CLASICOS DVD

 
Por: Fernando Usón

     La década de los ochenta fue para los aficionados al cine, y más aún para aquéllos que entonces comenzábamos a sentir esta pasión, quizás la época más dulce que se haya dado en este país. En primer lugar, la democracia recién estrenada trajo consigo el fin de las prohibiciones, por lo que no sólo se estrenaban todo tipo de películas

de la actualidad de entonces, sino que se recuperaban ¡en salas comerciales! títulos clásicos que la censura franquista había proscrito por ce o por be (de «El acorazado Potemkin» a «Viridiana», de «Ser o no ser» a «El imperio de los sentidos»), mientras otros se hacían accesibles, más restringidamente, vía filmotecas (de «The devil is a woman» a «La sal de la tierra»); y no sólo eso, en una época en que la distribución aún no estaba copada por las grandes multinacionales, paralelamente a las últimas bocanadas de las salas de arte y ensayo, se estrenaban otros títulos fundamentales que por los azares de la siempre caprichosa distribución patria no se habían «colado» en nuestro país en el momento de su estreno mundial («La noche del cazador», «La noche del demonio», «Senso», «La invasión de los ladrones de cuerpos»…). En segundo y no menor lugar, la televisión estatal tenía en nómina a excelentes programadores, gracias a los cuales era posible ver ciclos en horas punta (prime time, que se dice ahora) dedicados a Bergman, Renoir, Rossellini, Wellman, etc., y hasta algún que otro título aislado de Mizoguchi y Ozu; eso, por no hablar del cine-club de madrugada, de programación diaria y reservado a las películas en versión original y que incluía abundantes títulos mudos, europeos, japoneses, etc. (una de cuyas propuestas imborrables fue el doble ciclo simultáneo dedicado a Lang: películas americanas en horario familiar; las alemanas mudas en horario de madrugada ¡el mismo día!).

    Esta situación edénica fue poco a poco deteriorándose: por un lado, las multinacionales iban adueñándose de la distribución; por otro, la aparición de los canales privados defraudó las esperanzas puestas en ellos, al optar por la telebasura, animando de paso a Televisión Española a entrar en la misma dinámica y olvidar su vocación y obligación de ente cultural para precipitarla en la competencia pura y dura. Desventajas de la ahora llamada liberalización del mercado, antes conocida por capitalismo, aplicada a la cultura. Hoy por hoy se ha tocado fondo en lo que respecta al cine de accesibilidad inmediata: lo programado por las televisiones nacionales carece de entidad alguna (y cuando la tiene, se reserva a horarios imposibles y se le agrede con doblajes infames) y lo estrenado en los cines es en su mayor parte intelectualmente nulo, si no simplemente vomitivo. Un panorama desolador, y no sólo en cine, que dibuja una de las etapas de la historia reciente de mayor insuficiencia artística y vulgaridad mental.

    No obstante, dos hechos mantienen viva la ilusión del cinéfilo, la antorcha del cine, ofreciendo la posibilidad de acceder a los títulos señeros del que antes se consideraba el séptimo arte… aunque, triste es decirlo, con la mirada puesta fundamentalmente en el pasado. La primera línea, francamente minoritaria (pues el gran público parece detestar lo antiguo por su edad: una forma estupenda de mantenerse en la ignorancia), la constituye la programación en filmotecas, que nunca en España había sido mejor, llena de retrospectivas completas o casi completas de directores que antes eran simplemente una prometedora incógnita (no tanto Mizoguchi y Ozu, más Imamura, Naruse, Stiller, Sjöström, Has, etc.), y además, con la posibilidad de acceder a los grandes clásicos no en las desvaídas, rayadas copias antes habituales, sino con frecuencia en resplandecientes copias completas, restauradas gracias a la intensa actividad desarrollada al respecto en las últimas décadas.

    El segundo hecho, más popular y accesible, es la acusada abundancia de ediciones en DVD, donde los títulos apetitosos ya son legión y permiten conocer lo mismo clásicos del cine que modernos prestigiosos (tantos de ellos, ignotos comercialmente en España: Tarr, Sokurov, Zhang-ke, Garrel, etc.). Sin embargo, la proliferación de ediciones puede tener su lado negativo, no tanto porque apenas dé abasto al coleccionista (tanto da, sólo es cuestión de armarse de paciencia… y dinero), sino sobre todo porque impide el discernimiento entre lo fundamental y lo accesorio, especialmente, para nuevas generaciones que apenas han tenido la oportunidad de conseguir una formación básica en lo que al cine respecta; inconveniente que se crece ante la posibilidad de descargar los filmes del batiburrillo de Internet. Ya se sabe, la información forma un bucle donde la punta de la sobreabundancia enlaza con la esquina de la desinformación.

    Con el ánimo, arrogante quizás, de encender una luz que ayude a triar lo indispensable, inauguramos esta sección del Pollo Urbano, en la que rendiremos cuentas del estado de la videografía (y los transfer) de unos cuantos cineastas, algo menos de ochenta, que consideramos los mejores de la historia. Pensamos sinceramente que todo aquél que se plantee el cine como expresión artística, o mejor aún como modo expresivo específico, aprobará, si no todos, sí la inmensa mayoría de los cineastas que aquí aparezcan… aunque evidentemente la selección también está sujeta a criterios personales y habrá quien eche en falta determinados nombres: ¿qué habrá sido de Kubrick y Huston?, ¿Capra y Curtiz?, ¿Berlanga y Erice?, ¿Truffaut y Chabrol?, ¿Antonioni y Oliveira?, ¿Polanski y Wenders?, ¿Yimou y Kar-wai?, ¿Allen y Scorsese? Ciertamente todos ellos, y otros que no mencionamos, tienen obras valiosas, pero el hecho de ser más populares o nombrados no significa necesariamente que se encuentren entre los mejores, por lo que deberán ceder el paso a otros directores de obra cinematográficamente más productiva y apasionante: algunos igualmente populares, como Chaplin o Hitchcock, otros menos conocidos, como Borzage o Naruse, y otros más incluso casi ignotos, como Stiller o Dovzhenko.

    El listado irá apareciendo por aproximado orden cronológico y geográfico de directores y en él se podrá ir apreciando el innegable dominio de los clásicos sobre los modernos (más de la mitad de la lista debutaron en la remota época muda o en la lejana década de los treinta), quizás para escándalo de modernillos desinformados que, sin discriminación, toman lo antiguo por antigualla: desgraciadamente cada vez son más los que piensan, como diría Javier Marías, que el mundo ha comenzado el día de su nacimiento.

Asia Europa III Europa II Europa I USA y Canada II USA y Canada I ¿y fin? Mas clásicos

Asia

Satyajit Ray  Hiroshi Shimizu Kenji Mizoguchi Akira Kurosawa

Yasujiro Ozu  Shohei Imamura Mikio Naruse  Nagisa Oshima

 

   Finalizamos nuestro periplo cinematográfico en el continente asiático, completando un recorrido efectuado a la inversa del solar, de las tierras de occidente a las del sol naciente. Porque la inmensa Asia, en lo que al mejor cine respecta, casi se reduce a un minúsculo país: Japón. De hecho, esas cinematografías emergentes tan aclamadas hoy en día, sea la iraní, la coreana o la china, aún están pendientes de ofrecer un gran nombre irrefutable, y prácticamente están en pañales en comparación con la tierra de las geishas y los samuráis. «Nuestro cine soñado», decía hace años David Bordwell al referirse a una producción entonces poco promocionada y de la que se adivinaban maravillas. Y, en efecto, la mayor difusión del cine nipón no ha traído el desencanto, sino la confirmación de las esperanzas: aparte de ser el origen de dos de los genios indiscutibles del cine (Mizoguchi y Ozu), su producción media ha revelado a la que quizás sea, con permiso de Francia, la segunda cinematografía más brillante del orbe (la primera, al menos en época clásica, era desde luego Estados Unidos, por su rica cantera autóctona y su persistente importación de grandes cineastas); una cinematografía que incluso hoy sigue sacando a la luz nuevos talentos, hasta hace bien poco ocultos a los occidentales. Por fortuna, este entusiasmo por un cine que lo merece ha calado hondo también en nuestro país, hasta el punto de que, cosa rara, por una vez España se encuentra, en lo que a lo videográfico respecta, en primera línea mundial, o casi, gracias al esfuerzo editorial de fundamentalmente Filmax y en menor medida de otras compañías, como Notro, SAV, etc. Ahora bien, antes de poner el broche final a nuestra vuelta al mundo cinematográfico en el país de las maravillas, aún haremos una breve escala en otro de producción mamotétrica… y tétrica calidad media: a pesar de los pesares, la India guarda entre sus joyas uno de los nombres importantes del cine.

-India

Satyajit Ray



El bengalí es una auténtica rareza en un país cuyo cine está amodorrado por el folclore más ramplón, cuyos presupuestos estéticos no pueden ser más gruesos, ni los dramáticos más culebroneros, ni sus intereses más conformistas: un ejemplo de sensibilidad, de gusto estético y capacidad analítica y crítica… Aunque ciertamente él mismo tuvo que pagar peaje a la industria hindú y firmar obras de marchamo más popular, que son sin duda lo más insatisfactorio de su filmografía, véanse las aventuras o comedias tan supuestamente vitales como machaconamente soporíferas tipo «La piedra filosofal», «Las aventuras de Goopy y Bagha» o «El reino de los diamantes». Su obra, empero, raquíticamente difundida en España, rebosa de películas magníficas, muchas de ellas concentradas en los primeros años de su carrera, como si el bengalí, tras el impulso recibido por el francés Renoir, su declarado maestro, hubiera concentrado en sí todas las fuerzas latentes de una cinematografía que apenas había despegado. De sus abundantes películas las únicas presentes en el mercado ibérico son las que conforman la celebrada «Trilogía de Apu», que incluye su primer film y uno de los mejores, «La canción del camino», también conocida por su título original «Pather Panchali» (1955), así como las inferiores, pero aun así muy recomendables «El invencible» (1956) y «El mundo de Apu» (1959). Se trata de una presencia casi testimonial, cuando resulta que la obra del hijo del poeta Sukumar no se limita a su inevitable trilogía, sino que atesora otros títulos estupendos, casi todos acumulados al principio de su carrera: «El salón de música» (1958), «La diosa» (1960), «Tres hijas» (1961), «Charulata» (1964), «Noches y días en el bosque» (1969), «El adversario» (1970), «Un trueno lejano» (1973), y «El mundo de Bimala» (1984), que, por cierto, es la única de sus películas que conoció estreno comercial en España. A ellas quizás se podrían añadir las prometedoras «Kanchenjungha» (1962), «La gran ciudad» (1963) y «El héroe» (1966).

La recomendación. La «Trilogía de Apu» ha sido editada por Divisa en copias de nitidez y contraste perfectos, y aunque presentan la tara de alguna nieve ocasional, esto no llega a deslucir la excelente calidad de las mismas. La mejor del trío es evidentemente «La canción del camino», uno de los mejores Ray, y se debe adquirir inexcusablemente.

-Japón

Kenji Mizoguchi



El más grande director japonés, desde luego el de obra más rica y diversa y, con permiso de Ozu, el que llegó a utilizar formas y estructuras más radicales, aún hoy de una pasmosa modernidad, está bastante bien representado en el mercado, máxime teniendo en cuenta que hace apenas unos diez años su obra se conocía en España a cuentagotas. En concreto, hay editado algo más de la mitad de su corpus conservado, y a la espera de nuevos lanzamientos, queda de momento un hueco muy importante que rellenar, el de sus primeros años de actividad, es decir, su época muda y sus primeros pasos en el cine sonoro. Por fortuna, son muchas las películas rodadas a partir de 1936 asequibles para el cinéfilo, eso sí, como de costumbre, con copias de calidad variable… aunque en este caso parezca más justificable, por la dificultad de acceso a algunos títulos y porque los mismos japoneses no parecen haberse molestado demasiado en emprender una política exhaustiva de restauración de sus tesoros cinematográficos. Así las cosas, iluminan los estantes de DVDs obras maestras como «Elegía de Naniwa» (1936), «Historia del último crisantemo» (1939), «Los leales 47 ronin», también conocida como «Los 47 samuráis» (1941-1942), «Amor en llamas» (1949), «La Señorita Oyu» (1951), «La vida de Oharu» (1952), «Cuentos de la luna pálida» (1953), «La música de Gion» (1953), «El intendente Sansho» (1954), «Los amantes crucificados» (1954) y «La calle de la vergüenza» (1956); y también comunican su brillo otras buenas o extraordinarias películas, tales como «Las hermanas de Gion» (1936), «Utamaro y sus 5 mujeres» (1946), «El amor de la actriz Sumako» (1947), «Mujeres en la noche» (1948), «La mujer crucificada» , también conocida por el más acertado título de «Una mujer de la que se habla» (1954) y «La emperatriz Yang Kwei-Fei» (1955). Como quiera que la calidad media de Mizo-san es de una altura de vértigo, las ausencias reseñables son casi todas, así que recordemos, confiando en que no tarden mucho en editarse en España: «La marcha de Tokio» (1929), «El hilo blanco de la catarata» (1933), «La virgen Oyuki» (1935), «Miyamoto Musashi» (1944), «La victoria de las mujeres» (1946), «La dama de Musashino» (1951), «El héroe sacrílego» (1955), y muy especialmente: su última película muda y, a falta de poder juzgar algún título invisible y tantos desaparecidos, primera obra maestra del artista, «Osén de las cigüeñas» (1935); su gran tesoro oculto y una de sus mayores cumbres, de tan tortuoso acceso (¿cómo es posible que esta obra capital de todo el cine ¡nunca! haya disfrutado de una distribución normalizada en ningún país occidental?), «El valle del amor y la tristeza» (1937); y la también magistral y un poquito más conocida «Retrato de la Señora Yuki» (1950). Entretanto, los aficionados pueden pasearse por un verdadero jardín de las delicias, lleno de sorpresas y hallazgos a cada vuelta de esquina… es decir, a cada corte de plano, a cada giro de cámara, a cada puerta que se abre, a cada nuevo ademán.

La recomendación. Todas las obras maestras del adalid de las mujeres y, según dicen, tirano de sus actrices son imprescindibles, destacando especialmente, por la espléndida calidad de las copias: «Elegía de Naniwa» (presentada por Notro en quizás la más perfecta edición de un Mizoguchi); ese monumento del cine, toda una experiencia radical e inmarchitable, que es «Los leales 47 ronin» (calentita, recién lanzada por Filmax, con imagen impecable, aunque con sonido algo zumbón); la delicada e injustamente olvidada «Amor en llamas» (Filmax); así como, editadas por SAV, la admirable «La Señorita Oyu», esas dos cimas del séptimo arte que son la arrebatadora «Cuentos de la luna pálida» y la impresionante «El intendente Sansho», la conmovedora «Los amantes crucificados» y, en fin, su última palabra sobre las prostitutas y broche final de tan excelsa filmografía, «La calle de la vergüenza». Luego, en copias lejos de definitivas, pero aún así ineludibles por su pasmosa envergadura, se yerguen «Historia del último crisantemo», en edición por desgracia muy, pero que muy mejorable; y, claro está, «La vida de Oharu», otra de las obras capitales que le donó al cine nuestro hombre y uno de los más intensos y amargos melodramas jamás rodados, negro como boca de lobo.

Yasujiro Ozu



Con el cineasta amante del sake tenemos una situación incluso mejor que con la del cantor de las geishas: una muy buena porción de su filmografía (veintidós obras) ya se puede encontrar en los comercios y los títulos importantes por recuperar se cuentan con los dedos de la mano. En concreto, en el caso del cronista de la clase media nipona y poeta del discurrir de la existencia, a la cabeza de sus películas disponibles se sitúan películas magistrales como «Historia de hierbas flotantes» (1934), «El hijo único» (1936), «Una gallina al viento» (1948), «Primavera tardía» (1949), «Las hermanas Munekata» (1950), «Principios de verano» (1951), «Cuentos de Tokio» (1953), «Primavera precoz» (1956) y «La hierba errante» (1959), remake con sonido y en color del primero de los filmes citados. Pero, como quiera que el talento de Ozu, como el de Mizoguchi, siempre brilló a gran altura, no conviene olvidar otros títulos magníficos como «He nacido, pero…» (1932), «Hermanos y hermanas de la familia Toda» (1941), «Había un padre» (1942), «Historia de un vecindario» (1947), «El otoño de la familia Kohayagawa» (1961) y el melancólico broche final de su carrera, «El sabor del sake» (1962). En menor medida, también son apetecibles algunos otros títulos de la recta final de su carrera, que, pese a ser considerados por los entusiastas del director entre su obra más significativa y prestigiosa, a nosotros nos parecen algo menores (lo que en Ozu significa que, aun así, son buenas películas)… y quizás demasiado encorsetados en el personalísimo sistema formal tan característico del director y tan justamente admirado por cinéfilos y cineastas: «Flores de equinoccio» (1958), «Buenos días» (1959) y «Otoño tardío» (1960). Y una buena noticia: para mayo de este 2008 se anuncia el lanzamiento de los dos títulos de madurez que faltaban, las soberbias «El sabor del té verde con arroz» (1952) y «Crepúsculo de Tokio» (1957). Así que, para que la relación Ozu-DVD sea edénica, sólo quedan por incorporar un ramillete de películas de campanillas de su época muda: «¿Dónde están los sueños de juventud?» (1932), «Amad a la madre» (1934), «Un albergue en Tokio» (1935) y, muy especialmente, la primera obra maestra del director, la asombrosa «Mujer de Tokio» (1933).

La recomendación. Las tres obras magnas del retratista de los objetos son «Primavera tardía», «Cuentos de Tokio» y «Primavera precoz». Las dos primeras están ofertadas por SAV en copias bastante mejorables, de nitidez raquítica y con abundantes temblores, y si no fuera porque estas dos cimas del cine son imperativas para cualquier aficionado, casi aconsejaríamos esperar a futuras y mejoradas ediciones. Por fortuna, la sombría «Primavera precoz» la presenta Filmax en una copia excelente que hace inexcusable su adquisición. Ahora bien, cualquier aproximación al maestro resultaría incompleta sin «El hijo único», una de sus mejores y más emocionantes películas (en buena edición de Filmax), así como sin la inolvidable «Una gallina al viento», situada justo antes de comenzar su etapa más prestigiosa y que, no por atípica de su director (según los críticos de guión), deja de ser magistral. La comercializa Notro en un doble DVD, de calidad bastante mejorable y que también incluye, en apuesta no demasiado lograda, la primeriza y muy inferior «El coro de Tokio» (1931). Aunque podríamos seguir, finalicemos las recomendaciones con el doblete formado por «Historia de hierbas flotantes» y «La hierba errante», pues permite el fascinante ejercicio de contrastar una de las mejores películas mudas con una de las mejores últimas del cineasta, rindiendo casi imposible la resolución del juego de la comparación entre el original y el remake, pues ambos son excepcionales. El film de 1959 cuenta, además, con el añadido de un antológico trabajo cromático del mayúsculo operador Kazuo Miyagawa, habitual colaborador de Mizoguchi, en su único e inolvidable encuentro con Ozu.

Mikio Naruse



Decididamente menos genial que Mizoguchi y Ozu, y algo más irregular, el cineasta nacido en Tokio resulta también menos afortunado de cara a la distribución que sus compañeros de generación, pues sólo hay cinco títulos editados en España de las decenas y decenas que rodó (y se conservan)… y tampoco en el extranjero la situación parece mejor. Por fortuna, todos los títulos comercializados son magníficos; en concreto: «Madre» (1952), «La voz de la montaña» (1953), «Nubes flotantes» (1955), «Cuando una mujer sube la escalera» (1960) y su último film, «Nubes dispersas» (1967). Ahora bien, el talento de este gran director, que cuidaba cada plano y cada gesto de sus actores con una delicadeza como de pincelada de sfumato, o mejor, de caligrafía, está lejos de reducirse a estos cinco títulos, así que esperemos que Filmax no lo olvide en próximas colecciones de cine japonés y rescate títulos igualmente extraordinarios, como «Tres hermanas de corazón puro», «Mujer, sé como una rosa», «La muchacha en boca de todos», los tres pasmosamente fechados en el mismo y fructífero año de 1935, «El almuerzo» (1951), «Esposa y amante» (1961), «Crónica de una trotamundos» (1962)… y quién sabe cuántas películas más a la espera de ser exhumadas para un reconocimiento que a buen seguro merecen.

La recomendación. Las cinco películas de Naruse en el mercado son excelentes, pero, puestos a elegir, a pesar de que la calidad de imagen de las dos primeras no es ni mucho menos perfecta, quedémonos con el «Pack Mikio Naruse» que incluye «Madre», «Nubes flotantes» y «Nubes dispersas»; ello, por tratarse, respectivamente, de su película más popular (en occidente), de su casi unánimemente reconocida obra maestra y del film que clausuró su brillante filmografía. Además, si «Madre» parece conectar con el neorrealismo italiano, «Nubes flotantes» destila ¡en 1955! una pasmosa y precursora modernidad que «Nubes dispersas» no hace sino confirmar. Y otro aliciente: cada una de ella cuenta con sendas extraordinarias actrices japonesas de generaciones sucesivas, que confirman que la calidad de los intérpretes nipones no ha tenido igual a lo largo y ancho del orbe en todo el siglo XX: la excelsa Kinuyo Tanaka, actriz favorita no sólo de Naruse, sino también de Mizoguchi y de Ozu (¡qué currículo!) y evidentemente una de las más grandes de todo el siglo, protagoniza «Madre»; la gran Hideko Takamine, paradigma de versatilidad e intensidad, encarna, con pasión y desencanto en difícil equilibrio, a la obsesionada heroína de «Nubes flotantes»; y finalmente la menos conocida, pero también magnífica Yoko Tsukasa en «Nubes dispersas» da cuerpo y alma al último retrato femenino de un director que ofreció una de las galerías más ricas e impresionantes del cine.

Hiroshi Shimizu



El cine japonés sigue guardando cartuchos en la recámara y continuamente afloran por las filmotecas, las colecciones o los comercios directores importantes, ignorados hasta hace poco, o casi, en occidente. Claro está, que no todos alcanzan la relevancia de los cineastas más reconocidos y, así, por ejemplo, si las filmografías de Kobayashi y Okamoto no han resultado finalmente tan extraordinarias como había cabido esperar, la de Suzuki se intuye quizás demasiado irregular. No obstante, persisten dudas razonables sobre otros directores poco difundidos, y quién sabe si esta lista sería más amplia, si se conociera a fondo la obra de Yamanaka, Gosho, Ichikawa, Kinoshita o Yoshida. Hay un nombre que ejemplifica como ninguno la necesidad de dejar en suspenso una valoración definitiva del cine japonés: se trata de una de las últimas revelaciones, Hiroshi Shimizu (no confundir bajo ningún concepto con el actual Takashi, responsable de la discutible «La maldición»); y tan de las últimas, que es imposible encontrar ningún título suyo en DVD en ningún país occidental, ni siquiera por Internet. Pese a haber debutado en la época muda, su descubrimiento por los aficionados españoles (y, por poco, occidentales) es tan tardío que se fecha ¡en 2006!, año en que un imperativo ciclo recorrió diversas filmotecas españolas, con una escasa selección de una decena de entre las más de cien películas que, según se cuenta, llegó a rodar. Como quiera que dicho ciclo no llegó a Zaragoza, el responsable de esta sección sólo consiguió ver cuatro títulos, pero el hecho de no haber podido visionar otras obras tan prometedoras como prestigiosas (en su país, claro), unido a que las vistas presentan una calidad media altísima, más la admiración hacia Shimizu declarada nada menos que por Ozu y Mizoguchi, justifica el voto de confianza dado a este ilustre desconocido para incluirlo entre los grandes. En concreto, si «Sr. Gracias» (1936) es una película simplemente correcta y agradable, «El señor Shosuke Ohara» (1949) es innegablemente un buen título, mientras que «Notas de una cantante ambulante» (1941) y «Los niños de la colmena» (1948) son decididamente excepcionales. Después de su exhumación, Shimizu, como el humo del incienso, parece haberse evaporado de nuevo.

La recomendación. Practicar la paciencia. Es una virtud Zen…

Akira Kurosawa



Con el director samurai saltamos a la generación de directores que comenzaron a trabajar en los años cuarenta. Kurosawa fue, en concreto, desde la siguiente década y gracias fundamentalmente a la celebérrima «Rashomon» (1950), la avanzadilla en occidente del cine nipón. En buena lógica, también lo ha sido en su difusión videográfica, pues ya hace tiempo que Filmax lanzó gran cantidad de sus películas, a las que constantemente se han ido añadiendo otras (también por otras distribuidoras), hasta el punto de que casi todas las treinta que filmó conocen distribución actual. Una situación casi inmejorable, con sólo una ausencia reseñable: la menospreciada, pero intensa «Rapsodia en agosto» (1991). Tan encomiable proliferación de títulos permite deshacer algunos equívocos siempre difundidos sobre el cineasta, empezando por el sambenito de ser el más occidentalizado de los grandes directores japoneses: cierto, algunas películas suyas pueden serlo, pero no más que otras de Mizoguchi, Naruse y Ozu… y, por otro lado, otros filmes suyos resultan tan irreductiblemente japoneses como el que más. El segundo grave malentendido es suponer que su obra comienza con la magnífica y justamente alabada «Rashomon», pues los primeros años de su carrera son de una vitalidad creativa y de una potencia expresiva asombrosas, que bajo ningún concepto cabe empequeñecer como un simple período de aprendizaje: para demostrar lo dicho, ahí se yerguen airosas «No añoro mi juventud» (1946), «Un domingo maravilloso» (1947), «El ángel ebrio» (1948), «Duelo silencioso» (1949), «El perro rabioso» (1949) y «Escándalo» (1950), todas ellas disponibles en copias de calidad. Luego, tras «Rashomon», conforman la fecunda etapa de madurez otros títulos magníficos, como «El idiota» (1951), «Vivir» (1952), «Los siete samuráis» (1954), aunque ésta nos parezca inferior a la fama de que disfruta, así como «Crónica de un ser vivo» (1955), «Trono de sangre» (1957), «Bajos fondos» (1957), «Los canallas duermen en paz» (1960), «El infierno del odio» (1963) y «Barbarroja» (1965). Entre las películas de su última y más dispersa etapa, tras la grave crisis personal sufrida por el cineasta, destacan «Do-des-ka-den» (1970) y las míticas «Dersu Uzala» (1975) y «Ran» (1985). A disfrutarlas.

La recomendación. Curiosamente las dos mejores películas de Kurosawa lo hermanan con Shakespeare, en dos ejemplos supremos de mestizaje cultural: «Los canallas duermen en paz», pese a su apariencia de cine negro, tiene muchos puntos de contacto con «Hamlet», mientras que, un poco al contrario, «Trono de sangre», adaptación confesa de «Macbeth», es sin embargo una de sus películas que más a fondo ha explotado los modos de representación autóctonos de Japón. Las dos las distribuye Filmax: «Los canallas duermen en paz» en una copia impecable; no tanto «Trono de sangre», pero la altura y fuerza de ésta, la obra maestra del samurai del cine, bien merece que se pasen por alto algunas pequeñas imperfecciones.

Shohei Imamura



La siguiente generación de cineastas japoneses, coetánea de la Nouvelle Vague francesa, recibió de hecho el nombre en su país de Noberu Bagu. Como sus colegas europeos, los nipones imprimieron un cambio de rumbo radical respecto al cine de sus mayores, incorporando técnicas más libres y enarbolando una mayor potencia discursiva, mucho más airada y virulenta que en el caso de los galos. Por fortuna, al igual que sus colegas franceses y a diferencia, por ejemplo, de la contemporánea generación de la televisión estadounidense, los nuevos aires vinieron impulsados por una absorción a fondo del lenguaje cinematográfico, que incidió en que, si bien el grupo no llegó a ser comparable con sus mayores (tarea ardua, por lo demás), al menos no desmereció de ellos y llegó a aportar al séptimo arte dos nombres fundamentales. El primero es otro tokiota: el burlón, cáustico Imamura. Este cineasta presenta la peculiaridad de tener una primera etapa, que finaliza con la década de los sesenta, casi desconocida en nuestro país, para luego, a partir de 1979, contar, caso excepcional, con todas sus películas estrenadas en España. De hecho, todo lo disponible en DVD pertenece a esta amplia etapa del director, destacando buenas películas como «La balada de Narayama» (1983), «La anguila» (1997) y su aportación, sin duda la mejor junto a la de Gitai, al film colectivo «11 de septiembre» (2002), dominadas las tres por las extraordinarias «La venganza es mía» (1979) y «Agua tibia bajo un puente rojo» (2001). Sin embargo, todavía son unas cuantas las películas necesarias de recuperar, muchas de su etapa «invisible»… aunque no todas: «Intenciones de matar» (1964), que es una de las cimas de su responsable, la magnífica «Los pornógrafos» (1966), el semidocumental «Desaparece un hombre» (1967), el sensual fresco panteísta «El profundo deseo de los dioses» (1968), la tragicómica «Dr. Akagi» (1998) y, sobre todo, la ausencia más imperdonable de todas, quizás su mejor película, la conmovedora e impresionante «Lluvia negra» (1989), su alegato contra el lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima y sus consecuencias, una película de visión obligatoria para cinéfilos y no cinéfilos que debería proyectarse en todos los colegios e institutos, sin más.

La recomendación. El mejor Imamura en el mercado es sin duda «La venganza es mía», presentada en una magnífica copia por SAV. Este título resulta además una aproximación ideal al universo del japonés, pues hace gala de toda la rabia característica de su autor, más que atemperada, azuzada por su feroz ironía, además de ser un firme puente entre sus dos etapas, caracterizada la primera por estrategias formales más convulsas y la segunda por una conquistada serenidad… aparente.

Nagisa Oshima



Sólo un año después que Imamura, en 1959, debutó el director nacido en Okayama. Oshima, pese a la notoriedad cosechada durante su etapa occidental de los setenta y ochenta, casi había desaparecido del mapa de la distribución, pero, por fortuna, los tiempos del DVD le han traído una necesaria reivindicación a éste, el cineasta más arriesgado de su generación y de los más de todo el cine, cuyo arrojo ha deparado numerosos placeres y hallazgos… aunque también algún que otro fiasco (como la discutible «Diario de un ladrón de Shinjuku», 1968). Siete títulos presentes sobre un total de casi treinta, eso sin contar sus numerosos trabajos para televisión, no es ciertamente mucho, pero sí bastante, cuando se compara con el desierto de hace pocos años; y más todavía, cuando dos de esos títulos, «El entierro del sol» (1960) y «Feliz Navidad Mr. Lawrence» (1983), son muy recomendables, mientras los otros cinco son simplemente excepcionales: la primeriza «Historias crueles de juventud» (1960), la impactante y convulsa «Violencia a pleno sol» (1966), su díptico del escándalo, la sexual «El imperio de los sentidos» (1976) y la fantasmagórica «El imperio de la pasión» (1978), y, faltaría más, su último y magistral film, «Gohatto», también conocido como «Tabú» (1999). Confiemos en que se sigan recuperando otras películas ausentes del director, con a la cabeza jalones tan importantes como «Muerte por ahorcamiento» (1968), «El niño» (1969) o «La ceremonia» (1971).

La recomendación. Cualquiera de las películas presentes, y en particular las dos mejores, serviría para certificar ese cruce tan particular entre Eros y Thanatos que es el sello más reconocible de su autor. «El imperio de los sentidos», en concreto, presentada por Filmax en una copia aceptable, es una película imprescindible y anonadante, un film-escándalo de su época que sigue conservando intacta toda su capacidad de subversión y desasosiego. De adquisición obligada, sin peros que valgan, es la fascinante «Gohatto», distribuida por Lauren Films en copia impecable, y que tiene el valor añadido de ser el último trabajo de Oshima por el momento… y quizás definitivamente, dada la avanzada edad del director. Esta bellísima película, una de las más grandes de los últimos tiempos, consigue la difícil proeza de alcanzar el equilibrio entre delicadeza y brutalidad, y presenta una trama tan escurridiza que consigue que acabemos desentendiéndonos de ella para concentrarnos en la crepuscular belleza de sus imágenes y la vigorosa potencia de su discurso. (…Y, tangencialmente, deja en ridículo a esa película de similares primeras intenciones, sólo primeras, que es la cacareada «Brokeback mountain»).

 

Europa. Tercera parte.

Alfred Hitchcock  Roberto Rossellini  Serguei Eisenstein

David Lean Luchino Visconti  Dziga Vertov

Terence Fisher Mario Monicelli  Aleksandr Dovzhenko

Jack Clayton  Federico Fellini  Andrei Tarkovsky

Luis Buñuel Theo Angelopoulos

Antes de volar en la próxima entrega al continente asiático, en ésta finalizamos nuestra rememoración de cineastas europeos, ciñéndonos a la periferia geográfica y cinematográfica del continente y trazando por tanto un arco imaginario que va desde Gran Bretaña a Rusia y pasa por las estaciones mediterráneas de España, Italia, Grecia y Ucrania. No obstante, dos puntualizaciones. Primera: no por una incorrección diplomática, sino porque los cineastas británicos de la lista son todos ingleses, hemos preferido encabezar el apartado correspondiente bajo el epígrafe de Inglaterra y no de Reino Unido. Y segunda: un poco al contrario, por razones históricas, hemos optado por agrupar a los cuatro cineastas de los dos países eslavos aquí presentes bajo el epígrafe de la extinta Unión Soviética. La razón es que todos ellos iniciaron su andadura cinematográfica bajo la dictadura del proletariado y, aunque acabarían por distanciarse de las corrientes y dictámenes oficiales del régimen, en sus primeras películas hay una evidente glosa y adhesión, como mínimo aceptación, de la idea revolucionaria, por lo que los cuatro se asimilan a una corriente, un momento histórico, un estado de localización temporal muy precisa que responde a unas siglas: URSS.

Inglaterra

Alfred Hitchcock



¿Qué decir del orondo, parsimonioso y burlón director? Que es el mago del suspense es poca cosa, casi parece un chiste, pues sus películas admiten tantos niveles de lectura y a tanta profundidad, que al menos en sus mejores logros se cuentan entre las más complejas y polifacéticas experiencias que ha ofrecido el cine y, por lo demás, cualquier otra arte. Que es uno de los más grandes cineastas que han existido es rigurosamente cierto, pero incluso esto sabe a poco, al hablar de un hombre que dominó y utilizó a fondo prácticamente todos los resortes de este medio tan rico y complejo, hasta el punto de que el brillante analista J. E. Tarnowski llegó a referirse a él como… el hombre que sabía demasiado. La grandeza de Hitchcock aún resulta más admirable, si se considera que sigue atrayendo a numeroso público en igual medida que Madeleine imantaba a Scottie Ferguson; fascinación, por si fuera poco, prolongada a lo largo de más de ochenta años ininterrumpidos. Así las cosas, es evidente que el católico londinense es y seguirá siendo uno de los reyes del mercado videográfico. No podía ser de otra manera. Procedamos cronológicamente. Las películas de su etapa inglesa cunden (y digo cunden: hasta seis ediciones distintas hay de algunos títulos) sobre todo en lanzamientos de pequeñas firmas, por lo general poco cuidadosos: baste con pensar en cómo Suevia presenta las películas mudas con copias de muy deficiente calidad a las que encima les faltan anchas bandas del encuadre (algunas parecen estar dirigidas por un tal Fred Hitchcock). Por fortuna, de su período silente, el paquete lanzado al alimón por Studio Canal y Universal «The Hitchcock Collection» presenta en copias excelentes «El ring» (1928), «The Manxman» (1929) y su mejor película muda, la extraordinaria comedia «La mujer del granjero» (1928). Este mismo paquete nos introduce en los primeros años del Hitchcock sonoro con un par de títulos menores, aunque estimables (es hora de decir que el inglés sólo rodó una película mala sin remisión: «Juno and the peacock»), y sobre todo con la excelente «Lo mejor es lo malo conocido» (1931), casualmente otra comedia. Como colofón, ofrece una copia magnífica de… ¡»Enviado especial»! ¡Qué descoloque! Continuando con la carrera británica del hombre de la silueta, Universal propone un DVD excepcional de la magistral «La muchacha de Londres» (1929), disco que incluye las dos versiones del film, muda y hablada. Por cierto, que la que Suevia distribuye como «Chantaje» es en realidad la misma película en peor copia, sólo que usa la traducción literal del título original. Aparte, Filmax presenta remasterizadas con muy buena calidad la magnífica «Inocencia y juventud» (1937) y dos de los mejores títulos insulares del londinense, «39 escalones» (1935) y «Alarma en el expreso» (1938). Por desgracia, no hay, que sepamos, buenas copias de algunas películas soberbias: «Easy virtue» (1927), «Asesinato» (1930), «El agente secreto» (1936) y, sobre todo, el primer e inolvidable «Sabotaje» (1937), que por cierto nada tiene que ver con el que al poco rodaría en América.

