. Pero, ¿y las demás películas del director del monóculo? «La imagen errante» (1920), por no integrarse, no lo hace ni en el expresionismo ni en el Kammerspielfilm, y es en cambio un melodrama más próximo al inolvidable debut (americano) de Erich von Stroheim, «Maridos ciegos» (1919), que a ningún otro film alemán de prestigio que conozcamos. Tanto las anteriores dos entregas de «Las arañas» (1919 y 1920) como la posterior «Spione» (1927) son películas de espías que heredan las convenciones, con tramas llenas de trucos y recovecos, del ya entonces clásico serial del francés Louis Feuillade «Los vampiros» (1915). Así mismo, «La mujer en la luna» (1929), puesta a tener algún parentesco, debiera tenerlo más bien con las fantasías que tanto renombre le dieron al, casualmente, también francés Georges Méliès. Y si prolongamos la carrera de Lang un poco más, ya en el sonoro, no deja de ser paradójico que su primera obra maestra, la que definitivamente lo encumbró entre los grandes, «M» (1931), pareciera abrazar la causa del realismo e incluso jugara en abundantes momentos con la dicotomía ficción-documental.

De Pabst hay que decir que su idilio con el expresionismo fue mucho más breve que el de Lang, tan breve como una efímera, pues se terminó con su debut, «El tesoro». El resto de su filmografía muda rompe radicalmente con él: incluso una película tan soportada por material onírico como la soberbia «Misterios de un alma» (1926) prefiere tender al territorio del Kammerspielfilm, donde de hecho se ubica gustosamente la posterior «Crisis» (1928). En cuanto a sus mejores películas del período, las extraordinarias «El amor de Jeanne Ney» (1927) y «La caja de Pandora» (1928), así como la algo inferior «Tres páginas de un diario» (1929), si bien carecen de la concentración característica del Kammerspielfilm, aún resultan más lejanas del movimiento rival, por sus múltiples localizaciones de aire naturalista, por sus matizadas interpretaciones y por su decidido registro de la realidad tangible y concreta. Así las cosas, la despedida del cine silente del bohemio bien podría interpretarse como un ferviente rechazo de todo lo que representaba el expresionismo: nada menos que una estupenda película «alpinista», «Prisioneros de la montaña» (1929), protagonizada por la entonces actriz Leni Riefenstahl, rebosante de deslumbrantes exteriores nevados, la mayoría naturales, unos pocos convincentemente reconstruidos en estudio. Tanto es así, que nada más empezar el sonoro, Pabst se convertiría en adalid del cine realista y social con las extraordinarias «Cuatro de infantería» (1930) y «Carbón» (1931)… aunque no abandonara del todo el cine de estudio (en sí, nada expresionista, o tanto como pudieran ser «La prueba del fuego», «La marcha nupcial» o el «Marruecos» de Sternberg), representado por dos magníficos ejemplares, ¡dos más!: «La comedia de la vida» (1931) y «La Atlántida» (1932). En la variedad está el gusto.

Finalmente el gran Murnau puede ser el director que más ha alimentado (involuntariamente) el malentendido, aquél al que con más frecuencia se ha calificado de expresionista sin serlo. Ciertamente era de esperar, pues como director señero que fue de todo el período silente, no dudó en recurrir a tantas estrategias formales del cine de entonces… para hacerlas suyas y bien suyas, y transformarlas en algo personal e intransferible. Quizás, a falta de conocer su primer film conservado, «Der gang in die Nacht» (1921), tan sólo «Fausto» (1926) podría ser considerada, muy holgadamente, expresionista… en cuyo caso se erigiría como la obra maestra insuperable del movimiento. Desde luego, airea una estilización tan mayúscula que ciertamente lo parece, aunque quizás su atmósfera irreal se deba al simple hecho de que se trata de una adaptación del monumental clásico de Goethe (con numerosas gotas de otras fuentes). Se ha de reconocer también que participa de algunos elementos definitorios del movimiento, como el rodaje íntegro en estudios, con consecuentemente tanto interiores como exteriores reproducidos artificialmente. Pero, en realidad, como ya dejó patente Luciano Berriatúa en su monografía sobre el genio alemán, bastantes decorados de este film portentoso se inspiran directamente en el montaje que su maestro, Max Reinhardt (de nuevo), realizó en 1913. Y mucho más importante desde el punto de vista fílmico, su utilización del espacio es menos esquemática y mucho más compleja que la que muestran sus hipotéticas compañeras de viaje, y desde luego evita con éxito toda tendencia a la concepción escénica bidimensional tan característica de aquéllas, mediante la utilización de, entre otros recursos, muy diversos tiros de cámara, abundantes planos subjetivos o planos medios registrados en gran angular. Y la interpretación en «Fausto», ¿es expresionista? Bueno, quizás algunos papeles principales sean ejecutados vehementemente, pero no son monolíticos en absoluto; al contrario, son sumamente ricos en matices y humores, a años luz de sus contrapartidas verdaderamente expresionistas (Lang incluido): apelemos a todo el abanico de registros que cubre Emil Jannings como Mefistófeles en la que es una de sus mejores interpretaciones, adobada con vivificante autoparodia; o mejor aún, a la frescura de la debutante Camilla Horn (a la que admiró Reinhardt), cuya naturalidad, uno de los grandes aciertos de un film que rebosa de ellos, nada tiene que ver con las envaradas composiciones más típicas del expresionismo, y transmite una inocencia tan real a su Margarita como quizás no habría hecho una actriz más acabada de ninguna escuela. Y en fin, «Fausto», pese a su material de base enormemente dramático, consigue hacer gala, siquiera intermitentemente, de un sentido del humor y un apego a la cotidianeidad muy de su autor; humor y cotidianeidad casi siempre reñidos con las adustas manifestaciones del movimiento.

¿Y el resto de los Murnau alemanes? Todavía están más alejados del expresionismo. «Phantom» (1922) hace uso ocasional de estrategias de él, pero no más que películas de otras nacionalidades. «La tierra en llamas» (1923) es un melodrama «nórdico» en la línea de Sjöstróm y Stiller. Los dos Murnau menos interesantes, «El castillo de Vogeloed» (1921) y «Las finanzas del gran duque» (1924) son, respectivamente, un whodunit melodramático que prefigura las típicas novelas de Agatha Christie y una comedia ligera ambientada en un Mediterráneo más ligero todavía. «El último» (1924) encaja perfectamente, por su temática y su concentración de personajes y decorados, en el Kammerspielfilm. En cuanto a la magistral «Tartufo» (1926), con su contraposición de texturas (decorados naturalistas y estilizados, iluminación contrastada y difuminada, planificación variada y frontal), casi constituye un género en sí misma… amén de una fina ironía majestuosa, acrecentada por el concurso de tres estrellas del movimiento (Dagover, Jannings y Werner Krauss), que aplica estrategias afines al expresionismo, cómo y donde menos cabe esperar: tamizadas por un luminoso filtro, a la clásica comedia (francesa) de Molière.

