Vertebrándonos en los umbrales / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

   Suelo pensar, a rachas, en eso que solemos denominar “el paso del tiempo”. Y que el tiempo pasado, fuera mejor o no, era el tuyo.

    Era tu juventud, ay, y no va a volver. Acaso, quién sabe, uno es un melancólico de mierda. Pero nada de nostálgico, ¡eh!, que eso es pensar que el tiempo pasado siempre fue mejor, maldita sea, y en eso uno no puede estar de acuerdo. Ser melancólico, por el amor de dios, es otra sensación.

   A rachas, también, crece el pleito de entretenimiento sobre si el columnismo ha de ser literario o no. El arriba firmante no concibe otro columnismo que no incluya la manivela del lenguaje, el susto del estilo, el temblor de las palabras, el relámpago sorpresivo, porque lo demás es redacción, notarial o no. Hace dieciséis años dejó de escribir Francisco Umbral, pero sus escritos siguen escribiéndonos. Umbral, sí, al que hoy veo vivo. A fuego lento pero vivo. Y me pongo melancólico, desde luego, pero sin nostalgias ni zarandajas.

   Las columnas de Umbral, otro sordo como Buñuel y Goya, desprendían sus ensoñaciones de paraísos perdibles o perdidos, con una prosa sublime y crepuscular, parecida al viento del desierto. Un escritor imprescindible capaz de aportar carácter y prestigio a una ciudad. Sus textos, ya desde sus días sin escuela, eran implacables, como algún crimen. Fue un forajido con corazón y faenaba en una olivetti mínima que era una ametralladora descarriada que había leído a Ramón Gómez de la Serna. Y a Julio Camba y a César González Ruano, de quienes tenía varios originales en su dacha con gatos.

   Con Umbral me desayunaba un café, siempre solo, cuando las mañanas todavía eran noches, un revulsivo innegociable para lo que quedaba del día. Hoy, sin embargo, ¿quién queda para alegrarme el día? Siempre releo sus libros y columnas para no echarle tanto de menos. Porque, ahora, comprar la prensa es una mierda. Aunque de vez en cuando hay un artículo maravilloso que te reconcilia con el periodismo. Como todo, maldita sea, el periodismo es una mierda en general. Y en la mierda siempre surgen flores.

   Umbral fue el último mohicano del columnismo, una combinación única de aspereza y ternura. Un tipo de un magisterio perfumado. Su columnismo nunca nació de esa erudición artificial que saquea los diccionarios para escribir un artículo que no dice nada. Sus imágenes desbocadas eran un manantial inagotable de paradojas, la retórica de la poética iluminada. Venía de la escuela del hambre y las penurias e iba directo a la posteridad, que quedaba en Majadahonda.

   Y allí se adornaba con mucho menú de frases líricas, porque salía con más vicio de poeta que de gastrónomo. Umbral nunca confundió la literatura con el argumento, acaso porque veía a las personas a través de un monóculo literario, desde la manera de definir la cabeza de Pepe Hierro. O el pincel de Velázquez, con sus luces y meninas. Sus ideas, sus imágenes y hasta sus bofetadas, con cadáveres exquisitos incluidos, llegaban al lector de un modo caliente y viviente, sagaz e inmediato.

   Cronista del Madrid de la Movida -término inventado por él, ojo-, y aficionado a la gente joven y guapa, a la gente que no fuera corriente, como buen dandi, Umbral dio carácter a aquella ciudad moderna y cosmopolita, divertida y atrevida, que no ha sido desde entonces superada. Se pierde la memoria y la historia la acaban escribiendo personas que no vivieron esa época o que lo hicieron de un modo superficial. Ese tipo de plumillas suelen dar una imagen pobre, banal, de ese y de cualquier periodo.

   El gran acierto del autor de ‘Mortal y rosa’ fue la utilización de su llamada Movida como canalizadora de emociones y sintonía. Ese asalto ‘umbraliano’ coincide con una época de esplendor para los quioscos, rebosantes de letra impresa hasta decir basta. La época de mi adolescencia y juventud, decía, en los llamados “años del desmadre”. Y aquellos quioscos de antaño daban fe de ello, porque en sus expositores quedaba reflejado el cambio contracultural. Hoy, maldita sea, los lectores de la cada vez menos adictiva letra impresa han (hemos) sido noqueados. Las batallas que suele la pena pelear son, a menudo, las batallas perdidas.

   El tardofranquismo vio, no sin cierto enfado y preocupación, ese “desmadre”, no solo político, que también, sino de forma radical de los jóvenes de entender el mundo que fue instalándose en la sociedad. La muerte de Franco en 1975 marcó el punto de fuga de esa profunda alteración social, unos cambios vitales y culturales a los que dieron forma literaria, a través del periodismo, individuos de la estatura de Francisco Umbral y unos cuantos más. Y los quioscos apenas tenían espacio con todo ese arsenal de periódicos, revistas y novelas que impregnaron de modernidad a España entera.