Ahora bien, por muy brillante que sea su filmografía británica, Hitchcock no alcanzaría la plenitud de sus colosales facultades hasta su llegada a Hollywood. Allí no rodó ni una sola película mediana y sí en cambio una cantidad abrumadora de obras extraordinarias. De la etapa que comienza con Selznick y acaba en la Warner, destacan poderosamente las magistrales «Rebeca» (1940), «Enviado especial» (1940), «La sombra de una duda» (1943), «El proceso Paradine» (1947) y «Extraños en un tren» (1951), y en menor medida, y aun así son magníficas, «Sabotaje» (1942), «Náufragos» (1944), «Recuerda» (1945) y «La soga» (1949). Lástima, que dos filmes tan admirables como «Sospecha» (1941) y «Atormentada» (1949) y que una de sus indiscutibles obras maestras, «Encadenados» (1946), se oferten, de momento, en copias deficientes; y lástima también que «Yo confieso» (1952) y «Crimen perfecto» (1953) estén secuestradas por Warner. Luego, llegando a su etapa Paramount, aquélla que atesora la mayor cantidad de cumbres del arte de nuestro hombre, y ya hasta el final de su carrera, nos topamos con el espinoso asunto de los formatos. Sí, Universal ataca de nuevo. Pues si aquéllas películas rodadas en sistema VistaVision eran originalmente panorámicas, no lo eran las demás, así que hagamos pública nuestra consternación por el hecho de que las copias supuestamente restauradas de esas dos cimas del cine que son «La ventana indiscreta» (1954) y «Psicosis» (1960) se presenten mutiladas horizontalmente por la major (y mayor) terrorista… por mucho que pretendan camelarnos con la multitud de extras de la edición conmemorativa de la segunda, que, al menos, es un consuelo, incluyen el genial trailer original del film. Para rizar el rizo, otras dos cumbres, «Los pájaros» (1963) y «Marnie» (1964), rodadas en formato apaisado, se comercializan ¡en formato cuadrado! Ya parece mala leche. Y algo similar podría decirse de sus últimas cuatro películas, entre las que sobresalen con fuerza la amarga, incomprendida y tantas veces agredida «Topaz» (1969) y la guasona y más aceptada «Frenesí» (1972). Bueno, por fortuna, nos quedan en copias soberbias, más respetuosas y recién restauradas, «Atrapa a un ladrón» (1954), «Pero, ¿quién mató a Harry?» (1955), «El hombre que sabía demasiado» (1956), «Vértigo» (1958) y, distribuida por MGM, «Con la muerte en los talones» (1959). Y un nuevo varapalo, éste para Warner: ¿a qué espera para lanzar otra de las cumbres del maestro, «Falso culpable» (1957)? Claro, que casi se puede ahorrar la molestia, si, como parece que ya ha hecho en su lanzamiento internacional, la va a presentar «panoramizada». El despanoramizador que la despanoramice, buen despanoramizador será…

La recomendación. No puede haber ni una, ni dos, ni únicamente tres, tratándose de esta especie de Mozart del cine. Comencemos con el paquete «The Hitchcock Collection» (Studio Canal y Universal), por incluir en copias impolutas su mejor película muda, «La mujer del granjero», y una de sus más destacadas iniciales películas americanas, «Enviado especial». Luego, sobresale «La muchacha de Londres», distribuida por Universal, por la excepcional calidad del lanzamiento y presentar además las dos versiones de una película esencial en la evolución de su director, mucho más que la previa «El enemigo de las rubias» (1925)… y, a la sazón, fundamental en el incipiente cine sonoro. Y para finalizar con su etapa inglesa, resaltemos la cima de ella, la irresistible «Alarma en el expreso»… eso sí, en la copia de Filmax. Ya en América, destaquemos tan sólo las obras maestras editadas en copias impecables: la inaugural «Rebeca» (Manga Films), otro de los puntos de inflexión cruciales en la carrera de Hitchcock; la maravillosa y familiar «La sombra de una duda» (Universal), una de sus cinco o seis mejores películas y sin duda uno de sus títulos más libres; la intensa «El proceso Paradine» (Manga), que es mucho más que un boceto de «Vértigo»; la desbordante «Extraños en un tren», que Warner distribuye en un disco de doble cara con las versiones inglesa y americana del film, aunque las diferencias entre una y otra no resulten muy sustanciales… Recuperemos el resuello para adentrarnos en su gloriosa etapa de 1954 a 1964. Nos gustaría recomendar aún más títulos, pero los malditos formatos destierran un puñado de obras maestras y, en concreto, quedan: «Atrapa a un ladrón» (Paramount), cuya aparente modestia y su inopinada inclinación a la comedia no deberían impedir reconocer sus desbordantes virtudes; distribuida por Universal (originalmente Paramount), «El hombre que sabía demasiado» (la versión con James Stewart, claro está: no confundir con la previa inglesa, que es muy inferior), por ser una de las cumbres indiscutibles de su cine y tratarse del Hitchcock más completo, el que mejor agrupa y desarrolla todas las tendencias relevantes en su obra; «Vértigo» (Universal, en origen Paramount), simplemente una de las cumbres del cine y de todo el arte del siglo XX (ahí queda eso); y finalmente, «Con la muerte en los talones» (MGM), menos honda que los títulos precedentes, pero siempre reconocida como el Hitchcock que con más fruición ha exprimido la proverbial faceta lúdica del cineasta.

David Lean



Tan deslumbrante es el fulgor de Hitchcock que muchos aficionados, en parte impulsados por unas desafortunadas declaraciones de Truffaut, han llegado a creer que el cine británico se reduce al director gourmet. Nada más lejos de la realidad, y uno de aquéllos que con mayor contundencia refutan tal teoría es el popular David Lean. Su gran fama la debe especialmente a las grandes superproducciones a las que se entregó en la segunda mitad de su carrera, pero la primera, centrada en películas más familiares (por comparación) es igualmente brillante y, gracias al prestigio de la etapa más conocida, se ha ido recuperando poco a poco para el aficionado español, hasta el punto de que casi toda la quincena aproximada de largometrajes que firmó el británico se ha llegado a comercializar en nuestro país. Del período inglés brillan en los estantes películas excelentes como «Breve encuentro» (1945), «Oliver Twist» (1948), «Amigos apasionados» (1949) y «Madeleine» (1950), aunque «Cadenas rotas» (1946) parece estar descatalogada y «La barrera del sonido» (1952) y «El déspota» (1954) simplemente sin editar. De su etapa internacional siguen al pie del cañón, en ediciones repletas de extras, las no menos extraordinarias «Lawrence de Arabia» (1962), «Doctor Zhivago» (1965) y «La hija de Ryan» (1970). Por desgracia, uno de sus mejores filmes, la culminación de su obra en muchos sentidos, la postrera «Pasaje a la India» (1984), está descatalogada. En cuanto a las míticas «Locuras de verano» y «El puente sobre el río Kwai», algo teníamos que decir, se nos permitirá detestarlas… cordialmente.

La recomendación. De su primera etapa cabía esperar que nos decantáramos por «Breve encuentro», pero preferimos hacerlo por «Madeleine», una estupenda película repleta de sensualidad y vitriolo a partes iguales que tangencialmente demuestra que la obra de un cineasta rara vez se reduce a sus títulos más prestigiados y difundidos. La edita Filmax en una copia, lejos de la excelencia, pero aceptable. De su etapa internacional, ante la desaparición de la intensa «Pasaje a la India», «Lawrence de Arabia» (Sony Pictures) es una magnífica elección, que demuestra con elegancia que la espectacularidad no está reñida con la calidad… ni la aventura con el melodrama, ni la épica con el intimismo.

Terence Fisher



El más conspicuo especialista en el género de terror de la historia del cine, pese a su prestigio y a su relativa popularidad entre los aficionados al fantastique, tiene una presencia mediana en los estantes españoles; y aún más escasa, cuando se constata que la mayoría de sus mejores títulos han quedado excluidos. De su primera etapa en blanco y negro, tan sólo se ofrece la agradable «Extraño suceso» (1950): por lo que se ve, obras de mayor empaque, como «Chantaje criminal» (1952) o «El triángulo de cuatro lados» (1953) deben de pulular por un rincón perdido de la cuarta dimensión. En cuanto a su etapa de gloria, de intensa actividad, aquélla que inició con sus primeras y antológicas interpretaciones (en color) sobre el conde vampiro y el moderno Prometeo, tan sólo se comercializan dos de sus mejores películas, «Drácula, príncipe de las tinieblas» (1965) y «Frankenstein y el monstruo del infierno» (1974), su film postrero, a las que se añaden cuatro títulos notables: «El perro de los Baskervilles» (1959), «La maldición del hombre lobo» (1961), «Frankenstein creó a la mujer» (1967) y «La novia del diablo» (1968). Confiemos en que no tarden en resucitar algunos otros sueños, tan angustiosos como indelebles, ahora en las catacumbas, tales como: «La venganza de Frankenstein» (1958), «La momia» (1959), «Las novias de Drácula» (1960), «El fantasma de la ópera» (1962) y, sobre todo, las magistrales «La maldición de Frankenstein» (1957), «Drácula» (1958), «Las dos caras del Doctor Jekyll» (1960), «La gorgona» (1964) y «El cerebro de Frankenstein» (1969).

La recomendación. Las dos mejores películas de Fisher en el mercado las presenta Manga Films dentro de su apartado Hammer Collection en copias magníficas y con extras de relativo interés, más centrados en la productora que en nuestro hombre. Son «Drácula, príncipe de las tinieblas» y «Frankenstein y el monstruo del infierno». Ambas son imprescindibles, por demostrar que el horror se puede conjugar con la reflexión rigurosa, por ser unas pasmosas lecciones de creación de atmósferas, por su capacidad para extraer todo el partido de los elementos físicos del cine (los decorados, el vestuario, los colores….), y en resumen, por la (escalofriante) brillantez de su puesta en escena.

Jack Clayton



Al cineasta de Brighton normalmente se le ha asignado un lugar entre los integrantes del free cinema inglés por pertenecer a la misma generación y comenzar su carrera a finales de los años cincuenta. Sin embargo, Clayton ha de desmarcarse del movimiento, porque sus intereses más profundos pronto lo empujarían a no imponer la crítica social por encima del desarrollo de sus historias y a primar en cambio el análisis psicológico; y, más importante, su estilo visual, poco interesado en los efectos fáciles que hicieron mella en tantos integrantes del grupo, continuaban y no rompían con una tradición anclada a fondo en la creación de atmósferas y el desarrollo de la creatividad dentro de una aparente discreción formal. No, Clayton difícilmente puede considerarse un cineasta moderno en el sentido en que lo son Godard, Fellini o Kluge, ni mucho menos un cineasta innovador (claro, que sus compatriotas aglutinados en el free cinema no destacaron precisamente por sus aportaciones a la evolución del lenguaje cinematográfico). Da lo mismo: nuestro hombre es un magnífico director, lleno de capacidad visual y fuerza emotiva, que alcanzó la cima de sus facultades en las tres películas que rodó en la década de los sesenta, tres títulos que le garantizaron su lugar de honor entre los directores. Que haya cuatro largometrajes editados en DVD sobre el total de los siete escasos que rodó no parece mal porcentaje, aunque entre ellos figura su largo menos memorable, «El gran gatsby» (1974), y la correcta, aunque quizá demasiado british, «La pasión solitaria de Judith Hearne» (1987). Por fortuna, están presentes «Un lugar en la cumbre» (1959) y «¡Suspense!» (1961)… y por desgracia, nadie parece acordarse de las extraordinarias «Siempre estoy sola» (1964) y «A las nueve cada noche» (1967).

La recomendación. ¡Aleluya! Podemos destacar sin reservas de ningún tipo la obra maestra de Clayton, editada en una copia extraordinaria e impoluta, distribuida por Filmax: «¡Suspense!» ronda por los estantes. Y que nadie, espantado por el ridículo título ibérico, rehúya esta delicada, fantasmal e intensa película: su nombre original es el mucho más adecuado y sugerente de «Los inocentes». Como doble curiosidad, se trata de una adaptación de la magistral narración de Henry James «Otra vuelta de tuerca»… y ésta es la película de la que el mediocre de Amenábar se copió tantos planos y situaciones para su pastiche «Los otros». Al César lo que es del César.

España

Luis Buñuel



Lo del cineasta aragonés es el gran orgullo y la gran vergüenza del cine español. El gran orgullo, evidentemente, por ser el único de nuestros directores con una obra de altos vuelos, capaz de destacar entre las más granadas del mundo. La gran vergüenza, pues en los ochenta años desde que rodó su primera película, el cortometraje «Un perro andaluz» (1929), este país parece esmerarse en estrangular su obra. Para empezar, el nivel del cine español mudo era tan lastimoso, que Buñuel tuvo que aprender el oficio y calibrar sus posibilidades en Francia. Para seguir, en plena República se prohibió su primera película de rodaje español, el documental «Las Hurdes» (1933), financiado por cierto al margen de la industria, y enseguida se relegó al calandino a la producción de un cine popular, tan ralo como sólo era posible en España (o en algún otro país folclórico, tipo Egipto o India). Luego, con Franco en el poder, evidentemente al surrealista socarrón no le quedó otro remedio que empacar y buscar otros aires menos cargados; y cuando finalmente volvió a su patria para rodar su primer largo en casa, la gran «Viridiana» (1961), se montó tal escándalo (en realidad, lógico, si se considera cuál era la ideología del régimen y cuál el discurso de la película), que Buñuel debió exiliarse de nuevo. Un nuevo largometraje español, «Tristana» (1970), supondría un paréntesis idílico en la relación entre el cineasta sordo y el país, ya que luego volvió a Francia, donde murió en 1983. Pues bien, no contentos con ponerle zancadillas y constreñir su ímpetu creativo en vida, algún palurdo distribuidor ha tenido la desvergüenza de enmendarle la plana después de muerto y amputar unos planos de «El ángel exterminador» (1962)… porque repiten una misma acción (en concreto, la entrada de los burgueses a la mansión). ¡Hace falta ser burros! Por si fuera poco, nadie parece molestarse, ni hay trazas de ello, en restaurar tantas de sus películas, y eso que las copias en circulación suelen ser de lo más deficientes. Cierto, se podría alegar que la mayoría de estos títulos son de producción mexicana, pero no hay excusa, no por cuestiones (que también) de eso que llaman cooperación cultural, sino porque resulta que tres de sus obras cumbre, «Viridiana», «El ángel exterminador» y «Simón del desierto» (1965), son propiedad del estado español, que compró sus negativos y derechos al productor Gustavo Alatriste hace ya años. Si así se recompensa al director que ha llevado el nombre de España a lo más alto de la cinematografía mundial, si el caso Buñuel le ha tomado bien el pulso a la vida cultural de este país, ya mediocre de por sí, resulta que en lo que al cine toca es simplemente pavorosa. En fin, como ya hemos apuntado, la mayoría de las grandes películas del calandino malviven en muy digitales, pero horrorosas copias en DVD: una de sus obras máximas, «Los olvidados» (1950), cunde en múltiples copias, todas malas (aunque, entre las que conocemos, se lleva la palma la de la temible firma SAV); «Abismos de pasión» (1954) se oferta en una pésima edición que parece de vetusto y corroído VHS; «Nazarín» (1959) se presenta en copia reciclada de analógico que hasta presenta un loop, y encima, en medio del intensísimo plano final sobre Paco Rabal; «Susana» (1951) y «Subida al cielo» (1952) no han corrido una suerte más halagüeña; «El ángel exterminador» y «Simón del desierto» están descatalogadas y casi es mejor que sea así, tan nefastas eran las copias existentes. También «Belle de jour» (1967) está descatalogada, mientras que «La edad de oro» (1930), «Las Hurdes», «Viridiana», «El discreto encanto de la burguesía» (1972) y un buen puñado más de obras muy recomendables, en alarde de terrorismo cultural para nada surrealista, deben conformarse con flotar cual miasma por las mentes de los aficionados. Sí está la magistral «Un perro andaluz», pero Fnac, ni corta ni perezosa, en vez de lanzarla con otros filmes de Buñuel, la ha «arrejuntado» con cortos de Bollaín, Trueba, Camus, etc.: como si fuera cotejable una obra revulsiva hasta la médula con una hornada de ñoñerías. ¡Hace falta valor! Quedan tres consuelos, sólo tres, tres películas extraordinarias presentes en buenas copias: «El bruto» (1952), «Él» (1953) y «Ensayo de un crimen» (1955). ¡Qué bochorno!

La recomendación. De las tres películas visibles con cierta calidad sobresale con fuerza «Él», una de las obras maestras del director y a buen seguro uno de los títulos que mejor resume su obra, pues en él se conjugan en singular equilibrio realismo y sueño, pasión y mordacidad, sexo y religión, arrojo y contención y, en suma, el ruido y la furia de las etapas surrealista y mexicana con los murmullos y la sutileza más propios de la última obra francesa. Ah, y que Divisa, según parece, haya descatalogado esta película magistral no es problema, ya que la incluye en un económico paquete con otras dos de sus mejores películas mexicanas, paquete que, a pesar de la pésima calidad de imagen de «Abismos de pasión», aún merece la pena adquirir, pues las de «Ensayo de un crimen» y «Él», lo hemos dicho, son de las mejores del mercado.

Italia

Roberto Rossellini



A pesar de la relativa importancia de la industria cinematográfica muda del país transalpino, Italia no empezó a aportar nombres de gran relieve para el séptimo arte hasta recién acabada la segunda guerra mundial. La gran eclosión tuvo lugar bajo el nombre y la estética del neorrealismo, por más que en apenas una década todos los grandes autores ligados a él acabaran desmarcándose del movimiento y practicando cines sumamente personales. Evidentemente el nombre más significativo y que mejor resume dicho apogeo y dicho trayecto es el de Rossellini. Del romano hay algo más de una decena de títulos, lo que quiere decir que faltan aproximadamente la mitad de sus largometrajes y toda su obra para televisión. Ahora bien, en este caso la situación puede ser considerada casi satisfactoria, pues, con las excepciones del documental «India» (1959) y de su último título reseñable, la didáctica y televisiva «La prise de pouvoir par Louis XIV» (1966), todas sus mejores películas, e incluso otras poco memorables, están presentes en el mercado. Otra cuestión es la calidad de las copias… De la segunda etapa de su carrera, sita en pleno neorrealismo, hay diversas ediciones de las extraordinarias «Roma ciudad abierta» (1945), «Alemania año cero» (1948) y «Francisco juglar de Dios» (1950), mientras que de su etapa con Ingrid Bergman, tras haber roto no sólo con Anna Magnani, sino con el credo neorrealista, etapa que lo reconduciría a una cierta modernidad, están presentes las recomendables «Stromboli» (1950), «Ya no creo en el amor» (1954, título con el que ahora han bautizado «La paura», es decir, «El miedo») y, por supuesto, las joyas de esta última gran etapa del apóstol del neorrealismo, cumbres de toda su carrera y punto de referencia para distinguidos directores posteriores: las imperecederas «Europa 1951» (1952) y «Te querré siempre» (1953). Lástima, que la copia de «Europa 1951» que presenta Llamentol no tenga una calidad intachable, ni tampoco incluya la magnífica escena de la central hidroeléctrica, que sí existe en la versión inglesa del film; y doble lástima, que la copia de «Te querré siempre» que comercializa Suevia parezca un arguello, tan deficiente es la calidad de imagen.

La recomendación. La única edición definitiva en el mercado de uno de los grandes Rossellini es la que Suevia Films presenta de la tierna y emocionante «Francisco juglar de Dios», quizás la culminación de cierta tendencia del hombre fuerte del neorrealismo a un cine poético: no sólo la película es excepcional, sino que la edición se ha realizado a partir de una copia restaurada, prístina e inmaculada. A atesorar. Luego, en muy segundo lugar, queda el triple DVD que Sogemedia ha titulado «Pack Roberto Rossellini», constituido por su canónica trilogía de la guerra y sus consecuencias, que, aparte de «Roma ciudad abierta» y «Alemania año cero», también incluye la inferior «Paisà» (1946). Nuestras reticencias se deben a que, aunque los discos remasterizados son los mejores disponibles en el mercado español de dichos títulos, se han tirado de copias de origen bastante deficientes; y se nota. Por fortuna, y esto hace que el lanzamiento siga siendo tentador, la mejor calidad corresponde al más sobresaliente de los tres títulos: la impresionante «Alemania año cero».

Luchino Visconti



El director aristócrata es, porcentualmente, uno de los europeos mejor representados en el mercado, con unas buenas tres cuartas partes de su obra a disposición del cinéfilo. Como Rossellini, la primera parte de su carrera se adscribe a la corriente neorrealista, si bien lo mejor de dicha época camina, cual funambulista, por los tirantes bordes del movimiento: la precursora «Ossessione» (1943) es una adaptación de la novela negra del estadounidense James M. Cain «El cartero siempre llama dos veces» (e, incidentalmente, muy, muy superior a las versiones autóctonas), mientras que «La terra trema» (1948) siempre fue reconocida como una especie de tragedia griega (colectiva, eso sí) y, es más, preludia el cine operístico al que finalmente desembocaría el milanés en su segunda y más intensa etapa, que cerraría con su obra emblemática, «El gatopardo» (1963). Luego, llegaría una época de tanteos, que acabaría dando paso a la etapa «decadente», la más discutible y discutida del director, caracterizada por el dominio de un decorativismo peligrosamente cercano a lo hueco. Pues bien, menos el período de transición entre el cine operístico y el cine modernista del duque de los directores, todos los demás están bien representados en las videotecas, con, a la cabeza, títulos señeros como «Ossessione», «Noches blancas» (1957, presentada por Impulso en copia de nitidez perfecta, pero con el formato modificado), «Rocco y sus hermanos» (1960), el episodio para «Bocaccio ’70» (1962) «El trabajo» y, naturalmente, en repetidas ediciones, la mítica «El gatopardo». A ellos cabe añadir otros títulos de la última etapa, menores, pero aun así estupendos: «La caída de los dioses» (1969), «Muerte en Venecia» (1971) y «El inocente» (1976), menospreciado broche final de una carrera que, sumergiéndose en el decadentismo, acabó recuperando su intensidad inicial. Quedan sin editar dos obras maestras, «La terra trema» y la rupturista «Senso» (1954), aparte de las interesantísimas «Sandra» (1965) y «El extranjero» (1967).

La recomendación. Son imprescindibles las dos cimas del milanés, ambas asequibles en copias magníficas. La legendaria «El gatopardo», presentada hasta en tres ediciones por Filmax, se erige como una obra de arte total, al combinar en singular armonía, con la inestimable colaboración de Giuseppe Rotunno y Nino Rota, la ambientación histórica, el pictoricismo y la musicalidad. Y sin embargo, «Rocco y sus hermanos», distribuida por Manga Films, es incluso superior a la anterior, además de ser la película que mejor resume las dos tendencias más productivas de su director: neorrealismo (por la ambientación y el tono fotográfico) y ópera (por las pasiones exacerbadas y los vehementes arranques de sus personajes); o, si se prefiere, la mejor «ópera verista» que ha ofrecido el cine.

Mario Monicelli



A este director y guionista toscano nunca pareció interesarle gran cosa convertirse en autor a la manera de sus paisanos y, es más, siempre practicó con entusiasmo el cine de género, especialmente la comedia (italiana, que no exactamente lo que en estos lares se entiende como «a la italiana»). En consecuencia, resulta ser el más subestimado de los grandes directores de su país, a pesar de que su filmografía, evidentemente no genial como la de un Fellini, atesora una gran cantidad de títulos memorables, y a pesar de que su obra, en conjunto, presenta una elevada consistencia, extensible incluso a la época de estertores de su querido género cómico en particular y del cine italiano en general, ya en los años ochenta. Y no sabemos si hasta ahora mismo, pues las películas de los últimos veinte años de este ¡nonagenario! en activo permanecen, cómo no, inéditas es nuestro país. En España sólo hay dos largometrajes de los en torno a cincuenta que ha dirigido, en solitario o en colaboración (son numerosos los filmes de sketches). Se trata de dos de sus mejores y más prestigiosas películas, «Rufufú» (1958) e «I compagni» (1963), pero… Las edita la temible distribuidora SAV. Ya no nos hemos atrevido a constatar el de «Rufufú», porque el de «I compagni» es uno de las más piojosos lanzamientos de todo el mercado, donde, no conformes con atizar el formato que se les antoja, han utilizado una copia llena de descorchones y de contraste desvanecido, ínfima, vamos, y, ¡encima!, no han proporcionado la versión original, sólo el desustanciado doblaje español. Inaceptable. En cuanto al resto de los largometrajes del director, permanecen inéditos digitalmente, lo que afecta a las prometedoras películas que rodó con Totò al comienzo de su carrera, a otras estupendas como «La armada Brancaleón» (1966), «Brancaleón en las cruzadas» (1970), «Mi querido Miguel» (1976), el film de sketches «Buenas noches, señoras y señores» (1978) y, sobre todo, a su obra maestra, el film bélico (¿o es una comedia?) «La gran guerra» (1959), uno de los monumentos del cine al sentimiento tragicómico de la existencia. Confiemos en que el pobre Monicelli no se haya enterado de cómo se difunde su obra en España. ¡Qué disgustos a la vejez!

La recomendación. Ante lo inaceptable de los dos largos presentes, queda por fortuna una buena opción: «Bocaccio ’70» (1962), distribuida por Filmax. Se trata de uno de esos típicos filmes de episodios, tan abundantes en la Italia de la época y en la filmografía de nuestro hombre, que une en esta ocasión a cuatro directores. Fellini y Visconti están representados por dos cortometrajes de excepción, «Las tentaciones del Doctor Antonio» y «El trabajo», mientras de Sica firma el peor fragmento, la olvidable «La rifa», y de paso justifica el relativo descrédito en el que ha caído en los últimos años (una obra no se sostiene airosa con sólo dos buenos títulos). En cuanto a Monicelli, su «Renzo e Luciana» no desmerece de lo mejor rodado por él: una historia, como de su director, muy apegada a la realidad, mucho más que las otras tres, característica que no le impide, ni mucho menos, rebosar de brillantes soluciones dramáticas y de puesta en escena.

Federico Fellini



El de Rímini es, como Lubitsch, Sirk o Resnais, uno de esos directores que se van difundiendo en DVD de la forma más caprichosa imaginable: baste con pensar que la legendaria «Ocho y medio» (1963), mayoritariamente considerada como su obra máxima, no se ha lanzado al mercado español ¡hasta este mismísimo mes de marzo de 2008! Y si es asequible una buena quincena de los veinticuatro filmes que dirigió, esto no significa que la situación sea verdaderamente satisfactoria, pues: primero, salvo «Ginger y Fred» (1986) el director del sombrero no rodó ni una sola película mala; y segundo, entre las ausencias figuran tres de sus grandes obras maestras, las descatalogadas «Satyricon» (1969) y «Roma» (1972), y la, que sepamos, nunca editada «Los clowns» (1971). Por lo demás, entre lo comercializado hay abundantes títulos de campanillas para elegir, en copias generalmente de buena calidad. De su primera etapa, que despega de la estética neorrealista para alunizar en otra absolutamente propia, destacan «Los inútiles» (1953), «La Strada» (1954), «Almas sin conciencia» (1955) y, claro está, la obra maestra de la década, «Las noches de Cabiria» (1957). Luego, del período que lo encumbró como un autor con mayúsculas, ya con un mundo personalísimo, totalmente sumergido en lo circense y lo coreográfico, lo onírico y lo poético, e inseparable, como tantas veces se ha subrayado, de la música del gran Nino Rota, sobresalen una sucesión pasmosa de obras maestras imprescindibles: aparte de las tres cumbres ausentes, «La dolce vita» (1960), cómo no «Ocho y medio», su episodio «Toby Dammit» para el film de episodios «Historias extraordinarias» (1967), «Amarcord» (1973) y «Casanova» (1976); eso, sin olvidar dos títulos excelentes y tan injustamente minusvalorados como su mediometraje «Las tentaciones del Doctor Antonio» para «Bocaccio ’70» y su film-homenaje a su esposa Giulietta Masina «Julieta de los espíritus» (1965). Del último tramo de su filmografía, no genial como el anterior, pero aún así lleno de obras magníficas, destacan «Prueba de orquesta» (1978) e «Y la nave va» (1983), ofrecidas ambas por Manga en un doble DVD, amén de su penúltimo film, «Entrevista» (1987), con formato machacado en la copia distribuida por Filmoteca Fnac.

La recomendación. Son obligatorias sin reservas las siguientes ediciones: la de «La dolce vita» (la antigua de VellaVision, la actual de Suevia no la hemos contrastado), el film que supuso la consagración de su desbordante autor como cineasta moderno; la muy reciente de «Ocho y medio» (Cameo), una de las obras clave del cine entero, sin más; y en fin, la de su primera fantasmagoría declarada, «Toby Dammit», incluida en «Historias extraordinarias» (Sherlock), la película que supuso el punto de inflexión más radical de su carrera y que empezaría a incorporar a colaboradores tan excepcionales como el director de fotografía Giuseppe Rotunno y, a no tardar mucho, el diseñador de vestuario Danilo Donati. Luego, con ligeras reticencias, por algunas rayas ocasionales y el tono ligeramente desvaído respectivamente, vale la pena adquirir las obras maestras «Amarcord» (Warner), una de sus películas más populares, y «Casanova» (Filmax), a buen seguro la culminación en muchos aspectos de la obra de su autor. Finalmente, de su filmografía de los años cincuenta, sentimos tener que descartar tajantemente la magistral «Las noches de Cabiria», pues Sogemedia la ha fusilado en una copia bochornosa. No obstante, queda la opción de «La Strada», una de sus obras más populares y de las mejores del primer período del maestro, que edita Filmoteca Fnac en una copia inmaculada, acompañada de un interesante documental.

Grecia

Theo Angelopoulos



El director griego es uno de los ejemplos más ilustrativos de la disociación que se ha ido ensanchando en las últimas décadas entre un cine popular y un cine inteligente. En efecto, este hombre con pintas de intelectual es un director sumamente minoritario, pues su obra se ofrece tan radical y sin concesiones que al parecer espanta a numerosos espectadores. Sin embargo, y aunque Angelopoulos no logre alcanzar la genialidad de otros grandes cultivadores de los planos-secuencia y los tiempos largos, como Dreyer, Mizoguchi o Tarkovskij, es un director excepcional y su obra guarda numerosas recompensas para aquél que se anime a aproximarse a ella. En España tientan al espectador sin prejuicios sus cinco últimos largometrajes y una de sus obras primerizas, el corto «El programa» (1968). El más irregular de los largos es el último, «Eleni» (2004), vuelta a la historia griega de su responsable tras su período «balcánico» e indicio de que no le sienta bien popularizarse; aun así, suma numerosas bellezas que hacen su visión un placer… intermitente. Lo comercializa Cameo. Los otros cuatro largos son excepcionales y los edita todos el intrépido sello Intermedio: «Paisaje en la niebla» (1988), «El paso suspendido de la cigüeña» (1991), «La mirada de Ulises» (1995), que es el film que lo consagró en el mundo festivalero, y «La eternidad y un día» (1998). Faltan, por tanto, todos sus largometrajes anteriores, que incluyen una obra tan recomendable como «Los cazadores» (1977), o tan magistrales como su obra emblema y mayor desafío hasta la fecha «El viaje de los comediantes» (1975), su film-bisagra «Viaje a Citerea» (1984) y la que definitivamente debe considerarse su obra cumbre, «El apicultor» (1986).

La recomendación. El mejor film de Angelopoulos en el mercado es el excepcional «Paisaje en la niebla». Cuenta además con la ventaja de ser una sus obras más emotivas, no en vano es, junto a «El apicultor» y la irregular «Eleni», lo más parecido a un melodrama que ha rodado el ateniense. La copia de Intermedio es irreprochable y la documentación, muy rica. Para el que desee profundizar en la obra del director, la misma Intermedio ofrece un «Pack Theo Angelopoulos» con los filmes comercializados por ella: todos son extraordinarios.

Unión Soviética

Serguei Eisenstein



El celebérrimo creador del montaje de atracciones, teorizador del cine-ópera total y auténtica piedra angular de la cinematografía soviética, Sergej Mixajlovich Ejzenshtejn, como no podía ser menos, está bien representado en el mundo del DVD, pues todos sus largometrajes están presentes; no así, por desgracia, el puñado de cortometrajes que dirigió, ni el montaje a base de fotogramas de su film lastimosamente perdido «El prado de Bjezhin» (1937). Otra cuestión es la calidad de las copias, pues, con una excepción, todas las ediciones se deben a los poco fiables sellos Suevia Films y Producciones JRB. Para aquéllos que no vayan con remilgos de nitidez, contraste o rayujos y quieran constatar la tradicionalmente considerada culminación del cine de montaje, están pues disponibles en copias mejorables, aparte de la fallida «Aleksandr Nevskij» (1938), buenas películas como «La huelga» (1924) y «La línea general» (1929), o decididamente excepcionales como «El acorazado Potjomkin» (1925), «Octubre» (1927), «Iván el terrible» (1944-1945) y una de las varias reconstrucciones de «¡Qué viva México!» (1932). (Incidentalmente, dichas reconstrucciones, como ha demostrado Paulino Viota, siguen siendo erróneas, a pesar del concurso en ellas del colaborador del director Grigorij Aleksandrov). ¿Para cuándo unas ediciones a la altura del cineasta nacido en Riga?

La recomendación. Existe, a pesar de los pesares, una copia magnífica de un Ejzenshtejn, por fortuna una de sus mejores películas, su obra maestra: la siempre alabada «El acorazado Potemkin». La edición a la que nos referimos es la de Divisa, que la presenta en copia restaurada y arropada por una serie de magníficos extras. Aún queda justicia en este mundo… Y sorpresivamente, «Iván el terrible», la segunda mejor película del director, la comercializa JRB en una copia no definitiva, pero de bastante buena calidad, que hace sumamente tentador el actual lanzamiento de ésta la más ambiciosa empresa artística de su autor.

Dziga Vertov



El creador del Cine-Ojo deseaba tanto cambiar el cine que empezó modificando su propio nombre. Denis Kaufman siempre se enorgulleció, justamente, de realizar películas sin actores (profesionales) y sin guión (convencional) y se zambulló para ello en la práctica del documental, del que sigue siendo hoy por hoy uno de sus más excelsos cultivadores; pero no el documental entendido como simple reportaje, categoría en la que quién sabe si encajarían sus noticieros de comienzos de los veinte, sus entregas hoy invisibles de «Cine Pravda», sino el documental como manipulación de los retazos de realidad para construir una obra artística y elaborar un discurso personal y poético. Su primera obra asequible, el famoso «Cine-Ojo» (1925), ya deja degustar la audacia al ensamblar las imágenes por montaje o sobreimpresión, el entusiasmo, la vitalidad como una exhalación, el contagioso sentimiento lúdico y optimista que alcanzarían su máxima expresión en «El hombre de la cámara» (1929)… e incluso persistiría en sus películas más retóricas y propagandísticas, tipo «La sexta parte del mundo» (1926). Antes de ser arrinconado, como Ejzenshtejn, como Dovzhenko, por el estalinismo, Vjertov ofreció abundantes muestras de su talento, creando, al amparo del futurismo soviético, de la fascinación por las máquinas y de la exaltación revolucionaria, una de las obras más especiales y personales del cine. Aparte de su obra maestra, lo atestiguan al menos tres películas extraordinarias: «El décimo primero» (1928), «Entusiasmo (Sinfonía Donbassa)» (1930) y «Tres cantos a Lenin» (1934). Pues bien, tras haber sufrido en los últimos años de su vida el ostracismo soviético, la peonza del cine pecha, ya desaparecida de entre los vivos, con la marginación capitalista: sólo una de sus películas está disponible en España. Y gracias.

La recomendación. Por fortuna, la, que se sepa, obra maestra de Vjertov, «El hombre de la cámara», se oferta por Divisa en una magnífica copia… aunque es una lástima que no se haya añadido como extra algún otro film del hombre del pseudónimo (ninguno llega a la hora y media de duración). «El hombre de la cámara», ya lo hemos dicho, es la culminación del espíritu lúdico y bonancible de nuestro hombre y presenta además la peculiaridad de ser un apasionado canto a su modo de expresión: el cine. Canto, como no podía ser menos, didáctico y de perspectiva materialista, lo que no le impide alcanzar una poética arrebatadora.

Aleksandr Dovzhenko



Paradójicamente, el más excelso director soviético que debutó en la época muda no es ruso, sino ucraniano: el gran Dovzhenko. Y más paradojas: a pesar de su entusiasta, aunque mesurado abrazo al montaje constructivista, el cineasta del cabello cano, por su amor a la naturaleza, sus capacidades paisajísticas e incluso sus dotes de fabulación, entronca con Grifftih y más todavía con la escuela nórdica… a la vez que es el único soviético cuyas estructuras dramáticas beben directamente de los grandes literatos rusos del XIX e incluso de cierta tradición musical de su entorno. La obra de Dovzhenko es vigorosamente poética, fuertemente connotativa, metafórica, e incluso polifónica, en el sentido de que sus películas se enhebran a partir de múltiples personajes y sus secuencias conjugan brillantemente la diversidad de tonos y el contrapunto. A falta de conocer sus tres primeras películas, la prestigiosa y última ficción acabada atribuible a él, «Schors» (1939), y sus documentales de guerra, el cine le debe a Dovzhenko como mínimo las extraordinarias «Zvjenigora» (1928) y «Aerograd» (1935), así como tres obras maestras del cine mundial, cada una de las cuales bastaría para garantizarle un lugar entre los mejores: «Arsenal» (1929), «La tierra» (1930), «Iván» (1932); y en concreto, la imperecedera «La tierra», uno de los monumentos del cine, es una película pasmosa que no se parece a ninguna otra, ni de su autor, ni del resto de los cineastas. Pues bien, Dovzhenko, como Vjertov, fue en su momento víctima de Stalin, que lo obligó a él, al cantor de la naturaleza y de las pasiones, a rodar el film de propaganda «Adiós América» (1949), para luego humillarlo zanjando el rodaje y dar de paso carpetazo final a su gloriosa carrera. E incluso más que Vjertov, Dovzhenko es víctima post-mortem de los distribuidores españoles, que ignoran olímpicamente su existencia. Su olvido es la mayor de las injusticias perpetradas en la época del DVD.