¿Y «Nosferatu» (1922)? ¿Acaso no es expresionista la legendaria «Nosferatu»? No, y tajante. Ya debiera llamar la atención que el muy inferior remake que ejecutó en 1979 un cineasta tan aventurero y enamorado de los parajes naturales como Werner Herzog prácticamente repitiera la película original secuencia a secuencia, y a veces hasta plano a plano. ¿Que «Nosferatu» es pictórica? Cierto, pero sus referencias no son tanto la pintura expresionista coetánea, ni mucho menos las formas geométricas a destajo, como la pintura romántica alemana, con Friedrich y Menzel a la cabeza, así como la escuela simbolista (y tangencialmente, recordemos que una gran parte del cine mudo elaboraba sus encuadres pictóricamente). ¿Que los decorados de «Nosferatu» son estilizados? También… sólo que se trata de decorados en su mayor parte naturales, pues Murnau no se encerró en estudio, sino que rodó en multitud de localizaciones, nada menos que en dos países (Alemania y Chequia): en las calles de Lübeck y de Wiesmar, y en los montes Tatra y el castillo Oravsky de Dolby Kubin. Subrayemos de paso la importancia, como también sucedía en «Fausto», de los trayectos en el film, tan desdeñados por el expresionismo canónico, rodados por Murnau en exteriores naturales, y pormenorizados con evidente deleite, progresión y sentido dramático. ¿Que la caracterización del personaje titular es tan alucinada y espeluznante como en una película expresionista? Así es, pero esa era moneda común en los monstruos de la época, fuera cual fuese su nacionalidad, tales el Dr. Jekyll (John Barrymore) de «El hombre y la bestia» (John S. Robertson, 1920) o tantas caracterizaciones de Lon Chaney, como «El jorobado de Notre Dame» (Wallace Worsley, 1923) y «El fantasma de la ópera» (Rupert Julian, 1925); y por contrarrestar, los actores que encarnan a los Hutter, el matrimonio que configura el trío protagonista junto al vampiro, están maquillados de forma abiertamente natural. ¿Que Murnau juega con las sombras? Cierto, pero lo hace de forma más constante y creativa que en las películas adscribibles al movimiento (que además, ya lo hemos dicho, estaban lejos de ostentar la exclusiva), en ésta como en el resto de su obra, lo mismo con Fritz Arno Wagner en la fotografía que con Karl Freund o con Carl Hoffmann (por mencionar sólo sus mejores iluminadores alemanes), llevando de hecho su forma de modelar las luces hasta el mismo Hollywood, donde sus prodigiosas «Amanecer» (1927), «El pan nuestro de cada día» (1929) y la desaparecida «Los cuatro diablos» (1928) causaron tal sensación que marcaron toda una tendencia en la iluminación (y en los movimientos de cámara: Ford, Walsh y sobre todo Borzage en su obra maestra de la década, la sublime «El ángel de la calle» (1928), no acusaron tanto el influjo expresionista como el magisterio de Murnau). No podía ser de otra manera, tratándose de una filmografía donde lo que se dirime ante todo es la pugna entre el bien y el mal, expresada por continuos contrastes lumínicos y por sombras y siluetas que marcan la atracción por las tinieblas. Genio y figura, el insigne alemán persistió con elegancia en su forma de iluminar hasta en los luminosos mares del sur, la última etapa de su periplo cinematográfico, donde rodó esa película tan en las antípodas, para algunos cegatos, de su obra alemana; de apariencia tan realista, para tantos, que incluso en su estreno se promocionó ¡como un documental!; en fin, tan magistral, para muchos, como sus mejores jalones alemanes y americanos: la imperecedera «Tabú» (1931).

 Por fortuna, el tópico de esta entrega suele abundar más entre los aficionados palomiteros que entre los comentaristas o los buenos cinéfilos… aunque todavía algunos de los últimos persistan en mantenerlo, en gran parte, es imperativo decirlo, por casi absoluto desconocimiento del período mudo del cinematógrafo: una docena, como mucho dos o tres, de los títulos más emblemáticos. La riqueza, diversidad, belleza y libertad pasmosas que caracterizan la culminación de la etapa, como también sucede con los comienzos del sonoro o con gran parte del cine japonés, parecen estar sepultadas, pese a las grandes oportunidades que hoy por hoy brinda Internet, en una de las minas de oro abandonadas del séptimo arte.

TÓPICO 3. Los actores del cine mudo eran muy exagerados.

Este lugar común podría ser cierto… si no existiera un noventa por ciento del gran cine silente. Su testaruda pervivencia se basa fundamentalmente en los recuerdos, casi siempre de segunda mano (pues son raros los que han visto alguno), de los primeros films d’art, esas adaptaciones tan abundantes en la primera década del siglo XX de prestigiosas obras literarias y teatrales, o incluso de títulos de cineastas primitivos, tales el algo sensacionalista Ferdinand Zecca o el literalmente abracadabrante Georges Méliès. Se ignora así el grueso de la producción sin la palabra hablada, que en Estados Unidos y en Europa se prolongó más o menos hasta 1928, y en otros países, especialmente en la Unión Soviética y Japón, continuó hasta bien entrados los años 30.

