De cuando te crees a salvo / Eugenio Mateo

Por Eugenio Mateo Otto
http://eugeniomateo.blogspot.com/

    Deben ser los dichosos algoritmos… El hecho es, que, desde hace un tiempo, precisamente a partir de la guerra en Ucrania, en mi teléfono móvil se cuelan a diario diversas noticias que cuentan de nuevas armas, tan sofisticadas y peligrosas que dan mucho miedo.

      Pareciera que se quieren esparcir ecos siniestros de tambores de guerra y observo también con miedo, que esas historias bélicas van tomando posiciones preponderantes en la parrilla de sucesos e informaciones de todo tipo a mi alcance. Tuvo que ser aquel día que sentí curiosidad por ese Grupo Wagner. Fue un error porque desvelé mi posición. Desde entonces me siento cada vez más indefenso ante el maquiavélico detalle de aviones ya casi de sexta generación (a los que no querría calibrar su estruendo atroz cuando llegaran como un rayo de la muerte sobre mi cabeza), o esos barcos tan grandes que cuesta creer que quepan en el mar; sin olvidar carros de combate, cohetes, misiles y demás parafernalia del Armagedón. Todas esas malas nuevas hablan de rearme, de sacar pecho ante los malos de turno, pero lo curioso es que casi todos los proyectos militares se posdatan como realidad de futuro a unos años vista, y entonces caes en la cuenta de que para entonces todas estas máquinas que las carga el diablo ya no servirían de nada. Se tiende a la melancolía porque con los arsenales de algunas banderas hay suficiente material para borrarnos del mapa varias veces, como si fuera posible ser tan masoquista de querer sufrir el exterminio más de una vez.

    Ante este ataque inclemente que recibo en las mañanas mientras leo mi teléfono sentado en la taza, he tomado medidas: entro en todos los portales que proponen recetas culinarias. Así he aprendido que en un arroz con bogavante el protagonista es el crustáceo, –que ahora vienen de Terranova, no confundir con el azulado del Cantábrico—; incluso me han invitado a una cata de aceites virtual y reconociendo el poco rigor de mis papilas digitales, he rehusado la proposición de este agresivo márquetin vanguardista e impersonal. La verdad, no tengo mucha confianza en que mi treta funcione. Los señores de la guerra me quieren, como ese dedo que te apunta desde un cartel que no ha perdido vigencia, y no cesarán de asediarme hasta conseguir que renuncie a descolgarme la etiqueta de victima colateral. De momento han conseguido familiarizarme con acrónimos y modelos de armas, que dejan pequeñas a las de destrucción masiva que aquella vez resultaron falsas. Esta vez, todo aquello que pueda amedrentar se va haciendo familiar. Por ejemplo, sé cuales son las ventajas del caza F-35 frente a los del adversario. No es poco. Como tampoco es baladí el montante económico del mercado de las armas. Es imposible calcular de cuanto hablamos. Renuncio a las cuentas porque se me hacen rosarios y desde luego, si algún padre quiere inculcar a sus hijos una buena manera de ganarse la vida, aquí está la profesión del futuro, incluso del presente, sin ir más lejos. Que la guerra es un negocio no tiene réplica salvo que es muy malo para los que la pierden. Vemos el interés en demostrarnos a nosotros mismos que no estaba todo dicho sobre la capacidad de ser peores que lo peor. El afán de destruirnos es atávico, enfermizo, añadiríamos, porque la crueldad se ha matriculado en la mejor escuela de la maldad y es tiempo de armarse hasta los dientes, por si acaso. En el “por si acaso” se hospedan locura, insania, ambición, desprecio, inmolación, catarsis para empeñarse en destruir para empezar de nuevo. Lo malo es que, jugando a las batallitas, no habrá más que un final apocalíptico, a pesar de que un grupo de elegidos puedan volar largo tiempo sobre la cabeza de los que la perdimos en tierra. Me refiero al avión llamado “del día del juicio final”, estúpido eufemismo del que me vienen informando en esa operación de descerebrarme con todas las opciones posibles para dejar de ser recuerdo por la simple razón de que no quedará nadie para recordarme. Incluso aquellos que tienen entrada de palco en el bunker a prueba de plutonio o asiento en el avión que no tendrá lugar para aterrizar después de todo.

    De momento, desde el bando que se supone ser de los nuestros me enseñan algo de “escudos inquebrantables” en el que se me tranquiliza sobre las defensas de la Armada del imperio hacia Dios. Con esta demostración, no sé de lo que me preocupo. Será por incordiar, pero con esta ración de información me quedo más tranquilo. 

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