La recomendación. Exigir la real recuperación de la memoria histórica en general y cinematográfica en particular.

Andrei Tarkovsky



De manera similar a como sucedió con Hitler en Alemania, Stalin acabó por sofocar el pujante cine soviético de los años anteriores a la segunda guerra mundial, amargando de paso, y a buen seguro podando, los últimos años de los tres grandes directores del país. El cine de la Unión Soviética ya nunca recuperaría el brillo de los años del fervor revolucionario, pero aún conseguiría ofrecer al mundo, pasado cierto tiempo, otro gran cineasta, el único de los cuatro grandes soviéticos nacido en territorio de la actual Rusia: Andrjej Tarkovskij. El hijo del poeta Arsjenij fue sin duda la mayor de las rarezas de su país de origen, el grano que le salió inesperadamente al Kremlin: un cineasta que, abrazando la austeridad con apasionamiento, ofreció una obra de gran hondura filosófica, de asombroso alcance existencial y de decidida y pujante espiritualidad. En consecuencia, Tarkovskij comenzó bien pronto a tener roces con la censura del país para finalmente acabar exiliándose a Europa occidental. Su obra es solemne y majestuosa, arrebatadora y lírica, musical e hipnótica, reveladora y extática (con equis); es uno de los últimos capítulos de oro de toda la historia del cine, y de su magisterio e inimitable estilo beben muchos de los cineastas más prestigiosos de hoy mismo, del húngaro Béla Tarr al chino Zhang-ke, del estadounidense van Sant al también ruso Sokurov… aunque todos ellos, honrosa excepción hecha del griego Angelopoulos, sean notablemente inferiores al maestro. La carrera del gran Tarkovskij es parca en títulos, pero feraz en intensidad, y, salvo sus dos primeros y prescindibles trabajos, todo el resto de su filmografía es de visión obligatoria. Lo ratifican sus seis largometrajes presentes en el mercado: «La infancia de Iván» (1962), «Andrjej Rubljov» (1969), «Soljaris» (1972), «El espejo» (1975), «Stalker» (1979) y «Sacrificio» (1986). Y también lo podrían corroborar otros dos títulos no editados: el excepcional cortometraje «El violín y la apisonadora» (1961) y su film italiano «Nostalgia» (1983), simplemente una de sus obras maestras.

La recomendación. La culminación de la obra de Tarkovskij quizás sea su film sueco, la impresionante «Sacrificio». Cameo la ofrece en una edición repleta de extras (¡tres discos y un libro en total!), imprescindible, aun con la ligera pega de que la copia parezca un pelín descolorida. El resto de los filmes los comercializa en copias impecables la firma Llamentol. «Solaris» y «Stalker» son de obligada adquisición, dos obras maestras que, entre otras muchas cosas, demuestran que la ciencia-ficción no está reñida con la filosofía. Pero los otros tres títulos son también magníficos, en especial la inolvidable «Andrei Rublev», tan intensa y dolorosa como un hierro candente; así que se puede recomendar sin reservas el paquete que la misma compañía ha lanzado con los cinco largometrajes bajo el epígrafe «Colección Andrei Tarkovsky». Una experiencia indeleble.

 

Europa. Segunda parte.

Jean Renoir  Georges Franju  Jean Luc Godard

Jacques Tourneur Alain Resnais  André Delvaux

Robert Bresson Jacques Rivette Marguerite Duras

Jacques Becker Eric Rohmer  Raúl Ruiz

Continuando con nuestro periplo europeo, le llega el turno a Francia, el país que en los años treinta le tomó el relevo a Alemania como epicentro cinematográfico del continente. No sólo es la industria gala la más sólida de toda Europa, como corrobora su excelente estado de salud, mantenido desde los inicios del medio hasta hoy mismo, sino también la más generosa en aportar nombres fundamentales para el cine, aportación sostenida igualmente a lo largo de un considerable lapso de tiempo.

Y junto a Francia, Chile. ¿Una boutade o un desliz geográfico? Ni lo uno ni lo otro: sucede que el único representante sudamericano de esta lista alcanzó todo su prestigio y resonancia en las Galias, pero el hecho de que Raúl Ruiz se formara en su país nativo y allí rodara abundantes películas antes de emigrar exige que se le extraiga de la lista francesa y se cree un apartado para su país de origen.

Francia (y Bélgica)

Jean Renoir



El hijo del impresionista es uno de esos directores cuya representación en el mercado parece obedecer a criterios meramente azarosos: los títulos presentes cubren un amplio período, de la época muda a 1951, pero faltan muchas películas fundamentales, y aún peor, de la etapa que siempre le reportó al francés mayor prestigio, la de finales de los años treinta. Así que, si de «Nana» (1926) a «El río» (1951) puede encontrarse un buen puñado de títulos destacados, como «Boudou salvado de las aguas» (1932), «Una partida de campo» (1936), «La bestia humana» (1938), y ya fruto de su estancia americana, «Esta tierra es mía» (1943) y «Una mujer en la playa» (1947), en cambio, se echan de menos «Toni» (1935), «El crimen de Monsieur Lange» (1936), aunque parezca mentira también su film más legendario y recordado, «La gran ilusión» (1937), amén de la no menos prestigiosa «La regla del juego» (1939), y ya en la recta final de su carrera, «La carroza de oro» (1953). Y es de lamentar que «El río», la mayor gloria de su filmografía, se comercialice en una copia descolorida que invita a esperar mejores ediciones.

La recomendación. Por fortuna, existe la opción de la otra obra maestra del padre espiritual de la Nouvelle Vague: «La bestia humana». Tampoco es que Manga la difunda en una copia antológica, pero las imperfecciones no son demasiado determinantes para esquivar esta obra extraordinaria, que nos muestra a un Renoir pletórico, más negro y desesperado que de costumbre y con una iluminación menos luminosa y más sucia y contrastada… y nos hace pensar que esta película habría encajado mejor en América que la mayoría de las que finalmente rodó ultramar.

Jacques Tourneur



El vástago del también director Maurice, debido a su cultivo de películas de género en Hollywood y de presupuesto modesto (aunque no de serie B en sentido estricto), fue durante mucho tiempo considerado como un mero artesano, cuando en realidad era, es, un autor con mayúsculas y uno de los mejores y más originales cineastas que han existido. De ello hay constancia en el mercado, aunque no excesiva, pues una docena larga de títulos resulta suficiente para dar fe de su valía, pero deja en sombra muchas zonas de una obra que agrupa más de treinta largometrajes y una cantidad similar de cortometrajes y obras para televisión. Por fortuna, entre las películas presentes, figura un póquer de obras maestras: «La mujer pantera» (1942), «Yo anduve con un zombi» (1943), «Retorno al pasado» (1947) y «El halcón y la flecha» (1950), bien arropadas por películas tan extraordinarias como «El hombre leopardo» (1943), «Berlín Express» (1948) y «La mujer pirata» (1951), o tan recomendables como «Noche en al alma» (1944), «Tierra generosa» (1946) y «La comedia de los terrores» (1963). Sin embargo, aún queda bastante para hacerle justicia al gran Jacques, pues no hay absolutamente nada de sus primeras películas, rodadas en Francia a comienzos de los treinta, ni de sus numerosos cortos de los inicios de su etapa americana, ni de sus abundantes películas para televisión del final de su carrera, allá por finales de los cincuenta y los años sesenta; y peor, faltan muchas películas de su etapa de esplendor, entre ellas bastantes de sus mejores logros: «Stars in my crown» (1950), «Martín el gaucho» (1952), «Wichita» (1955), «Una pistola al amanecer» (1956) y «La noche del demonio» (1957), a las que, ¿quién sabe?, quizás habría que añadir las prometedoras «Nightfall» (1957) y «The fearmakers» (1958).

La recomendación. Son obligadas esas cuatro cumbres: «La mujer pantera» y «Yo anduve con un zombi», del cine fantástico, «Retorno al pasado», del cine negro, y «El halcón y la flecha», del cine de aventuras; y todas ellas, del cine en general. Manga ha comercializado las tres primeras dentro de su serie RKO: «La mujer pantera» y «Yo anduve con un zombi» en copias de buena calidad; «Retorno al pasado», sin embargo, en otra aceptable y gracias, pero, aun así, la esquiva poesía tourneuriana en su esplendor bien merece que se pasen por alto algunas imperfecciones. En cuanto a «El halcón y la flecha», la copia que se debe adquirir es la lanzada por su productora original, Warner, impecable y con un colorido resplandeciente, fundamental en una película donde lo cromático, como en las anteriores el blanco y negro, es un elemento expresivo de magnitud inusitada.

Robert Bresson



Este hombre trasvasado de la pintura llegó a convertirse en uno de los cineastas más admirados de la historia, también de los más austeros y radicales. Rodó su primer film en los años treinta, pero no sería hasta bien entrados los cincuenta cuando completaría un sistema formal propio y, según ha demostrado el tiempo, intransferible, que él bautizó como Cinematógrafo, en oposición al resto del cine, corriente y moliente. De las escasas catorce películas que llegó a finalizar, la mitad tienta al buen aficionado desde los estantes españoles: una situación, si no perfecta, más que aceptable. Además, de los siete títulos disponibles, todos, salvo «El proceso de Juana de Arco» (1962), son indispensables, y para mayor alegría se ofrecen todas en copias estupendas: «Las damas del bosque de Bolonia» (1945), la inmortal «Pickpocket» (1959) y la impresionante «El dinero» (1983) las comercializa Filmoteca Fnac, mientras «Un condenado a muerte se ha escapado» (1956), la imborrable «Lancelot du Lac» (1974) y «El diablo probablemente» (1977) las presenta Intermedio. Como quiera que la obra de este cineasta presenta una calidad media altísima, se echan de menos un número similar de ausencias: «Los ángeles del pecado» (1943), «El diario de un cura de campo» (1951), «Al azar Baltasar» (1966), «Cuatro noches de un soñador» (1971) y especialmente dos de sus mayores logros, «Mouchette» (1967) y «Una mujer dulce» (1969).

La recomendación. Ya que las películas presentes se comercializan en copias irreprochables, al menos las tres grandes obras maestras del director son de obligada adquisición: «Pickpocket», o del carterismo como sublimación no exenta de sensualidad; «Lancelot du Lac», o del género aventurero como cantera de radicalidad formal; y finalmente, su último film, «El dinero», o de cómo el diablo se agazapa bajo un fajo de billetes, una transacción comercial… o en cualquier rincón, probablemente.

Jacques Becker



El cineasta parisino ha sido tradicionalmente minusvalorado a pesar de la excepcional calidad de su carrera, que no le anda a la zaga a la de su paisano y colega Renoir, quizás su compatriota con más puntos en común. Desde su primer largometraje, la magnífica «Goupi mains rouges» (1943), Becker ya puso sobre el tapete su desbordante inventiva visual y sus excepcionales dotes de observación, las cuales confieren a su cine cierto aroma, más que costumbrista, etnográfico. Luego, continuaría con una carrera de parquedad bressoniana, singularmente intensa, hasta finalizarla en 1960 con la estupenda «La evasión». Por en medio quedan películas excepcionales, como «Falbalas» (1945), «Édouard et Caroline» (1951), «París, bajos fondos» (1952), «Touchez pas au grisbi» (1954) y «Los amantes de Montparnasse» (1958). Pues bien, sólo hay dos largometrajes del parisino en el mercado español: «París, bajos fondos» y «La evasión».

La recomendación. La mejor de las dos películas comercializadas es la magistral y conmovedora «París, bajos fondos», una obra oscilante entre la reconstrucción histórica y el cine negro, entre la certera descripción de ambientes y personajes y una contenida vibración poética. La presenta Manga Films en una copia aceptable.

Georges Franju



El olvido total parece ser la única recompensa que la posteridad le ha deparado a este director bretón, que además fue cofundador, junto a Henri Langlois, de la Cinémathèque Française. Y sin embargo, el cine le debe algunas de las cumbres indiscutibles del documental, género con el que inició su carrera, además de un buen puñado de ficciones extraordinarias. A falta de conocer títulos prometedores como «La cabeza contra los muros» (1959), «Judex» (1963), o «Thomas el impostor» (1964), cuatro películas de excepción confirman su grandeza: dos cortos documentales, la impactante «La sangre de las bestias» (1949) y su obra maestra «Hôtel des Invalides» (1952), y dos largometrajes de ficción, la mítica «Ojos sin rostro» (1960) y la inolvidable «Thérèse Desqueyroux» (1962).

La recomendación. Ya que no hay nada de nada de Franju en el mercado, y habida cuenta de la peculiar inclinación de nuestro hombre a lo fantástico y lo esotérico, lo mejor sería organizar una ouija, o si acaso preparar una queimada con conjuro incluido… a ver si alguna firma se anima a hacerle justicia.

Alain Resnais



El famoso cineasta de la rive droite, también bretón, comenzó igualmente su andadura con la práctica del documental y asimismo sintió a lo largo de su carrera una pronunciada inclinación hacia lo fantástico. Menos mal que, a diferencia de su paisano, a Resnais siempre se le ha reconocido, justamente, gran importancia histórica en el devenir del séptimo arte, aunque sólo sea por haber sido el cineasta que más y mejor ha fundido los diversos tiempos de la narración (real e imaginado, presente, pasado ¡y condicional!). En consecuencia, parecía ineludible para la distribución ofertar algo de este octogenario director, máxime cuando es junto a Godard el más importante en activo hoy por hoy. Es más, Resnais es el ave fénix del cine, pues desde los años setenta, cuando ya parece haber agotado sus recursos y produce una película irregular o incluso endeble, recupera al poco su talento y vuelve a brindar un gran título: es lo que ha sucedido con sus dos últimos largos, rodados con más de ochenta años a sus espaldas, pues tras la irregular y algo cargante «Pas sur la bouche» (2003, inédita por estos lares dejados de la mano del dios del cine), ha ofrecido la excepcional «Coeurs» (2006), una de las tres o cuatro mejores películas en lo que llevamos de siglo XXI, y que, ¡aleluya!, por fin ha conseguido distribución en España, bajo el título de «Asuntos privados en lugares públicos». Así las cosas, se agradece que más de la mitad de sus largometrajes, diez en concreto, se puedan adquirir en el mercado, pero las elecciones no siempre han sido las más adecuadas, y no tanto porque incluyan algunos de sus títulos más discutibles, sino porque casi parece que se ha comenzado a construir la casa por el tejado. Cabía esperar que sus cortometrajes, algunos tan prestigiosos como «Noche y niebla» (1955) o tan extraordinarios como «Guernica» (1950) y «Toda la memoria del mundo» (1956), simplemente parezcan no existir, pero resulta francamente descabellado ignorar, casi desdeñar, las dos cumbres de su filmografía, de estela legendaria, obras maestras indiscutibles del cine francés y mundial: «El año pasado en Marienbad» (1962) y «Te amo, te amo» (1968). Esta negligencia hacia la fundamental década de los sesenta se ve refrendada por el hecho de que tampoco se haya editado «La guerra ha terminado» (1964) y de que la superlativa «Muriel» (1963) se oferte por Filmax en una copia anodina visualmente y con un sonido original sumamente mermado. Por fortuna, la obra de Resnais es pródiga en buenas y grandes películas, y así, entre lo comercializado figuran las muy recomendables «Providence» (1976), «La vida es una novela» (1983), «Smoking / no Smoking» (1993) y «On connaît la chanson» (1997), y especialmente las magistrales «Hiroshima mon amour» (1958) y «El amor hasta la muerte» (1984).

La recomendación. Las dos últimas películas son de visión obligatoria; «Muriel» también, sólo que la calidad de la copia es bastante precaria. Especialmente «Hiroshima mon amour» (comercializada por Filmax) es, claro está, imprescindible: no sólo es un título clave del cine y una de las obras más emocionantes del cineasta bretón, sino que en ella su director inició sus investigaciones temporales con resultados ya antológicos, amén de presentar una atractiva fusión entre la ficción a la que se encaminaba y el documental del que procedía. Luego, aunque descolgada tanto de sus trayectos temporales anteriores como del cine musical y/o coral que para entonces ya había iniciado, «El amor hasta la muerte» (distribuida por VellaVision en excelente copia, aunque con el título desvirtuado de «El amor ha muerto»: vamos, exactamente lo contrario) es el mejor Resnais de los últimos cuarenta años, un film que ahonda en el lado apasionado del cineasta y delata, sorpresivamente, notables concomitancias con Dreyer y Bergman.

Jacques Rivette



Con el director nacido en Rouen llegamos a los integrantes de la mítica Nouvelle Vague, un movimiento que en muchos sentidos cambió la forma de percibir y aproximarse al cine. Rivette, en concreto, es aquél que de una manera más radical ha manejado y apurado el ritmo cinematográfico, hasta el punto de que el tiempo, su discurrir, su repetición y dilatación, es primordial en sus ficciones, las cuales más que preocuparse por lo narrativo lo hacen por lo durativo: como muestra, una de sus primeras películas «Out 1» (1971) llegó a sobrepasar ¡las diez horas de duración! Este apasionado del teatro y la representación (sus películas lo demuestran) ha sido tradicionalmente ignorado por la distribución española y, pese a su notable calidad general, gran parte de su filmografía ha permanecido inédita en nuestro país. La indeseable situación ha sido paliada con entusiasmo por la valerosa distribuidora Intermedio, que en 2005 lanzó a la vez seis de las obras de nuestro hombre, producidas a lo largo de veinte años, de 1984 a 2003. Salvo la mediocre «Cumbres borrascosas» (1985), todas ellas son sumamente recomendables, en especial las soberbias «El amor por tierra» (1984), «Confidencial» (1998) y, claro está, la alabada «La bella mentirosa» (1991), la única que conoció estreno en España. A la tanda de Intermedio cabe añadir la magnífica «Vete a saber» (2001), su antepenúltimo film. Así que los últimos años de la carrera de este otro octogenario en la brecha, como Resnais, están bastante bien representados en los comercios. Pero… Tenía que haber pero… No hay nada en absoluto de los treinta años anteriores de su obra, iniciada oficialmente en 1956 con el cortometraje «Le coup du berger», lo que significa que faltan películas fundamentales como «Paris nous appartient» (1960), «L’amour fou» (1969), «Duelle» (1976), «El puente del norte» (1981), y también su, defendiblemente, mejor título, la legendaria «Céline et Julie vont en bateau» (1974), cuya traducción más fiel vendría a ser «Céline y Julie se embarcan».

La recomendación. Por fortuna «La bella mentirosa» no le anda a la zaga en maestría a la obra ausente, así que es posible recomendar uno de los mejores y más apasionantes Rivette, una película donde se asiste a un proceso de creación (pictórico, pero evidentemente extrapolable a lo fílmico) que dura casi las cuatro horas del film y, sin embargo, tanto es su interés, que casi se hace corto. Con criterio encomiable Intermedio ha optado por la versión íntegra, a lo que cabe añadir la magnífica documentación que es regla en esta distribuidora.

Eric Rohmer



Éste de origen alsaciano, adalid de la cotidianeidad y el naturalismo, es seguramente el director francés más favorecido por el mercado, pues hay una veintena de sus largometrajes a disposición del aficionado, lo que comprende todos sus mejores títulos y otros no tan buenos. La única ausencia reseñable es la interesante «Les rendez-vous de Paris» (1995), pues las demás inaccesibles se encuentran muy lejos de merecer el entusiasmo, mal que les pese a los incondicionales de este otro octogenario en activo (y ya van tres). Así que sus tres archifamosos ciclos de comedias, los «Cuentos morales», las «Comedias y proverbios» y los «Cuentos de las cuatro estaciones», pueden encontrarse al completo, o casi. De la primera serie cabe destacar «Mi noche con Maud» (1969, lástima que una de sus mejores películas se presente en una copia tan deficiente), «La rodilla de Clara» (1970) y «El amor después del mediodía» (1972). De la segunda, en conjunto la más sólida de las tres series, sobresalen «La mujer del aviador» (1981), «Pauline en la playa» (1983), «Las noches de la luna llena» (1984) y, sobre todo, el Rohmer más distinguido, «El amigo de mi amiga» (1987). Finalmente, de la postrera colección del autor, sin duda la menos competente de las tres, destaca su última buena película, «Cuento de otoño» (1998). Y, por supuesto, no conviene olvidar otro de sus filmes señeros, desmarcado de todo ciclo: «La marquesa de O» (1976), una de sus pocas y fidedignas reconstrucciones de época y el único de sus filmes hablado en alemán. Todas estas películas las distribuye en España Manga Films.

La recomendación. El paquete que Manga ha bautizado como «Colección Comedias y proverbios» es la mejor aproximación a Rohmer disponible, por varios motivos. Primero, porque ofrece al completo el ciclo más consistente de los tres rodados por Rohmer, con ningún título débil y al menos dos magníficos, «Pauline en la playa» y «Las noches de la luna llena», y otro magistral, «El amigo de mi amiga». Segundo, por la aceptable calidad media de las transferencias, destacando especialmente su riqueza de colorido, lo cual es fundamental para el caso particular de «El amigo de mi amiga», una película que es, entre otras cosas, uno de los grandes logros del cine europeo en lo que al color se refiere. Finalmente el paquete es muy económico, poco más del precio de dos de las películas sueltas… ¡y son seis!

Jean-Luc Godard



Aparte del germen de la cinefilia, no se sabe qué vitamina misteriosa debía de inocular la Cinémathèque Française para generar tanto director pletórico a unas edades en las que otros ya se han jubilado. El cuarto de los ancianos sabios del cine francés aún no ha cumplido los ochenta, pero poco le falta: el admirado, inmarchitable, estandarte de la Nouvelle Vague, Jean-Luc Godard. Este parisino medio suizo se ha hecho su buen lugar en los territorios del DVD: no es precisamente que no falten películas de su ingente filmografía en el mercado, pero la veintena que existe proporciona una buena aproximación a su obra, tanda que incluye una gran parte de sus mejores títulos, y además todos en copias irreprochables. De su primer largometraje, «Al final de la escapada» (1959), al último por el momento, «Nuestra música» (2004), se puede efectuar un recorrido por su obra con las imprescindibles estaciones de «Vivir su vida» (1962, presentada por Filmoteca Fnac en un apetitoso DVD que incluye también un par de cortos), «Banda aparte» (1964), «Pierrot el loco» (1965), «Weekend» (1967), «Nombre Carmen» (1983) , «Yo te saludo María» (1985) , «Hélas pour moi» (1993), cuya traducción al español sería «Ay de mí», y su monumento al cine «Histoire(s) du cinéma» (1988-1998), una auténtica lección de cómo conseguir una apasionante obra personal a partir fundamentalmente de material ajeno. Hay, no obstante, ausencias importantes que sí conocen distribución en el extranjero: su irresistible musical «Una mujer es una mujer» (1961), su vuelta al cine de ficción comercial tras su período «revolucionario», «Sálvese quien pueda (la vida)» (1980) y, muy lamentablemente, su gran obra maestra, «Elogio del amor» (2001).

La recomendación. De su primera etapa destaca poderosamente «Banda aparte», editada por Sherlock, una obra de frescura excepcional que conjuga como pocas dos características tan propias del primer Godard: la tendencia a la digresión y la fascinación por los actores en su realidad de personas. En el otro extremo de su dilatada carrera, «Histoire(s) du cinéma» (Intermedio) se erige como uno de los máximos logros de ese cine de ensayo al que últimamente se dedica el director de las gafas de pasta, un cine que con material propio de documental hilvana, en primera persona, un discurso que participa lo mismo de lo reflexivo que de lo poético.

André Delvaux



El director belga, si bien rodó indistintamente en flamenco y francés, siempre estuvo muy ligado, sentimental e industrialmente, a la cinematografía gala, hasta el punto de que gran parte de su obra parece una ramificación de aquélla. Este artista sensible y sensorial apenas llegó a rodar una decena de largometrajes, de calidad irregular, pero que en sus mejores momentos alcanzan una maestría admirable. Destacan su primer largo, la mítica «El hombre del cráneo rasurado» (1965), uno de los pendones del cine moderno, así como la tardía «Babel ópera» (1985), atractiva aproximación al «Don Giovanni» mozartiano que cruza la ópera con el documental, el cinéma-vérité ¡con el fantástico! Pero las obras que le consiguieron a Delvaux laureles perennes, las tres cimas de su cine de los sentidos, son: la delicada y fantasmal «Cita en Bray» (1971), la no menos etérea y su obra maestra «Belle» (1973) y la apasionada «Benvenuta» (1983).

La recomendación. Darse un paseo por un bosque sombrío o un páramo neblinoso. Al fin y al cabo, es lo más cercano a la obra de Delvaux accesible al aficionado, ya que no hay ni una sola de sus películas editadas. Es para ponerse melancólico…

Marguerite Duras



La única mujer digna de figurar sin desdoro (con permiso de Agnès Vardà) en este listado de los mejores presenta además la peculiaridad de ser una extraordinaria y reconocida literata. Y es de admirar que, pese a ser oriunda de un campo artístico tan diferente del cine, comprendiera a fondo la naturaleza del medio y ofreciera una obra tan puramente cinematográfica… y radical. Ninguna sorpresa, cierto, para quienes ya conozcan y hayan disfrutado de la sonoridad musical de sus diálogos para «Hiroshima mon amour» o de su novela, dícese que autobiográfica, «El amante» (que contó con una indigna adaptación fílmica que más vale olvidar). En cuanto a su radicalidad, ahí está su adhesión a un cine auténticamente minimalista, construido con pocos medios y un puñado de elementos, dispuestos según normas sumamente personales y, loable muestra de valentía en una mujer que procede de la literatura, en absoluto narrativas. Cierto, su método no siempre acarreó el éxito (lo demuestra la plomiza «El camión», 1977), pero en sus mejores obras alcanzó una potencia singular. Pensamos, en concreto, en la extraordinaria «Nathalie Granger» (1972) y en la imperecedera «India song» (1975), una sonámbula e hipnótica película que le garantizó a Duras la admiración de los cinéfilos de pro. No es de extrañar: no se puede conseguir más con media docena de actores, unas voces en off, una canción, un entorno, un decorado… y un inolvidable espejo.

La recomendación. En fin… A la espera de que alguna empresa se digne distribuir la obra de la Duras cineasta, queda la opción de aproximarse a la Duras literata y leer sus extraordinarias novelas, algunas traducidas al español.

Chile

Raúl Ruiz



El que quizás sea el más prolífico de los grandes directores en activo (lleva ya casi cien títulos rodados, incluidos abundantes cortometrajes), aunque debutara en su país natal, no tardó en emigrar a Francia, donde mutó su nombre de pila por Raoul y se convirtió en heredero oficial de Buñuel. Su personalidad fílmica, de hecho, nunca ha perdido su carácter hispánico, bien arraigado en las características más propias del Cono Sur; y no porque, anecdóticamente, suela trufar sus películas con diálogos en español, sino porque su narrativa, barroca, fantasiosa, exuberante y de un humor muy intelectual, lo emparenta con los practicantes del realismo mágico, con su compatriota Sábato, o mejor aún, con el mundo entre alucinado e irónicamente científico de Jorge Luis Borges. Algo que quizás no se aprecie demasiado tras su salto al gran presupuesto y a los repartos estelares, hará unos quince años más o menos, pues su obra de esta última época resulta bastante convencional en comparación con la precedente y, lo que es peor, presenta una capacidad expresiva más bien mermada, con la única excepción que conozcamos de la hilarante «Ce jour-là», en español «Ese día» (2003)… no en vano es una producción más familiar y reducida, suiza para más señas. No, el mejor Ruiz, al menos a juzgar por la minúscula parte de su obra asequible, hay que buscarlo en sus películas de los setenta y ochenta, un cine donde todo era posible, que deparaba sorpresas a cada cambio de plano, que basculaba continuamente entre realidad e imaginación, color y blanco y negro, humor y dramatismo, convención y salidas de tono: un auténtico Iguazú de inventiva visual. Para corroborarlo ahí queda un ramillete desbordante (comercialmente inédito en España… no comment): «La vocación suspendida» (1978), «La hipótesis del cuadro robado» (1979), «Las tres coronas del marinero» (1983), «La ciudad de los piratas» (1984), «La lechuza ciega» (1987), a las que se puede añadir «Ce jour-là». Así las cosas, no queda más que lamentar que en nuestro país tan sólo se hayan distribuido dos de sus películas más recientes y superficialmente estelares: la interesante «La comedia de la inocencia» (2000) y la decepcionante «Klimt» (2006).

La recomendación. No hace falta navegar mentalmente, como tantos personajes de Ruiz: basta con Internet. La distribuidora anglosajona Blaq Out nos permite localizar una auténtica isla digital del tesoro: un doble DVD formado por su film más emblemático, «La hipótesis del cuadro robado», y la que, a falta de conocer tantas otras, es todavía su mejor película, «La vocación suspendida». El acicate es mayor, teniendo en cuenta que el disco ofrece subtítulos en español.

 

Europa. Primera parte

Victor Sjöström Mauritz Stiller Carl Theodor Dreyer

Ingmar Bergman Ernst Lubitsch Friedrich Wilhelm Murnau

Fritz Lang Georg Wilhelm Pabst William Dieterle

Max Ophüls Douglas Sirk Otto Preminger

Billy Wilder Alexander Kluge

 

En la tercera entrega de esta sección comenzamos nuestro recorrido por el viejo continente, trayecto que comenzará bien al norte, en Escandinavia. No podía ser de otra manera, por tres motivos: primero, las industrias danesa y sueca fueron, junto a la americana, las primeras en descollar a lo largo y ancho del orbe; segundo, ellas proporcionaron los primeros grandes directores del cine con ligero desfase respecto de Griffith y contribuyeron como pocas al desarrollo del nuevo medio de expresión; y tercero, dos de los cinco o seis genios indiscutibles del cine, Dreyer y Bergman, son originarios de este ámbito geográfico.

Bogando ligeramente al sur, nos encontramos con la, cronológicamente, siguiente gran cinematografía europea: la alemana. Aquí, sin embargo, hemos preferido subrayar la casi igualdad entre Alemania y Austria, pues, a pesar de que la industria germana más potente se concentraba en Berlín, sus grandes directores eran casi al cincuenta por ciento de origen alpino y se habían formado culturalmente en la efervescente Viena de comienzos del siglo XX. Como dato que podría refrendar cierta afinidad austriaca, no deja de llamar la atención que, ya en América, inauguraran la corriente que se dio en llamar cine negro y que refundía convenciones del previo cine de gángsteres con estrategias del Kammerspielfilm alemán, o si se prefiere, filtraba la psicología criminal por el colador del psicoanálisis, que lo impulsaran, decimos, tres judíos (como Freud) precisamente vieneses (como Freud): Lang, Preminger y Wilder.

Y antes de comenzar con el listado europeo de directores, una disertación. Hace poco el Aula de Cine de la Universidad de Zaragoza organizó un ciclo sobre el cine mudo de Pabst. La experiencia fue cinematográficamente maravillosa… y socialmente descorazonadora. Pese a que las proyecciones tenían lugar en el campus universitario y aun siendo gratuitas, la asistencia fue raquítica: veinte personas como mucho en cada sesión, de las cuales más de la mitad rondaba o sobrepasaba los setenta años. ¡Y aún fue más desértico el ciclo de Henry King programado por la Filmoteca de Zaragoza! Sin embargo, sucede que las películas de animación checa o las actuales y mediocres películas portuguesas proyectadas también por Filmoteca consiguieron un aforo bastante nutrido. ¿Cómo es posible? La indiferencia de nuestra juventud, su falta de curiosidad ante todo lo que sobrepase su provinciano mundo (la actualidad, los dibujos animados, que, sin ningún menosprecio a la animación, entienden hasta los niños), su negativa a ejercitar las neuronas fuera de los ámbitos académicos, no puede ser más preocupante. Claro, que cómo se van a interesar por Pabst, si en este país NO SABEN quién es Dostoievski, porque ni en casa, ni en el colegio, ni en el instituto, NADIE se lo ha enseñado. Y luego, vendrán sociólogos de pacotilla justificando el botellón, porque a los pobrecitos jóvenes no se les ofertan otras formas de ocio… O la así llamada ministra de educación afirmando que la enseñanza nunca había sido mejor en este país. Patético.

Escandinavia

Victor Sjöström



A pesar de que este actor y director es fundamental en el desarrollo de la historia del cine, a pesar de que el Instituto de Cine Sueco se ha preocupado por recuperar y restaurar todas sus películas suecas sobrevivientes y a pesar de que su obra americana nos ha llegado en general en buenas condiciones, no hay nada de nada en el mercado español (y casi nada en el internacional) de este pionero nórdico, maestro del ritmo y del paisaje, que alcanzaría la cumbre de su carrera en Estados Unidos con «El que recibe el bofetón» (1924) y «El viento» (1928). Así que duermen el sueño de los justos, aparte de sus dos obras maestras, todas sus otras películas, algunas tan importantes como «Ingeborg Holm» (1913), «Terje Vigen» (1917), «La hija de la turbera» (1917), «Los proscritos» (1918), «La voz de los antepasados» (1919), «La carreta fantasma» (1921) o su mejor película sueca, «La prueba del fuego» (1922), un film que influyó sin duda a Dreyer y a Hitchcock; o como, ya en Estados Unidos, «La mujer marcada» (1926) y «La mujer que amamos» (1930).

La recomendación.- Como no sea encender una vela a la Virgen…

Mauritz Stiller



El caso de este finlandés de origen ruso-judío afincado en Suecia es igualmente o aun más desalentador. Análogamente a Sternberg respecto de la Dietrich, se le suele recordar sólo por ser el descubridor de la gran diva y mediocre actriz Greta Garbo y, en consonancia, hace años Divisa lanzó en VHS la película del «descubrimiento»: «La leyenda de Gösta Berling» (1924), un título inferior a lo más granado de su director y uno de los falsos prestigios del cine mudo. Y aunque no es muy de lamentar que no se haya vuelto a comercializar en DVD su último film sueco, sí lo es, y mucho, que se hayan ignorado todas las demás películas de este autor, del que sólo se ha conservado una docena: muy poco si se tiene en cuenta que llegó a rodar más de cuarenta, pero lo suficiente para acreditar su inmenso talento. Pues Stiller es un director de temprana madurez y modernidad pasmosa, que contribuyó aún más que Sjöström al desarrollo del nuevo lenguaje, cuyas influencias son abundantes y decisivas y cuyas películas son modélicas en, por ejemplo y por mencionar sólo un par de cuestiones, la dirección de actores, sobrios y atemperados como pocos, y la utilización del paisaje, auténtico protagonista del relato, definidor y modelador de personajes y conductas. Ahí se alzan sus tres obras maestras para atestiguarlo: «El tesoro de Herr Arne» (1919), «Erotikon» (1920) y «En los remolinos» (1921). Pero otras tantas películas suyas no les andan a la zaga: «Amor y periodismo» (1916), «El mejor film de Thomas Graal» (1917), «El mejor hijo de Thomas Graal» (1918), «La canción de la flor escarlata» (1919)… Durante su amarga estancia en Hollywood sólo pudo finalizar una película, la muy recomendable «Hotel Imperial» (1927), para morir al poco en 1928, de vuelta a su Suecia adoptiva. Como curiosidad (y como motivo de orgullo), la Filmoteca de Zaragoza descubrió un largo fragmento de una de sus películas perdidas: «Balletprimadonnan» (1916), a buen seguro la ruina más bella de la historia del cine.

La recomendación.- Mejor encender dos velas.

Carl Theodor Dreyer



Para muchos la quintaesencia del cine, Dreyer absorbió todos los grandes movimientos de la etapa muda (Griffith, el cine nórdico, el expresionismo alemán, el constructivismo soviético, la vanguardia francesa) para lograr una de las grandes obras del período silente y, ya en el sonoro, seguir un camino absolutamente propio y conquistar la máxima depuración que ha conocido el séptimo arte. De este danés itinerante y universal hay cinco obras en catálogo, una extraordinaria, «El amo de la casa» (1925), y las otras cuatro auténticos pilares maestros del cinematógrafo: «La pasión de Juana de Arco» (1928), «Dies Irae» (1943), «Ordet», también conocida como «La palabra» (1955), y su última película, la sonámbula y olímpica «Gertrud» (1964), que propuso, a la vez que clausuraba una trayectoria artística y vital, una vuelta a los orígenes del cine primitivo, previo a Griffith, de largos planos y altanera frontalidad. Habida cuenta de que el maestro de maestros sólo rodó catorce largometrajes, no parecería mala su presencia en el mercado… si no fuera porque casi todas sus películas largas son fundamentales, porque también rodó casi una decena de cortos, con alguno que otro, como «Cogieron el transbordador» (1948), extraordinario; y si no fuera, en fin, porque en el extranjero se duplican las películas distribuidas en España. Entre las ausencias, se añoran especialmente las magníficas «Presidente» (1919) y «Páginas del libro de Satán» (1921) y las magistrales «La novia del párroco» (1920) y «Michael» (1924), de la que, para más inri, se dispone de flamantes copias restauradas recientemente; así como, claro está, una de las obras capitales del cine: la poética, la alucinada, la onírica: «Vampyr» (1932).