De hecho, coetáneos a los films d’art y a las representaciones abiertamente teatrales de Zecca o de Méliès, ya se adivinaban otras tendencias en el medio, más dadas a recoger la naturalidad o los sutiles gestos de las personas que a registrar aspavientos de divas o gesticulaciones mágicas. Y efectivamente, en fecha tan temprana como los años 10, la interpretación cinematográfica ya se había emancipado de su madrastra teatral, conservando y desarrollando numerosos elementos de su auténtica progenitora, la pantomima; no sólo eso, había además alcanzado una finura y sobriedad que sorprendería a muchos acostumbrados tan sólo al estilo hegemónico, naturalista que no natural, de hoy mismo. Cierto que las conquistas no se hicieron de la noche a la mañana, pero la evolución del medio en esos años tenía lugar a una velocidad vertiginosa, cuando no futurista. Para comprobarlo, bastaría con cotejar dos filmes del rey de los pioneros D. W. Griffith: «Edgar Allen Poe» (sic, 1909) con, por ejemplo, «Enoch Arden» (1911). Dos añitos, nada más, marcan una diferencia abismal entre la gesticulante sobreinterpretación de un Herbert Yost encarnando a Edgar Allen (¡con e!) y la comedida presencia de un Wilfred Lucas dando vida a Enoch… o, a decir verdad, entre el protagonista y el resto del reparto de «Edgar Allen Poe». Hemos elegido a propósito a nuestro viejo conocido sureño, pero en realidad podríamos haber tomado la carrera de casi cualquier otro director de casi cualquier otro país para comprobar la elegancia y sobriedad en la interpretación, ya presentes en filmes anteriores al hito histórico de «El nacimiento de una nación»… y de paso, para contravenir la leyenda de la contención de los actores de Griffith, como si fueran los únicos y como si lo fueran siempre; una leyenda propagada, entre otros, por quienes menos cabía esperar, dada su habitual perspicacia: los colaboradores de los primeros Cahiers du Cinéma. Pues da igual tomar una película de Ince que de DeMille, de Sjöström que de Stiller, de Bauer que de Tourneur (Maurice), o de los sólo un poquito más tardíos Borzage o Walsh; el resultado es el mismo: interpretaciones de gran pureza y discreción, en general superiores a lo que era la norma en los miembros de la troupe de Griffith, al menos en la etapa de esplendor del maestro, la que va de 1915 a, como mínimo, 1921 (ver Tópico 2).

Convendría no obstante, hacer una matización: si los actores de Griffith con cierta frecuencia abandonaban la sobriedad, lo mismo los ocasionales que los emblemáticos Lilian y Dorothy Gish, Henry B. Walthall o Richard Barthelmess (aunque mucho más raramente Mae Marsh o Robert Harron), ello es por dos motivos. El primero, común a otros directores de la época, es que los momentos de especial relevancia dramática no se podían marcar, por razones evidentes, con el sonido (digamos, con un grito), por lo cual los subrayados del gesto, aunque muy dosificados, podían sentirse necesarios (conviene tener en cuenta asimismo que cada época tiene sus convenciones, y que lo que parece natural o no depende enormemente de las mismas: hoy en día se aceptan sin problemas las postizas interpretaciones de tantos actores actuales, sus impostados gestos y momos, simplemente porque encajan con los cánones en boga). El segundo motivo es más consustancial a Griffith: su apasionamiento lo impelía, si así lo requería el film, a obtener de sus actores interpretaciones de especial vehemencia; así, la misma controladísima Lilian Gish de «Lirios rotos» o «La sinceridad de Susie» se explaya (y progresivamente se desmelena) al final de «Las dos tormentas». Esta peculiaridad del director es una, otra más, que tanto admiraron los cineastas soviéticos, en conjunto quizás los más pródigos del globo a las actuaciones impetuosas, que no exageradas: se diría que corre la misma efervescente sangre por los revolucionarios de Ejzenshtéjn o de Barnet que por los racistas privados de sus privilegios de «El nacimiento de una nación» o por la mujer discriminada de «Las dos tormentas».

Otro territorio parece escapar a la contención general de los actores de la gran época del mudo (de 1913, más o menos, hasta el final del período), pero, como en el caso de Griffith, se trata más de una opción calculada que de una supuesta incapacidad: hablamos de aquellas películas adscritas al expresionismo alemán, las cuales hicieron del gesto elocuente y el ademán fogoso (como ejemplifica el intérprete del celebérrimo Doctor Mabuse, Rudolf Klein-Rogge), cuando no la estilización irreal (como tantas veces el gran Conrad Veidt), señas de identidad. Ahora bien, tal y como trataremos en el siguiente tópico, el movimiento está lejos, muy lejos de englobar todas las películas alemanas de la etapa, con lo cual las interpretaciones desaforadas se limitan a un puñado de títulos, tales la fundacional «El gabinete del Doctor Caligari» (Robert Wiene, 1919), «El hombre de las figuras de cera» (Paul Leni, 1924) o las películas de Fritz Lang (el único de los grandes del mudo que ofreció un catálogo continuado de interpretaciones excesivas); o si acaso, a actores muy concretos de alguna que otra película no necesariamente expresionista.

Hay, asimismo, algunas películas aisladas que parecerían alimentar el tópico: ejemplar resulta «Los proscritos» (Victor Sjöström, 1918). Este es un caso muy interesante, por cuanto que es evidente que los grandilocuentes gestos de sus actores responden a una estrategia meditada: nada menos que cinco años antes, con la magnífica «Ingeborg Holm» (1913), el cineasta sueco ya había ofrecido un modelo interpretativo de suprema contención, tanto más admirable cuanto que la película brindaba un señor folletín que a priori parecería justificar el descontrol gestual en aras de la candente emoción. ¿Por qué entonces los abundantes aspavientos de «Los proscritos», tanto más llamativos, cuanto que tampoco resultan fáciles de encontrar en películas posteriores del director, como, digamos, «La marca del fuego» (1922, seguramente su mejor film sueco)? ¿No será acaso indicativo de una mayor riqueza de perspectivas y de texturas en la praxis del cine silente, lo que cuestionaría el enfoque meramente evolutivo con el que se suele considerar el período? ¿No es incluso lógica la contraposición entre un mesurado modo de representación, correspondiente a un entorno burgués cotidiano («Ingeborg Holm»), y la impetuosa glosa de una leyenda de carácter heroico romántico, tal y como se percibía en la época? En este sentido, «Los proscritos» no está muy lejos de «Los Nibelungos» (Fritz Lang, 1924). Otra cuestión es que la apuesta esté plenamente lograda, pues ciertamente «Los proscritos» (que, por fortuna, rebosa de otras muchas virtudes cinematográficas) queda lastrada por ocasionales gestos que rayan peligrosamente el ridículo. Lo cierto es que el caso de Sjöström no es el único, aunque sí el más llamativo… quizás por estar menos conseguido, pues otros directores de la época coquetearon con el exceso más desaforado, sorteando la exageración con sagacidad envidiable. Lo atestiguan joyas como: desde un punto de vista dramático, «Avaricia» (Erich von Stroheim, 1924) y «Dura Lex» (Lev Kuleshov, 1926); atlético, «El moderno mosquetero» (Allan Dwan, 1917); satírico, «La muchacha de la sombrerera» (Boris Barnet, 1927); caricaturesco, «Un perro andaluz» (Luis Buñuel, 1929); o decididamente desbocado, la sumamente temprana «El estornudo fatal» (Lewin Fitzhamon, 1907). Se debe constatar asimismo que una estrategia bastante habitual en el cine silente consistía en, yendo más lejos, conjugar contención y exceso (y no sólo en lo tocante a la interpretación), combinando ambos extremos para componer y ritmar la película de una manera puramente musical: tarea fácil sería trasponer a muchas secuencias del período la nomenclatura de Largo, Adagio, Allegro, Presto, etc.; e incluso, ahondando en el símil, hablar de los rostros que dan una nota o tocan un acorde. Por no extendernos demasiado, mencionemos unos pocos títulos sobresalientes de películas que oscilaron entre ambos polos: «El gran desfile» (King Vidor, 1925), «El acorazado Potemkin» (Sergej Ejzenshtéjn, 1925), «Garras humanas» (Tod Browning, 1927), «Sexo encadenado» (Wilhelm Dieterle, 1928), «Arsenal» (Alexander Dovzhenko, 1929), «Sueños cotidianos» (Mikio Naruse, 1933).

