Como quiera que en el cine actual cada vez hay menos donde rascar, los falsos prestigios brotan como setas. Y en concreto, en aras del lugar común de la decadencia de la cultura occidental, hace tiempo que desde estos lares se volvió la mirada hacia Oriente, donde la vitalidad económica es indiscutiblemente mayor, y la artística simplemente lo aparenta.
Por Fernando Usón Forniés
Si hace algo más de una década, el boom lo protagonizó el cine iraní, y más recientemente, el coreano, ahora, al parecer ahíta de tantos Panahi y Kim Ki-Duk (es que no hay quien los admire, o simplemente aguante, durante un tiempo prolongado), la crítica ha decidido volver la mirada a la cinematografía tailandesa. A las otras ya se les ha pasado el arroz. En efecto, “El tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas” (2010), estrenada por nuestros incultos distribuidores como “Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas” (algún día llegará en que en las librerías se vean ejemplares de “La cabaña de Uncle Tom”, “Mutter Courage y sus hijos” o “La dame de las camelias”), ha causado furor en el mundillo del cine y en numerosos festivales (nada menos que primer premio en Cannes, premio de la crítica en Sitges, etc.); y su director, Apichatpong Weerasethakul, en consecuencia, se ha convertido en el niño mimado de los críticos.
Vista la prensa que precede al film y visto éste por fin, el pasmo no puede ser mayor. Pues nos encontramos ante una película que, evidentemente, hace las delicias de la crítica más “comprometida”, aquélla que se relame con los tiempos lentos y se extasía con las ínfulas de autor, aquélla que no dudó en encumbrar a von Trier y que se sigue obnubilando con cada nueva entrega de, pongamos, los insuficientes Oliveira, Kiarostami o Hsaio-Hsien; pero una película que, en realidad, está lejos de valer lo que reluce: su brillo es el de la bisutería. El film de Weerasethakul, en efecto, parece ser muy meditado y muy rompedor; y sin embargo, a nosotros se nos antoja sumamente deslavazado y nada innovador. Ciertamente, no tenía ninguna obligación de revolucionar el cine, pero sí cabía exigirle, para empezar, cierta coherencia, y para seguir, ya que no unas mínimas dosis de talento, al menos, de oficio. Ni lo uno ni lo otro.
Para empezar, las diversas historias que articulan el film (en realidad, sólo tres, de las cuales quizá nada más que dos correspondan al tío en cuestión) no encuentran ningún nexo más allá de la pista proporcionada por el mero título, el cual, analizado el metraje, más bien parece puesto en plan de pitorreo; no se busque la unión, desde luego, por las imágenes. Ya la anécdota del hijo transformado en espíritu simio parece algo cogida por los pelos, pero la palma de la incoherencia se la lleva el cuento, metido con calzador o cosido como un retal, de la princesa fea, que, ya puestos, lo mismo podría haberse tratado del sastrecillo peleón o de la lechera resabiada. Ni aporta nada al devenir del tío Boonmee (perdón, de Uncle Boonmee), ni mucho menos al hipotético discurso del film (¿tiene alguno?). A pesar de todo, se debe hacer constar que se trata del mejor fragmento de esta cansina película, coronado por un magnífico plano subacuático que, por cierto, mucho le debe al glorioso travelling a ras de suelo en la ejecución de “La emperatriz Yang-Kwei-Fei” (1955), del gran Kenji Mizoguchi.
Lo peor de todo, sin embargo, es que la película, pese a la imagen de film d’art que desprende, está realizada con asombrosa negligencia. Más allá de algún buen plano ocasional (mencionemos el del fantasma velando el sueño de su hermana), varias cuestiones llaman la atención… y alarma que los arrobados críticos las pasen por alto, ensalzando este título como obra maestra, sólo por ser más aceptable que la mayoría. Por ejemplo, el escaso partido que la cámara del director saca de los tropicales paisajes; o aún peor, del paraje de la gruta, fotografiado expeditivamente, sin aura ni misterio, hecho tanto más reprobable por cuanto el lugar resulta ser crucial en la (rala) trama y en él parecen concitarse ciertos vectores fantásticos del film. O ahondando en la misma carencia, el chapucero (d)efecto especial en que la mano del sobrino pasa frente a la tía muerta, y ambos se superponen ¡revelando el fundido!, y rindiendo así, contraproducentemente, el cuerpo del sobrino vivito y coleando tan etéreo como el espectro de la tía. O, volviendo a la fotografía, que en los nocturnos haya planos donde literalmente no se ve nada (ni poner un foquito para crear un contorno en un personaje o un haz de luz; ¡vamos!), mientras, justo al contrario, los exteriores día se encuentran constantemente sobreexpuestos, casi quemados. O que en una película construida prácticamente sobre planos fijos de larga duración, los encuadres aparenten ser tan aleatorios como que, a veces, algunos de los (escasos) personajes en sus movimientos (parsimoniosos) llegan a apurar tanto el cuadro, que hasta se salen, ellos o partes de su anatomía, de él. O que la misma desgana se trasluzca en la disposición de los personajes: que en una película rodada en panorámico (1:1,85), aunque, mira por dónde, en el soporte de Super16mm. y no en 35mm. (pero, ¡qué impostura!), con cuatro gatos (perdón, cinco personajes, a veces tres) en planos e imágenes casi siempre fijas; que en una película así, un actor, al sentarse a la mesa, tape con el cogote el rostro de otro, sin ningún sentido estético (expresivo y dramático, ni soñarlo), simplemente no tiene perdón.
Chapucerías así no las habría admitido, ni se las habrían consentido, a un director de hace ochenta o cincuenta años con un mínimo de oficio. Quizás Weerasethakul, tan autor y tan genio él como tantos otros de las generaciones del ego subido, se sienta eximido de estas nimias contingencias.