La recomendación.- Las cinco películas editadas en España («La pasión de Juana de Arco» por Sherlock Home Video; las otras cuatro por Filmax) son imprescindibles y se deben tener todas, y ello aunque «El amo de la casa», «La pasión de Juana de Arco» y «Dies Irae» presenten ciertas deficiencias en las copias de las que se han telecinado. Por contra, las transferencias de «Ordet» y «Gertrud» son impecables, por lo que es inexcusable adquirirlas… y así disfrutar con unas de las experiencias y emociones más puras e intensas que ha ofrecido el cine a lo largo de su historia.

Ingmar Bergman



Lo del maestro sueco es uno de los milagros de la era del DVD: lo más importante de su prolífica obra se oferta en el mercado casi al completo, gracias fundamentalmente y a un aproximado cincuenta por ciento a Filmax y a Manga Films; además, aunque las ediciones suelen ser demasiado parcas en extras, la calidad de las copias es irreprochable. El aficionado puede por tanto hacer un recorrido por todas las etapas de este excelso cineasta: el período de aprendizaje, el más modesto de su carrera, pero que aun así comprende títulos estupendos, especialmente «Ciudad portuaria» (1948) y «Prisión» (1949); los primeros años de madurez, los cincuenta, de frescura e inventiva excepcional, con películas tan destacadas como «Juegos de verano» (1951), «Tres mujeres» (1952), «Un verano con Mónica» (1953), «Noche de circo» (1953, editada por Sherlock), «Sonrisas de una noche de verano» (1955), «El séptimo sello» (1956), «Fresas salvajes» (1957), «El rostro» (1958) y «El manantial de la doncella» (1960); luego, la genial década de los sesenta, en la que el maestro sueco consigue una pasmosa sucesión de cumbres del cine, auténticos ocho mil, que van de «Como en un espejo» (1961) a «Pasión» (1969), pasando por «Los comulgantes» (1962), «El silencio» (1963), «Persona» (1966), «La hora del lobo» (1967), «La vergüenza» (1968) y «El rito» (1969); seguidamente, la etapa de decadencia, en la que no obstante el maestro aún ofreció una obra de la envergadura de «Secretos de un matrimonio» (1973), por fin editada (por Filmax) en su versión completa; y para finalizar, la larga estancia televisiva del director, iniciada por una de sus mejores películas, «De la vida de las marionetas» (1980), y prolongada hasta su film-testamento «Saraband» (2003), con importantes jalones intermedios como «Fanny y Alexander» (1982) y «Después del ensayo» (1983). Todas las extraordinarias películas mencionadas y algunas otras menos destacadas son adquiribles en los comercios; incluso recientemente tanto Filmax como Divisa han lanzado paquetes que contienen seis o siete títulos del maestro, cuyo bajo precio es un acicate para coleccionar en dos tacadas la obra bergmaniana. Sin embargo, mientras Manga ha agrupado los títulos que distribuye por etapas, algunas ciertamente demasiado amplias, el criterio de Filmax es meramente insondable, como no sea con perspectiva comercial: ¿cómo se puede maridar una obra clave de la modernidad como «Persona» con un endeble y trasnochado folletín como «Música en la oscuridad» (1948)? Así las cosas, dos son los paquetes recomendables: los primeros volúmenes de ambas firmas, pues apenas hay furrufalla y (casi) todas las películas contenidas en ellos son excepcionales. En cuanto a los demás títulos, más vale adquirirlos uno a uno. Ah, y que sepamos, nadie ha editado hasta la fecha un puñado de películas soberbias: «En el umbral de la vida» (1958), «La carcoma» (1971), «Los dos bienaventurados» (1986), «En presencia de un clown» (1997).

La recomendación.- Las dos cimas de una carrera de vértigo, «Persona» y «Pasión», que en muchos aspectos marcaron unos límites en el cine, como arte, como hecho material y como interlocutor del mundo, que a fecha de hoy no se han logrado sobrepasar. Sin embargo, en el caso de una obra tan rica, compleja y apasionante como la del hijo del pastor, dos recomendaciones son un aperitivo, así que añadamos otras más, igualmente imprescindibles. Por el lado del Bergman quizás más asequible para un público amplio, pero sobre todo más profético (¡si la hubieran visto en Yugoslavia!), otra de la cumbres del cine: «La vergüenza». Realzando la faceta más fantástica y terrorífica de un autor que no desdeña dialogar con el cine de género, «La hora del lobo», y desvelando al creador que se inspira en los cuentos infantiles para tratar obsesiones de madurez, «El silencio». Mostrando el lado más desnudo e implacable del director, más austero y clásico también, lado que invitó a emparentarlo con Dreyer, «Como en un espejo» y «Los comulgantes»; y por el contrario, revelando a un autor que se mueve en la punta de lanza del cine con estrategias de modernidad asombrosa y que retrata, o mejor radiografía, la sociedad actual y por venir, «De la vida de las marionetas». Finalmente, como testigos de aquél director que alcanzó la madurez tempranamente, en la década de los cincuenta, alzándose como aventajado heredero del expresionismo y del cine nórdico silente, «Fresas salvajes» y «El rostro».

Alemania y Austria

Ernst Lubitsch



La recopilación de la filmografía del afamado príncipe de la comedia va teniendo lugar esforzada y caprichosamente. Hasta hace bien poco, con una excepción, no había ni una sola de sus mejores películas en los estantes, e incluso dicha salvedad, la genial sátira «Ser o no ser» (1942), quedaba (y queda) prácticamente invalidada por la humilde calidad de las copias existentes; así que el famoso toque Lubitsch sólo se podía, más que degustar, olfatear con su recomendable último film, «El pecado de Cluny Brown» (1947). Por fortuna, a finales de 2006 la situación comenzó a cambiar. Primero, tímidamente, cuando Sherlock lanzó algunos títulos de su etapa Paramount… aunque las elecciones de nuevo, dejando aparte la gozosa «La octava mujer de Barba Azul» (1938), no fueran demasiado afortunadas: ¿cómo se puede elegir la simpática opereta «Una hora contigo» (1932) y olvidar la cima de esta tendencia en la obra del director del puro, «El teniente seductor» (1931)?; peor aún, ¿cómo optar por la interesante «Una mujer para dos» (1933) y desestimar el cenit, ya no de todas las comedias, sino de toda la obra del berlinés, «Un ladrón en la alcoba» (1932)? Llegados ya a 2007 Divisa comercializó algunas de las películas mudas alemanas… sólo que la obra silente norteamericana de Lubitsch es muy superior. Por fortuna, entre las producciones berlinesas seleccionadas, restauradas con el habitual cuidado y deslumbrantes resultados de la Friedrich Murnau Stiftung, aunque falte «Las hijas del cervecero» (1920), están presentes la simpática «El gato montés» (1921) y, sobre todo, la irresistible «La princesa de las ostras» (1919), sin duda la cumbre de la obra alemana de nuestro hombre, y primero en España de los lanzamientos en DVD imprescindibles del autor. Luego, Suevia ha añadido al catálogo la despedida de Lubitsch del cine mudo, la estupenda, aunque inferior a la serie precedente «Amor eterno» (1929). Y no ha sido hasta finales del año recién acabado que se han incorporado tres de las grandes películas del comediante. La primera por orden cronológico, «Los peligros del flirt» (1924), ostenta además el mérito de haber inaugurado la etapa Warner, en conjunto la mejor de las de Lubitsch: Divisa la presenta en copia restaurada, muy superior a la que ya existía en VHS, aunque no totalmente impecable. Las otras dos, «Remordimiento» (1932) y «Ángel» (1937), pertenecen a la prestigiosa etapa Paramount y las distribuye Universal en magníficas copias. Ahora bien, quedan todavía muchas películas imprescindibles que recuperar: aparte de «El teniente seductor» y «Un ladrón en la alcoba», falta de hecho casi toda la obra muda americana: el grueso del admirable ciclo Warner, que contiene dos de sus obras capitales («El abanico de lady Windermere», 1925, y «La locura del charlestón», 1926), más sus incursiones en Paramount («La frivolidad de una dama», 1924) y MGM («El príncipe estudiante», 1927). También parece olvidada una de las mejores entre sus últimas películas: «El bazar de las sorpresas» (1940).

La recomendación.- Nos gustaría poder resaltar las tres obras maestras de Lubitsch: imposible, ante la inexistencia de «El abanico de lady Windermere» y «Un ladrón en la alcoba» y la precaria presencia de «Ser o no ser». Así que nos inclinamos por dos de sus siguientes mejores obras, que presentan la llamativa peculiaridad de no ser comedias: «Remordimiento» es un intenso melodrama con todas las de la ley, de trasfondo bélico y mensaje pacifista, mientras que «Ángel», aunque utiliza recursos más cercanos a la comedia, es más bien un drama conyugal de precursora modernidad donde los personajes bordean y a duras penas esquivan el más punzante vacío existencial.

Friedrich Wilhelm Murnau



El mejor cineasta germano, el más conspicuo director de la época muda y evidentemente uno de los genios indiscutibles del cine, no anda mal representado en el mercado, pues son accesibles la mitad de las doce películas suyas conservadas, entre ellas, ¡albricias!, casi todas las mejores, no tanto la prestigiosa aunque algo avejentada «El último», como cinco de sus grandes obras maestras: «Nosferatu» (1921), «Tartufo» (1926), «Fausto» (1926), y ya en Estados Unidos «Amanecer» (1927), y en Tahití «Tabú» (1931). De las otras seis películas sobrevivientes se echan a faltar especialmente «La tierra en llamas» (1921), «El nuevo Fantomas» (1922), editada en el extranjero (¿por qué no en España?), y sobre todo su ausente obra maestra, «El pan nuestro de cada día» (1928, nada que ver con el film homónimo de Vidor, por lo que también se la suele mencionar por su título original: «City girl»).

La recomendación.- Las cinco películas mayúsculas, «Nosferatu», «Tartufo», «Fausto», «Amanecer» y «Tabú», son indispensables y cualquiera de ellas sirve para dar crédito de la maestría pictórica, la invención cinematográfica, la percepción vívida, la exaltada imaginación, la emoción desbordante, la apoteosis artística en suma, que es la obra del insigne pelirrojo. Ahora bien, se precisa una observación: mientras las películas alemanas y «Tabú» las distribuye Divisa en flamantes copias restauradas por la sociedad germana que toma su nombre de nuestro director (aunque no sé por qué se ha eliminado el logo de la Paramount en «Tabú»), y además la mayoría ofrece unos extras soberbios, responsabilidad de nuestro compatriota y gran erudito Luciano Berriatúa; mientras esos cuatro títulos se presentan en ediciones definitivas, «Amanecer», comercializada por VellaVision, a pesar de sus magníficos extras, no está restaurada. Un suspenso para la productora original, Fox, por no ofrecer copias mejores y, además, tener a «City girl» aherrojada en sus almacenes.

Fritz Lang



En el caso del director del monóculo su etapa alemana se diferencia aún más nítidamente de la americana videográfica que artísticamente. En efecto, si por un lado Divisa presenta su obra germana casi al completo en copias restauradas y resplandecientes, por otro su obra hollywoodiense aparece desperdigada por múltiples sellos y plasmada en copias de calidad extremadamente variable, por lo general tirando a la baja. Procedamos cronológicamente. Por el lado alemán, destacan películas extraordinarias como «Los Nibelungos» (1924, muy superior la primera a la segunda parte), «La mujer en la luna» (1929) o «M» (1931), sin olvidar otros filmes estupendos y legendarios como «El doctor Mabuse» (1922), «Metrópolis» (1927), «Spione» (1928) o «El testamento del doctor Mabuse» (1933, editada por Sherlock). De lo más granado del período sólo falta «Las tres luces» (1921). Por el lado americano, tan sólo dos de los mejores Lang, «Furia» (1936) y «Los sobornados» (1953), están disponibles en copias inmaculadas; luego, «Sólo se vive una vez» (1937) y «Perversidad» (1945) se ofertan en ediciones para salir del paso, mientras que la disponible de «La mujer del cuadro» (1944) está tirada de una copia lamentable… aunque nada en comparación con tres de las mayores tomaduras de pelo del mercado, que simplemente deberían retirarse de la circulación: la copia de definición (es un decir) analógica de «Encuentro en la noche» (1952), la plana y terrosa de «Encubridora» (1952) y la mutilada, al pretender hacerla pasar por panorámica, de «Deseos humanos» (1954), las tres editadas, o más bien machacadas, por Suevia (la última en connivencia con Sony/Columbia). Otras películas recomendables, como «Los verdugos también mueren» (1943), «El ministerio del miedo» (1944) o «Gardenia azul» (1953), han corrido una suerte algo más risueña, pero se echan en falta obras del calibre de «El hombre atrapado» (1941), «Mientras Nueva York duerme» (1956) y, sobre todo, la magistral «Moonfleet» (1955). En cuanto a la breve vuelta, cual boomerang, de Lang a Alemania, la calidad de las copias es elevada, pero presentan cada una su seria pega. El extraordinario díptico «El tigre de Esnapur / La tumba india» (1958) lo comercializa Filmoteca Fnac en una copia nítida y colorida, pero se le ha amputado la escena pregenéricos en la que el famoso tigre daba cuenta de una de sus víctimas (con la indeseable consecuencia de que la fiera se percibe por el espectador más que como ente real como entelequia). Finalmente su última y algo inferior variación sobre el diabólico doctor, «Los crímenes del doctor Mabuse» (1960), la ofrece SAV doblada en español y en italiano, pero no en la versión original alemana: ¡y aún tienen el descaro de venderla como edición coleccionista!

La recomendación.- Entre las películas alemanas de Lang, el primer puesto lo merece sin duda «M», no sólo su obra maestra del período, sino también uno de los más importantes filmes de comienzos del sonoro; además, la impecable copia de Divisa recupera todo el metraje, incluyendo fragmentos importantes tradicionalmente escamoteados proyección tras proyección. No obstante, también es sumamente recomendable «Los Nibelungos» por ser una de las cumbres indiscutibles de todo el cine desde el punto de vista (de otros no) de la dirección artística. En cuanto a su etapa americana, vistas las escabechinas perpetradas sobre «La mujer del cuadro», «Perversidad» y «Deseos humanos», queda el consuelo de la única obra maestra presentada en copia irreprochable: la vibrante y emotiva «Los sobornados», editada por Sony Pictures (antes Columbia).

Georg Wilhelm Pabst



De los directores germanos del cine mudo otrora aclamados este austriaco nacido en Bohemia es, bien injustamente, el único olvidado. (¿Para cuándo un ciclo en filmotecas? Muchas de sus películas ya han sido restauradas…) Pues resulta que Pabst en apenas un lustro, de 1926 a 1931, y sobre los cimientos de un talento vigoroso e imaginación feraz, anclados a fondo en una conciencia expresionista del mundo (no la propuesta por la alucinada «El gabinete del Doctor Caligari», sino la enarbolada por las convulsas pinturas de Grosz, Dix, Beckmann, etc.), edificó una obra imperecedera, que, con permiso de los puristas, eclipsa la obra alemana de Lubitsch y, apurando, casi me atrevería a decir que la de Lang también (la de Murnau, es imposible). Ahí están, para el que quiera comprobarlo, películas sobresalientes como «El amor de Jeanne Ney» (1927), «La caja de Pandora» (1929), «Cuatro de infantería» (1930), «Carbón» (1931) y «La comedia de la vida» (1931, no confundir con el film homónimo de Hawks), también conocida por «La ópera de cuatro cuartos», a las que se deben añadir otras obras que no les andan a la zaga, especialmente «Secretos de un alma» (1926), «Crisis» (1928), «Prisioneros de la montaña» (1929) y «Diario de una perdida» (1929); y no incluimos en este listado de joyas ni «La calle sin alegría» (1924), pues, pese a su interés, nos parece un falso prestigio, ni, por desconocerla, «La Atlántida» (1932). Luego, en 1933, al parecer llegaría la etapa de decadencia de Pabst, que comenzaría a errar de aquí para allá y ya no volvería a levantar cabeza; y decimos al parecer, ya que en realidad desconocemos casi todas esas películas, pues no se han aireado por las pantallas desde hace décadas. Aun así, conocedores de la obra de este vienés ensalzan como mínimo dos: «Paracelso» (1943) y «El último acto» (1955). Pues bien, esbozado el hombre y su obra, ¿qué se puede conseguir de Pabst en los comercios? Sólo tres tristes títulos (por solos); entre ellos, «Don Quijote» (1933), discutible adaptación (como todas) del monumento cervantino, pero que aun así es claramente la mejor película en la que ha aparecido el hidalgo, y «Sucedió el 20 de julio» (1955), una de sus últimas obras.

La recomendación. Es imprescindible el tercer título en el mercado, la magistral «La caja de Pandora», su película más prestigiosa y legendaria… y no poco gracias a la antológica encarnación de Louise Brooks, que pasaba con pasmosa facilidad de ángel a arpía. Y no es óbice que la copia presentada por Divisa, aun restaurada, presente abundantes parpadeos en el foco, pues al fin y al cabo, como todos los otros grandes títulos del Pabst de la época, «La caja de Pandora» está llena de escenas brillantísimas, rodadas con un abrumador sentido del movimiento y de realce del detalle visual… además de poseer una capacidad excepcional para transmitir un aire enrarecido, de descomposición y decadencia, de maldad incluso, que nos hace comprender la desquiciada Europa Central de la época mejor que nadie, incluido Lang y sus Mabuses.

William Dieterle



Comparado con los otros grandes directores germanos que iniciaron su andadura en el mudo, es Wilhelm Dieterle, más tarde William, sin duda el de obra más modesta. Su parca filmografía alemana no parece tener demasiada relevancia, pero, en cambio, su estancia hollywoodiense, por más irregular que fuera, está cargada de títulos atractivos que justifican una reivindicación del director de los guantes blancos; y ello a pesar de que una gran parte de su producción permanece sepultada bajo losas de décadas. Películas soberbias como «Juárez» (1939), «Esmeralda, la zíngara» (1939), la delicada y fantasmal «Jennie» (1948), que amaron los surrealistas, o «Un hombre acusa» (1952) son algunos de los jalones más destacados de una carrera donde tampoco conviene desestimar películas tan interesantes como «El hombre que vendió su alma» (1941), «Incidente en septiembre» (1950) o «La senda de los elefantes» (1954), cuyo final, por cierto, en el que Liz Taylor se enfrenta solita a una manada de elefantes destrozones, de puro descabellado acaba erigiéndose como uno de los más surreales de la historia del cine (tampoco se debe olvidar a la enajenada Bette Davis de «Juárez» tomando a una paloma… por su difunto marido). Pues bien, de una obra que suma más de setenta largometrajes, sólo «Bloqueo» (1938), «Esmeralda, la zíngara» y «La senda de los elefantes» se ofrecen al público. Desgraciadamente «Jennie» está descatalogada.

¿La recomendación?- Manga Films, dentro de su serie RKO, ofrece la mejor película de Dieterle en el mercado: «Esmeralda, la zíngara». Carcome, no obstante, el dilema de «comprar o no comprar», pues si desde luego se trata de un film sobresaliente, de iluminación contrastada y lleno de momentos de rara intensidad y poética inventiva, la copia es bastante deficiente.

Max Ophüls



Con el director del cráneo rasurado pasamos ya a los centroeuropeos que debutaron en los albores del sonoro. Este alemán romántico y errante, pilar del melodrama europeo (en Italia, en Alemania, en Francia…) y perro verde del americano, es uno de los grandes desatendidos de la época del DVD. Tan sólo cuatro películas sobre casi treinta se pueden localizar en nuestro país. Las mejores son las dos americanas: «Carta de una desconocida» (1948), general y razonadamente considerada su obra maestra, y la también magistral «Atrapados» (1949). En cuanto a las dos películas francesas, arrastran un prestigio quizás desmesurado, pero aun así «La ronda» (1950), su primer film post-Hollywood, es magnífico y «Lola Montes» (1955), su definitivo último film, presenta gran interés. Recapitulando, falta toda la obra de los años treinta y primeros cuarenta, sus otras dos películas americanas y las otras dos francesas de los cincuenta, lo que excluye títulos tan prometedores como «Werther» (1938) o «The exile» (1947), o tan magníficos, cuando no magistrales, como «Amoríos» (1933), «La signora di tutti» (1934), «Almas desnudas» (1949), «El placer» (1952) y «Madame de…» (1953).

La recomendación. Las copias presentadas por Suevia Films de «Carta de una desconocida» y «Atrapados» dejan bastante que desear y sólo son recomendables para aquéllos que nunca hayan visto estas dos admirables películas. Así que, a la espera de copias mejores, finalmente nos decantamos por la estupenda «La ronda», comercializada por Filmoteca Fnac en una copia excelente. Al film se suma un muy discreto documental sobre el director, centrado exclusivamente en su obra francesa.

Douglas Sirk



El rey del melodrama ha ido haciéndose sitio en el mercado muy trabajosamente: hasta 2006 sólo había dos títulos suyos disponibles y en 2007 ha tenido lugar una verdadera eclosión al sumarse ocho películas más. Sin embargo, la situación sigue estando lejos, muy lejos de ser aceptable. Para empezar falta toda su primeriza obra alemana, no tan deslumbrante como la americana, pero que cuenta con títulos del subido interés de «Acorde final» (1936) o «La habanera» (1937). Para seguir algunos de los Sirk presentes son obras decididamente menores (se debe precisar que en el caso del hamburgués este calificativo significa que la película no es excepcional, pero que aun así resulta muy recomendable y muy superior a la media), mientras que no se sabe dónde paran películas excelentes como «Extraña confesión» (1944), «Take me to town» (1953) o «Interludio de amor» (1957), cuando no sencillamente magistrales, como «Su gran deseo» (1953), «Siempre hay un mañana» (1956) y, parece mentira, la inmarchitable «Tiempo de amar, tiempo de morir» (1958). Y, en fin, para rematar la situación casi todas sus mejores películas editadas sufren la sempiterna chapuza de los formatos, que Universal, cual célula terrorista, sigue saboteando impunemente: ni «Obsesión» (1954) , ni «Sólo el cielo lo sabe» (1955), ni «Escrito sobre el viento» (1956), ni «Imitación a la vida» (1959) fueron rodadas en 1:1,85, como hoy en día se venden con la consiguiente desvirtuación del plano, lo que en el caso de Sirk no es un daño colateral, pues la supresión de numerosos reencuadres no sólo afecta a una de las formas favoritas del director, sino de paso a varios pilares de su sistema filosófico (la representación, el reflejo, la prisión…). Uno siente rabia e impotencia ante tanto atentado cultural, que se acrecientan cuando, para más recochineo, resulta que las copias presentan una buena calidad de imagen… pero hay que rellenar los flamantes y caros televisores panorámicos. Así el estado de las cosas, quedan un par de buenas películas, «Escándalo en París» (1946) y «El asesino poeta» (1947), y, menos mal, una obra maestra: «Ángeles sin brillo» (1957). Claro, que ésta originalmente era ya era en pantalla ancha, CinemaScope para más señas.

La recomendación. Si bien la superlativa maestría de la película sigue haciéndolo tentador, aun a pesar de los abusivos recortes horizontales, somos reticentes a recomendar el DVD de esa summa sirkiana que es «Imitación a la vida», una asombrosa cumbre del cine construida sobre material de derribo al que el cineasta domeñó y del que consiguió extraer espesas variaciones sobre la naturaleza humana (lo que evidentemente no merece la pena buscar en la mediana película de John Stahl de la que ésta es remake). Por fortuna, la potencia discursiva de este antiguo director de escena, experto y profundo conocedor de la tragedia griega, de Shakespeare, Calderón y tantos otros, se yergue incólume en otro buen puñado de películas, entre ellas «Ángeles sin brillo», el más esotérico, por menos americano y más próximo a sus raíces europeas, de los melos del gran Sirk. Suevia Films presenta una copia intachable para esta película imperecedera. De obligada adquisición.

Otto Preminger



Más de veinte títulos dejan constancia de que este segundo austriaco con monóculo es uno de los preferidos por la distribución videográfica en nuestro país. Algo que celebrar, pues la obra de Preminger, por más que sea menos prestigiosa entre la cinefilia de hoy en día que entre la de antaño, es pródiga en obras extraordinarias. El que fue calificado, no sin ligereza, como cineasta de la objetividad y el que, sin duda, fue uno de los más preclaros cultivadores del plano-secuencia, ofrece al público títulos tan destacados y variopintos como «Laura» (1944), «El abanico de lady Windermere» (1949), «Cara de ángel» (1952), «Río sin retorno» (1954), «El hombre del brazo de oro» (1955), «Santa Juana» (1957), «Buenos días tristeza» (1958), «Éxodo» (1960) y «Primera victoria» (1965), todos ellos en copias decentes… o casi. Sin embargo, por el lado de las ausencias, hay que reivindicar tres obras extraordinarias: «Daisy Kenyon» (1947), «Cartas envenenadas» (1951) y «Tempestad sobre Washington» (1962). Y por el lado de las pifias hay que denunciar la pésima copia disponible de «¿Ángel o diablo?» (1945), que encima, para mayor desesperación, es una de sus mejores películas, la muy deficiente de la estupenda «Vorágine» (1949), y la adulterada, por la sempiterna cuestión de los formatos panorámicos por birli-birloque (Columbia parece competir con Universal en lo que a atentados culturales se refiere), de otra de las cimas de su filmografía, «Anatomía de un asesinato» (1959). Una última cuestión, que no puede más que suscitar la perplejidad: Sogemedia parece haber descubierto un Preminger desconocido, «La dama de hierro»… ¡sólo que no es más que «Santa Juana» con un título camuflado! Menos mal que Manga ha tenido la oportunidad de distribuir esta estupenda película con su título real y que, para mayor certificación de autenticidad, recupera en la carátula el cartel original, obra de Saul Bass. Y ya que hablamos de este legendario diseñador de títulos de crédito, no esta de más reseñar su larga colaboración con Preminger, al que como mínimo entregó un segmento genial: los títulos finales de «Primera victoria», que elevan esta negra y magnífica película a alturas de auténtico vértigo existencial.

La recomendación. Las dos obras maestras de Preminger, auténticos pilares del subgénero noir que se dio en llamar de psicología criminal. «Laura», todavía hoy y no demasiado injustamente el Preminger más recordado y popular, está editada por su productora original Fox en una copia irreprochable. En cambio, su posterior aproximación al género, la impresionante «Cara de ángel» (producción RKO), menos onírica, pero más punzante y seca, está ofertada por Manga en una mediana copia, que aun con todo sigue siendo recomendable, pues se trata de una obra emocionante y demoledora, de irresistible belleza: no otra que la de una delicada planta… carnívora.

Billy Wilder



Si Preminger parece estar favorecido por la distribución, su compatriota resulta ser uno de los auténticos mimados del mercado: no podía ser menos dada su inmensa popularidad… y casi, casi su ascensión a los cielos como el dios de la comedia. ¿La prueba? De sus veintiséis largometrajes, todos menos dos están a la venta. Cierto, que con una de las ausencias se le ha concedido una auténtica merced, pues «Aquí un amigo» (1981), su último film, es una obrita simplemente deleznable, pero con la otra, en cambio, el favor no ha podido ser más flaco, ya que «Ariane» (1957) es sin duda una de sus dos o tres mejores películas. El resto de su obra está pues al alcance del público, para arrobo de los integristas wilderianos y para degustación del aficionado en general. Y si el director de las gafas grandes y redondas dista de ser el genio que sus fanáticos aseguran, no hay duda de que es un extraordinario cineasta, cuya obra depara grandes placeres. De su primera etapa con Paramount, negra y densa, se deben destacar: «Perdición» (1944), «Días sin huella» (1945), «Berlín Occidente» (1948), «El crepúsculo de los dioses» (1950), y ya apuntando al futuro, «Sabrina» (1954). De su época de las comedias ácidas para United Artists, que le reportaron fama merecida, sobresalen: «Con faldas y a lo loco» (1959), «El apartamento» (1960), «Uno, dos, tres» (1961), «Bésame, tonto» (1964) y el cierre del ciclo y del mejor Wilder, «En bandeja de plata» (1966).

La recomendación. No seremos muy originales al destacar, del ciclo United Artists, precisamente «El apartamento» (distribuidora: MGM), siempre el Wilder más prestigiado: su extraordinario uso del formato scope, su apreciable inventiva, su sutil equilibrio entre comedia y grisura existencial (sería excesivo hablar de negrura) justifican la elección. Por el lado de Paramount, sin embargo, nos decantamos por uno de los Wilder, como «Ariane», más injustamente ignorados: la excepcional «Berlín Occidente», comercializada por Suevia en copia inmaculada; una película que, casi a la inversa de «El apartamento», opera un trayecto del drama a la comedia, amén de proponer un singular maridaje entre sátira y denuncia, entre sentimiento e hilaridad, entre neorrealismo y film noir.

Alexander Kluge



Lo que no hizo Hollywood lo consiguió el nazismo: el desmantelamiento y aniquilación de la cinematografía europea más floreciente de los años veinte y comienzos de los treinta. Con la llegada de Hitler al poder Alemania acabó convirtiéndose en un páramo. Sólo muy tardíamente, a comienzos de los años sesenta, comenzó a dar signos de resurrección la cinematografía germana con la proclamación del manifiesto de Oberhausen y el advenimiento del nuevo cine alemán. Pues bien, de toda la pléyade de cineastas que conformaron el movimiento, sin duda el más destacado resulta también casi ignoto: Alexander Kluge. Lejos del reconocimiento crítico y adhesión cinéfila de los que alguna vez disfrutaron y de los que todavía siguen recibiendo rentas sus colegas Herzog, Wenders e incluso el más irregular Fassbinder, Kluge simplemente parece no existir: ni para los aficionados, ni para los programadores, ni para el comercio; ni en España, ni en el resto de Europa, ni en el mundo mundial (salvo en su país natal: algo es algo). Lástima, pues este cineasta, también notable escritor, aglutina lo mejor de ese nuevo cine alemán tan especial, enarbola las perspectivas más radicales y productivas de todos sus compañeros, ofrece una crítica de la situación política y social de su país afilada como un escalpelo (como también la de otro colega olvidado: Reinhardt Hauff), aderezada, eso sí, con una ironía burlona y distante, y siempre ha sabido beber del documental que fue su inicial formación y coquetear con lo didáctico sin caer en ello. No sería de extrañar que la causa de su olvido sea precisamente su continuo vaivén hacia las formas del documental y del collage. O su exposición, seca como una disertación científica. O su mirada distante, casi gélida y aparentemente desapasionada; aparentemente… como pone en evidencia esa obra magistral, tan emocionante en su estilo, que es «La fuerza de los sentimientos» (1983). Y pese a que su filmografía es prácticamente desconocida y remotamente recordada, otros títulos excelentes, cortos y largometrajes, titilantes en la memoria, avalan su calidad como cineasta: «Brutalidad sobre piedra» (1961), «Retrato de una prueba» (1964), «Los artistas bajo la cúpula del circo: perplejos» (1968), «Trabajo ocasional de una esclava» (1973), la irresistible «Ferdinand el radical» (1976)…

La recomendación. Quizás una manifestación sería lo más adecuado para reivindicar a un cineasta tan comprometido y admirablemente politizado. Pero como quiera que corren malos tiempos para la ideología, uno, sin el engorro de coger una pancarta ni moverse de casita, puede navegar por la zona alemana de Internet para intentar localizar un apetitoso paquete, editado por Zweitausendeins, con la obra cinematográfica de Kluge ¡completa y en magníficas copias! Si el gasto se antoja excesivo (son 16 discos) y ya que todas las películas no son igualmente recomendables, siempre se puede optar, para abrir el apetito, por el doble DVD que incluye «La fuerza de los sentimientos» (su título original: «Die Macht der Gefühle»). Ah, no hace falta saber alemán: tienen subtítulos en español.

 

Estados Unidos (y Canadá). Segunda parte

Continuamos con la sección inaugurada en el Pollo anterior sobre la presencia de los grandes cineastas en el mercado del DVD, no sin antes recalcar que las incorporaciones tienen lugar a ritmo tan vertiginoso, que pudiera ser que títulos que ahora echamos de menos estén comercializados dentro de pocos meses.

En este diciembre de 2007 les llega el turno a los directores norteamericanos que debutaron de los inicios del cine sonoro en adelante, algunos pocos en activo hoy en día. Reservamos otras latitudes para próximas entregas.

Rouben Mamoulian George Cukor  Mitchell Leisen  Orson Welles  Anthony Mann

Vicente Minnelli  Joseph Leo Mankiewicz  Budd Boetticher  Robert Wise

Richard Fleischer  Nicholas Ray Samuel Fuller  Jerry Lewis  

Francis Ford Coppola  David Cronemberg  David Lynch

 

Rouben Mamoulian



El primer gran director que inició su carrera ya en pleno cine sonoro es este armenio que Hollywood reclutó de la escena de Broadway y que antes se había formado en el teatro de Moscú y Londres. El desarrollo de su carrera cinematográfica es sumamente peculiar, único quizás, pues alcanza su cenit precisamente en los comienzos, los cinco años que trabajó en la Paramount de 1929 a 1933, luego desciende progresivamente en calidad, con algunas buenas películas mediados los años treinta y en los cuarenta, y se apaga finalmente en 1959 con la olvidable «La bella de Moscú». A ello se debe añadir la paulatina pérdida de confianza de la industria, que lo defenestró de varios rodajes (así, «Laura» y «Porgy and Bess», definitivamente firmadas por Preminger), hasta su despido de «Cleopatra» en lo que supone uno de los finiquitos más amargos de la historia del cine. Pues bien, de la aproximada quincena de títulos que consiguió acabar Mamoulian, una tercera parte pueden adquirirse en España en copias de calidad, lote que incluye su último film y tres buenas películas de la etapa intermedia: «La reina Cristina de Suecia» (1933), «El signo del zorro» (1940) y «Sangre y arena» (1941). No estaría mal, si no fuera porque de las obras que catapultaron a este armenio entre los grandes, un cuarteto pasmoso que destila una alegría por rodar, un afán por explotar todos los recursos del cine y una pasión casi inauditos, potenciados por una inventiva desbordante y un entusiasmo ilimitado, si no fuera, decimos, porque de estas cuatro películas Paramount tres moran en el limbo: «Aplauso» (1929), «Las calles de la ciudad» (1931) y «Ámame esta noche» (1932).

La recomendación. Por fortuna sí está editada la cumbre del cuarteto, «El hombre y el monstruo» (1931), la más gloriosa adaptación de la célebre novela de Stevenson «El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde», una película de potente discurso y de imaginería y sonido apabullantes, una obra de visión imprescindible. Además, el disco editado por Warner, presenta en la segunda cara un inopinado aliciente: el remake realizado por el ventolero Victor Fleming en 1941 para MGM, «El extraño caso del Doctor Jekyll». No es que esta mediocre película merezca la atención, pero tener ambos filmes juntos es una oportunidad única para comprobar cómo, partiendo prácticamente del mismo libreto, dos películas pueden ser radicalmente distintas (y de paso para que los cada vez más abundantes críticos de guión se replanteen sus premisas): una versión hace añorar la obra literaria en que se basó, mientras la otra hace que nos desentendamos de ella; una confía en el guión para que le saque las castañas del fuego, mientras la otra potencia sus sugerencias con imágenes inolvidables; una se construye en beneficio de sus estrellas (unos Spencer Tracy e Ingrid Bergman que nunca estuvieron tan cargantes), mientras la otra integra todos los factores en un todo coherente. En resumen, una es una nadería y la otra una obra maestra.

George Cukor



Otro de los directores teatrales que Hollywood importó de Broadway a comienzos del sonoro es este neoyorquino de apellido húngaro que acabaría convirtiéndose en uno de los cineastas americanos más famosos. Su mayor popularidad se refleja en su abundante presencia en el mercado, que abarca desde títulos primerizos casi ignotos, como «Tentación» (1932), hasta su despedida del cine ya en plena senectud, «Ricas y famosas» (1983); y se refrenda, porque incluso películas tan mediocres como «Doble sacrificio» (1932), «Cena a las ocho» (1933), «David Copperfield» (1935), «Margarita Gautier» (1936) o «El trigo está verde» (1979) han encontrado su lugar en los comercios antes que otros títulos más merecedores de ello, ciertamente del mismo Cukor, pero también de otros superiores a él. Sin embargo, Cukor, si no genial, sí es un director extraordinario y así se puede constatar por un puñado de títulos afortunadamente a la venta: «La gran aventura de Silvia» (la película que en 1936 puso de manifiesto su gran talento), «Vivir para gozar» (1939), «Historias de Filadelfia» (1940), «La costilla de Adán» (1949), «El pistolero de Cheyenne» (1960) y «My fair lady» (1964). Ahora bien, no deja de ser curioso que todos estos títulos sean comedias o presenten cierta ligereza de tono, mientras que de sus dramas más sobresalientes ningún distribuidor parece acordarse por el momento (aunque, cierto, tampoco de «La actriz», 1953, ni de «Las girls», 1957). ¿Cuándo podremos encontrar en los estantes «La mujer de las dos caras» (1941), «Cruce de destinos» (1956) o sus dos mejores películas, la casi desconocida «Edward my son» (1949) y su reconocida obra maestra «Ha nacido una estrella» (1954)?