Más en general, podía haber, aunque ciertamente lo mismo antaño que hogaño, malos actores o actores mal dirigidos; e incluso podría hablarse de algunos contados intérpretes, auténticos divos del momento, con tendencia a cargar las tintas. Sólo que este fenómeno está lejos de ser exclusivo del cine silente y se agudiza, en cambio, conforme se prolonga la historia del medio (e igualmente del teatro) hasta hoy mismo. Es la especialidad de las estrellas de carácter, muchas veces calificadas, no sin acierto, como los monstruos de la pantalla (o de la escena), y cuyo atractivo físico habitualmente escaso ha de suplirse con un despliegue interpretativo que anonade al espectador. La gran estrella gordinflona del mudo fue el talentoso Emil Jannings, a veces, aunque no siempre, ciertamente sobreactuado o demasiado machacón. Pero, al fin y al cabo, lo mismo cabría reprochar a toda una estela de actores sonoros, que se inicia con Charles Laughton y llega hasta Gérard Depardieu, pasando por Spencer Tracy o Joan Crawford, por Alec Guinnes o Jeanne Moreau, por Dustin Hoffmann o Jack Nicholson, entre otros.

Confesemos que, en realidad, existe una impostación más o menos generalizada en la interpretación cinematográfica… sólo que aparece mucho más tarde, en concreto, en los años 50, ya que casi todos los grandes actores surgidos en los 30 y 40 continuaron gozosos con la tónica de austeridad del mudo. El cambio lo aportó la arribada a Hollywood de los actores del «método», formados en el célebre, y a la larga nefasto, Actors Studio. Esos actores intentaban componer sus personajes desde el exterior, casi a base de recetario, pegando a sus rostros esforzados y artificiales gestos que estaban lejos de nacer de un sentimiento y comprensión profundos, y que tampoco obedecían a un concienzudo trabajo de caracterización e interiorización (como sucedía con los portentosos actores suecos que justo entonces empezaban a campar por las pantallas del mundo de la batuta de Bergman). Los más populares (debido a su atractivo físico, no a sus reales capacidades, desde luego) y los más significativos (por su larga carrera) siempre fueron Marlon Brando y Paul Newman (y en otro sentido ¡Marilyn Monroe!). Y aunque con el paso de los años esos dos algo se sazonaron y acabaron siendo más soportables, la semilla dio sus frutos, y este tipo de postiza interpretación acabó valorándose como el no va más, muchos jóvenes actores se dedicaron a emular a los predecesores, y en tiempos bastante recientes (los años 90) el método de marras, aunque travestido, ha acabado invadiendo también muchas escuelas europeas, ¿todas quizás? Para ilustrar lo expuesto con un ejemplo, bastaría con comprobar la anonadante cantidad de actores de los últimos cincuenta años que, para traslucir una desesperación suprema (y demostrar de paso lo buenos que son), se han puesto a aullar, hincadas las rodillas en el suelo y clamando literalmente al cielo («a Dios pongo por testigo»: ¿a qué les suena esto?); «hallazgo» de interpretación descubierto por el cargante Newman en la nefasta «El zurdo» (Arthur Penn, 1958), y que se usa hasta hoy mismo, afectando incluso a nombres más competentes, como el Leonardo DiCaprio de «Shutter Island» (Martin Scorsese, 2010). No deja de ser irónico que, en tamaña coyuntura, donde crítica y directores (y público) animan a los intérpretes a que monten su numerito con la menor excusa (otro Penn, Sean, es modélico en este sentido), que en esta coyuntura, decimos, todavía haya quien insista en la exageración de los actores mudos…

Quizás el género que más clara deja la cristalina naturalidad (que no naturalismo) y la meditada simplicidad (que no simpleza) de los actores mudos sea, inesperadamente, el cómico. Si algunos momentos de las películas del slapstick americano pueden parecer desmedidos o rayar el exceso, no es por la mímica sobreactuada de los actores, sino por cuestiones de caracterización o de satírica intención (piénsese en el alucinante Eric Campbell de la chapliniana «El emigrante», de 1917). Baste con comparar el mesurado gesto de los grandes cómicos del mudo, de Lloyd, de Chaplin, de Chase, de Laurel y Hardy, de Keaton (el caso extremo de todo el cine, por llegar a desterrar de su rostro toda expresión, salvo la de sus grandes ojos tristes y perplejos, lo que le valió el apodo de «Cara de Palo»), con una gran parte de sus correlatos sonoros, cuando la mueca fácil pasó a ser seña de identidad de los sucesivos «reyes» del humor (Danny Kaye, Bob Hope, Louis de Funes, Woody Allen, Jim Carrey), y donde tan sólo Jerry Lewis supo hacer del exceso virtud. Sería injusto, no obstante, ignorar las importantes excepciones, significativamente europeas, del impávido Tati, del cara de angustias Totò y, sobre todo, del gran Alberto Sordi.