   Las publicaciones más vistosas fueron las revistas eróticas, de ‘Interviú’ a ‘Playboy’, pasando por ‘Lib’, ‘Yes’, ‘Clímax’, ‘Macho’, ‘Bazaar’ o ‘Penthouse’, seguidas de las contraculturales, donde comenzaron Alberto Cardín, Jiménez Losantos, Gallardo y Mediavilla y Martí Gómez. Y el cómic ‘underground’ de ‘Ajoblanco’, ‘Star’, ‘El Pollo Urbano’, ‘Disco Express’, ‘La Piraña Divina’, ‘Makoki’ o ‘El Víbora’, el que aunó a la mayoría de los dibujantes jipis, desde Mariscal y Nazario a Ceesepe y Dani Torres.

   También proliferaron, en esos años, las revistas del humor, de la más ‘razonable’ a la bestia o sangrienta, que siguieron la senda de ‘La Codorniz’. Ahí estaban, para corroborarlo, ‘Por Favor’, ‘Hermano Lobo’, ‘El Papus’, ‘Hara Kiri’, ’El Jueves’… Asimismo, los cambios en los gustos literarios se vieron reflejados en dos editoriales: Anagrama, con su colección ‘Contraseñas’, y Tusquets, que de la mano del cineasta Luis García Berlanga inició la moda de la literatura erótica con la colección ‘La Sonrisa Vertical’. Y los quioscos, puntos de referencia y reunión, se frotaban las manos ante tanto surtido y demanda de letra impresa. Eran buenos tiempos para la lírica.

   Hogaño, sin embargo, son cada vez menos los lectores que se acercan por un quiosco para comprar su ejemplar en papel. Un negocio en vías de extinción, si no ya extinto. Los carteles de cierre proliferan por las esquinas de cualquier ciudad. Acaso la puntilla brotó el día en que se autorizó la venta de publicaciones en supermercados. Y las nuevas tecnologías han hecho el resto. Todo se ha convertido en prosa distraída, mientras los quioscos que quedan se pueden contar con los dedos de una oreja.

   Entre la España del “Franco ha muerto” y la España amnésica de la Movida hubo un país con relato oficial -la Transición- y una sociedad indómita que asustaba. Que incomodaba. A la que el poder no se atrevía a mostrar. Acaso Umbral fuera un ácrata y hurgaba en cómo la libertad real fue cercenada en democracia. Una España crispada de ultraderecha, feminismo insatisfecho, tensiones territoriales y violencia en las calles. Con todo y con eso, Umbral iluminó los placeres y los días de esa época de desmadres y movidas, de lujurias y azoteas. Le dio alas, empaque, trascendencia.

   La musicalidad de su prosa escondía una curiosidad de amplio espectro, más próxima a la filosofía en sentido amplio que a la sociología en el estrecho. Y tenía olfato, como buen sordo. Olfato para detectar lo que necesitaba ser pensado, lo que teníamos pendiente de intentar entender y, desde luego, los tópicos emergentes que no podíamos aceptar sin crítica. Y derramaba un talento infinito, por eso le releemos. Por la misma razón que a él le hipnotizaban De la Serna, Camba o Ruano, y los releía para mantener el pulso de la escritura. Sublimes momentos que se tatuaron en su sesera. Al contrario de Azorín, al que menospreciaba, acaso por su melancolía mal entendida, un escritor siempre estremecido por el fluir destructor del tiempo y con la mirada fija de continuo en el pasado.

   Umbral gastó pinta de poetón tísico, a la manera de un quinqui dandi, esto es, y se jugaba el precipicio por la pirueta de algún aforismo. Entrar en una página suya era entrar en una discoteca. Él, que cruzó a Quevedo con el grafiti, alternó a Baudelaire con Pitita. Y fue un apache de lejanías. E hizo escuela y, todavía, le seguimos imitando. El mejor fuego, ya saben, no es el que se enciende rápidamente. Al fin y al cabo, irrumpe en mi animalario ‘columnero’ recordando quiénes somos y de dónde venimos. Y por eso está todavía en los periódicos. Y de sus maneras nutricias hemos venido vertebrándonos todos. O, al menos, todos los que al arriba firmante aún le emocionan. Procede recordarlo. A rachas, con melancolía pero sin nostalgias.

   La nostalgia produce monstruos que la razón no entiende. Hay algo de triste e inquietante en eso de fingir que el tiempo no ha pasado, que el mundo sigue siendo todo él inocencia y que nada se ha ido a la mierda. Ahora que se cumplen dieciséis años de la muerte de Francisco Umbral se echan de menos aquellos escritos de los placeres y los días, del amor y otras soledades. Por lo que sea, esas cosas no vuelven. Ni Umbral tampoco. Será cuestión de acariciar con nostalgia la calavera del tiempo. Dejaré de darle importancia a lo que leo en la prensa, aprenderé a disfrutar de la verdurita hervida y volveré a jugar al futbolín cuando me invada la tentación de pensar que el mundo que conocí y las ilusiones que me llevaron a los desastres de la guerra goyescos o a los combates de los tambores buñuelianos se han ido para siempre.

   Y que las cosas en que creí no están intactas pero son recuperables.

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