La recomendación. A la espera de que se lancen «Edward my son» o «Ha nacido una estrella», una opción que nada desmerece de ellas es la justamente célebre «La costilla de Adán», sin duda su mejor comedia, una película efervescente, inolvidable por sus tipologías y sus situaciones y por ser quizás el tratamiento cukoriano más acabado sobre su querido tema de la representación. Además, la copia lanzada por Warner (productora original: MGM) es impoluta e incluye como único pero sustancioso extra el brillante e ingenioso trailer de la película. (Y, tangencialmente, permite comprobar cómo algunos actores que tan insoportables están con según que directores, bien dirigidos están magníficos: compárese al Spencer Tracy de «El extraño caso del Doctor Jekyll» con el de esta película de Cukor).

Mitchell Leisen



Por el contrario, la rala presencia es el reflejo de la estrella declinante de este hombre de Michigan al que nunca se le perdonó, primero, que accediera a la dirección desde el departamento de vestuario y decorados (¡si al menos hubiera sido guionista, como John Huston, o montador, como Donald Siegel!) y, segundo, que tanto Preston Sturges como Billy Wilder despotricaran contra él por haber traicionado supuestamente sus excelsos guiones. Y sin embargo, no es descabellado afirmar que este director es más merecedor de recuerdo que los cuatro anteriores, incluidos, sí, sus (también admirables) guionistas Wilder y Sturges. Es de suponer que algún mitómano se mese la cabellera ante tamaña aseveración (herejía, tronarán los integristas wilderianos) y por supuesto, se mantenga en sus trece… al menos si ha de juzgar por las dos únicas películas presentes en el mercado español: «Capricho de mujer» (1942) y «En las rayas de la mano» (1947), vehículos al servicio de la Dietrich que figuran entre lo menos distinguido de la obra del director y que casi justifican la suspicacia con la que se ha querido contemplar tradicionalmente su obra (aunque no siempre). Pero dos títulos son una parte mínima en una carrera que comprende casi cuarenta y para no sacar conclusiones precipitadas y comprobar el efectivo talento de Leisen, que durante casi toda su carrera rodó para Paramount, hay que ver sus chispeantes comedias y vibrantes melodramas, rodados con inventiva y elegancia, hoy en día invisibles, pero que muchos recordamos gracias al magnífico ciclo que le dedicó Televisión Española en una era ya remota: «La muerte en vacaciones» (1934), «Medianoche» (1939), «Arise, my love» (1940), «Si no amaneciera» (1941), «Ella y su secretario» (1942), «No hay tiempo para amar» (1943), «Vida íntima de Julia Norris» (1946), etc.; sin olvidar, claro está, las dos cumbres de su carrera: «Recuerdo de una noche» (1940) y «Mentira latente» (1950).

La recomendación. Esperar que lleguen las vacas gordas.

Orson Welles



Con el rey Welles, bien representado en el mercado en cantidad, que no precisamente en calidad de copias, llegamos ya a la década de los cuarenta, aquélla que tras la época muda proporcionó a Estados Unidos la más brillante cosecha de cineastas hasta hoy mismo. ¿Y qué decir del actor-productor-director-montador-etc.-etc.? Jaleado como genio del cine (perdón, el Genio) desde su primera película, considerado el niño prodigio del teatro, la radiofonía y finalmente el artista total del cinematógrafo, Welles se ha convertido en un icono intocable del séptimo arte, fundamental y casi exclusivamente por su primer largometraje, «Ciudadano Kane» (1941). Poco importa que muchos hayan puesto en entredicho la originalidad de sus «invenciones» (sin ir demasiado lejos, «Kane» recopila muchos procedimientos de la «Rebeca» hitchcockiana), o que se haya demostrado, análisis mediante, que las películas de algunos otros atesoran propuestas más ricas y multifacéticas; poco importa que el mismo Welles se superara a sí mismo acto seguido con «El cuarto mandamiento» (1942) y tres lustros después con «Sed de mal» (1958): «Ciudadano Kane» sigue copando machacona e injustamente el puesto de mejor película de la historia. Ciertamente, aunque no una obra maestra absoluta, sí es una película magnífica y es una suerte que esté disponible en DVD, como también lo es la presencia de la no menos extraordinaria «Campanadas a medianoche» (1965), así como que otros títulos no tan sobresalientes, pero igualmente recomendables, se encuentren en el mercado: «Macbeth» (1948), «Otelo» (1952), «El proceso» (1962). Aparte de eso, Welles se ha erigido en la prueba contundente de que los designios de la distribución comercial son inescrutables para las cándidas almas de los consumidores: ¿cómo es posible que haya ¡hasta seis ediciones distintas! de su peor largometraje, «El extraño» (1946), también comercializado como «El extranjero» (¡pero es la misma película!), y que en cambio, de sus dos obras maestras sólo haya una por cabeza, y regular? Así, «El cuarto mandamiento» está editada por Manga Films en una deficiente copia, con rayas y sin nitidez; y «Sed de mal» se oferta en la polémica versión reconstruida según las supuestas intenciones del cineasta, pero el DVD ni ofrece la opción de ver la película tal y como se estrenó, ni, más grave, tampoco respeta el formato original (1:1,37 frente al 1:1,85 del lanzamiento actual), destrozando encuadres y rebanando frentes, cabezas… y hasta el logo de la Universal.

La recomendación. Nos gustaría poder destacar «Sed de mal», pero el zancocho perpetrado por Universal con el formato se merece un cero pelotero. En cuanto a las copias de los otros tres mejores Welles («Ciudadano Kane», «El cuarto mandamiento», «Campanadas a medianoche») están lejos, muy lejos de merecer el aplauso. Sin embargo, hay tanto editado del barbudo y camaleónico actor-director, que algo nos gustaría recomendar. Así que nos decantamos, a pesar del pobre estado de la copia y de que sea tan difícil de encontrar, y en parte debido a la curiosa peculiaridad de que (por una vez) una edición española es la única disponible en el mercado internacional, por la romántica, amarga, sonámbula «El cuarto mandamiento», inolvidable poema sobre la decadencia, realzado ¡y cómo! por la vibrante música de Bernard Herrmann y la pasmosa fotografía de Stanley Cortez. Ah, y que ningún despistado pique con «El Quijote de Orson Welles»: ni es de Welles, ni siquiera presenta todo el metraje rodado por el cineasta para su abortado proyecto.

Anthony Mann



La era del DVD parece haberle traído la fortuna a la obra de este excelso director, que junto a Ford y Vidor forma el triunvirato de los mejores de entre los nacidos en Estados Unidos. Hay una venturosa profusión de sus películas, y no sólo de aquéllas rodadas a partir de 1950, siempre las más difundidas en nuestro país, sino también de su primera y apasionante obra de los cuarenta, período de formación en la serie B y de hallazgos válidos en cualquier ámbito. En efecto, este apasionado narrador, estilista del gran angular y dramaturgo del paisaje natural o urbano, ya alcanzó la eminencia en la primera etapa de su trabajo, como ratifican películas a la venta, más que las recomendables «El gran Flamarión» (1945), «Desesperado» (1947) y «Orden: caza sin cuartel» (1948) las extraordinarias «Justa venganza» (1948) y «La brigada suicida» (1947), esta última presentada por Sogemedia en bochornosa copia. Aun así, todavía le queda a la distribución un buen hueco por cubrir, pues no están disponibles algunos títulos de campanillas: «El reinado del terror» (1949), «Border incident» (1949), «Side street» (1950), «Las furias» (1950). Llegando a la década de los cincuenta, Mann sigue estando muy bien representado, por buenas películas como «Bahía negra» (1953) y «El hombre de Laramie» (1955) y por la mayoría de sus piezas maestras: «Winchester 73» (1950), «Horizontes lejanos» (1952), «La colina de los diablos de acero» (1956), «La pequeña tierra de Dios» (1958), «Hombre del oeste» (1958). No obstante, se echan en falta «Cazador de forajidos» (1957) y esa indiscutible obra maestra que es «Colorado Jim» (1953); y sí está, pero es casi como si no estuviera, otra pieza magistral, «Tierras lejanas» (1955), destrozada por Universal en su empecinamiento por vendernos como panorámicas películas de la década rodadas en el formato tradicional, en este caso con catastróficos resultados: no sólo las bandas negras se zampan las cumbres nevadas a las que hace referencia el título, sino también a los transeúntes que en término lejano le permitían a Mann crear profundidad de campo e insuflar vida a las poblaciones de las tierras remotas. ¡Qué desastre! Finalmente, sus dos peplum para Samuel Bronston, «El Cid» (1961) y «La caída del imperio romano» (1964), dos buenas películas aunque inferiores a la obra precedente, parecen estar descatalogados.

La recomendación. Salvo «Tierras lejanas», las mejores copias a la venta son las de las películas de los cincuenta. Ya que ninguna destaca por sus sustanciosos extras, nos decantamos por sus tres obras máximas disponibles: «Horizontes lejanos» (Universal), o de cómo hacer del paisaje un elemento complejo y vivo, auténtica proyección mental de los personajes y de sus relaciones; «La pequeña tierra de Dios» (Filmax), muestra fehaciente de que el genio de Mann no se reducía al western; y especialmente «Hombre del oeste» (MGM: originalmente United Artists), quizás la cumbre de una carrera distinguida como pocas y, entre otras muchas cosas, cruce inesperado entre el western y el fantástico, ajuste de cuentas anterior a «El hombre que mató a Liberty Valance» con un género que se iba codificando en exceso, delineación casi abstracta de los espacios de una radicalidad y modernidad tan sólo comparable a Antonioni o Bergman…

Vincente Minnelli



El padre de Liza y esposo de Judy Garland fue a la Metro lo que Leisen a la Paramount, Curtiz a la Warner, Sirk a la Universal o Henry King a la Fox: el director de la casa, y eso durante más de veinte años. Trabajar para la productora del león solía conllevar holgados presupuestos, pero también la obligación de pechar con proyectos de dudoso gusto y minúscula entidad. De hecho, Minnelli debió hacerse cargo de más de un pestiño, por lo que una parte importante de su obra ha soportado mal la embestida del tiempo, especialmente en lo que a sus musicales y comedias se refiere, monumentos a lo kitsch en diversas variantes con tres importantes excepciones: «Un americano en París» (1951), «Melodías de Broadway 1955» (1953), ambos musicales editados en DVD, y su interesante comedia, no disponible, «Mi desconfiada esposa» (1957). Por fortuna para la futura consideración de este estilista del color y más apasionado que elegante (y lo era) cineasta, la Metro también le confió numerosos melodramas, que hoy por hoy son en conjunto la gran aportación de Minnelli a la cinematografía, el marchamo de su gran talento. Sin embargo, el melodrama es, de todos los géneros americanos, el más desdeñado por los distribuidores y el caso del americano europeizante no es excepción: se pueden adquirir la interesante «El loco del pelo rojo» (1956), muy recientemente la grisácea «Corrientes ocultas» (1946) y, menos mal, la excepcional «Con él llegó el escándalo», horrible título español de «Home from the hill» (1961). Pero, mientras sus musicales abundan en los comercios, los grandes melos del cineasta hibernan a la espera de tiempos mejores: «Cautivos del mal» (1951), «La tela de araña» (1955), «Como un torrente» (1958), «Dos semanas en otra ciudad» (1962), «Castillos en la arena» (1965).

La recomendación. Entre lo disponible optamos por «Un americano en París», uno de los pocos musicales grandes de verdad, que muestra el gran talento de Minnelli para el color, el movimiento y tantas cosas más; y que, por cierto, le da cien vueltas a la estimable pero excesivamente cacareada «Cantando bajo la lluvia» (1952), del mediano de Stanley Donen.

Joseph Leo Mankiewicz



Este guionista y productor que decidió pasarse a la dirección en 1946 debe su gran prestigio más a los libretos que a la propia puesta en escena de sus películas, la cual, si no tan extraordinaria como los ingeniosos diálogos de sus guiones, aun así es magnífica e inventiva y no debe ser subestimada. Mankiewicz está muy bien representado en los comercios: hay tan sólo tres ausencias reseñables («Odio entre hermanos», 1949, «Julio César», 1953, y «El día de los tramposos», 1970), pero el resto de sus mejores películas (y otras menos insignes) está a la venta y por lo general en excelentes copias: «El fantasma y la Señora Muir» (1947), «Carta a tres esposas» (1948), «Eva al desnudo» (1950), «La condesa descalza» (1954), «De repente, el último verano» (1957), «Cleopatra» (1963) y «Mujeres en Venecia» (1967). La impactante «La huella» (1972) parece estar descatalogada.

La recomendación. Contra el previsible pronóstico, preferimos no decantarnos por la prestigiosa y mítica «Eva al desnudo», sino por la primeriza «El fantasma y la Señora Muir», editada por Fox, su productora original, en una excelente copia. Y ello, a pesar de que carece de cualquier material adicional, por ser el Mankiewicz que más limpiamente prima el romanticismo sobre la acidez y lo sugerente sobre lo obvio. Esta delicada historia de fantasmas realiza además la difícil proeza de conjugar el humor y la ironía con la pasión y la emotividad, alzándose inesperadamente como la película más intensa y emocionante de su autor.

Budd Boetticher



Si hay un gran director americano de toda la etapa sonora prácticamente olvidado, éste es Oscar Boetticher Jr., que para firmar sus películas primero se desprendería del Junior y luego trocaría Oscar por Budd. Su obra de los años cuarenta es inaccesible, la de los primeros cincuenta conocida a cuentagotas y la de la segunda mitad de la década tan sólo difundida ocasionalmente por televisión o en circuitos restringidos. Quizás se deba a que, a diferencia de sus mejores compañeros de generación (Mann, Fuller, Ray, Fleischer), Boetticher nunca llegó a dar el salto a la producción de alto presupuesto y todas sus películas pertenecen a la serie B. Por si fuera poco, en los sesenta, cuando su carrera podría haber despuntado industrialmente, su ciega dedicación al documental «Arruza» sobre el torero mexicano amigo suyo le cerraría las puertas de los estudios de Hollywood para siempre. Pues bien, a saber, sólo hay tres títulos de nuestro hombre en los comercios: uno mediano, «Santos el magnífico» (1955), otro bueno, «El desertor del Álamo» (1953), y un tercero excepcional, «Seven men from now» (1956). Del resto de su obra, nada, ni de su celebrado ciclo Ranown de westerns (que depara joyas como «Los cautivos», 1957, «Cabalgar en solitario», 1959, y «Comanche station», 1960), ni de sus importantes films noirs («El asesino anda suelto», 1956, y la extraordinaria «La ley del hampa», 1960).

La recomendación. La mejor elección posible es «Seven men from now», distribuida por Paramount (originalmente Warner), a buen seguro la cumbre del ciclo Ranown y quizás de su filmografía entera. Sin embargo, aunque restaurada, ésta es otra que pasa por panorámica, cuando era una película en formato 1:1,37… e incluso el DVD lo revela inopinadamente en el documental adjunto, no se sabe si por candidez o simple desidia de la distribuidora. Aun así, los encuadres, aunque afectados, no se desvirtúan dramáticamente como en el caso de las «Tierras lejanas» de Mann, por lo que, un poco a regañadientes y ya que apenas hay otra cosa, decidimos recomendarla: la película es extraordinaria.

Robert Wise



Quizás sea ésta la presencia más controvertida de nuestra lista: sin ir más lejos, hace cinco o diez años al firmante ni siquiera se le hubiera ocurrido Wise como una opción. Sin embargo, por un lado, el mercado del DVD, rebosante de títulos del director, y por otro, la completa retrospectiva organizada al alimón por Filmoteca Española y el Festival de San Sebastián hace pocos años, han obligado a replantearse la valoración de este cineasta, pues resulta que la mayor parte de sus mejores películas, como si hubiera sido víctima de un contubernio ibérico, habían permanecido inéditas en nuestro país. Cierto, ahí siguen estando «Hindenburg», «Star Trek: La película» y una ristra demasiado larga de medianos filmes (incluida la archipopular «Sonrisas y lágrimas») para desanimar al aficionado y hasta ponerle los pelos de punta; cierto, Wise ni en sus mejores momentos es un director genial, puede que ni siquiera personal… Ahora bien, se debe reconocer que un buen ramillete de películas avala y aprecia su trabajo y que no siempre los méritos deben revertir en los magníficos directores de fotografía o en los cuidados diseños de producción con los que contó: hay demasiadas buenas películas para que sean mero fruto de las circunstancias. Destaquemos «Sangre en la luna» (1948), «Nadie puede vencerme» (1949), «Ultimátum a la tierra» (1951), «West side story» (1961) y «The haunting» (1963), entre las películas distribuidas, y de las que no, «The captive city» (1952) y «Odds against tomorrow» (1958).

La recomendación. Para el que desee ediciones de gran calidad, repletas de extras, los lanzamientos por Fox de «Ultimátum a la tierra» y «West side story» (originalmente United Artists) son especialmente recomendables por sus magníficas informaciones técnicas, no tanto por sus documentales, que despiden un fuerte tufo, más que a la hagiografía al autobombo (los entrevistados, miembros del equipo de esos filmes, repiten machaconamente lo genial que era Wise, las cimas del cine que son estas dos buenas, pero relativamente modestas películas…en fin). Para el que prefiera menos alharacas, pero cine de mayor envergadura, aunque la copia no sea óptima, mejor decantarse por «Sangre en la luna» (Manga Films), uno de los dos mejores Wise (el otro: «The captive city»), film que además cuenta con el concurso del, este sí, genial iluminador Nicholas Musuraca, que aquí hizo alarde de cómo fotografiar un western como si de cine negro se tratara, con raro sentido, desbordante inventiva y singular potencia.

Richard Fleischer.



El hijo del famoso dibujante Dave es otro de los grandes beneficiados de la proliferación champiñonera de DVD’s, aunque en su caso la abundante recuperación de su etapa más desconocida no haya revelado ningún título excepcional: el que más podría reclamar esta condición sería si acaso «Follow me quietly» (1948), distribuido por Manga como «Ven tras de mí»… sólo que en él participó Anthony Mann y es posible que más de una de sus mejores secuencias fueran rodadas por este último. De cualquier manera, Fleischer, un cineasta completo, no necesitaba apoyarse en ningún otro para demostrar su talento y así lo refrendan muchas de sus magníficas películas de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta; entre las disponibles: «20.000 leguas de viaje submarino» (1953), «Bandido» (1956), «Los diablos del Pacífico» (1956), «Los vikingos» (1958), «Barrabás» (1962), «El estrangulador de Boston» (1969), «Cuando el destino nos alcance» (1973) y «Mandingo» (1975). La relación entre el mercado y Fleischer, empero, no llega a ser perfecta: faltan títulos importantes, en especial una de sus mejores películas, «Impulso criminal» (1959), mientras que bisutería que bien poco brillo aporta a su carrera, como «Tora! Tora! Tora!», «Mr. Majestyk» o «Conan, el destructor», campa a sus anchas por los estantes. Menos mal que Sony acaba de editar otra de sus grandes películas hasta ahora mismo ausente: «El estrangulador de Rillington Place» (1971).

La recomendación. Necesariamente ha de ser su mejor película (con diferencia) y una absoluta obra maestra: «El estrangulador de Boston», editada por Fox, una película irrepetible que, rodada en CinemaScope en un momento de transición crucial para el cine, propuso un encuentro único entre el cine clásico y el cine moderno; una película que debería haber finiquitado para siempre el cine de psicópatas: no se puede decir más ni sobre la figura del enfermo mental (aquí en su doble faceta de monstruo y de víctima) ni sobre el entorno social que lo crea y lo potencia. Inolvidable.

Nicholas Ray



El acceso de los aficionados a la obra del mítico Nick, prototipo de cineasta apasionado y ardiente, está despejado, pues la mayoría de sus mejores películas los aguarda en los estantes: desde su magnífico debut rodado para RKO Pictures («Los amantes de la noche», 1948) hasta su última reseñable película para la industria ( «Los dientes del diablo», 1960), pasando por tantos títulos de su etapa de esplendor en los años cincuenta: «En un lugar solitario» (1950), «La casa en la sombra» (1952), «Johnny Guitar» (1954), «Rebelde sin causa» (1955), «Más poderoso que la vida» (1956), «La verdadera historia de Jesse James» (1957). A pesar de la buena situación general, se lamenta, eso sí, que mientras algunos Ray mediocres, que también los tiene, están presentes («Infierno en las nubes», «Rey de reyes», «55 días en Pekín»), falte un puñado imprescindible: «Llamad a cualquier puerta» (1948), «Amarga victoria» (1957), la marginal y vanguardista «We can´t go home again» (1976), y sobre todo la magistral «Chicago, años treinta» (1958), la peculiar aportación del cineasta apasionado a la disolución genérica en la época de descomposición del clasicismo… o de cómo el cine negro en color se filtra por el musical.

La recomendación. Es una suerte que tres de las cuatro cumbres de Ray estén editadas impecables: «Johnny Guitar» existía en el mercado en copias deficientes, pero acaba de ser lanzada por Paramount (productora original: Republic) en una a la altura que merece; «Más poderoso que la vida» es una de las mejores ediciones, tanto artística como técnicamente, de la irregular Suevia Films (productora original: Fox). Y todavía supera a los anteriores el doble disco de su obra maestra, «Rebelde sin causa» (Warner), que a la calidad intrínseca de película y copia añade una importante cantidad de extras, entre los que figura uno de lujo: los planos rodados en blanco y negro al comienzo de rodaje y finalmente desechados, que aportan un testimonio inmejorable de la forma en que rodaba Nicholas Ray.

Samuel Fuller



Lo más representativo del director periodista, también productor y guionista de casi todas sus películas, está disponible en un aproximado cincuenta por ciento, lo que no está mal, si se tiene en cuenta que se han recuperado películas inéditas en España o que hacía décadas que no conocían una distribución generalizada. Fuller es además, después de Mann, el director de su generación de calidad media más alta y no tiene ni un solo título decepcionante hasta los últimos coletazos de su carrera. Sus mejores películas a la venta son: la austera «A bayoneta calada» (1951), la controvertida por anticomunista «Manos peligrosas» (1953), la contemplativa «La casa de bambú» (1955), la alucinada «40 pistolas» (1957), la emocionante «Invasión en Birmania» (1962), la impactante «Corredor sin retorno» (1963), su película más recordada en España, y la incómoda «Una luz en el hampa» (1964), cuyo título original, «El beso desnudo», resulta mucho más sugerente. En el lado de las ausencias se deben recordar: «Casco de acero» (1951), «Park row» (1952), «La puerta de China» (1957), «Yuma» (1957), «El kimono rojo» (1959), la extraordinaria «Verboten!» (1959), el magistral film noir «Bajos fondos» (1961) y una de sus últimas obras, la inolvidable y revulsiva «Perro blanco» (1982), que, si no fuera porque su filmografía es la más copiosa que existe en parejas interraciales (bien avenidas) y en fieras soflamas contra la guerra y los totalitarismos de cualquier signo, bastaría por sí sola para echar por tierra las acusaciones de racista y hasta de fascista que la crítica más ceporra siempre le endilgó.

La recomendación. Las dos obras maestras de Fuller a la venta: el western, por decir algo, «40 pistolas» (Filmax: distribuidora original Fox) y, por decir algo, el film noir «Una luz en el hampa» (Divisa: originalmente Allied Artists) Además de magistrales, estas dos obras muestran al Fuller más representativo: el que maneja, mezcla y apura los géneros, la banda sonora, los planos a su antojo (facultad que Godard admiró sin duda) y el que suelta lo que piensa sin pelos en la lengua, porque para él es una necesidad vital. Desde luego, sus discursos (salvo en la esquemática concepción de los comunistas de la aun así admirable «Manos peligrosas») son plenamente suscribibles… sólo que soltados a bocajarro. Prueben los trallazos fullerianos y sabrán lo que se pierden en el mundo de lo políticamente correcto.

Jerry Lewis



Pese a los admiradores de los hermanos Marx, cuyo humor, salvo con McCarey, siempre fue más verbal que visual y cuya capacidad subversiva, alerta en Paramount, fue finalmente aniquilada por la Metro; pese a los incondicionales de Jacques Tati, cuyos hallazgos se ven lastrados por la tendencia a la prolijidad y al sentimentalismo más facilón, incluso en la memorable «Playtime»; pese a los forofos de Woody Allen, cuya originalidad es casi inexistente en términos cinematográficos y, aún peor, cuya obra es demasiado irregular; pese a quien pese, el tan famoso como denostado Jerry Lewis es el único gran cómico del cine sonoro. Quizás gran parte del desprecio que cosecha entre los espectadores «culturoides» se deba a que sus primeras películas como actor iban dirigidas a un público eminentemente infantil (y de hecho, su personaje es el más inmaduro de entre todos los clowns del cine); quizás también a que formó pareja artística con un actor de persona tan antipática como Dean Martin. En la trayectoria de Lewis se pueden distinguir tres etapas. La primera, de poco más de un lustro y constituida por películas de vocación hilarante pero de profundidad escasa donde el humorista se limitaba a interpretar, es, como cabía esperar, la menos interesante… aunque conviene matizar que lo mismo se podría decir de los inicios de Chaplin, Lloyd y Lubitsch y que, aun así, hay más de un título de interés protagonizado por este americano de origen ruso-judío: lo demuestra «Viviendo su vida» (disponible en DVD), dirigida por el impersonal Norman Taurog en 1954. La segunda etapa llega en 1955 bajo la batuta del director Frank Tashlin y con el casi inmediato abandono de Dean Martin y ya, desde la fundacional y extraordinaria «Artistas y modelos», supone uno de los momentos cómicos más brillantes del cine, que se prolongará hasta la última colaboración entre director y actor en 1964. Incidentalmente, éste es además uno de los casos más escurridizos y apasionantes para la definición de autor cinematográfico, pues la autoría no revierte necesariamente a la figura del director: cierto, las películas de Tashlin con Lewis suelen ser muy superiores a las dirigidas por otros, pero también y mucho más a las dirigidas por el mismo Tashlin sin Lewis; para complicar más las cosas, los gags son de (casi) idéntica naturaleza a los que Lewis idearía ya como director, pero, aunque el cómico produjera varias de las películas dirigidas por su colega, el discurso es muy diferente (Tashlin podía ser más burlón y ácido, pero Lewis era mucho más certero y amargo); y finalmente tampoco conviene desestimar las condiciones de producción de Paramount, que comportaban extraordinarios y creativos colaboradores en nómina (con el genial asesor de color Richard Mueller a la cabeza). La tercera y última etapa de la carrera del cineasta, solapada a la anterior, va de 1960 a 1983 y se define por el paso a la dirección del gran Jerry, que conquista la culminación del cine cómico sonoro y la consumación de la andadura del slapstick todo, al que no sólo aporta una inventiva desbordante y una amargura, a veces casi cinismo, inédita en el género, sino también estrategias enunciativas de una modernidad cotejable a la de artistas coetáneos como Godard, Kluge o Fellini (casi nada). Presentes en el mercado están películas extraordinarias como, por el lado de Tashlin, «Yo soy el padre y la madre» (1958) y la antológica «Caso clínico en la clínica» (1964), y por el de Lewis en solitario, «El terror de las chicas» (1962), «El profesor chiflado» (1963) y la desbordante «Las joyas de la familia» (1965). Todas ellas editadas por Paramount, aunque esta firma todavía tiene pendientes tres lanzamientos de lujo: «Artistas y modelos», «Lío en los grandes almacenes» (1963), dirigida por Tashlin, y la magistral ¡y severa! «Jerry Calamidad» (1964), si bien esta última sí ha sido distribuida en el extranjero (¿por qué no en España?). Por desgracia, hay más ausencias de primera línea, pertenecientes a la época post-Paramount de Lewis: las excepcionales «Tres en un sofá» (1966), «¡Dale fuerte, Jerry!» (1980) y la genial «El mundo loco de Jerry» (1983), inadmisible título español de «Cracking Up», también conocida como «Smorgasbord». Como dato curioso, comentar que la secuestrada y al parecer cremada por una criminal Columbia «El día en que lloró el payaso» (1972), historia de un clown que acaba amenizando los últimos días de los niños en los campos de exterminio, le sirvió como punto de partida al mediocre Roberto Benigni para su merengue «La vida es bella».

La recomendación. Ya que muchas de estas películas (calvario típico de las producciones de los cincuenta y primeros sesenta) se editan en formato apaisado, cuando en realidad no es el original, y ya que ese formato en el caso de Lewis es el de aquellas rodadas en VistaVision, preferimos recomendar «El profesor chiflado» por encima de las otras películas comercializadas. Es una de sus películas más célebres, permite apreciar el soberbio trabajo cromático del gran Richard Mueller y, aunque no el mejor Lewis, poco le falta: es extraordinario. Además, es otra de las brillantes adaptaciones (libérrima) de la novela de Stevenson «El extraño caso del Doctor Jekyll» y es un saludable ejercicio compararla con la magistral versión de Mamoulian y constatar que hay múltiples formas de afrontar con éxito una misma adaptación, un mismo tema.

Francis Ford Coppola



Con el más famoso italo-americano del cine, damos un buen salto en el tiempo y llegamos a la época del cine postclásico. Coppola se ha convertido en el paradigma de cineasta pertrechado de entusiasmo y entregado a sus proyectos hasta las cejas, en una de las víctimas destacadas del devorador sistema hollywoodiense… y en el último gran director que llegó a trabajar con comodidad en esa enorme industria. Coppola parecía ser el principio del renacimiento, pero al final fue la clausura definitiva de una forma de entender el cine, no sólo por su expulsión de un Hollywood cada vez más insustancial, sino por la irremontable pérdida de calidad de su propia obra a partir de 1983. Como todo director norteamericano más o menos actual, su representación en DVD es prácticamente óptima, pues, con la excepción de la juvenil «Llueve sobre mi corazón» (1969), todas sus mejores películas están editadas en condiciones: a la cabeza «El padrino» con sus tres partes de 1972, 1974 y 1990, así como la excepcional «La ley de la calle» (1983); luego, siguen buenos títulos como «La conversación» (1974), «Apocalypse now» (1979, aunque hoy en día sólo está disponible la versión Redux y no la estrenada originalmente, que sin las escenas reinstauradas por el director hace un lustro resultaba mucho más intensa), «Corazonada» (1982) y «Rebeldes» (1983). Aunque, cuidado, que tan bien surtido está Coppola, que en un momento de inadvertencia se pueden picar guindas tan indigestas como «Dementia 13», «Peggy Sue se casó» o la mohosa «Jack», lo más indigno de su director.

La recomendación. Aunque no la obra maestra absoluta que tantos aseguran, obviamente «El padrino», cuya extraordinaria primera parte y las apasionantes variaciones que supusieron la segunda especialmente y la tercera en menor grado siguen siendo la última palabra sobre los mafiosos de cine. Paramount ha lanzado recientemente un paquete que comprende las tres entregas… sólo que sale más caro que si se compran por separado, así que mejor aplicar el método hormiguita y conseguir la saga grano a grano.

David Cronenberg



Del morboso, desasosegante y controvertido canadiense hay prácticamente todo lo mejor de su visionaria obra: la primigenia y terrorífica «Rabia» (1977), la profética «Videodrome» (1983), la intensa «Inseparables» (1988), por fin la arriesgada «El almuerzo desnudo» (1991), la magistral «Crash» (1996), la austera «Spider» (2002), la mafiosa «Una historia de violencia» (2005)… Como es lógico, falta su recién estrenado título, «Promesas del este» (2007), y más inexplicablemente la sinuosa «M. Butterfly» (1993) y también el prometedor y juvenil cortometraje «Crimes of the future» (1970).

La recomendación. Es obligatoria la visión del indiscutible cenit de la obra del evangelista de la nueva carne, «Crash», una de las pocas grandes películas del final del siglo XX, una escalofriante radiografía sobre la incomunicación en la sociedad contemporánea, urbana y alienada. Sin embargo, parece que el distribuidor la ha descatalogado, por lo que si la búsqueda resulta infructuosa, buenas opciones son «Videodrome», por el lado del alucinante Cronenberg cronista de la sociedad ensimismada, e «Inseparables», por el del desazonador Cronenberg analista del alma humana.

David Lynch



Hoy por hoy no hay director de mayor culto que éste de Montana que, a pesar de ser prototipo de cineasta extraño y marginal, ha alcanzado gran notoriedad entre cinéfilos iniciados y modernillos diversos. Así, no es de extrañar que su presencia en el mercado sea prácticamente completa, incluyendo por supuesto sus mejores títulos: «El hombre elefante» (1980), «Terciopelo azul» (1986), «Carretera perdida» (1997), «Mulholland Drive» (2001), «Inland empire» (2006). Tan sólo falta, por descatalogado, su impresionante primer largometraje, «Cabeza borradora» (1977): una lástima, máxime cuando películas, todo lo arquetípicas de Lynch que se quiera, pero tan endebles como «Corazón salvaje» (1990) o «Twin Peaks» (1990-91), lo mismo da la serie de televisión que la película, ocupan sus buenas estanterías en los comercios.

La recomendación. Naturalmente «Carretera perdida», sin duda el mejor Lynch hasta la fecha. Ha sido editado por Cameo en Edición Coleccionista, pero el elevado precio difícilmente se justifica, cuando los extras son tan decepcionantes (botón de muestra: todos hacen hincapié en el inmenso genio de Lynch… sólo que los entrevistados son colaboradores de la película). Aun así, la compra sigue siendo imperativa, pues se trata de un film excepcional, sin duda entre los mejores de la mediocre década de los noventa.

 

Continuará

 

Estados Unidos (y Canadá). Primera parte.

David Wark Griffith  Allan Dwan  Frank Borzage Raoul Walsh  John Ford  

Tod Browning Charles Chaplin  Buster Keaton Harold Lloyd

Erich von Stroheim  King Vidor  William A. Wellman Howard Hoawks  

Leo McCarey  Josef von Sternberg Ernest B. Schoedsack

 

David Wark Griffith

 



 

Aunque hubo otros antes que él (Lumière, Méliès, Ince…) y en realidad no fuera el inventor de tantos recursos que se le asignaron, tenía que ser Griffith el primer director de esta selección, pues casi todo lo más granado e innovador del cine posterior, de Ford a Dreyer, del expresionismo alemán al constructivismo soviético, nace de sus arrebatadoras imágenes. El padre del cine tiene una presencia estimable en las estanterías de las tiendas especializadas, pero es más el ruido que las nueces. En efecto, los títulos prácticamente se reducen a sus dos archiclásicos, repetidos en varias ediciones, «El nacimiento de una nación» (1915) e «Intolerancia» (1916), a los que se deben añadir unos contados títulos más, especialmente dos de sus obras maestras, «Lirios rotos» (1919) y «Las dos tormentas» (1920), más alguno que otro menos ilustre. Faltan, por tanto, muchas películas fundamentales («Corazones del mundo», «A romance of Happy Valley», «Pobre amor», «La rosa blanca», «La aurora de la dicha»…). Y de los que sí están la calidad de las ediciones en muchos casos no puede ser más deficiente, ejemplarmente en la colección presentada por la firma JRB bajo el epígrafe de «Las obras maestras», no tanto por copias tiradas de añejas cintas de vídeo más o menos aceptables («Lirios rotos»), sino por otras que parecen infernales copias analógicas de tercera generación («Las dos huerfanitas»), cuando no telecinadas de pedestres copias en 16mm. con afición a rebanar las cabezas de los actores, tan recortado está el encuadre (los dos volúmenes de «Biograph Shorts»).

La recomendación. A la espera de que se empiecen a comercializar copias restauradas (algunas de las obras más importantes ya lo han sido por el MOMA), las máximas recomendaciones entre la videografía disponible del maestro sureño son «El nacimiento de una nación» e «Intolerancia», pero ¡ojo!, sólo las copias editadas por Divisa, no las de otras firmas: no sólo presentan una buena calidad, sino que son las versiones más completas (186 minutos de «El nacimiento de una nación» frente a los 139 de la edición de Suevia o los 159 de Hollywood Oro; 197 minutos de «Intolerancia» frente a los rácanos 117 de JRB: ¿es una broma?).