¿Y todo el resto del apogeo del cine silente? ¿Aquello que no era puro expresionismo, reto heroico, vehículo de histrión? Pues, en fin, el resto del cine mudo de categoría rebosa de interpretaciones de una sobriedad y sutileza pasmosas, simplemente desconocidas por el público más joven que nunca ha visto una película muda; interpretaciones que fluían de dentro afuera, justo al contrario de lo que ahora se enseña en los nefastos «talleres» herederos del «método del método»; interpretaciones que, por tanto, comunicaban emociones a espuertas o suministraban información a raudales con un simple arqueo de cejas, con un sencillo cambio de mirada, con una mera distensión del rostro, con el casi inadvertido movimiento de una mano… Ahí están para demostrarlo una legión de grandes películas de finura envidiable y densa profundidad, procedentes de todas las naciones relevantes en el cine mudo (Estados Unidos, Suecia, Alemania, la Unión Soviética, Japón; en menor medida, Dinamarca, gracias a Dreyer, Gran Bretaña, gracias a Hitchcock, y Francia, gracias a extranjeros como Buñuel y, de nuevo, Dreyer); películas de las que citamos sólo unas cuantas, sin ningún afán de exhaustividad, una por director (no necesariamente la mejor suya del período): «Regeneración» (Raoul Walsh, 1915), «A las mujeres» (Cecil B. DeMille, 1918), «La sinceridad de Susie» (D. W. Griffith, 1919), «El tesoro de Herr Arne» (Mauritz Stiller, 1919), «La carreta fantasma» (Victor Sjöström, 1921), «La ley de la hospitalidad» (Buster Keaton, 1923), «Casado y con suegra» (Harold Lloyd, 1924), «Los peligros del flirt» (Ernst Lubitsch, 1924), «La eterna cuestión» (Frank Borzage, 1925), «Honrarás a tu esposa» (C. Th. Dreyer, 1925), «Tartufo» (F. W. Murnau, 1926), «Maldad encubierta» (Tod Browning, 1926), «La marcha nupcial» (Erich von Stroheim, 1927), «El amor de Jeanne Ney» (G. W. Pabst, 1927), «Alas» (William Wellman, 1927), «La mujer del granjero» (Alfred Hitchcock, 1928), «Cuatro hijos» (John Ford, 1928), «Los muelles de Nueva York» (Josef von Sternberg, 1928), «…Y el mundo marcha» (King Vidor, 1928), «La tierra» (Aleksander Dovzhenko, 1930), «Luces de la ciudad» (Charles Chaplin, 1932), «Muchachas japonesas en el puerto» (Hiroshi Shimizu, 1933), «Historia de hierbas flotantes» (Yasujiro Ozu, 1934), «Calle sin salida» (Mikio Naruse, 1934), «Osén de las cigüeñas» (Kenji Mizoguchi, 1935); o, por incluir otras magníficas películas, debidas a otros directores, aparte de los señeros, «Tol’able David» (Henry King, 1921), «Miss Lulu Bett» (William C. de Mille, 1921), «El difunto Matías Pascal» (Marcel L’Herbier, 1925), «La dama de la noche» (Monta Bell, 1925) o «Asfalto» (Joe May, 1929), sólo la última de las cuales ya es una acabada lección sobre cómo las más finas modulaciones del rostro, matizadas con sensibilidad musical, dejan traslucir una gran diversidad de emociones en planos fijos de rara intensidad.

Eran otros tiempos: cuando los actores no ambicionaban parecer actores, sino personas…

Continuamos con esta sección inaugurada en el número anterior de El Pollo Urbano, y lo hacemos de nuevo con el siempre polémico y rabiosamente actual Griffith. Por lo demás, son tantos los tópicos que cunden respecto al medio, que sólo con el cine mudo hay para rato…

TÓPICO 2.

VARIANTE A. La obra de Griffith declinó tras «Intolerancia».

Para el grueso de la historiografía cinematográfica, de mentalidad tan creacionista y ontólogica, el cine de Griffith parece reducirse a su deslumbrante díptico formado por «El nacimiento de una nación» e «Intolerancia». Como si toda su obra anterior tan sólo tuviera el propósito de conducir a él. Como si, una vez desempeñado por el sureño el papel de revolucionario del cine, para algunos incluso el de padre creador del lenguaje cinematográfico (lo cual, evidentemente, es inexacto y excesivo), lo que siguió, por ser menos influyente, ya apenas tuviera el valor de las sobras. Claro está, que esas dos películas son extraordinarias; e incluso la segunda se convirtió en un hito que inauguró una especie de subgénero, el de las tramas expandidas a lo largo de la Historia (con mayúsculas), que transitaron nada menos que Murnau, Dreyer, Lang y hasta Keaton; eso, sin olvidar una obra tan distanciada en el tiempo como «El padrino 2» (Francis Ford Coppola, 1974). Sin embargo, no por reconocer la valía de los dos Griffith universalmente consensuados se debe menospreciar su obra anterior, tan rica en títulos de gran interés y, como mínimo, con uno excepcional, el cortometraje «The Mothering Heart» (ver Tópico 1). Y todavía menos, a no ser que se quiera hacer gala de una ceguera recalcitrante, se debe desdeñar su filmografía posterior, pues es pródiga en obras tan sugerentes y complejas, tan apasionantes e innovadoras como las dos más celebradas. Lo que sucede, como tantas veces, es que a la ignorancia (de la obra del americano) se suma la desfachatez (de aquéllos que repiten lo escrito por otros). Y en este caso resulta aún menos excusable, cuando ya hace décadas que los críticos más despiertos y sensibles han tendido a reivindicar el ciclo Gish, el cual, expandido de 1918 a 1921, digámoslo ya, conforma la mejor etapa de su autor.