Allan Dwan

 



 

El más prolífico de los directores después de Griffith, al menos de los directores importantes (casi 400 películas, entre las cuales más de cien largometrajes, rodadas entre 1911 y 1961), director capaz de pechar con entusiasmo con los proyectos más inverosímiles y cuya carrera no está exenta de baches, resulta ser también uno de los más desconocidos. Pese a ser responsable de magníficas películas, tanto de la época muda («Robin Hood», 1922, «La máscara de hierro», 1929, etc.) como de la sonora, en especial en los años cincuenta («Surrender», «Filón de plata», «Ligeramente escarlata», «Al borde del río»… y, ya en 1961, «Most dangerous man alive», su último film), a pesar de ello, el canadiense apenas tiene presencia en los estantes españoles. Al parecer, sólo hay tres títulos: dos interesantes, «Arenas sangrientas» (1949), quizás su película más popular, aunque escasamente una que hoy por hoy pueda entusiasmar a nuevos aficionados y el western «Pasión» (1954), a las que hay que añadir una de sus mejores obras, la tardía y extrañamente aderezada con un toque de cine primitivo «Casta indomable» (1957). Sin embargo, esta última se ha digitalizado a partir de una copia de vídeo poco boyante, por lo que el apartado de las recomendaciones ha de quedar vacío, aunque sí merece la pena alquilarla para tomar contacto y comprobar el talento de uno de los directores más vitales de todo el cine de Hollywood.

Frank Borzage

 



 

Aunque hoy en día prácticamente olvidado, es uno de los directores americanos más importantes de la época muda, con una etapa sonora sumamente irregular, pero que en sus mejores momentos no desmerece de la anterior. Pues bien, su presencia en DVD casi resulta contraproducente: ¿cómo es posible que se editen algunas de sus películas más flojas («La hermanita del mayordomo», «La primera dama», «Caribe», «Tres días de amor y fe»), mientras películas tan extraordinarias como «Una gran señora» (1925), «Estrellas dichosas» (1929), «El río» (1929), «The mortal storm» (1940), «Moonrise» (1948) o esa innegable obra maestra que es «El ángel de la calle» (1928) duermen el sueño de los justos? La interesante «Deseo» (1935) sí se encuentra en catálogo, aunque apenas pueda dar una idea cabal de la valía de este gran director. Por fortuna, están disponibles dos de sus mejores películas, también seguramente las de halo más mítico, «El séptimo cielo» (1927) y «Adiós a las armas» (1932). Sin embargo (siempre hay un pero)… esta última, para quien suscribe su gran obra maestra, está editada por distintos sellos, presentando las ediciones más recientes (de Sogemedia y Hollywood Oro) las versiones censuradas y manipuladas que se lanzaron en los años cincuenta de menos de 80 minutos de duración frente a los 90 de la versión original previa a la instauración del infausto código Hays. La duración sí la respeta el lanzamiento más antiguo de Manga Films.

La recomendación. Si está disponible, y aunque no esté restaurada, la versión de «Adiós a las armas» de Manga. En caso contrario, «El séptimo cielo», editado por Suevia, es una opción excelente, pues la película se ha restaurado digitalmente y las perceptibles, pero mínimas deficiencias se deben más a la copia original (no se conserva ningún negativo: las copias actuales están tiradas de una en 16 mm.) que a la transferencia de vídeo. Pero, ¡atención!, no confundir con el remake que Henry King realizó en los años treinta, lanzado por la misma firma.

Raoul Walsh

 



 

Por fortuna, el director tuerto, paradigma de los géneros de acción (ante todo, el film noir y el western), se encuentra muy bien surtido en el mercado y, así, un aceptable conocimiento de su obra está al alcance de todos. De la muda «El ladrón de Bagdad» (1924) a «Un rey para cuatro reinas» (1957) son muchas las buenas, magníficas o grandes películas disponibles: «La gran jornada» (1930), «Los violentos años veinte» (1939), «El último refugio» (1941), «Murieron con las botas puestas» (1941), «Objetivo Birmania» (1945), «Al rojo vivo» (1949), «El hidalgo de los mares» (1951), «Los implacables» (1955), etc. Tan sólo se echan en falta especialmente «Gentleman Jim» (1942), «Juntos hasta la muerte» (1949) y sus mejores títulos mudos («El precio de la gloria», «Los amores de Carmen», «La frágil voluntad»), pues en octubre de 2007 se anuncian dos adiciones de lujo: uno de sus mejores filmes noir, la impresionante «Sin conciencia» (1950), y la que quizás sea su mejor película, sin más, el magistral western, a medio camino entre lo trágico y lo freudiano, «Perseguido» (1947).

La recomendación. A falta de comprobar la calidad del DVD de «Perseguido» lanzado por Sogemedia (una firma hasta la fecha no muy cuidadosa con sus ediciones), la máxima recomendación debe recaer en la otra obra maestra del director, «El último refugio», editada por Warner Home Video. No sólo la copia es impecable (como todas las lanzadas por la productora madre de tantos filmes de Walsh), sino que viene acompañada por unos extras magníficos: un interesante documental sobre el film (centrado, sin embargo, más en la figura de Bogart que en la de Walsh), más los complementos de una típica sesión de cine de la época (noticiario, corto, cartoon, etc.).

John Ford

 



 

También el otro americano tuerto se encuentra muy bien representado en DVD: no podía ser menos dada su gran popularidad. Las ediciones se reparten entre las colecciones de los grandes estudios (Fox, Paramount, Warner) y las comercializadas por sellos nacionales más modestos. Las primeras ofrecen, por lo general, una óptima calidad y cuentan con obras maestras como «Las uvas de la ira» (1940), «¡Qué verde era mi valle!» (1941), «Pasión de los fuertes» (1946), «Centauros del desierto» (1956) y «El hombre que mató a Liberty valance» (1962), amén de otros títulos magníficos como «Corazones indomables» (1940), «Tres padrinos» (1948) o «Misión de audaces» (1959). En cambio, las editadas por otras firmas presentan una calidad más desigual: por ejemplo, «Caravana de paz» (1950), presentada por Manga Films, tiene un sonido original como para comprarse un audífono, mientras la copia de «El joven Lincoln» (1939) lanzada por Filmax es impecable. Aparte de estas dos películas extraordinarias, están disponibles, en copias no contrastadas por quien esto escribe, obras magistrales como «Fort Apache» (1948) y «Río Grande» (1950) y otras estupendas como «Prisionero del odio» (1937), «La diligencia» (1939), «No eran imprescindibles» (1945), «La legión invencible» (1949), «El hombre tranquilo» (1952), etc… aunque, advertencia, en Ford no es oro todo lo que reluce y títulos tan poco destacados como «El delator», «María Estuardo» o «El precio de la gloria» también se agazapan en los estantes. Ahora bien, ningún sello ha editado hasta la fecha películas importantes como «Tres hombres malos» (1926), «Cuatro hijos» (1928), «La ruta del tabaco» (1941), «El siete de diciembre» (1943), «When Willie comes marching home» (1950), «Escrito bajo el sol» (1957) o las dos ausencias más imperdonables: su último western «El gran combate» (1964) y su última película, sin más, «Siete mujeres» (1967). Aun con estas pequeñas pegas, la presencia de Ford es lo suficientemente abundante como para que cualquiera pueda adquirir un buen conocimiento de su obra… y disfrutar de ella.

La recomendación. Para empezar es ineludible la edición en dos discos por Warner del mítico western y summa del género «Centauros del desierto», edición magnífica, con una cantidad sustanciosa de extras… aunque esta compañía lleva lanzando más o menos lo mismo desde 2003, sólo que cambiando la carátula. También son imprescindibles esas cimas que son «¡Qué verde era mi valle!» (Fox) y «El hombre que mató a Liberty Valance» (Paramount), incursiones de Ford en el melodrama, el último entreverado con western, que figuran entre lo más emocionante de su director y, por ende, del cine entero. Y especialmente se debe atesorar la edición por Fox de «Pasión de los fuertes», la de dos discos, pues entre los extras ofrece la versión inédita de esta obra maestra del séptimo arte, a caballo entre lo cotidiano y lo épico, lo onírico y lo poético, añadiendo unas cuantas escenas cruciales que el productor Zanuck, en un cénit de prepotencia y un nadir de sensibilidad, cortó antes de su estreno. Una primicia soberbia, una posibilidad única de ver «Pasión de los fuertes» tal y como Ford la concibió.

Tod Browning

 



 

Este misterioso director, amante del fantástico, lo macabro y lo grotesco, auténtico rara avis del cine americano, conserva su fama hoy en día casi exclusivamente por su «Drácula» (1931) protagonizado por Bela Lugosi (disponible en DVD). Sin embargo, a esta añeja película le sobran casi tantas telarañas como al mismo castillo del conde vampiro, y no es ni de lejos la mejor adaptación de la novela de Stoker, ni tampoco la mejor obra de su director. Con una excepción, casi toda la obra de Browning permanece inédita en el mercado español, incluyendo muchos de sus mejores títulos: «El trío fantástico» (1925), «Maldad encubierta» (1926), «Los pantanos de Zanzíbar» (1928), «Muñecos infernales» (1936)…

La recomendación. Por fortuna, la excepción a la que nos referíamos reúne en un solo DVD dos de sus títulos señeros: «Garras humanas» (1927) y su obra maestra, la inolvidable «La parada de los monstruos» (1932), también conocida por su título original «Freaks», el cruce más extraño que imaginar quepa entre documental y fantástico, una película impresionante que parece mentira que se atreviera a producirla, de todas las productoras de Hollywood, la conservadora y peripuesta MGM. Sólo una pega a la edición: se ha conservado el epílogo de apenas un minuto, impuesto por la productora y detestado por Browning, que en antiguos pases filmotequeros siempre se escamoteó con acierto. Por lo demás, un DVD imprescindible.

Charles Chaplin

 



 

Aunque inglés de nacimiento, el cómico más famoso de la historia es cinematográficamente americano, pues todas sus películas se rodaron en Estados Unidos hasta que, ya al final de su carrera y como consecuencia de la caza de brujas, acabó exiliándose en Europa. El caso del director del bigote y el bombín es único en el mercado: toda, absolutamente toda su obra está editada en DVD y además con una calidad media magnífica. La única excepción son sus primerísimos cortos producidos por Mack Sennett, editados en ediciones de calidad subestándar: tampoco importa mucho, pues esta fase de la obra chapliniana no es recomendable para nadie más que para los fanáticos de Charlot, pues su humor burdo y ramplón casaba muy bien con la compañía de Sennett, pero para nada permitía adivinar las altas cotas de obras posteriores. Sigamos cronológicamente. Divisa ha lanzado un cuádruple DVD con todos los cortos para Essanay y Mutual, teóricamente restaurados, aunque el resultado no sea impoluto. Las joyas de la edición son evidentemente los dos últimos discos, que incluyen títulos magistrales como «Charlot tramoyista» (1916), «La calle de la paz» (1917) o «El emigrante» (1917), todos rodados para Mutual. Luego, llegan las películas para First National y finalmente para United Artists, disponibles en deslumbrantes copias restauradas por MK2 y distribuidas por Warner Home Video: las primeras se presentan en un atractivo doble DVD, donde destacan «Vida de perro» (1918), «Los ociosos» (1921) y «El peregrino» (1923); las segundas, los títulos más conocidos de toda la carrera de Chaplin, en discos separados con abundantes extras, entre los que se debe destacar el sorprendente doble programa formado por «Una mujer de París» (1923) y «Un rey en Nueva York» (1957) (quizás unidas por ser menos populares y así, en doblete, hacer más atractivo el disco) y lamentar que, en cambio, el mediometraje «El chico» (1921) se haya lanzado en solitario y a precio estándar. Para acabar, también está a la venta su última película, la decepcionante «La condesa de Hong Kong» (1967), prueba fehaciente de que es imposible hacer de Sofia Loren Charlot.

La recomendación. En un principio, cualquiera de las películas presentadas por MK2 (salvo «El chico»), pues todas son, como poco, magníficas, además de venir arropadas por abundantes extras, que incluyen como plato fuerte escenas eliminadas de los montajes definitivos, muchas de ellas prácticamente inéditas. Podríamos mencionar «Tiempos modernos» (1936), «Monsieur Verdoux» (1947) o «Candilejas» (1952), pero, puestos a elegir, se deben destacar las tres obras supremas de Chaplin: «Una mujer de París», «La quimera del oro» (aunque es de lamentar que la restauración se haya limitado al lifting que el propio cineasta le hizo en los cincuenta y no a la superior versión original de 1925, por fortuna también presente en el doble disco)… y, claro está, el canto del cisne de la época silente, la indeleble «Luces de la ciudad» (1932).

Buster Keaton

 



 

El famoso Cara de Palo, rebautizado en España en los años veinte como Pamplinas, también se encuentra profusamente representado en el mercado; eso sí, a la espera de una política de restauración tan exhaustiva como la que se ha hecho con Chaplin, con calidades bastante variables. Como suele ser habitual, las mejores copias las presentan Divisa y Filmax y, así, obras extraordinarias como «El navegante» (1925) y «El maquinista de la general» (1926), por el lado de Divisa, o «El héroe del río» (1928), por el de Filmax, son asequibles para el aficionado. Otros sellos han editado películas importantes, como «Las tres edades» (1923), «La ley de la hospitalidad» (1923), «El rey de los cowboys» (1925) o «El último round» (1926), pero, por desgracia, dos de sus mejores largos, «El moderno Sherlock Holmes» (1924) y «Siete ocasiones» (1925), están descatalogados y un tercero, «El cameraman» (1928), simplemente sin editar. Afortunadamente los cortos sí están comercializados al completo… pero hay que andar con cuidado, pues las calidades de las distintas ediciones son muy dispares.

La recomendación. La joya de la videografía keatoniana es hoy por hoy el antológico pack de Divisa con cuatro discos, que incluye, a precio muy económico, todos, absolutamente todos los cortometrajes del director, tanto los dirigidos por él como los co-interpretados a las órdenes del olvidado Fatty Arbuckle (aunque se dice que «Tres pies al gato» fue co-dirigida por Keaton: no sería de extrañar, dada su muy superior calidad respecto de las otras películas del cómico orondo). Y afirmamos que es la joya, no sólo porque las transferencias presentan una elevada calidad, sino porque los cortos dirigidos por Keaton forman un corpus, rodado en tan sólo tres años (1920-22), incluso más genial que el de sus largos: lo atestiguan obras antológicas como «El guardaespaldas» (1920), «Una semana» (1920), «El gran espectáculo» (1921) y muy especialmente esas dos obras maestras que son «Vecinos» (1920) y «El espantapájaros» (1920). ¡Y aún hay más cortos extraordinarios en la filmografía del cómico con cara más seria de toda la historia («La casa embrujada», «La mudanza», «La cabra», «La casa eléctrica»…)! Sólo una pega, mínima frente a todo lo que ofrece el paquete: está incompleta la hilarante escena del teatro de «Los sueños de Pamplinas» (1922).

Harold Lloyd

 



 

El tercero de los grandes cómicos americanos ha conocido en los últimos tiempos menor fortuna crítica que sus compañeros, y también menor interés por la difusión de su obra, quizás porque, a diferencia de Chaplin o Keaton, apenas dirigió oficialmente: sólo cuatro cortos muy al comienzo de su carrera. Sin embargo, Lloyd es un caso único de autor cinematográfico no director, no sólo por el absoluto control que ejercía sobre sus películas (aparte de actor, era productor, guionista y gagman), sino porque su estilo es inconfundiblemente suyo, independientemente de los diversos directores titulares (de Hal Roach a Ted Wilde, de Fred Newmeyer a Sam Taylor) y porque sus películas, además, alcanzan una calidad irrefutable. Quizás Lloyd no tenga la hondura de un Chaplin ni la capacidad reflexiva de un Keaton, pero su trabajo con el gag es igualmente brillante y sus películas son tan hilarantes, si no más, que las de sus colegas. Así las cosas, resulta algo decepcionante que lo único disponible en el mercado español sea un triple disco con variopintos cortos, cuya calidad varía del primerizo e insulso «Are crooks dishonest?» (1918) al magistral «Viaje al paraíso» (1921, rebautizado en el DVD como «Siempre fuerte»: ¿por ignorancia quizás?), a los que se les añade uno de sus primeros largometrajes, «El mimado de la abuelita» (1922), una buena película, pero que difícilmente puede dar una idea cabal de la grandeza de Lloyd.

La recomendación. Sin que sirva de precedente, una edición extranjera, que se puede localizar por Internet y que, por mucho que no tenga subtítulos en español, es una ganga insuperable. «Harold Lloyd Definitive Collection», a un precio sumamente barato, presenta nueve discos con casi ¡treinta horas! de duración y que incluyen, adobados por sus cortos más prestigiosos, todos, absolutamente todos los largometrajes hasta «La vía láctea» (dirigido en 1936 por otro grande: Leo McCarey). Películas magistrales como «El hombre mosca» (1923), «Casado y con suegra» (1924), «El estudiante novato» (1925), «El hermanito» (1927) y otras hacen comprender por qué Lloyd, antes de que la politique des auteurs se aplicara a diestro y siniestro, alcanzó un prestigio tan merecidamente elevado.

Erich von Stroheim

 



 

Aunque parezca mentira, al menos que yo sepa, no hay nada, nada, nada editado en España de este cineasta que en tan sólo diez años, de 1919 a 1928, construyó una obra que le garantizó un perpetuo lugar de honor entre los maestros del cine. El que quiera conocer o volver a ver obras maestras como «Esposas frívolas» (1921), «Avaricia» (1924), «La marcha nupcial» (1927) o «La reina Kelly» (1928) tendrá que esperar a que alguna filmoteca las programe… o bien lanzarse por Internet, a ver si los distribuidores extranjeros resultan ser más avezados que los nacionales.

King Vidor

 



 

El caso de Vidor es uno de los más flagrantes del mercado. Pese a ser uno de los cuatro grandes clásicos americanos tradicionalmente consensuados (los otros serían Ford, Hawks y en menor medida Walsh), pese a ser de esos cuatro el de mayor calidad media y trayectoria más coherente y consistente, y, en fin, pese a ser uno de los más grandes del período mudo, sólo superado por Murnau; pese a todo ello, únicamente hay una rácana media docena de obras suyas disponibles al público. Quizás el pecado del cineasta más apasionado de su generación que ha propiciado su olvido en los últimos años sea haber desestimado los géneros de acción para dedicarse al melodrama, encima siendo americano; o bien, ser casi el único director estadounidense que se consideraba a sí mismo un artista y que hablaba y reflexionaba sobre su oficio en términos de arte (imprescindible su libro de memorias «Un árbol es un árbol»). De poco sirve que tantas de sus películas sean cumbres del cine, primero del mudo, como «El gran desfile» (1925), «La bohème» (1926) o «…Y el mundo marcha» (1928), obra maestra de todas las épocas que contiene en ella sola prácticamente todo el cine silente, americano o no; luego, que siguiera ofreciendo obras magistrales en el sonoro, como «La calle» (1931), «El pan nuestro de cada día» (1935), «El manantial» (1949), o «Pasión bajo la niebla» (1952); eso, por no mencionar tantas y tantas extraordinarias películas que en el caso de King Vidor (no confundir con Charles bajo ningún concepto) son prácticamente todas; o por no mencionar muchos títulos mudos sumamente prometedores, pero escasamente difundidos ahora o nunca (¿para cuándo le dedicará Filmoteca Española uno de sus alabados ciclos?: otros inferiores a él ya han sido recordados). En fin, de poco sirve, porque casi todas esas películas son invisibles en el mercado. Para más inri, de las excepciones, dos figuran entre sus películas menos insignes («Una encuesta llamada milagro» y «Salomón y la reina de Saba», quizás su único film verdaderamente flojo)… aunque algún consuelo reporta que otras dos magníficas sí estén editadas: «El campeón» o «Champ», como la han lanzado (1931), y «La pradera sin ley» (1955). Y salva la honrilla del mercado que dos de sus mejores títulos estén disponibles: «Duelo al sol» (1946: no sé cómo es el actual lanzamiento de Sogemedia, pero la copia del antiguo de Manga era extraordinaria) y «Guerra y paz» (1956). Claro, que para eso son superproducciones y están rodadas en color.

La recomendación. Evidentemente la edición por Paramount de «Guerra y paz», no sólo por ser una de las grandes obras maestras del cineasta de Texas, a la altura de sus antológicas «El gran desfile» y «…Y el mundo marcha», sino también por ser la mejor superproducción rodada con capital americano y casi con cualquier capital, la mejor adaptación de Tolstoi y encontrarse a la altura del literato ruso, y, en fin, un modelo para cualquier cineasta que se atreva a pechar con otros novelones por el estilo. Además, la copia es resplandeciente, con magnífico colorido y con el original formato de VistaVision que en antiguos pases televisivos nunca se respetó.

William A. Wellman

 



 

Los caprichos del mercado se hacen evidentes, cuando por ejemplo se constata la escasez en la videografía de Vidor frente a la relativa abundancia de Wellman. Entiéndase bien: Wellman, claro está, es un gran director, sólo que difícilmente cotejable con Vidor: si esta lista se redujera a cincuenta nombres, Wellman no estaría en ella; en cambio, si sólo hubiera diez o doce, Vidor seguiría. Dicho esto, es una suerte que la representación de este heterodoxo director de no sea tan sumamente raquítica como la de su colega tejano… aunque tampoco haya que echar las campanas al vuelo: los lanzamientos más recientes no son para despertar el entusiasmo por el director, ni «Infierno blanco» ni mucho menos la antipática «The high and the mighty»; otros más antiguos, de títulos muy superiores, «Ha nacido una estrella» y «La reina de Nueva York», ambas de 1937, no presentan en cambio una gran calidad en las copias. Tan sólo aúna la calidad artística con la técnica de las transferencias la extraordinaria «Cielo amarillo» (1948), una de las mejores películas, si no la mejor, de Wellman; a la que cabría añadir a considerable distancia la extraña, claustrofóbica (y quizás demasiado arty) «Track of the cat» (1954) y la burlona y atípica «Callejón sangriento» (1955). Sin embargo, carencia habitual, falta toda la época muda de su director (que incluye filmes prestigiosos como «Alas», de 1927, y «Beggars of life», 1928); así como una cantidad importante de sus mejores películas: «El enemigo público» (1931), «Incidente en Ox-Bow» (1943), «También somos seres humanos» (1945), «Más allá del Missouri» (1951) y, sobre todo, la imperecedera «Beau Geste» (1939).

La recomendación. Está claro: «Cielo amarillo», un brillante western a medio camino entre lo etéreo de la ensoñación y la dureza del film noir, cuyas cualidades vienen realzadas por una extraordinaria fotografía de Joe McDonald. Además, la edición remasterizada de Suevia Films hace alarde, algo no muy habitual en esta distribuidora, de una imagen tan prístina y perfecta que resulta hasta extraño que Fox le haya cedido los derechos de explotación.

Howard Hawks

 



 

El director de Indiana se encuentra bien representado en el mercado; faltaría más, es uno de los americanos más populares y es especialista en comedias y géneros de acción, no en anticuados melodramas. No obstante y como siempre, es una lástima que la obra muda parezca no existir…aunque ciertamente en el caso de Hawks esta etapa no haga adivinar ningún título excepcional. Por fortuna, su obra sonora está mayoritariamente accesible, hasta el punto de que son muy pocos los títulos importantes que se echan de menos: «Código criminal» (1931), «La comedia de la vida» (1934) y, ¿cómo es posible?, uno de sus western mejores y más prestigiosos, que sí tiene distribución en el extranjero, «Río rojo» (1948). Por lo demás, el aficionado puede descubrir al director del plano americano en películas magníficas o excepcionales como «Scarface» (1932), «La fiera de mi niña» (1938), «Luna nueva» (1940), «El sueño eterno» (1946), «La novia era él» (1949), «Me siento rejuvenecer» (1952), «Río Bravo» (1958), «Hatari!» (1962) o «El Dorado» (1966). Todas ellas en copias excelentes, salvo por desgracia precisamente su mejor comedia, «La fiera de mi niña», editada por Manga Films en una copia muy, pero que muy deficiente.

La recomendación. Mítica aparte, nuestra elección recae sobre la obra maestra del director, la inmarchitable «Scarface», una de las más importantes películas de los comienzos del sonoro (¡y qué utilización del sonido!), distribuida en la época de su estreno por United Artists y ahora, en la era del DVD, por Universal: magnífica copia y cuidada edición para una de las cimas del cine negro, repleta de ideas ingeniosas servidas a ritmo de metralleta.

Leo McCarey

 



 

Este cineasta nacido en Los Angeles se desbravó en el cine mudo rodando cantidad de cortometrajes cómicos con, entre otros, Charley Chase y Laurel y Hardy, para continuar con el género ya bien entrado el sonoro, dirigiendo a los Marx Brothers, Harold Lloyd y hasta a W. C. Fields y Mae West (salvo Lloyd, todos ellos en sus mejores películas). Luego, aunque nunca abandonara del todo la comedia, se convertiría en uno de los maestros del melodrama. Pues bien, obviando la sempiterna carencia de cine mudo en la obra de tantos directores que debutaron en esa época (y que en el caso de McCarey reserva joyas como «We faw down», 1928, o «Libertad», 1929, las mejores películas de Laurel y Hardy), la presencia del director californiano en el mercado del DVD cuenta con un buen puñado de obras. «La vía láctea» (1936), «La pícara puritana» (1937), «Tú y yo» de 1939, «Hubo una luna de miel» (1942) y «Las campanas de Santa María» (1945), conforman un significativo núcleo de su filmografía, coronado por las dos obras maestras del director: «Sopa de ganso» (1933), la mejor película de los Marx con abrumadora diferencia, y el «Tú y yo» de 1957, prueba fehaciente, contra los agoreros, de que el remake puede ser superior al original. En el lado de las ausencias hay que rememorar películas importantes como «Indiscreta» (1931), «Viaje de placer» (1934) o «My son John» (1952), y, sobre todo, lamentar la invisibilidad de una de las grandes obras del director, la emocionante y conmovedora «Make way for tomorrow» (1937), film que, hay que decirlo, inspiró a Ozu para su celebrada «Cuentos de Tokyo» (1953).

La recomendación. La primera elección debe recaer naturalmente sobre «Tú y yo», no, claro está, la original de 1939, pues, aunque un film extraordinario, primero, está editado en copias de piojosa calidad y, segundo, el mismo McCarey lo superó con amplitud en la versión de 1957 con Cary Grant y Deborah Kerr; además, la copia editada por Fox es inmejorable, en color y nitidez, y resulta uno de los ejemplos más sobresalientes del CinemaScope de la casa. «Tú y yo» de 1957 es la prueba suprema de la gran sensibilidad y hondura del mejor McCarey, pero para quien prefiera tomarle el pulso a su igualmente sobresaliente vis cómica ahí está la hilarante «Sopa de ganso», la más anárquica y disparatada de las películas (de los Marx o no), la de gags más brillantes y ritmo más frenético. ¡Y además Harpo no toca el arpa!

Josef von Sternberg

 



 

¿Quién le habría dicho al descubridor de esa rubia ignota llamada Marlene Dietrich que en el futuro precisamente él, su mentor y modelador, su pigmalión en suma, sería recordado casi en exclusiva en función de ella? Éste es uno de los mayores pecados de la cinefilia: supeditar el recuerdo y conocimiento de un gran cineasta al de una mediana actriz, de aspecto, eso sí, deslumbrante. Así, con la salvedad de la interesante y tardía «Una aventurera en Macao» (1952), las únicas películas a la venta del director nacido en Viena son las que rodó con la actriz alemana, cuyo mito, desde el modelado del rostro, primero anatómico y luego fotográfico, al estilo interpretativo y roles asumidos, pasando por sus gestos y actitudes más idiosincrásicas, es obra y gracia de la inventiva de Sternberg. Las siete películas de la pareja forman un conjunto magistral e imprescindible, especialmente «El ángel azul» (1929), «Marruecos» (1930), «Fatalidad» (1931), «El expreso de Shangai» (1932) y esa cumbre del cine que es «Capricho imperial» (1934); y en cuanto a «La Venus rubia» (1932), no tan antológica, tampoco les anda a la zaga. Por fortuna, con la salvedad de «The devil is a woman», todas las demás han encontrado por fin su lugar en los estantes de los DVD. Pero, repetimos, para el mercado Sternberg parece empezar y acabar con Dietrich y no hay absolutamente nada de una etapa muda igualmente brillante, que contiene títulos indispensables como «The salvation hunters» (1925), película que influyó a Chaplin, «La ley del hampa» (1927), que influyó a Hawks e inició oficialmente el cine negro, o sobre todo, «Los muelles de Nueva York» (1928), que no necesita haber influido a nadie. Tampoco se encuentran otras películas sonoras importantes, como «Una tragedia americana» (1931), incrustada en medio del ciclo Dietrich o «El embrujo de Shangai» (1941), que mira a su obra anterior; y ni siquiera se ha comercializado la magistral «Anatahan» (1953), fruto del destierro japonés del director expulsado de Hollywood. Ya ni soñamos con los cachitos que rodó para el «Yo, Claudio» (1937), producido en Inglaterra por Alexander Korda.

La recomendación. La versión restaurada de «El ángel azul» editada por Divisa es imprescindible, pero lo mismo cabe decir de las otras cinco editadas por Universal (productora original: Paramount) con copias de excepción… aunque haya que anotar que la distribuidora se ha tomado su tiempo para lanzarlas, pues han aparecido muy recientemente. Aún así, inclinamos la balanza a favor de «Marruecos», una película impresionante y una lección de cine, y de, claro está, «Capricho imperial», ya no una lección de cine, de pureza singular, sino una ráfaga que sopla sin desvanecimiento durante más de hora y media.

Ernest B. Schoedsack

 



 

Lo de este aventurero director, infatigable viajero primero de tierras exóticas y vírgenes (Persia, Indonesia) y luego de los territorios del subconsciente, emparejado artísticamente en gran parte de su obra con Merian C. Cooper (aunque no en todas las películas importantes), es una pena mora. A pesar de lo parco de su obra, apenas quince títulos (ciertamente de calidad muy desigual), el mercado español parece haberle tomado tirria. Sus extraordinarios documentales de la época muda, que, con permiso de los puristas, deberían haber hecho enrojecer al Flaherty coetáneo, no están disponibles en nuestro país, ni «Hierba» (1925), ni «Chang» (1927). Sus siguientes y prometedores filmes, «Las cuatro plumas» (1929) y «Rango» (1931), simplemente parecen haber desaparecido de la faz de la tierra. En cuanto a sus dos obras magnas, por un lado, «El malvado Zaroff» (1932) está descatalogada (aunque, atención, se anuncia en el extranjero una nueva copia restaurada: ¿nos llegará a España?) y por otro lado, «King Kong» (1933), película mítica donde las haya, circula en la copia mutilada de siempre, que, encima, la distribuidora Manga Films tiene la desvergüenza de anunciar como restaurada; eso sí, con todas las pijadas del mundo (Edición Remasterizada, sola; o bien, Edición Coleccionista, que incluye también las dos olvidables vueltas al filón del gorila gigante que perpetró un Schoedsack en decadencia: «El hijo de Kong» y «El gran gorila»). La modesta, pero interesante «Dr. Cyclops» (1940) también flota en el limbo.

La recomendación. No puede haber ninguna… como no sea ir al juzgado de guardia a presentar una denuncia por pretender vendernos «King Kong» como si fuera la edición definitiva o íntegra y endilgarnos de tapadillo la versión censurada, apta para niños… de 1933.

Continuará

 

 

¿Y fin?

No lo hemos hecho aposta y, sin embargo, nos ha salido un número redondo: hemos dado la vuelta al cine en ochenta cineastas. Quedan en el aire, no obstante, un par de cuestiones. Primera: ¿y los dibujos animados? Si hemos decidido excluir de entrada a todo el cine de animación, no ha sido por minusvalorarlo, sino porque es un apartado tan peculiar del mundo del celuloide y el vídeo, que casi puede considerarse un modo de expresión distinto. Al menos, es indiscutible que la pérdida del efecto de real que conlleva dicha técnica afecta de forma determinante a elementos y formas de tipo, no sólo, claro está, interpretativo, sino también compositivo, atmosférico, rítmico, e incluso emocional. También es cierto que los discursos que, al menos hasta hoy, ha ofrecido la animación, son más restringidos que los de la imagen real, y que no siempre los animadores han comprendido que la gran fuerza del género (véase la sobrevalorada y un tanto engominada escuela checa que ha pretendido rociar tantas películas con impostada poesía), que su gran fuerza, decimos, la proporciona ni más ni menos que la abolición de las leyes físicas, y así lo demuestra que las obras más productivas del mismo hayan explorado a fondo el territorio del gag, llevándolo a extremos imposibles de alcanzar con la imagen real. Sea como sea, queremos dejar constancia de nuestra admiración por los dos mayores genios del cine animado: Walt Disney y Tex Avery.

Y la segunda cuestión: ¿podrían haber figurado más nombres que estos ochenta en nuestra antología? Quién sabe. La duda, justificada, no se debe tanto a aquellos directores sobrada o aceptablemente difundidos, por más que en algún caso (especialmente el italiano Pier Paolo Pasolini y quizás el estadounidense Albert Lewin) su exclusión haya sido un tanto dolorosa y quizás recusable, si fuera factible el acceso a una mínima parte escondida de su obra, o bien la revisión de algún título concreto. Tampoco se debe a tantos valores actuales en alza en la bolsa de la crítica, pues o bien esos directores son demasiado irregulares, desde luego inferiores a los aquí presentes, o bien aún les queda mucho por demostrar. No, la duda se hace fuerte, cuando se constata cuántos cineastas nos han legado una o dos películas, no geniales (si lo fueran, aquí estarían), pero sí extraordinarias, y que una gran parte de su filmografía resulta decididamente inaccesible, y sin embargo podría brillar a la altura de lo mejor que se conoce de ellos. Es casi imposible que alguno de estos ausentes se ubicara a la genial altura de, digamos, Hitchcock, Dreyer o Mizoguchi, o incluso altamente improbable que figuraran en el nivel, secundario por comparación, de, pongamos, Lloyd, Fuller, Sjöström o Naruse. Sin embargo, no es descartable que su obra conjunta ofrezca la consistencia, capacidad y creatividad, modestas si se quiere (relativamente, claro está: hablamos de los mejores), pero claramente perceptibles de unos Leisen, Wise, Dieterle o Delvaux. El caso de los cineastas japoneses es emblemático: quizás una mayor difusión de la obra de Kon Ichikawa lo hubiera aupado a esta lista; ¿y quién sabe cómo podríamos valorar al absolutamente desconocido, pero no pocas veces referenciado, Heinosuke Gosho? Pero no sólo Japón tiene cineastas que quizás figuren entre los grandes sin que nosotros lo sepamos: ¿y el norteamericano William C. de Mille, hermano del célebre Cecil, cuya única película accesible, «Miss Lulu Bett» (1921), es extraordinaria?; ¿y el mismo Cecil, cuya incandescente «Los diez mandamientos» (la de 1924), su mejor título, generó numerosas influencias y se ubica en medio de una etapa prácticamente desconocida, muy probablemente superior a su más difundida filmografía sonora?; ¿y el moscovita Boris Barnet, amante del slapstick y rareza del cine soviético?; ¿y el más extraño todavía Edgar G. Ulmer, ese alemán errante que se pasó la vida rodando películas de presupuesto tacaño y generosa imaginación?; ¿y el mejor estandarte del nuevo cine polaco, Jerzy Skolimowski, responsable de una magnífica carrera internacional y de una andadura autóctona semioculta? Un conocimiento más profundo de éstos y de algunos otros quizás habría obligado a necesitar más cineastas para viajar por el mundo del cine.

Por otro lado, son probablemente muchas las películas importantes que duermen el sueño de los justos. Da que pensar que una obra capital del cine entero como es «El valle del amor y la tristeza» haya permanecido enterrada durante ¡70 años!, que aun ahora sea de acceso casi imposible, y que de hecho nadie parezca conocerla: ni la menciona Noël Burch en sus afamados ensayos sobre el cine japonés, ni figura en el pormenorizado estudio de Antonio Santos sobre Mizoguchi, ni se incluyó en el ciclo prácticamente completo que Filmoteca Española dedicó al maestro hace diez años, ni parece haberse editado en DVD en ningún país. ¿Quedan más obras maestras de tal envergadura tapiadas por los muros del tiempo? Quizás unas pocas. Quizás ninguna. Al fin y al cabo, «El valle del amor y la tristeza» es nada menos que un Mizoguchi, y además de su primera gran etapa de plenitud, para muchos la de su máximo esplendor, la que va de 1936 a 1942. No obstante, aun descartando títulos desaparecidos con casi definitiva certeza, como ese sueño de todo cinéfilo que es el Murnau perdido más codiciado, «Los cuatro diablos» (1928), persiste la duda de cuántas buenas y magníficas películas hibernan ahora mismo en algún lugar a la espera de que alguien las reviva. Confiemos en que la cada vez mayor abundancia de DVDs aporte al mercado más tesoros ocultos y nos ayude a explorar esas tierras todavía desconocidas, e incluso vírgenes, que todavía tiene el cinematógrafo

 

Más clásicos en DVD.

Hace año y medio apareció la primera entrega, y hace un año la última, de esta sección del Pollo Urbano de Clásicos en DVD. Ha llovido mucho desde entonces, así que, habida cuenta de las continuas incorporaciones en el mercado de títulos y más títulos, hemos decidido publicar este complemento a las entregas pasadas para destacar las novedades más reseñables habidas en este lapso. Maticemos que sólo hemos añadido el apartado correspondiente a las recomendaciones en el caso de que éstas, por la calidad intrínseca de los filmes y añadida de los tranfer, se encuentre a altura cotejable o mayor que las que ya destacamos en su momento. Y de paso, el conocimiento, gracias muchas veces al formato digital precisamente, de títulos antes ignotos, si bien en algunos casos nos ha enfriado las esperanzas puestas en algunas prometedoras incógnitas (Suzuki, Ichikawa, Bowers, Bell…), en un par nos ha impulsado a ampliar esta selecta lista de los mejores: en concreto, en el del mal conocido Cecil B. DeMille y el del absolutamente desconocido (en España) Kijû Yoshida. Así mismo, hemos debido replantear a la alta, gozosamente, la valoración de otro que ya estaba: el gran Hiroshi Shimizu.

 

 

Estados Unidos y Canadá
Chile
España
Grecia
Alemania y Austria
Inglaterra
Italia
Japón
Francia y Bélgica
Escandinavia
Unión Soviética
India

Estados Unidos y Canadá

David Wark Griffith

Del director sureño sigue habiendo los mismos huecos pendientes por cubrir que hace un año, esto es, más de las dos terceras partes de sus largometrajes y una infinidad de cortos. Sin embargo, ha habido la destacable novedad de los nuevos lanzamientos por Filmax de sus tres filmes más prestigiosos, por lo demás siempre presentes en el mercado: «El nacimiento de una nación» (1915), «Intolerancia» (1916) y «Lirios rotos» (1919), también conocida (y así comercializada por Filmax, no por JRB) como «La culpa ajena». La primera no ha aportado mejoras sustanciales respecto de ediciones anteriores, pero las otras dos superan con creces las existentes hasta ahora.

Las nuevas recomendaciones.»La culpa ajena» lanzada por Filmax parte de la misma copia que la anterior edición de JRB, pero aun con ocasionales rayas, se ha recuperado una parte importante del encuadre, antes tan estragado, y se ha limpiado bastante la imagen, por lo que ahora resulta sumamente aconsejable. En cuanto a «Intolerancia», la copia de Filmax es completa y resplandeciente; tanto, que cabría calificar esta edición de definitiva, por lo que la adquisición de este clásico indiscutible del cine es lisa y llanamente obligatoria.

Allan Dwan

Del canadiense la distribución parece haberse fijado recientemente en su obra de los años cincuenta, lo cual es estupendo, pues es uno de sus mejores momentos creativos… aunque siga habiendo demasiadas obras olvidadas, de ésta y de otras décadas. Y aunque causa un poco de perplejidad la elección de la mediocre «Huida a Birmania», es muy de agradecer la recuperación de ese modesto buen western que es «La reina de Montana» (1954) y especialmente, ¡albricias!, de dos de sus mejores títulos: el colorido film-noir «Ligeramente escarlata» (1956) y la austera aventura, a medio camino entre la road-movie y el neo-western, de «Al borde del río» (1957). Lástima, que esta última haya sido transferida por BrokersFilms de manera tan renqueante (hay numerosos congelamientos de imagen de apenas unas décimas de segundo, pero las suficientes para que el movimiento arrastre), pues la copia de partida era excelente.

La recomendación dudosa.Así las cosas y a falta de nada mejor, nos decantamos por «Ligeramente escarlata», una película excelente y muestra de cómo este pionero acabó adaptándose al Hollywood de los cincuenta, trabajando en exuberante color y flamante scope, pero conservando modos típicos del cine mudo. La edición de CreativeArts presenta graves deficiencias de nitidez; pero, en fin, la película es una de las cumbres indiscutibles de Dwan, por lo que decidimos recomendarla… a regañadientes.

Cecil B. DeMille

La primera de las dos incorporaciones al club puede causar el respingo de más de un aficionado, pues al rey del cartón-piedra siempre se le ha contemplado con suspicacia… no sin motivo. Sin embargo, una obra que atesora una notable cantidad de imágenes memorables y que influyó nada menos que en Lubitsch, Murnau, Hitchcock o Vidor merece una reconsideración. Los problemas del cineasta de Massachussetts son varios: primero, la moral pequeño burguesa de que solía hacer gala; segundo, el feroz conservadurismo de algunas propuestas suyas y de la misma persona del director; y tercero, el arcaísmo que rezuman muchas de sus películas más célebres, con una estética a veces próxima a la estampita. Sin embargo, resulta que, en primer lugar, DeMille, ya desde la temprana «La marca del fuego» (1915), fue uno de los cineastas más osados al mostrar escenas de fuerte contenido sexual, muchas veces lindantes con el sadismo, e incluso algunas de ellas, véase «Los bateleros del Volga» (1926), aún conservan su poder perturbador. En segundo lugar, que conseguía sus mejores propuestas, cuando daba rienda suelta a su puritanismo o a su ferviente religiosidad, cuando no a su absoluta desfachatez al mostrar los mayores disparates con la mayor convicción del mundo (son inolvidables la lozana leprosa de terso cutis de «Los diez mandamientos» de 1923 y la María Magdalena de «Rey de reyes» en busca de Judas ¡montada en su carro tirado por cebras! ¡¡regaladas por el rey de Nubia!!). Y en tercer lugar, que en la segunda década del siglo XX y aun en la siguiente, el director era uno de los cineastas más innovadores del medio, con propuestas bastante arriesgadas; así: «Juana de Arco» (1917), que conjugaba tiempo presente y pasado casi el mismo año de «Intolerancia»; «La pequeña americana» (1917), que jugaba con la percepción del espectador para defraudarla; o la primera «Los diez mandamientos», que dejaba colgada una historia sin contemplaciones para lanzarse a otra totalmente distinta. El suyo es un caso curioso de contradicciones feroces a lo Jekyll y Hyde (como muestran su puritanismo y obsesión sexual a partes iguales), pero también de cierta displicencia (se tiene la sensación de que muchas de sus películas se encuentran muy por debajo de sus capacidades como director) y de relativa involución (su paso del melodrama y la alta comedia típicos de su período mudo a los western y las aventuras más pedestres del sonoro). Aun así, pese a su notoria irregularidad y a lo irritante y pompier de gran parte de su obra, hay un ramillete de buenas películas, mudas y sonoras, que avalan su talento: el fundacional western «El prófugo» (1914), el melodrama bélico «La pequeña americana», la alta comedia «A las mujeres» (1918) y, ya en el sonoro, los westerns «Unión Pacífico» (1939) y «Los inconquistables» (1947) y los peplum «Sansón y Dalila» (1949) y «Los diez mandamientos» (1956). Ahora bien, las películas que más fuerte han pujado por su presencia en esta lista son las dos cumbres de su carrera y máximas expresiones de su puritanismo y su religiosidad respectivamente: la incandescente «Los diez mandamientos» de 1923 y la emocionante «Rey de reyes» (1927), que ofrece el Cristo más vivo y palpitante que ha habido en cine, Pasolini incluido. Las películas sonoras mencionadas, con una excepción, están ausentes del mercado, pero las mudas de los años diez pueden encontrarse, junto a otras, en el apetitoso primer volumen de la «Colección Cecil B. DeMille.Classic Collection (1914-1919)», comercializada por Llamentol. El segundo volumen de este lanzamiento presenta otras películas mudas menos apasionantes. Y, por desgracia, pese a haberse restaurado con extraordinarios resultados, en España ninguna distribuidora parece reparar en «Rey de reyes».

La recomendación.No cabe duda: la edición por Paramount de tres discos de «Los diez mandamientos: Colección 50 aniversario». Dos de los discos se reservan a la película más mítica de DeMille, que es también uno de sus mejores títulos sonoros… aunque si el film resulta antológico, no es tanto por la labor de su director como por la del genial asesor de color Richard Mueller, que consiguió aquí una de las cumbres del cine en lo que a lo cromático se refiere. El tercer disco reserva la auténtica joya: una edición definitiva de la película del mismo título de 1923, quizá la cumbre del cine de su autor y que, advertencia, no es tanto una primera versión de aquél en color como un film radicalmente distinto: a la hora de metraje, DeMille se desentiende de Moisés, de los egipcios e israelitas para concentrarse en una trama situada en la época de rodaje de la película.

Frank Borzage

Ninguna novedad relativa a este director tan olvidado. No obstante, Fox ha lanzado en Estados Unidos un paquete con una gran cantidad de las películas rodadas por nuestro hombre en el seno de la productora, incluidas las imprescindibles «El séptimo cielo» (1927), «El ángel de la calle» (1928), «Estrellas dichosas» (1929), «Liliom» (1930) y «Bad girl» (1931). ¿Llegará a España, como sí ha llegado la doble tanda de DeMille? ¡Ah! Con la excusa de Gary Cooper, Tribanda ha recuperado la gran obra maestra del director, «Adiós a las armas» (1932), presentada al alimón con el «Juan Nadie» (1941) de Frank Capra, pero… si nos fiamos del minutaje, se trata de la misma copia cortada de siempre, sin las escenas cruciales amputadas en los años cincuenta (78 minutos frente a los 89 originales); o sea, que mejor no caer en la tentación. Paciencia…

Raoul Walsh

Ha habido un buen puñado de desembarcos en los estantes de filmes de Walsh, pero, como quiera que casi todas sus mejores películas (salvo las mudas) ya estaban editadas, novedades reseñables sólo una: su estupendo western mineral y apasionado, trágico y desencantado, «Juntos hasta la muerte» (1949). En cuanto a las dos extraordinarias incorporaciones habidas mientras publicábamos la sección hace un año, «Perseguido» (1947) y «Sin conciencia» (1950), sentimos constatar que Sogemedia las presenta con su displicencia habitual: contraste desvaneciente en los nocturnos y nitidez precaria, sobre todo en planos generales y exteriores. Una verdadera lástima, máxime cuando «Perseguido» resulta ser en nuestra opinión la obra cumbre del director tuerto. Habrá que esperar a que Warner se digne hacer sus propios lanzamientos.

John Ford

El americano de origen irlandés continúa surtiendo los estantes con nuevos títulos. Los más destacados en este lapso han sido su primer western prestigioso, «El caballo de hierro» (1924), la injustamente olvidada «La ruta del tabaco» (1941), así como tres de sus últimas películas: la recomendable «El sargento negro» (1960), la superproducción «La conquista del oeste» (1962), que contiene la magnífica aportación de nuestro director de título «La guerra civil», y la extraordinaria «El gran combate» (1964). Sin embargo, las arribadas son menos sustanciales de lo que cabría suponer y las únicas incorporaciones cabales son la espléndida «La ruta del tabaco» (Fox) y esa pequeña joya de «La guerra civil», incrustada en «La conquista del oeste» entre las muy estimables aportaciones de Henry Hathaway y la más apagada de George Marshall. En efecto, por un lado, no deja de resultar decepcionante que la misma Fox se haya limitado a lanzar en España, del paquete de obras mudas del director distribuido en Estados Unidos, sólo una película, la más célebre, desestimando las superiores «Tres hombres malos» (1926), «El legado trágico» (1928) y muy lamentablemente el mejor Ford del período silente, «Cuatro hijos» (1928); y, por otro lado, «El sargento negro» es una buena pero irregular película, a distancia de las mejores del director tuerto, y encima se oferta en formato desvirtuado. En cuanto a la inolvidable «El gran combate», que sí figura entre la docena de mejores Ford, se comercializa sin la escena de la población de Dodge City a la caza de cheyenes, escena que ya desapareció en los pases televisivos de hace más de veinte años y en España no se ha vuelto a recuperar y que, para más inri, dota de sentido a este paréntesis bastante intempestivo de la odisea cheyene. Pero… En Estados Unidos la misma Warner comercializa la película íntegra, con sus 156 minutos originales frente a los 141 de la versión ibérica. La multinacional debiera responder de por qué toma el pelo tan arteramente a los aficionados españoles. No hay recomendación que valga.

Tod Browning

El maestro de lo grotesco ha conseguido colar, casi de tapadillo, otra película en el mercado, «La marca del vampiro» (1935), pero es éste un título irregular, a considerable distancia de los mejores de su autor, la mayor parte aún sin editar. La recomendación principal sigue siendo por tanto el doble DVD formado por «Garras humanas» (1927) y la impresionante «La parada de los monstruos» (1932).

Charles Chaplin

Como quiera que la obra del bigotudo actor-director ya estaba presente en los estantes milagrosamente al cien por cien, nada debemos añadir a nuestro inventario de hace un año.

Buster Keaton

Una única novedad reseñable ha habido en la videografía de Cara de Palo, la edición por Vanity Films de su último gran film, «El cameraman» (1928). Por lo demás, seguimos esperando ediciones restauradas de gran parte de sus largometrajes. Los cortometrajes, ya lo señalamos en su momento, cuentan con la magnífica edición de Divisa, edición que será difícil de superar en mucho, mucho tiempo.

Harold Lloyd

El cómico de las gafas de empollón y cara de repollo, en cambio, ha tenido en este período su gran golpe de suerte, pues el antológico paquete editado internacionalmente por Studio Canal hace algún tiempo por fin ha llegado a España.

La recomendación definitiva.Sin reservas de ningún tipo hay que lanzarse a adquirir el «Pack Harold Lloyd. La colección definitiva», con o sin libro, pues contiene sus mejores cortometrajes, con la única excepción del magnífico «Bumping into Broadway» (1919), así como todos sus largometrajes mudos y los primeros sonoros hasta la magnífica «La vía láctea» (1936), dirigida por Leo McCarey. Ahí están para disfrutar a tope, entre otros, «An eastern westerner» (1920), «Mi lindo automóvil» (1920), «Number please?» (1920), «Viaje al paraíso» (1921), y ya en modo de largometraje, «El mimado de la abuelita» (1922), «El doctor Jack» (1922), «El hombre mosca» (1923), «Casado y con suegra» (1924), «El hermanito» (1927), «¡Ay, que me caigo!» (1930) y su asombrosa obra maestra «¡Ay mi madre!» (1926). A atesorar.

Erich von Stroheim

Las empresas nacionales del sector siguen ignorando olímpicamente al director vienés de prusiano aspecto, ausencia tanto más injustificable, cuanto que en el extranjero se pueden encontrar al menos cuatro de las apenas diez películas que rodó: las excepcionales «Maridos ciegos» (1919) y «Los amores de un príncipe» (1923, donde no está acreditado, pero ¡cómo se nota el toque Stroheim!), amén de las magistrales «Esposas frívolas» (1921) y «La reina Kelly» (1928) ¿A qué esperan nuestros distribuidores?

King Vidor

Cinco incorporaciones ha habido de la excelsa filmografía del director tejano, lo cual, teniendo en cuenta lo poco que había, parece cambiar sustancialmente el panorama… sólo que aún queda por recuperar casi toda su época muda, incluidas las magistrales «El gran desfile» (1925) y «La bohème» (1926), aparte de tantísimos filmes sonoros de envergadura. En fin, calma chicha en el mercado… Centrándonos en lo positivo, las recién llegadas son: la magnífica «Noche nupcial» (1935), el recomendable western «Paso al noroeste» (1940) y dos de sus mejores filmes sonoros, «El pan nuestro de cada día» (1935) y «El manantial» (1949). «Noche nupcial» la presenta Sogemedia con buena imagen, mientras «El pan nuestro de cada día», aunque ha sido remasterizada por la distribuidora JRB, ofrece una calidad más precaria, achacable a la deficiente copia de la que se ha obtenido. ¿Cuándo restaurará el American Film Institute el más famoso film sonoro de Vidor? Naturalmente, el lector se habrá percatado de que aún nos queda por mencionar la quinta novedad: «…Y el mundo marcha» (1928), cumbre de la etapa muda del tejano, compendio de todo el cine silente e incuestionable obra maestra del cine entero. Pero, ¡qué decepción! Su llegada podría haber sido uno de los acontecimientos digitales del año (junto a las de «Vampyr» y «Falso culpable»), pero por desgracia RidersFilms la presenta en la copia ya demasiado antigua, con banda sonora del otrora prestigioso Carl Davis, que es la misma que se veía en los pases televisivos de hace veintitantos años y que hoy por hoy, con la de buenas copias restauradas ya presentes en el mercado, resulta inadmisible, por sus encuadres recortados, su fofo contraste y su esquilmada nitidez. Una ocasión desaprovechada. ¡Qué pena!

La segunda recomendación.Por fortuna, la polémica e impactante «El manantial», defensa tanto de la libertad artística sin restricciones como del individualismo a ultranza, y una de las obras más apasionadas de su autor, la comercializa en una copia de nitidez perfecta su productora original, Warner, lo cual es fundamental para degustar una obra donde la contrastada fotografía en blanco y negro, responsabilidad del gran Robert Burks, es crucial.

William A. Wellman

Cuatro novedades de primer orden cambian sustancialmente la arguellada presencia de este segundo director de Massachussets. Casualmente tres de ellas son westerns: el magnífico «Incidente en Ox-Bow» (1941), el recomendable «Las aventuras de Buffalo Bill» (1944) y el estupendo «Más allá del Missouri» (1951), distribuido por Warner (productora original: MGM). Sin embargo, la más importante de todas es la cuarta recién llegada, primera por edad: la justamente famosa «Alas» (1927), extraordinario melodrama de aviación y posiblemente su mejor título. ¡Ah! Y que a nadie se le ocurra picar con supuestos nuevos lanzamientos, como el de SAV de «Ha nacido una estrella» (1937) perteneciente a su serie Hollywood Oro: lo único «de oro» es el ridículo marquito que envuelve el estuche, pues la calidad de la copia es simplemente zarrapastrosa. ¡Qué desvergüenza timar así al consumidor!

La recomendación silente.»Alas» la distribuye Regia Films en una copia con encuadre algo reducido y negativo sin restaurar, si bien se ha procedido a arreglarla digitalmente, con lo que el DVD resulta aceptable (pasamos por alto la nefasta traducción de los intertítulos). Sea como sea, la altísima calidad del film, su potencia emocional y arrolladora imaginería, pone de manifiesto la urgencia de la recuperación de la obra muda del director. Mientras se espera la llegada de otros títulos de esta época y de la década de los 30 de Wellman (y de tantos otros directores tan descuidados por la distribución), degustar este film es mucho más que un aperitivo: es el plato principal.

Howard Hawks

Del cineasta del plano americano han aparecido por primera vez: una de sus obras menos insignes, «La ciudad sin ley» (1935), otra más interesante, «Tierra de faraones» (1955), y ¡por fin!, una de sus películas más destacadas, «Río rojo» (1948), primero y quizás mejor de los ríos con que Hawks fue obsequiando al aficionado en su periplo por el Lejano Oeste.

La segunda recomendación.Podemos añadir, tras «Scarface» (1932), este magnífico western que es «Río rojo» como una de las piezas de Hawks que todo aficionado debiera conocer.

Leo McCarey

El californiano ya estaba bien representado en los estantes y aparentemente sólo ha habido una nueva propuesta suya: la divertida comedia «Un marido en apuros» (1958), que casi, casi cerró su carrera. Y si antes hemos escrito aparentemente, se debe a que Llamentol ha lanzado un apetitoso estuche llamado «Maestros del cine cómico», que, casi de tapadillo, contiene una joya de nuestro hombre: su mejor colaboración con el cómico Charley Chase, la antológica, desternillante «Grande como un alce» (1926). Apuntemos que en el extranjero se puede encontrar este título en un DVD acompañado por otros excelentes filmes que certifican el elevado listón de la colaboración entre el actor y el director. Y añadamos que es una lástima que nadie, ni en España ni en otros países, se decida a editar juntos los cortos cómicos dirigidos por el cineasta: él está detrás de los mayores logros de Chase y también de Laurel y Hardy, igual que después orquestó la mejor película de los Marx, la mejor de W. C. Fields y el último film de altura de Lloyd. ¿Casualidad?

Josef von Sternberg

De este vienés penetrante y onírico, lánguido y descabellado, ha habido dos aportaciones, ambas curiosamente fechadas en el mismo 1935: su última película con Paramount y broche final del ciclo Dietrich y su primera fuera de la productora, esto es, «The devil is a woman» y «Crimen y castigo». ¡Pero qué diferencia entre una y otra! «Crimen y castigo» es uno de los pocos filmes flojos de Sternberg y aún resulta peor, si se recuerda la descomunal novela de base: al pobre Dostoyevski no lo fusiló físicamente el batallón designado para ello, pero artísticamente lo hizo Sternberg ejecutando órdenes de la dictatorial Columbia. En fin, mejor leer la novela. En cuanto a «The devil is a woman», aunque inferior a las películas con la rubia esfinge que la precedieron, sigue siendo magnífica. Universal la distribuye en copia impecable bajo el título de «El diablo es una mujer» y no del más correcto en español de «El diablo es mujer». ¡A ver si traducimos bien! En cuanto a las películas mudas del cineasta errante y a «Anatahan», siguen durmiendo el sueño de los justos.

Ernest B. Schoedsack

Por fin el mercado español ha salvado la honrilla en lo que al director emparejado con Merian C. Cooper se refiere. No, por desgracia, aún no se han editado sus antológicos documentales silentes ni la versión íntegra de «King Kong» (1933), pero sí ha llegado la edición restaurada de la otra cima de su filmografía, «El malvado Zaroff» (1932); y, como jugoso complemento, ediciones de las interesantes «Los últimos días de Pompeya» (1935) y «Dr. Cyclops» (1940), rodadas ya sin su pareja artística de hecho.

La recomendación.¡Ya se puede recomendar algo del intrépido documentalista! ¡Y sin reservas! «El malvado Zaroff», esa aventura por los neblinosos territorios del subconsciente que precedió a la del gran gorila con resultados igualmente antológicos, la presenta Vellavision en una copia restaurada y definitiva. Añade un extra de dudoso valor: la versión coloreada del film, totalmente prescindible, pues da al traste con los violentos claroscuros, las resbaladizas luces que contribuían no poco a que este viaje por la isla del malvado conde (Zaroff) se transformara en una angustiosa pesadilla.

Rouben Mamoulian

Nada nuevo en los estantes del armenio de Broadway. ¿Cuándo tendremos al alcance de la mano «Aplauso» (1929) y «Las calles de la ciudad» (1931)?

George Cukor

Y del húngaro de Broadway tampoco gran cosa: han llegado «Hollywood al desnudo» (1932) y «Mujeres» (1939), este último un más que interesante film, que ahora, tras el remake perpetrado el año pasado por la pija de Diane English con una Meg Ryan al borde de la epilepsia, casi parece una obra maestra. ¡Qué bajo ha caído Hollywood! Y el cine en general… En fin, aun así, ni «Mujeres» ni «Hollywood al desnudo» se encuentran entre la docena de mejores Cukor y su presencia sabe a poco, cuando aún debemos aguardar la llegada de «Edward my son» (1949), «Ha nacido una estrella» (1954) o «Cruce de destinos» (1956). ¡Qué tiempos los nuestros y qué tiempos aquéllos!

Mitchell Leisen

La que sí ha cambiado notablemente es la situación del director de Michigan, del que antes no había nada destacable y del que ahora Sherlock ha lanzado cuatro comedias que dan una impresión más fiable de su valía: las muy recomendables «Candidata a millonaria» (1935) y «Una chica afortunada» (1937), amén de las estupendas «Medianoche» (1939) y «No hay tiempo para amar» (1943).

La recomendación.Aunque siguen faltando muchas de sus mejores películas, por fin hay disponible un par de Leisen pertenecientes a su obra más granada. Más todavía que la mítica e hilarante «Medianoche», pensamos en la menos famosa, pero igualmente mondante «No hay tiempo para amar», en nuestra opinión más rica en sugerencias, tanto temáticas como visuales. Cierto, no es uno de los Leisen más profundos, pero sí de los más chispeantes: una excelente primera aproximación a una filmografía tan destacada como poco reivindicada hoy en día.

Orson Welles

Ninguna novedad del barbudo director, mas que los consabidos relanzamientos de películas ya disponibles. Menos ediciones especiales con todas las pijadas del mundo y más copias en buenas condiciones es lo que hace falta. ¿Cuándo se nos ofrecerán como es debido sus obras maestras «El cuarto mandamiento» (1942) y «Sed de mal» (1958)? ¿O «Ciudadano Kane» (1941) y «Campanadas a medianoche» (1965)? Menos mal que Welles es considerado como uno de los genios del cine, que si no…

Anthony Mann

El gran «Mann of the West» ya estaba bien representado en el mercado y, por tanto, las recuperaciones parecen menos imperativas en su caso que en el de otros. Sin embargo, dejando de lado las inutilizables ediciones de «La brigada suicida» (1947), por infumable, y de «Tierras lejanas» (1955), por presentar el formato desvirtuado, aún quedan por recuperar unas cuantas películas de los años cuarenta y especialmente una de sus obras maestras,»Colorado Jim» (1953). Eso sí, han reaparecido dos buenos títulos: sus dos peplum para Samuel Bronston, «El Cid» (1961) y «La caída del imperio romano» (1964), que son lo mejor que nunca se rodó en el delirante imperio hispánico del megaproductor americano.

Otra recomendación.La otra novedad habida decidimos recomendarla, pues, aunque no se encuentra a la altura de las obras maestras de Mann, sí es un perfecto ejemplar de su magnífica obra de los años cuarenta encuadrada en la serie B: «Incidente en la frontera» (1949), presentada por Warner (productora original: MGM) en una copia inmejorable, de nitidez y contraste perfectos, que incidentalmente permite saborear no sólo el encomiable trabajo de Mann, sino también la extraordinaria labor del gran director de fotografía John Alton, aquí más negro y denso que nunca.

Vincente Minnelli

Varias incorporaciones ha habido en este tiempo del rey del musical, de las cuales las tres más destacadas son la comedia «Mi desconfiada esposa» (1957) y los estupendos melodramas «Cautivos del mal» (1952) y «Como un torrente» (1958)… aunque siguen faltando sus mejores contribuciones al género del pañuelo, esto es, «La tela de araña» (1955), «Dos semanas en otra ciudad» (1962) y «Castillos en la arena» (1965).

Joseph L. Mankiewicz

¡Esto es suerte! Del director y guionista de origen polaco, aparte de las inagotables reediciones con que suelen marear al consumidor las distribuidoras, han aterrizado los tres únicos buenos títulos que echábamos de menos hace un año. Uno es la muy recomendable «Odio entre hermanos» (1949). Otro es «Julio César» (1953), estupenda adaptación de la obra de Shakespeare con un magnífico reparto, del que se nos permitirá preferir, antes que al jaleado Marlon Brando (para él solito es la carátula de la edición, ¡qué abuso!) a los, estos sí, insignes James Mason, Deborah Kerr y John Gielgud. Y el tercero es la penúltima película del director, el western en clave de brillante parodia «El día de los tramposos» (1970).

Budd Boetticher

Del olvidado Oscar (nada que ver con las aborrecibles estatuillas) se siguen rescatando por fortuna películas enterradas o semiocultas por las arenas del tiempo… aunque los estragos en algunas copias se deban más a la negligencia o indiferencia de los distribuidores que a la erosión de los años. Cuatro buenos western se unen a lo poquito que había del director vaquero: «The Cimarron Kid» (1952), «Traición en Fort King» (1953), «Los cautivos» (1957) y «Buchanan cabalga de nuevo» (1958). Pero… ¡ojo avizor! Ese inenarrable cruce entre western y parodia del american way of life que es «Buchanan cabalga de nuevo» lo ofrece Llamentol en una copia lamentable, con rácana nitidez y sin la versión original disponible. Igualmente, la más trágica «Los cautivos» (1957) la comercializa por un lado Suevia en una copia descolorida y terrosa, y por otro Sony, en otra de perfecta nitidez… pero con el formato desdichadamente panoramizado una vez más por arte de magia. ¡Ya está bien!

La segunda recomendación.Así las cosas, el segundo DVD más apetitoso de nuestro hombre resulta ser el lanzamiento por Filmax de uno de sus modestos western para Universal: «The Cimarron Kid». No se trata de una obra maestra, pero es la prueba fehaciente de cómo, partiendo de un guión no especialmente brillante e incluso tópico, se pueden alcanzar momentos de gran altura y alcanzar la excelencia gracias a: primero, el innegable oficio (esa base ineludible de la expresión artística tan desdeñada por los geniecillos de hoy en día), y segundo, la imaginación desbordante (y esto, se tiene o no se tiene). Una lección para todos, pero aún más, tanto para los críticos de guión que tanto abundan y tan perniciosos son para el aficionado virgen y el espectador en general, como, claro está, para los directores con ínfulas de genio, que cunden como la leche condensada (light, que también la hay).

Robert Wise

Nada nuevo bajo el sol. Y, aunque algún título más cabe desear de este magnífico artesano, tampoco es una gran desgracia, habida cuenta de lo presente que ya está Wise en el mercado del DVD, mucho más que otros con mayores merecimientos.

Richard Fleischer

Dos novedades del cineasta vikingo: las muy interesantes «Duelo en el barro» (1959) y «Los nuevos centuriones» (1972). Por lo demás, un alto porcentaje de sus mejores películas ya conocía distribución.

Nicholas Ray

Del más joven de los tres insignes tuertos del cine americano no ha habido novedad destacable… a no ser que como tal se tengan las reediciones de sus decepcionantes peplum para Samuel Bronston. ¡Qué diferencia con los de Anthony Mann! Así, que seguimos esperando que alguna firma piadosa rescate de las mazmorras «Chicago, años treinta» (1958), la única ausente de sus grandes películas.

Samuel Fuller

El cineasta periodista lleva camino de convertirse en uno de los grandes afortunados de la época del DVD. A la buena decena de películas suyas que ya estaban al alcance del aficionado se suman: ¡en dos ediciones distintas! la interesante «Casco de acero» (1951), quizás su film bélico más retórico; el western «Yuma» (1957), machacado en impresentable copia por Suevia; y especialmente «Invasión en Birmania» (1959), su más apasionante película de guerra, que, menos mal, la misma Suevia la ofrece en una estupenda copia, muy superior a la de Sogemedia antes existente. Y ya que vamos de guerra, añadamos una película que olvidamos reseñar hace un año, el punto final y compendio de la obra bélica de Fuller: la muy recomendable «Uno rojo división de choque» (1980).

Jerry Lewis

La única novedad del último gran clown del cine la ha proporcionado su excelente y estilizada comedia «Tres en un sofá» (1966). La presenta Sony, antes Columbia, con su infatigable e impresentable manía de cambiar el formato recortando encuadres. No contentos con ello, la presentan en la serie New Columbia Classics, de extravagancia superlativa: no hay subtítulos en español, por lo que aquellos nacionales con poco dominio del inglés se ven obligados a ver la película doblada. Inaceptable.

La recomendación de otro tipo.Páguense un curso en las islas británicas o al otro lado del charco, a ver si por fin consiguen entender a esos yanquis que hablan con la patata en la boca.

Francis Ford Coppola

Por más que los persistentes lanzamientos de sus filmes más populares hagan pensar lo contrario, no ha habido ninguna novedad real en la videografía del italo-americano. Claro, que tampoco las necesitaba, tan bien surtido estaba.

David Cronenberg

Como cabía esperar, del evangelista de la nueva carne ha llegado su última película, «Promesas del este» (2007). Pero, pese a su subido interés, no creemos que quepa contarla entre los mejores Cronenberg, por lo que el apartado de recomendaciones queda invariable.

David Lynch

Del director del Medio Oeste, Versus se ha responsabilizado de dos importantes incorporaciones: «The short films of David Lynch» y «Eraserhead», es decir, «Cabeza borradora» (1977). El primero consta de sus interesantísimos cortometrajes iniciales, pero la irregularidad que acusan los mismos impide que se codeen con los mejores Lynch. Sí merece figurar entre ellos, ¡y cómo!, la mítica «Cabeza borradora», pero… Otra vez. Por más que la vendan como edición especial, por más que juren y perjuren que la reedición ha sido supervisada por el propio Lynch, éste es otro caso de formato masacrado en aras de las anchas pantallas de los televisores digitales. La película era en 1:1,37 y adrede, pues en los años setenta ya eran numerosas las obras rodadas en otros formatos ¡Qué vergüenza!

 

Escandinavia

Victor Sjöström

Como en el caso de Stroheim, el pionero sueco parece no haber existido nunca, al menos en nuestro país. Al director de «El viento» (1928) debió de llevárselo algún vendaval.

Mauritz Stiller

Lo mismo sucede con su insigne paisano, que pese a sus extraordinarias, entre otras, «La canción de la flor escarlata» (1919), «Erotikon» (1920), «En los remolinos» (1921) y «La leyenda de Gunnar Hede» (1923), y pese a ser el firmante de una de las obras maestras absolutas de toda la época silente, «El tesoro de Herr Arne» (1919), parece seguir recluido en el Círculo Polar Ártico.

Carl Theodor Dreyer

¡Aleluya! Por fin llega a España la versión restaurada de una de las obras maestras de todo el cine: «Vampyr» (1932) merodea por los estantes. Y no sólo eso, pues también ha aterrizado la magistral «Michael» (1924), penúltima de las grandes películas del excelso cineasta que faltaban en España. A ver cuándo llega «La viuda del párroco» (1921).

La recomendación obligada.A las cinco que ya señalamos en su momento debemos añadir imperativamente «Vampyr», que ha de dar una visión completamente distinta del danés a quien sólo lo conozca por sus últimos títulos: una especie de negativo arrollador y demoníaco de sus austeras y místicas películas más conocidas. Versus presenta éste, uno de los sueños más inasibles y escurridizos, más morbosos y alucinantes que ha dado el cine, en magnífica edición repleta de extras. Imprescindible, como también lo es la edición por Divisa de «Michael» en flamante copia restaurada.

Ingmar Bergman

El director teatral y autor cinematográfico sueco ya había conseguido colar casi todas sus mejores películas, de forma que las ya escasas novedades ocurridas en este tiempo han aportado títulos bastante menores, con la única excepción de la estupenda «En el umbral de la vida» (1958). Pero, como quiera que todas sus obras maestras ya reinaban exultantes en el mercado, no hay motivo para actualizar el apartado de las recomendaciones.

Alemania y Austria

Ernst Lubitsch

Pocas novedades para el príncipe de la comedia, y las reseñables tan sólo relativas al final de su carrera, por lo que siguen pendientes casi toda su brillante etapa muda americana y su obra maestra, «Un ladrón en la alcoba» (1933). Al menos, es un consuelo, por fin ha llegado «El bazar de las sorpresas» (1940).

La recomendación provisional.»Ser o no ser» ha vuelto a editarse otra vez. Y aunque el lanzamiento de 2008, debido a Suevia Films, sigue sin ser excepcional, lo cierto es que resulta aceptable y ha mejorado notablemente los anteriores. Por ello y porque se trata de una indiscutible e indiscutida obra maestra, de la comedia, de la farsa, del cine político y del cine en general, ya no dudamos en recomendar su adquisición. Compensa.

Friedrich Wilhelm Murnau

Y del rey de todo el cine alemán y del cine mudo entero han llegado tres nuevas películas en impolutas copias restauradas. Dos son «El castillo de Vogelöd» (1921) y «Las finanzas del gran duque» (1924), pero, pese a su indudable solvencia, son éstos los títulos más apagados de los doce que se conservan del genial director y es dudoso que puedan despertar el entusiasmo en los neófitos de Murnau… como sí lo haría la ausente «El pan nuestro de cada día» (1928). Muy superior es la tercera incorporación, la extraña y magnífica «Phantom» (1922), aunque tampoco sea un Murnau señero; tarea ardua, por lo demás. Así, que el apartado de las recomendaciones imprescindibles podría quedar igual, si no fuera por…

La recomendación corregida.»Nosferatu» (1921) ya había sido comercializada por la propia Divisa en la versión restaurada por esa entidad alemana, a la que todos los aficionados debemos estar eternamente agradecidos, llamada Friedrich Murnau Stiftung. Pero ahora en la relanzada «Nosferatu. Edición Limitada Especial 25 años» ha eliminado la horrible banda sonora compuesta ex profeso para acompañar el antiguo DVD, recuperando en cambio la partitura original del film (sí, las películas mudas también tenían banda sonora). No sólo eso, la copia actual, al contrario que la anterior, no tiene tacha, se ha recuperado la totalidad del encuadre y hasta los tintados son de calidad superior. A ello cabe añadir el soberbio documental de Luciano Berriatúa, cuyo punto fuerte es el rastreo de los decorados naturales donde se rodó la película. Una edición definitiva, como hay pocas.

Fritz Lang

Dos incorporaciones hacen aún más nutrida la presencia del director del monóculo: el interesante western «La venganza de Frank James» (1940) y la inédita y prometedora «House by the river» (1950). Eso, sin contar el enésimo lanzamiento de la magistral «Perversidad» (1947), que, en el colmo de la desvergüenza, SAV ha osado reeditar dentro de su piojosa serie Hollywood Oro, caracterizada por infames copias y carencia de versiones originales, sólo pésimamente dobladas. ¡Cobrar por eso sí que es piratería! Ahora bien, el hecho más interesante relativo al director austriaco resulta ser ajeno a él, pues dos películas suyas, dos de sus obras maestras, han puesto de manifiesto los caprichos de las distribuidoras al manipular los formatos, caprichos que por desgracia tanto tenemos que denunciar en esta sección. Nos referimos a dos lanzamientos de Sony dentro de su serie New Columbia Classics. «Los sobornados» (1953), que en el lanzamiento de 2006 se comercializaba en el correcto 4:3 o 1:1,37, ¡ahora resulta ser panorámica! Y, justo al revés, «Deseos humanos» (1954), que según el lanzamiento de Suevia era panorámica, ahora ha recuperado su formato original 4:3. ¿Alguien puede explicar esta tomadura de pelo? Los designios de la distribución son inescrutables…

La primera recomendación.Habíamos rechazado la edición de la inmarchitable «Deseos humanos» por parte de Suevia, pero la más reciente de Sony es ineludible: el formato es correcto y la copia, deslumbrante. Sólo una pega, que para algunos será determinante: la estrambótica costumbre de esta distribuidora de no ofrecer subtítulos en castellano. A practicar el inglés.