El ciclo Gish, llamado así muy pertinentemente por constar de películas protagonizadas por la excelsa actriz Lilian Gish (una de las más grandes de todo el cine, sin más), y especialmente porque en las películas centrales, más familiares, la dramaturgia de un subyugado Grifftih se desplegó (y plegó) en torno a las pasmosas capacidades de la rubia ingenua (es famoso el dato de que el gesto con el que Lucy se obliga a sonreír en «Lirios rotos», repetido en momentos cruciales, fue una aportación de la actriz), se abre y se cierra con dos de las obras más mencionadas de su autor, quizás por repetir los alardes de superproducción de los dos filmes canonizados de 1915 y 1916. Se trata de «Corazones del mundo» (1918) y «Las dos huerfanitas» (1921), ambas magníficas, pero aun así, inferiores a los jalones más significativos del grupo, en los cuales, no tan sorprendentemente, Griffith se decantó por unas tramas más líricas e intimistas y, en consecuencia, contuvo su proverbial tendencia a las escenas de masas y los presupuestos desaforados. Quizás el carácter más familiar y distendido, la ausencia de alharacas discursivas (nada de grandes temas como guerras, revoluciones o la propia Historia de la humanidad), explique la, por comparación, escasa consideración de que disfruta, salvo quizás la primera, el magistral terceto formado por «Lirios rotos» (1919), «La sinceridad de Susie» (1919) y «Las dos tormentas» (1920). Estas tres no sólo son dignas de codearse con «Intolerancia», e incluso de poder preferirse a la predecesora, sino que atesoran muchos de los momentos más sobresalientes del cine del sureño, a despecho de su muy distinta naturaleza: de la muy sombría y pesimista «Lirios rotos» a las pastorales «La sinceridad de Susie» y «Las dos tormentas», siendo «La sinceridad de Susie» austera hasta lo mimimal, y ligeramente chaplinesca en lo que a Gish toca, mientras «Las dos tormentas» es más dramática y variable en tono, y reserva uno de los salvamentos en el último minuto más espectaculares y emocionantes de toda la obra griffithiana. Por si tres obras maestras y dos títulos magníficos fueran poco, todavía hay otras cuatro películas, muy posiblemente a la misma altura o similar, que no mencionamos aquí, simplemente por desconocerlas: «The great love» (1918), «The greatest thing in life» (1918), «A romance of Happy Valley» (1919) y «The greatest question» (1919), la segunda de las cuales, lamentablemente desaparecida, es una de las mayores pérdidas sufridas por el cine en su breve historia.

Una intensidad semejante, tantas grandes películas en tan sólo tres años (de 1918 a 1920), es propia las mejores épocas de los mejores cineastas de la historia. ¿Declive? ¿Decadencia? En fin…

VARIANTE B. La obra de Griffith declinó tras el ciclo Gish.

Por supuesto, los agoreros siempre tienen motivos para el ataque, y algunos podrán aceptar las excelencias del ciclo Gish para situar el derrumbe de Griffith justo después, tras «Las dos huerfanitas». Pero, de nuevo, sostener esto es propio de la arrogancia del ignorante; pues, en efecto, gran parte de la obra posterior de Griffith, de 1922 a 1931, resulta ser desconocida y prácticamente inaccesible… y cuando ¡por fin! logra salir a la luz algún que otro título, llegan las sorpresas. Se debe convenir, no obstante, que no todas las películas de Griffith pudieron mantener el altísimo listón de la etapa de 1915 a 1921, pero hay que reconocer: primero, que resultaba arduo para cualquiera mantener semejante fulgor; y segundo, que ciertamente la posición del maestro en la industria ya no era la misma, que la bancarrota que arrastraba tras «Intolerancia» ya no le permitía la libertad de movimientos de los años anteriores, y que incluso dicha libertad aún se vería más mermada, cuando, en un momento dado, dejó de ser, como era la norma en él, el productor ejecutivo de sus filmes. Todo ello se trasluce en una innegable irregularidad de la obra post-Gish, ratificada por títulos tan poco insignes como «América» (1924) o «Su mayor victoria» (1928). Sin embargo… Sentimos desconocer (¡maldita rácana difusión!) obras tan alabadas por algunos admiradores como «La rosa blanca» (1923) y «La aurora de la dicha» (1924), pero dos de los títulos de esta etapa, injustamente poco prestigiosos, se bastan para poner en entredicho esta segunda decadencia de Griffith, y para manifestar en cambio que el pionero, cuando pudo, mantuvo su grandeza hasta el último metro de celuloide. Esas dos joyas que refulgen en la recta final de su carrera son «La batalla de los sexos» (1928) y su intempestivo punto final, «The struggle» (1931).

«La batalla de los sexos» es, a su manera, quizás la película más «moderna» del Griffith de la década, en el sentido de que es la que mejor se integra en las corrientes coetáneas y mejor se ubica en los felices y despreocupados años 20 en los que transcurre la acción. Además, es una de las que mejor sabe disimular, aunque ciertamente la mantenga en prácticamente todas las secuencias, esa frontalidad del encuadre tan típica, y en la época ya tan trasnochada, del estilo del sureño. Pero, ¡oh, sorpresa!, «La batalla de los sexos» no sólo es un ejemplar cinematográfico soberbio, sino que, pese a aparentar plegarse a su tiempo, en realidad lo adelanta en una o dos décadas. Pues, por primera vez en la historia del cine, que sepamos, una película alterna de manera tan coherente y sistemática los territorios de la comedia y el drama. No es evidentemente la primera que añade toques cómicos a un drama o dramáticos a una comedia, pero sí aquélla que los conjuga y equipara de tal manera que al final no se sabe si adscribirla a un género o al otro, aquélla que zarandea al espectador de una forma más continuada de la sonrisa al nudo en la garganta, y viceversa. Griffith ya anuncia esta dicotomía al principio de su película, cuando vemos a la simpática pelandusca Marie riendo a mandíbula batiente al leer ese clásico del lloriqueo que es «Mujercitas». Y luego, la estrategia que sigue es tan sencilla como brillante, pues se asocia cada género a distintos decorados o a distintos personajes: la casa de la familia Judson es el lugar del melodrama, y la madre su depositaria principal, mientras el apartamento de Marie es el lugar de la comedia, y ella misma y su macarrilla novio Babe sus albaceas. Claro está, que la disociación no es tan elemental, y a veces un espacio (y una escena) conjuga ambos géneros, como sucede en la prodigiosa secuencia del night-club, y así mismo el tratamiento de algunos personajes también oscila entre ambos, de manera lógica en el caso del padre. Otras veces, la película da un bandazo inesperado, cortando el desarrollo previsible y encarrilándolo al extremo contrario, habitualmente del drama a la comedia, como sucede con el ataque de histeria que sufre, o más bien finge, Marie, realzado por Griffith mediante unos travelling (de los poquísimos de la película) hacia adelante y hacia atrás que se ajustan a las interminables evoluciones de la gritona. Aunque quizás el ejemplo más sutil y contundente tenga lugar cuando la hija Ruth, que ha estado a punto de matar a la mantenida de su padre en un momento digno del cine negro por venir, en su agitación deja al descubierto sus rodillas… y la mirada libidinosa de Babe y sus posteriores intentos de ligoteo nos trasladan al terreno de la alta comedia. En tan rotundos resultados con estrategias tan sencillas se ve el pulso de un maestro.