Georg Wilhelm Pabst

Al bohemio aún no le va viento en popa, pero en estos últimos meses tampoco le ha ido mal del todo. Pues, en efecto, se han incorporado al catálogo nada menos que dos de sus grandes títulos sonoros: el film bélico «Cuatro de infantería» (1930) y el musical «La comedia de la vida» (1931).

La recomendación sonora.A la silente «La caja de Pandora» (1929) añadimos «La comedia de la vida» (1931), un film magnífico que presenta el aliciente añadido de ser una adaptación de la inolvidable opereta de Kurt Weill según libreto de Bertoldt Brecht. Además, la copia recién restaurada es inmaculada y el lanzamiento de Divisa la presenta en un doble disco, añadiendo a la canónica y superior versión alemana la francesa; costumbre ésta, la de las versiones en distintos idiomas, relativamente habitual en los primeros tiempos del sonoro… cuando aún no había doblaje.

William Dieterle

El pobre Dieterle, en cambio, sigue teniendo la negra. ¡Mira que haberse sumado a su videografía sólo «Salomé» (1953)! Con esta mala película es dudoso que a ningún aficionado le entren las ganas de conocer otras de él. Una pena.

Max Ophüls

Y aún más flagrante ha sido el desdén mostrado al director de los valses y el can-can, pues ninguna novedad ha habido. Por tanto, siguen olvidadas, entre otras, «La signora di tutti» (1934), «Almas desnudas» (1949), «El placer» (1952) y «Madame de…» (1953). Y sigue malviviendo en una indecente copia la inmarchitable «Carta de una desconocida» (1948).

Douglas Sirk

Sólo ha habido una novedad verdaderamente destacable del hamburgués: poco, teniendo en cuenta las excelentes películas aún ausentes, en especial las magistrales «Su gran deseo» (1953) y «Siempre hay un mañana» (1955). Por fortuna, la recién llegada es una de sus obras capitales.

La recomendación añadida.Suevia se ha encargado de la difusión de esa inolvidable elegía, situada en la Alemania de la segunda contienda mundial, que es «Tiempo de amar, tiempo de morir» (1958). Como quiera que la película era originalmente en CinemaScope, el formato original se ha respetado. La copia es además excelente, por lo que recomendamos entusiastamente la adquisición de esta película emocionante como pocas.

Otto Preminger

El austriaco del cráneo rasurado ya estaba muy presente en el catálogo. Aun así, ha habido una media docena de nuevos títulos, pero casi todos pertenecientes al final de su carrera, su etapa menos interesante. Afortunadamente entre los nuevos lanzamientos figura la extraordinaria «Tempestad sobre Washington» (1962). No obstante, una pequeña pega: ciertamente la película era en scope y así se comercializa, pero ello no ha impedido que se recorten los encuadres y veamos las frentes de Henry Fonda o Charles Laughton rebanadas ¡hasta en los planos americanos! Preminger nunca (mal) componía así el plano.

Billy Wilder

¡Y el director de las gafas sí que está de enhorabuena! La aparición de sus dos únicos títulos invisibles hasta ahora, la magnífica «Ariane» (1957) y la execrable «Aquí un amigo» (1981), lo convierten en un rara avis del mercado, pues toda su obra, como la de Chaplin, ya se encuentra a disposición del aficionado.

La nueva recomendación.En contra de lo que suele ser habitual en esta distribuidora, Sogemedia presenta una excelente copia de «Ariane», obra gozne entre la etapa itinerante de su director y el famoso ciclo de comedias ácidas que empezaría poco después. Pese a ser una de sus obras menos reconocidas, quizás por pertenecer a la cosecha más sentimental de su autor, es sin embargo una de las más destacadas… si no la mejor. Así que es de visión obligatoria para todo aficionado a Wilder en particular y a la comedia en general.

Alexander Kluge

Si hace un año nos lamentábamos del injusto olvido en el que había caído el más insigne representante del nuevo cine alemán, debemos ahora rectificar y bien gustosamente, pues la intrépida distribuidora Karma Films ha decidido comercializar en España el paquete de su filmografía ¡al completo! que ya circulaba en Alemania hace más de un año.

La recomendación.Merece la pena adquirir sin pega alguna la «Integral Alexander Kluge». Ciertamente, son nada menos que dieciséis discos, pero a muy buen precio y las copias son excelentes; y ciertamente, la obra de este también escritor y amante de la ópera es muy irregular, como demuestra su infumable díptico de ciencia-ficción «El gran caos» (1971) y «Willy Tobler y la caída de la 6ª flota» (1972) y alguna que otra floja película. Pero: primero, tener la integral de un gran director, aun con altibajos, en un único lote es un lujazo; y segundo, son muchas las películas que avalan que nadie como el alemán, ni siquiera Godard, ha abordado el cine de ensayo (casi siempre político) con tanta variación de perspectivas estructurales ni tan alta calidad conjunta. Ahí están para que los disfrute el espectador libre de prejuicios cortometrajes como «Brutalidad en piedra» (1961) y «Retrato de una prueba» (1964), y largometrajes como «Los artistas bajo la cúpula del circo: perplejos» (1968), «Trabajo ocasional de una esclava» (1973), «En peligro y extrema angustia el camino del medio lleva a la muerte» (1974), «Ferdinand el radical» (1976), que es lo más parecido a una película de ficción convencional nunca rodado por el teutón, la magistral «El poder de los sentimientos» (1983), así como «El ataque del presente al resto de los tiempos» (1985) y «Miscelánea de noticias» (1986).

Francia y Bélgica

Jean Renoir

Por fin las incorporaciones a la filmografía del parisino comienzan a tener cierta lógica, pues al buen número de obras que ya estaban disponibles en los comercios se han sumado dos de sus mejores filmes, sin duda los más prestigiosos: «La gran ilusión» (1937) y «La regla del juego» (1939).

La recomendación actual.Studio Canal presenta al alimón con Universal una impoluta copia de la siempre emocionante «La gran ilusión». Imprescindible.

Jacques Tourneur

Hoy en día una de las grandes aficiones de las compañías videográficas (discográficas también) es lanzar y relanzar una y otra vez los mismos productos. En concreto, viendo las fechas de lanzamiento podría parecer que ha habido copiosas novedades del director esquivo… pero no es así. Seguirían faltando exactamente las mismas películas que echamos en falta hace un año, es decir, «Stars in my crown» (1950), «Martín el gaucho» (1952), «Una pistola al amanecer» (1956) o «Nightfall» (1957), si no fuera por una única excepción.

La quinta recomendación.¡Y qué excepción! «Wichita» (1955) es quizás el mejor y más personal western de Tourneur… lo que quiere decir que es un western aparentemente plácido y decididamente extraño. Suevia presenta esta película magistral en una copia a la altura, por lo que no dudamos en aconsejarla con entusiasmo. Además, junto a las cuatro recomendaciones anteriores, completa ese viaje por los géneros mirados a través de un telescopio feérico (antes fueron el fantástico, el negro y la aventura), que es la obra de este francés americano de adopción. Por cierto, que merece la pena comentar la comercialización por Manga del cofre «Tourneur Esencial», pues contiene tres de sus gloriosas obras maestras ya recomendadas antes por nosotros, «La mujer pantera» (1942), «Yo anduve con un zombi» (1943) y «Retorno al pasado» (1947), aparte de la extraordinaria «Berlín Express» (1948). También «Días de gloria» (1945), aunque, pese a su indudable solvencia, no es desde luego un Tourneur esencial: bueno, los otros cuatro títulos sí lo son.

Robert Bresson

Dos llegadas de altura del maestro del Cinematógrafo nos hacen pasar el ecuador en la difusión de su escasa obra: hablamos de «Al azar Baltasar» (1966), quizás su película más popular, protagonizada nada menos que por un burro (Baltasar), y «Mouchette» (1967)… que no es una mosquita, sino una muchacha.

La recomendación con remilgos.Puede que «Mouchette» no sea una obra maestra absoluta, pero bien poco le falta: es una película impresionante y un acercamiento ideal para el neófito al mundo bressoniano, un mundo lábil y austero, severo y escurridizo, que consigue una exaltada emoción por un raro camino, un drôle de chemin (como se decía al final de la inmortal «Pickpocket»). Sin embargo… Otra vez, otra más. Manga la presenta en formato distinto del original, un 16:9 que recorta numerosos encuadres. La película es imprescindible; la edición, censurable.

Jacques Becker

Pese a que su obra abunda en excelentes películas, de este olvidado cineasta tan sólo parece existir un título: «París, bajos fondos» (1952). Los demás yacen en las catacumbas del celuloide.

La recomendación corregida.Studio Canal, en colaboración con Universal, lanza una nueva edición de la más famosa película del parisino. Debido a que la calidad del negativo original es muy superior a la del utilizado por el anterior lanzamiento de Manga, el nuevo DVD de «París, bajos fondos» desbanca claramente al anterior y es el que debe adquirir todo aquél que aún no posea esta emocionante película.

Georges Franju

El pobrecito bretón sigue siendo víctima de una tozuda abducción mediática, pues, a juzgar por los estantes españoles, nunca debió de existir. No obstante, en el extranjero se pueden localizar tres ficciones de altos vuelos: «La cabeza contra los muros» (1959), «Ojos sin rostro» (1960) y, la mejor de las tres, esa reelaboración del cine serial mudo, entre paródica y admirativa, siempre mágica de cualquier modo, que es «Judex» (1963).

Alain Resnais

Del cineasta de la memoria se han recuperado remasterizadas las ya editadas «Hiroshima mon amour» (1958) y «Muriel» (1963). Confiemos en que se haya solventado especialmente el problema del muy deficiente sonido de la versión original de la segunda en el lanzamiento previo por la misma Filmax. Aparte, ha habido un buen puñado de llegadas importantes: la estupenda «La guerra ha terminado» (1964), la extraordinaria «Asuntos privados en lugares públicos» (2006), su última película estrenada, y nada menos que un buen ramillete de sus antológicos documentales de los cincuenta, así, la mítica «Noche y niebla» (1955), cabalgando en DVD abusivamente en solitario, y «Van Gogh» (1948), «Guernica» (1950) y «Toda la memoria del mundo» (1956), bien avenidas en un DVD más generoso lanzado por Versus, de nombre «Alain Resnais: Cortometrajes» y que contiene otros dos cortos menores. Aviesamente, «El año pasado en Marienbad» (1962) y «Te amo, te amo» (1968), sus dos obras cumbre, siguen sin comercializar.

Más recomendaciones.Es imprescindible el DVD «Alain Resnais: Cortometrajes», todos ellos, por cierto, documentales; y lo es muy especialmente por contener la cima del francés en dicho formato y dicho género: la magnética, la feérica «Toda la memoria del mundo». Tampoco nos resistimos a recomendar «Asuntos privados en lugares públicos» (comercializada por SAV), pues, aunque no alcance la pasmosa altura de las obras maestras ausentes, no desmerece de ellas y es, como ya apuntamos hace un año, una de las pocas películas verdaderamente grandes de comienzos de este tristón siglo XXI… contadas con los dedos de una mano.

Jacques Rivette

Del teatrero de la Nouvelle Vague sólo ha habido la incorporación de su último film hasta la fecha: «La duquesa de Langeais» (2007), un interesante, pero fallido film que demuestra una vez más (véase su lamentable adaptación de «Cumbres borrascosas») que lo de Rivette no es precisamente el retrato de las pasiones. Además, cuenta con el lastre añadido de una de las parejas menos atractivas y más antipáticas que imaginar quepa: una escuálida y seca Jeanne Balibar, que el director nos intenta vender infructuosamente como fascinante, y un pueril Guillaume Depardieu, que heredó de su padre el aspecto de brutote, pero no su mirada noble. ¿Se habrá vuelto ciego Rivette? Mejor veía, pensamos, en algunos excelentes títulos anteriores a los ochenta, por desgracia ausentes, como «Céline et Julie vont en bateau» (1974) y «Duelle» (1976). O en la apasionante, y presente, «La bella mentirosa» (1982).

Eric Rohmer

La mejor obra del alsaciano cantor de la cotidianeidad ya estaba presente al cien por cien, así que la incorporación de su simpática última película, «El romance de Astrea y Celadón» (2007), no ha alterado la situación en lo fundamental.

Jean-Luc Godard

Las novedades relativas al franco-suizo siguen completando su copiosa filmografía, pero ninguna cabe contarla entre lo esencial de su director, ni «Masculino femenino» (1966), ni «Dos o tres cosas que sé de ella» (1967), ni todos los panfletarios filmes revolucionario-maoístas que integran el paquete «Colección Jean-Luc Godard y el grupo Dziga Vertov» (1968-1974), cuyo máximo interés radica en nuestra opinión en el tanteo y esforzada exploración de un modo propio de expresión radicalmente nuevo que no llegará a conquistarse hasta mucho más tarde, con, por ejemplo, las ya editadas «Nombre Carmen» (1983), «Hélas pour moi» (1993), «Histoire(s) du cinéma» (1988-1998) y «Nuestra música» (2004). O, con su obra maestra, lamentablemente ausente: «Elogio del amor» (2001).

André Delvaux

Pasamos ahora por zona esteparia, pues del melancólico director belga hay en los comercios el mismo rastro que del rocío al mediodía. Por no haber, no hay ni la siempre recordada «Cita en Bray» (1971) ni la magistral «Belle» (1973).

Marguerite Duras

La misma desértica situación en lo que toca a la dama del cine: sequía total. No nos ha caído ni siquiera la inmortal «India song» (1975).

Chile

Raúl Ruiz

Y nada nuevo del loco barroco del señor Ruiz. Debió de naufragar buscando la isla del tesoro o la villa de los piratas. ¿O quizás se lo zampó un tiburón (mediático)?

Inglaterra

Alfred Hitchcock

Del gran maestro del cine hay ediciones para dar y vender: bastante más de cien… a pesar de que su obra consta, aparte sus telefilmes, de algo más de cincuenta películas para cine. Eso quiere decir que se editan, se reeditan y vuelven a editar muchas de sus películas, la mayoría de las veces sin mejoras reseñables. Cierto, algunas ediciones ya eran definitivas, pero otras tienen su asignatura pendiente, especialmente la calidad de las copias originales en muchas de sus películas inglesas y la recuperación de los formatos auténticos en tantos títulos de su época de gloria, la que va de 1954 a 1964. Por desgracia, Universal ha desaprovechado la oportunidad de enmendar tantos errores pasados con su nueva serie de aquellas películas de las que ostenta los derechos, serie autoproclamada como «La colección definitiva». De definitiva, nada: «La ventana indiscreta» (1954) y «Psicosis» (1960) siguen ofertándose panorámicas (es decir, mutiladas arriba y abajo), mientras «Los pájaros» (1963) y «Marnie» (1964) lo hacen, en uno de los mayores casos de mala voluntad del mercado, en formato cuadrado (es decir, mutiladas en los laterales). Por el lado positivo, la gran sorpresa nos la ha dado Warner, que por fin ha liberado las extraordinarias películas que retenía del maestro: la excepcional «Yo confieso» (1952), la estupenda «Crimen perfecto» (1954) y la magistral «Falso culpable» (1957).

Las recomendaciones olvidadas.Cada una, olvidada por un motivo. En la pasada entrega, debido a la copioso del material consultado, cometimos el imperdonable error de descalificar la copia de «Encadenados» (1946) utilizada por Manga Films en su lanzamiento, cuando resultaba que era magnífica. Así que nos enmendamos la plana y esta edición antigua de Manga pasa a ocupar un lugar de máxima preferencia en la videografía hitchcockiana. No es para menos, tratándose de una de sus más incandescentes e imperecederas obras maestras, presentada, ya lo hemos dicho, en excelente copia. El otro injusto olvido no era nuestro, sino de la distribución, lo que también ha provocado el de tantos aficionados: «Falso culpable», pese a su apariencia poco hitchcockiana, por lo sobria, no sólo es uno de los títulos más característicos y significativos del genio inglés, sino también una de sus máximas obras maestras y, por ende, del cine. Una de sus películas más sentidas, entre Kafka y Freud, de alcance pasmoso y profundidad inconmensurable. Poco importa que no haya ningún extra en absoluto, cuando además Warner ha subsanado el zancocho que ella misma perpetró hace unos años en su lanzamiento internacional, dándola como panorámica (y expulsando así de los encuadres las manos, tan fundamentales para la esencia íntima de la película), pues la ha editado en su formato original 1:1.37. No hay duda: imprescindible.

David Lean

Filmax ha desestimado una oportunidad de oro al lanzar el cofre «David Lean: Edición Centenario» (1942-1950) que cubre la etapa inglesa del director, pues, primero, faltan dos títulos, la magnífica «La barrera del sonido» (1952) y la muy recomendable «El déspota» (1954), y segundo, no todas las películas presentes aparecen en buenas copias remasterizadas. La importunidad es aún mayor, pues en el país del té de las cinco, antes que el paquete español, había aparecido otro con las diez películas en cuestión ¡recientemente restauradas por el British Film Institute! A veces no se sabe si las distribuidoras pretenden homenajear de verdad a los directores o simplemente sacar tajada de cualquier efeméride…

Terence Fisher

El espíritu del director más gótico de la historia del cine parece estar reviviendo en alguna cripta e impulsar telepáticamente a que los distribuidores recuperen su obra. En efecto, este año han vuelto a la vida comercial casi todas las mejores películas ausentes del cultivador del terror de biblioteca y, aunque todavía quedan muchos títulos suyos por recuperar, casi todos los mejores ya rondan los estantes. Demos la bienvenida a «La momia» (1959), «Las dos caras del Dr. Jekyll» (1960), «La gorgona», comercializada como «La leyenda de Vandorf» (1964), y «El cerebro de Frankenstein» (1969). Lástima, que a «La maldición de Frankenstein» (1957) y a «Drácula» (1958) les haya clavado los colmillos la comercialidad más ramplona de Warner, que nos las presenta en un formato panorámico por arte de barata magia.

Las nuevas recomendaciones.Entre el florecimiento macabro que nos ha deparado la temporada, no está de más añadir a nuestras recomendaciones pasadas la lírica, miasmática y escurridiza «La leyenda de Vandorf», así como la escueta e impávida «El cerebro de Frankenstein».

Jack Clayton

Ninguna novedad del cineasta de Brighton, cuya parca obra podría ser un aliciente para rescatar dos de sus tres mejores películas hoy tan olvidadas: «Siempre estoy sola» (1964) y «A las nueve cada noche» (1967).

España

Luis Buñuel

Si hace un año nos lamentábamos de la sangrante situación comercial de la obra del cineasta calandino, por fin la distribución ha saldado muchas de las cuentas pendientes que tenía con él y esta temporada ha visto excelentes ediciones de un importante número de sus mejores películas ausentes. Para empezar, Cameo ha lanzado un apetitoso cofre que ha llamado «Luis Buñuel. La etapa mexicana», con una selección de cinco títulos no siempre entre los mejores y más significativos del período, pero todos ellos como mínimo estupendos y en magníficas ediciones restauradas. Las joyas son evidentemente las más personales «Susana» (1951) y «El bruto» (1953), pero el melodrama «Una mujer sin amor» (1952) y las aventuras de «Robinson Crusoe» (1954) y «La muerte en el jardín» (1956), tres buenas películas, demuestran algo que muy pocas veces se ha subrayado: la gran capacidad de Buñuel para hacer cine de género y hacerlo bien. Filmax presenta, por su parte, otro título destacado, «Así es la aurora» (1956), y también Universal ha editado un buen puñado de películas, esta vez por separado y pertenecientes a la última obra francesa, entre las que preferimos destacar la esquiva «Diario de una camarera» (1963)… aunque Sogemedia es la que se ha llevado el gato al agua con el mejor título de esta etapa, la siempre inquietante «Belle de jour» (1967). Ahora bien, la novedad más deslumbrante la ha proporcionado Tribanda con un antológico paquete que reúne tres de su obras máximas.

La recomendación absoluta.El «Pack Luis Buñuel» reúne nada menos que las tres películas producidas por Gustavo Alatriste y protagonizadas por Silvia Pinal, películas que culminaron su obra mexicana al tiempo que apuntaban hacia Europa y que son en conjunto la cima de toda la filmografía del aragonés y, por lo tanto, una de las cumbres de todo el cine: «Viridiana» (1961), «El ángel exterminador» (1962) y «Simón del desierto» (1964). Se presentan en copias impolutas, respetando los formatos originales. Además, se ha recuperado por fin la doble entrada de los burgueses a la mansión de «El ángel exterminador», durante tantos años escamoteada por mercaderes sin conciencia. De ciega adquisición.

Italia

Roberto Rossellini

Ninguna novedad reseñable del cineasta romano enamorado de Ingrid, lo que es una lástima, pues, aunque casi todas sus mejores películas ya están en el mercado, las copias de las que se han obtenido han solido tener una calidad pésima… ¿Habrá solventado Vellavision el problema con el nuevo lanzamiento de «Roma ciudad abierta» (1945) y «Alemania año cero» (1948), dos de las mejores películas del neorrealista? A pesar de que al menos «Roma ciudad abierta» ya tiene negativo restaurado, la distribuidora no comenta nada al respecto, por lo que no sabemos cómo será la calidad de esta nueva edición… ni abrigamos demasiadas esperanzas. Sinceramente, ya empezamos a cansarnos de tantos relanzamientos y requetelanzamientos que utilizan siempre los mismos ínfimos materiales de base.

Luchino Visconti

Ninguna nueva importante del director milanés, tampoco la magnífica reedición por Vellavision de «Bellísima» (1951), pues se trata de una de las películas menos insignes del cineasta operístico. Mientras tanto, dos de sus obras maestras, «La terra trema» (1948) y «Senso» (1954), siguen ocultas en los archivos de alguna mentecata distribuidora.

Mario Monicelli

Algo más de suerte ha tenido este año el toscano burlón. Claro, que su situación cara al público es mucho menos boyante que la de sus paisanos y aún quedan muchísimos títulos que recuperar. Sólo dos han salido a la luz en esta temporada, pero, al menos, uno es la muy divertida «Guardias y ladrones» (1951), una de sus abundantes colaboraciones con el gran cómico Totò codirigidas por Steno, y el otro es nada menos que su indiscutible obra maestra, «La gran guerra» (1959).

La mejor recomendación.Como ya comentamos hace un año, «La gran guerra», que en suntuoso scope conjuga singularmente comedia con cine bélico, es uno de los monumentos del cine al sentimiento tragicómico de la existencia. Inesperadamente la irregular distribuidora Sogemedia la oferta en una copia impecable, así que no hay duda. A por ella: es ahora la primera e irrefutable recomendación del maestro de la comedia italiana.

Federico Fellini

Del maestro del cine-circo, el cine-ballet y el cine-música tan sólo una novedad de enjundia. No, nos referimos al alucinante lanzamiento de «Ginger y Fred» (1986) por Llamentol, pues la edición coleccionista ¡de tres discos!, por mucha alharaca y muchos documentales sobre el cineasta que contenga, no puede evitar que éste sea el peor título y único prescindible del genio italiano. Aunque la mona se vista de seda… Por el contrario, Sogemedia ha lanzado una de las tres obras maestras que aún quedaban ocultas: ese inolvidable falso documental, más cercano en realidad al cine musical o al de ciencia-ficción, que es «Roma» (1972). Las no menos geniales «Satyricon» (1969) y «Los clowns» (1971) esperan a alguna distribuidora caritativa.

La recomendación misteriosa.No hemos constatado este nuevo lanzamiento de «Roma», pero confiamos en que esa poco fiable distribuidora haya continuado la buena estela marcada por «La gran guerra». Aun con dudas, la adquisición puede merecer la pena, pues se trata de una obra maestra de altura y un ejemplo de ese cine no narrativo, pero sensorial y discursivo a raudales, que tan habitual era en los sesenta y setenta y tan escaso es hoy en día. Ésta sí es una de esas películas que ya no se hacen. Quizás nadie le produjera hoy a Fellini…

Grecia

Theo Angelopoulos

¡Los admiradores del heleno están de enhorabuena! Intermedio, en una admirable iniciativa, se ha propuesto editar todos los largometrajes del cineasta que aún quedaban pendientes en un par de cofres, con excelente presentación y unos libretos explicativos soberbiamente documentados, que en el caso del griego resultan de gran ayuda, pues su primera filmografía analiza largos períodos de la historia del país balcánico a lo largo del siglo XX, por lo general desconocida para los nacionales de otros países.

La recomendación vencedora.El primer cofre que llega, «Cofre Theo Angelopoulos 1970-1977», incluye su magnífico primer largometraje «Reconstrucción» (1970), aparte de las estupendas «Días del 36» (1972) y «Los cazadores» (1977). Sin embargo, la gran joya del lote, dividida en dos discos debido a su larga duración, es la impresionante «El viaje de los comediantes» (1975), considerada como su obra más emblemática, desde luego la más compleja y aquélla que confirmó la denominación de origen del estilo del director, entre la historia y el mito, entre el documento y el sueño, entre la abstracción y el ballet. Imprescindible. Pero ¡atención!, se anuncia ya el segundo cofre, que incluirá, aparte de la irregular «Alejandro el Grande» (1980), su largometraje más retórico e insuficiente, nada menos que dos de sus obras maestras, la homérica «Viaje a Citerea» (1984) y «El apicultor» (1986), inolvidable cumbre de una obra que siempre ha brillado a gran altura.

Unión Soviética

Serguei Eisenstein

Nada nuevo del cineasta nacido en Riga. Nada trágico tampoco, pues al fin y al cabo casi toda su obra ya estaba editada… aunque en muchos casos en copias definitivamente mejorables.

Dziga Vertov

Peor es que no haya ninguna novedad de este gran documentalista, pues tan sólo hay disponible la magistral «El hombre de la cámara» (1929), mientras otras películas extraordinarias que no desmerecen de ella, como «El décimo primero» (1928) o «Entusiasmo (Sinfonía Donbassa)» (1930), siguen tercamente invisibles.

Aleksandr Dovzhenko

Y lo que ya no tiene nombre es lo del genial ucraniano, cuya persistente ausencia del mercado parece deberse a un contubernio, no evidentemente anti-sistema, sino anti-cultura. Que obras capitales del cine como «Arsenal» (1929), «La tierra» (1930) o «Iván» (1932) permanezcan desterradas de nuestro país es una de las grandes vergüenzas de esta sociedad de la opulencia material… y la miseria cultural. ¿Crisis? ¿Cuál de todas?

Andrei Tarkovsky

El que sí está casi de enhorabuena es este otro poeta del cine, ya que por fin nos ha llegado el único largo suyo que quedaba pendiente, que es, como la mayoría de los del místico ruso, simplemente magistral. Y si antes hemos escrito casi es porque todavía queda pendiente el excepcional cortometraje «El violín y la apisonadora» (1961), que a nadie se le ha ocurrido ofrecerlo, ni siquiera como extra (sustancioso) de alguno de los largos.

La recomendación a sumar.La hipnótica y majestuosa «Nostalgia» (1983) la ha editado Llamentol con dos opciones: un único DVD, o bien uno doble, con unos cuantos documentales sobre el gigante ruso del cine que complementan ésta, una de las postreras obras maestras del séptimo arte. Imprescindible.

India

Satyajit Ray

La única supuesta novedad ha sido una reedición de la «Trilogía de Apu»… a partir de las mismas buenas copias que ya había utilizado la misma Divisa. Como si el bengalí no hubiera filmado más películas. En fin…

Japón

Kenji Mizoguchi

Que el titán del cine japonés ya estuviera presente con una veintena de títulos suponía un buen porcentaje (más de la mitad de los títulos conservados), pero es una lástima que no haya habido ninguna otra incorporación en este lapso, cuando aún quedan pendientes tantas obras excelentes y, en particular, esas piezas maestras que son «Osén de las cigüeñas» (1935), «El valle del amor y la tristeza» (1937) y «Retrato de la Señora Yuki» (1950). A esperar toca.

Yasujiro Ozu

Por lo visto, Filmax o bien ha parado, o bien se ha tomado un respiro en su encomiable política de difusión del cine japonés, pues tampoco ha habido novedad del gran cineasta del sake y el tatami. Ciertamente, una mayor porción de sus títulos que en el caso de Mizoguchi había ya disponibles, pero aún faltan un puñado de películas excelentes, casi todas datadas a comienzos de los años 30, entre ellas la magistral «Mujer de Tokio» (1933).

Mikio Naruse

Lo mismo sucede con este otro tokiota: nada nuevo bajo el sol. Y en su caso, aún es más lamentable, pues quedan muchas, muchas películas de campanillas por recuperar.

Hiroshi Shimizu

A Hiroshi Shimizu, a pesar de conocer tan sólo cuatro películas suyas, le dimos un voto de confianza hace un año en esta sección. Pues bien, la edición japonesa de ocho películas de las más de un centenar que conforman su filmografía ha puesto de manifiesto que no sólo era digno de tal voto, sino que nos habíamos quedado cortos en su valoración. Pues, aunque parezca mentira, un cineasta hasta hace poco oculto y casi completamente ignoto acumula merecimientos en abundancia para codearse con los más grandes: en Japón supera a todos sus colegas salvo a Mizoguchi y Ozu (y habrá que esperar a recuperar el resto de su obra superviviente para saber ni no está a la misma altura); o, para hacer más comprensible su importancia, de los cineastas americanos podría ser equiparable, por generación y logros, sólo a Ford o Vidor. ¡Casi nada! Que de once películas visionadas tan sólo una, «Sr. Gracias» (1936), resulte formularia, mientras que todas las demás, de buenas a magistrales, sean un prodigio de inspiración, es simplemente pasmoso e indicio suficiente de encontrarnos ante uno de los genios del cine. Como Mizoguchi, como Ozu, como Naruse, Shimizu debutó en el cine mudo y ya en esta etapa consiguió como mínimo una obra maestra: «Muchachas japonesas en el puerto» (1933), flamante por la audacia de sus recursos, su inventiva visual y su precisión discursiva. Luego, llegado el sonoro, el japonés se entregó a una narrativa de asombrosa modernidad que deja en pañales las supuestas innovaciones del posterior neorrealismo, por su abrazo a la cotidianeidad y desprecio a las dramatizaciones superfluas, por su atención al detalle jugoso y significativo, por su conjugación de numerosos personajes, por su narrativa a base de instantes y anécdotas que van posándose en la película como sedimentos en un valle feraz. Este cronista de la infancia, maestro del paisaje y de la improvisación consiguió quizás la apoteosis de su obra en los años treinta y primeros cuarenta, con piezas magistrales como «Niños en el viento» (1937), «Cuatro estaciones de niños» (1939) y «La torre de introspección» (1941)… sin olvidar otros títulos extraordinarios como «Los masajistas y la mujer» (1938), «Notas de una cantante ambulante» (1941), «La horquilla» (1941), o estupendos como «Nobuko» (1940), «Los niños de la colmena» (1948) y «El señor Shosuke Ohara» (1949). Confiemos en que la recuperación de este gran cineasta no tarde en hacerse extensiva a toda su filmografía superviviente.

La recomendación foránea.En España no hay nada, de momento, de Shimizu, pero confiemos en que pronto llegue a nuestro país la difusión que, tímidamente, ya ha comenzado en su Japón natal y en Estados Unidos. Así las cosas, los cinéfilos de pro pueden saciar su curiosidad con un paquete que ha editado la anglosajona Eclipse, con subtítulos naturalmente en inglés, bautizado como «Travels with Hiroshi Shimizu». Incluye cuatro películas: «Sr. Gracias» y las fundamentales «Muchachas japonesas en el puerto», «Los masajistas y la mujer» y «La horquilla». No importa en exceso que las copias sean muy mejorables (los japoneses aún no han parecido comprender lo necesario de la restauración de sus tesoros cinematográficos), pues el material artístico es excepcional. Una experiencia inolvidable.

Akira Kurosawa

Se disponía de prácticamente toda la filmografía del director samurai, con tan sólo una ausencia destacable: la modesta, pero intensa «Rapsodia en agosto» (1991). Por fortuna, Manga la ha editado en este lapso. O sea, que el oriental más celebrado y popular ya se encuentra en el mercado al cien por cien de sus mejores obras.

Shohei Imamura

En este país estamos sin apenas novedades en el frente del este, y el director nipón más cáustico y picaresco no ha sido excepción. Una pena, cuando faltan muchas de sus mejores películas, en especial la inolvidable «Lluvia negra» (1989).

Nagisa Oshima

Mientras en Francia se está recuperando poco a poco una de las obras más apasionantes de la modernidad cinematográfica, en España parece que nos hemos dormido en los laureles. No es que Oshima carezca de presencia en el mercado, pero una tercera parte de sus largometrajes para cine no es una proporción cabal, máxime cuando faltan hitos importantes. Y aunque es bienvenida la incorporación de la morbosilla «Max mi amor» (1986), lo cierto es que éste, su penúltimo largo, dista mucho de encontrarse entre lo más granado de su autor.

Yoshishige Yoshida

Este compañero de generación de Imamura y Oshima, antes más conocido como Yoshishige Yoshida, es uno de los directores más olvidados por la cinefilia, mundial en general e ibérica en particular; tanto es así, que sólo recordamos que en los últimos veinticinco años se difundiera en España una obra suya, la impresionante «La promesa» (1986), y ello en un añejo pase televisivo. Y sin embargo, quizás sea el director nipón más destacado posterior a Kurosawa. Su obra, como la de sus coetáneos Imamura y Oshima, oscila sin descanso entre lo erótico y lo político, si bien, a diferencia de ellos, presenta ocasionalmente una irritante tendencia a lo kitsch y a lo banal melodramático que ha lastrado algunos títulos hasta abismos sin fondo, como es el caso de la turística «Adiós, luz de verano» (1968), rodada en parte en España, o de la histérica «Confesiones, teorías, actrices» (1971). Pero cuando Yoshida ha superado estas tentaciones de lo fácil, ha sido capaz de construir una serie de películas extraordinarias, de gran rigor y autoexigencia. Su filmografía gravita inevitablemente en torno a su magistral trilogía política, que analiza los movimientos subversivos del Japón, poniéndolos en contacto con el presente de su realización, esto es, la famosa «revolución» del 68, que Oshima clarividentemente denunció como una impostura… igual que antes lo habían sido las anteriores planeadas revoluciones: la anarquista en «Eros + Masacre» (1969), la comunista en «Purgatorio Eroica» (1970) o la restauradora de extrema derecha en «Golpe de estado» (1973). Este incisivo análisis político vino acompañado por una inventiva visual apabullante, por una puesta en cuadro radical y por una complejidad estructural, especialmente en los dos primeros títulos, inaudita, casi inigualada en todo el cine (en particular, «Purgatorio Eroica», conjugada en tres tiempos, pasado, presente y futuro, no se puede comprender con una única visión). Sólo con su trilogía, ya tendría garantizado el japonés un lugar entre los grandes. Pero es que antes, aunque se tomara cierto tiempo en descollar, ya había ofrecido películas magníficas, así «El fin de una noche dulce» (1961), «18 jóvenes en busca de gresca» (1963), «Pasión ardiente» (1967), «Mujer y llama» (1967), «Amor en la nieve» (1968) y, sobre todo, una de sus obras maestras, la hipnótica «El lago de las mujeres» (1966), culminación de la serie de películas que, protagonizadas por su mujer Mariko Okada, loaban o ponían en entredicho el eterno femenino con desigual fortuna. Y, después, cuando con dificultad sacara adelante algún proyecto (sólo tres largometrajes en tres décadas) en el seno de una industria que, sin duda debido a su incomodidad, lo expulsó de ella como a Oshima; cuando por fin lo consiguiera, el antes enfant terrible, ahora más templado, demostró estar en plena forma: lo avalan su tan suntuosa como siniestra adaptación de «Cumbres borrascosas» (1988), su peculiar discurso sobre Hiroshima en «Mujeres en el espejo» (2002), no tan emocionante como el de Imamura en «Lluvia negra» pero igualmente punzante, y especialmente esa destilación de su sabiduría fílmica que es la potente e inolvidable «La promesa» (1986).

La recomendación afrancesada.La completa retrospectiva que el Centro Pompidou le dedicó en el país vecino en 2008 ha servido de acicate para que en Francia la distribuidora Carlotta editara en DVD toda su obra en magníficas copias. Para aquéllos con buen conocimiento del francés o, cosa más improbable por estas latitudes, del japonés, recomendamos calurosamente cualquiera de sus mejores películas, pero muy especialmente el lanzamiento que reúne en un único disco dos piezas de su trilogía política, la extraordinaria «Golpe de estado» y la obra maestra «Purgatorio Eroica».

 


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