El siguiente Griffith, «La melodía del amor» (1929), resulta por comparación más convencional. Otro tanto cabría decir de su primer film sonoro, «Abraham Lincoln» (1930), si no fuera porque este biopic, que podría haber dado lugar a un gran espectáculo a la manera de «El nacimiento de una nación» o «América», el sureño lo convierte en un film extrañamente familiar, rodado casi íntegramente en interiores o estudio, y casi totalmente expurgado de escenas espectaculares. Genio y figura. Lástima, que en esta ocasión el desafío no diera los frutos de otras veces, y «Abraham Lincoln» se quedara en una película tan interesante como irregular. Por fortuna, «The struggle» devolvería a un Griffith en plenitud de facultades… y por desgracia, este gran film acabaría siendo su despedida, forzada y definitiva, del cine.

Si «La batalla de los sexos» parecía integrarse sin problema en el cine de su época, no cabe decir lo mismo de «The struggle», pues en este caso el director, lejos de aparentar modernizarse, pareció volver la vista atrás, y bien atrás: a unos modos de expresión anteriores a la explosión de montaje propuesta por «El nacimiento de una nación». «The struggle» resultó ser una película de naturaleza eminentemente primitiva, pues, no conforme Griffith con exacerbar la regla del único tiro de cámara que siempre había estado latente en su obra, pero que había suavizado un tanto en los filmes precedentes (salvo «Abraham Lincoln»), el director se dedicó a ofrecer una generosa cantidad de planos enteros y generales, cuyas duraciones eran muy superiores a lo que en la época se consideraba específicamente cinematográfico. En realidad, se trata de una opción inherente a la misma naturaleza del cine sonoro, aunque poco comprendida en ese momento histórico: que los diálogos parecen posibilitar el flujo de planos más amplios y más largos, y que las rupturas de dicha regla pueden reservarse para momentos privilegiados, que por ello mismo, por su cualidad de excepción, adquieren toda su fuerza. Todo ello en la época debió de darle a «The struggle» un aire bastante teatral, el cual el inusitado protagonismo de los excepcionales decorados, auténtica prolongación de los sucesivos estados espirituales del protagonista, no hacía más que acrecentar. Hoy en día, en cambio, la opción se antoja de una modernidad y clarividencia asombrosas, pues, salvo alguna otra excepción también debida a pioneros, aunque posterior y quizá menos tajante (pienso en Lubitsch y «Ángel», en Chaplin y «Candilejas»), no sería hasta bien entrados los años sesenta cuando esta forma engañosamente teatral de hacer cine se asentara, no precisamente en la gran industria, sino gracias a algunos de los cineastas más inquietos y radicales de esos años.

La sepultura de «The struggle» durante décadas de menosprecio se comprende mejor, si se considera el tema que la vertebra, el alcoholismo; y aún más, viendo el tratamiento directo, incómodo y descarnado, que Griffith le dio, contando con la preciosa y valiente colaboración del actor Hal Skelly (que quizás por su nada contemporizadora composición de Jimmie Wilson vio truncada su carrera en los grandes estudios). Posiblemente desde los lejanos tiempos de «Lirios rotos» no se veía un Griffith de ambiente tan sórdido y deprimente, lo que sin duda coadyuvó a su inmerecido fracaso comercial. En efecto, el alcoholismo es aquí mostrado sin tapujos ni coartadas, y así, poco a poco, el espectador ve transformarse a Jimmie de un simpático juerguista a un torpe simio, de un mono más o menos gracioso a una ciega bestia peligrosa, tal y como lo muestra Griffith en ese momento en que ni siquiera reconoce a su hija mediante un genial plano subjetivo (casi el único del film y abandonando el eje principal). No por nada, la industria condenaría al ostracismo a este film, cuya brutal franqueza no es la de la grosería, sino la de la verdad sin mordazas, y a Griffith, a un indignante destierro a perpetuidad.

No deja de resultar irónico, que cuando Hollywood volviera a tratar este delicado tema abiertamente, esa misma industria se volcara con el nuevo intento, y «Días sin huella» (Billy Wilder, 1945) fuera bendecida por múltiples estatuillas. Sólo que la ironía deviene sarcasmo, cuando se comparan las dos películas: «Días sin huella» es un buen film algo aparatoso y artificial; «The struggle» es sincero y magistral. Para sopesar el alcance de una y otra bastaría con comparar la prodigiosa metamorfosis de Wilson-Skelly, de la humanidad a la mera bestialidad, con el porte, pese a todo siempre elegante, del Ray Milland del film de Wilder. O simplemente, las escenas de delirium tremens de «Días sin huella», valga la redundancia, tan tremendistas, con el descarnado acoso de un Jimmie a su hija, en un infecto cuchitril y en la sima de su adicción. Esta impresionante secuencia, la penúltima de la obra griffithiana, cargada de electricidad y rezumante de una emoción sobrecogedora, resultó ser el digno colofón, entre lo mejor nunca rodado por el sureño, de una obra prodigiosa.

TÓPICO 1.

VARIANTE A. Con «El nacimiento de una nación» (1915), de David Wark Griffith, el arte cinematográfico alcanza su madurez.

VARIANTE B. «El nacimiento de una nación» fue el nacimiento del cine clásico.

En fin, ni lo uno ni lo otro, aunque muchos todavía hoy pretendan sostener ambas aserciones, a pesar de la concienzuda y consistente corriente analítica que en las últimas décadas ha reconsiderado el cine primitivo (el de los primeros quince años del medio) no como meros balbuceos infantiles predecesores del llamado cine clásico, sino como otra opción de representación, consciente y válida. En realidad, fechar el inicio trompetero del cine en 1915 con la, por lo demás, pasmosa épica del maestro sureño, supone no sólo ignorar a los fundacionales Louis Lumière y Georges Méliès, Thomas A. Edison y Thomas H. Ince, sino a otros cineastas algo más avanzados en el tiempo y en los recursos, como el italiano Giovanni Pastrone y el ruso Jevgeniy Bauer, el americano Cecil B. DeMille y el sueco Victor Sjöström. Y evidentemente al mismo D. W. Griffith, el cual no ideó «El nacimiento de una nación» por generación espontánea, sino tras casi una década de intensísimo trabajo cinematográfico e inigualado tesón (¡unos quinientos cortometrajes de 1908 a 1914!), período en el que fue dominando los recursos del medio e incorporando algunos propios, a la par que decantando su inigualable estilo. Así lo ratifican películas tan destacadas como las dos partes de «Enoch Arden» (1911), «One is Business, the Other Crime» (1912) y «The New York Hat» (1912); o ya tan acabadas en los sentidos discursivo y formal (y tan entrelazados ambos) como «The Mothering Heart» (1913) y «The Battle at Elderbush Gulch» (1913)… sin olvidar otros largos del maestro anteriores a «El nacimiento de una nación», como el estupendo «The Aveging Conscience» (1914), o de otros grandes cineastas de los comienzos, así, por ejemplo, «Ingeborg Holm» (Sjöström, 1913), «El prófugo» (DeMille, 1914) y «Regeneration» (Raoul Walsh, 1915). Habrá que reconocer al menos que, aun cuando se ignoren olímpicamente los medios primitivos de representación, cuando surgió «El nacimiento de una nación» como un vendaval que arrambló con las taquillas, el lenguaje del cine llamado clásico contaba con casi un lustro de madurez.

En cuanto al supuesto clasicismo de este, desde luego, mojón incuestionable del cine que es «El nacimiento de una nación», también hay bastante que objetar, pues en el fondo su fulgurante impronta, como la de la inmediata y vanguardista «Intolerancia» (1916), apenas influyó en la tendencia general del cine de ningún lado del Atlántico (ni del Pacífico), más encarrilado, primeramente, por la narrativa de DeMille y de los grandes maestros escandinavos Sjöström y Mauritz Stiller, y después, por el cine alemán, con Friedrich Wilhelm Murnau a la cabeza, que por el arrebatado y muy idiosincrásico torrente de imágenes propio del sureño. La única excepción: el constructivismo soviético abanderado por Sergej Mixájlovich Ejzenshtéjn. Pues, en realidad, esos dos obeliscos griffithianos, lejos de poner de largo un medio que ya había conquistado unas formas específicas sumamente complejas, o de convertirse en canon a seguir, más bien sobrepasaban el lenguaje estándar y común de la época para proponer en cambio una obra marcadamente personal, y en última instancia inimitable, que elevaba al pionero al rango de primer gran autor y visionario cinematográfico, a la par que descubría derroteros expresivos y discursivos impensables hasta entonces (aquí sí cabe hablar de su influencia en los mejores y más despiertos directores).

En concreto, de esos rasgos rabiosamente propios del director, hay al menos dos que desentonan notablemente con el que Noël Burch bautizó, con mayor o menor fortuna, Medio de Representación Institucional, correspondiente en cierto grado a lo que con frecuencia la crítica y el público consideran (o consideraban hace veinte o treinta años) como, precisamente, cine clásico. La primera peculiaridad es la formidable proliferación de planos de que hacen gala las películas del caballero del Sur, absolutamente innecesaria desde el punto de vista del sistema canónico, encarrilado siempre a la funcionalidad narrativa; una proliferación, que si parece configurarse como macrocefalia formal, en realidad persigue intereses rítmicos, expresivos, discursivos, psicológicos… El primer ejemplo que citaremos, espectacular, es la conjugación de distintos espacios, repletos además todos ellos de personajes varios, para mejor multiplicar las perspectivas, hasta extremos inauditos, sobre un único acontecimiento: no otro que el trepidante asalto final a la cabaña de «El nacimiento de una nación». Otros ejemplos, más sutiles quizás, de esta abundancia de planos los podrían proporcionar: la distorsión temporal y el juego con las expectativas del espectador que subyacen en el magistral segmento del acoso de la hermanita Cameron por el soldado negro en el mismo mítico film; o también, la exasperación dramática de la alucinada secuencia en que Lilian Gish imagina que oye a su hermana ciega perdida en la urbe, y la oye de veras, en «Las dos huerfanitas» (1921); o ese auténtico remanso de la trama que es la glosa a la belleza virginal y victoriana de Lilian Gish, entonada mediante planos generales y planos detalle (sin importar para nada su adecuación al punto de vista, por cierto) al principio de «Corazones del mundo» (1918). O, en fin, con una meta predominantemente discursiva, la misma concepción de la monumental «Intolerancia», dividida en cuatro historias paralelas ¡y separadas por siglos!, con gran proliferación de espacios y personajes cada una.

El otro rasgo peculiar de Griffith que señalaremos aquí, tanto más remarcable, casi hasta lo extravagante, teniendo en cuenta que a Griffith muchas veces se le ha llamado el padre del cine (lo que en general no es; sí, si matizamos que fue referencia de la gran primera generación de la historia del cine: la que debutó a mediados y finales de los años 10), es su persistente, aunque ciertamente no total, equiparación del espacio cinematográfico con el espacio teatral. De hecho, todas sus películas, hasta la última y magistral «The struggle» (1931), suelen, en casi todas las secuencias, estructurar el espacio escénico mediante un plano general de situación, que se abandona certeramente para ofrecer planos más cercanos de los personajes y se recupera cuando la acción vuelve a exigir un cuadro más amplio. No sólo eso: el encuadre es muchas veces frontal respecto a la pared del fondo (frontalidad, todo hay que decirlo, menos presente en los exteriores), y los planos más cerrados y sus pertinentes contraplanos, cuando los hay, se ofrecen prácticamente siempre sobre el mismo eje (lo que conlleva que los planos subjetivos rara vez sean tales). En resumidas cuentas, Griffith construye sus decorados de forma tradicionalmente teatral y ubica su cámara siempre en la inexistente cuarta pared o, si acaso, avanzando perpendicularmente a ella, regla que se mantiene aun en las secuencias de exteriores. Y cuando se avanza o retrocede, no se usa el travelling, sino los cambios de plano (salvo casos muy concretos, como la persecución a los negros rebeldes en «El nacimiento de una nación», o la zambullida en el decorado babilónico de «Intolerancia»); elección significativa y determinante, pues los travelling tantas veces, en otras prácticas fílmicas, proporcionan al espectador la ilusión de moverse, de entrar en el espacio escénico. Y como quiera que la regla de la cuarta pared, ya lo hemos apuntado, se respeta escrupulosamente (salvo en contados momentos que, por ello mismo, adquieren toda su fuerza), los planos se mueven por un mismo eje o aproximados, de forma que tampoco el montaje le concede al espectador la sensación de ubicuidad. Esta teatralidad del cine de Griffith, tan asumida como brillante, se da de bruces con el llamado cine clásico, lo que, sin duda con mayor contundencia que sus argumentos victorianos, ya a principios de los años 20 llevaría al público a considerar al director rematadamente anticuado… y a nosotros, hoy en día, a creer que siempre anduvo ajeno a los modos y modas de sus contemporáneos, clásicos o no; y, como quiera que ya hace tiempo nos deslumbraron «Gertrud» (1964) e «India song» (1974), a considerar «The struggle» en particular como una de las películas más modernas de todo el cine americano.

Artículos relacionados :