Por Paco Bailo
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.
Jorge Manrique, 1480
Pasó la primavera con sus flores y promesas, la más cálida y seca de la serie histórica, el verano con sus cuatro olas de calor, lluvias inusitadas y elecciones de curioso y animado resultado y con el otoño llegó un antipático diagnóstico médico de esos que recuerdan la fecha de caducidad de tu cuerpo. Tras la noticia en un momento se desordenan todas las estanterías y, como en esas imágenes de riadas imprevistas, recuerdos y deseos se arremolinan en un pensamiento desbocado que no hay manera de encauzar con cierta sensatez.
Aunque dentro de lo previsto uno se aferra a que no aparezca esa palabra tabú que congrega todos los temores ahí está haciendo que se detengan planes y rutinas, proyectos y pequeños sueños, esos trucos que nos aportan la seguridad de lo cotidiano, esas estrategias que aportan a la convivencia cierto aire de felicidad.
De repente te preguntas seriamente por lo esencial y lo que hasta ahora invitaba a la pasión en el debate, las voluntarias obligaciones, el orden de tus actividades semanales pasa a un segundo plano sabiendo que lo importante, desatendido a menudo, va por otro lado, está en otra parte. Cada inspiración, cada bocanada de aire cobra otro valor y aparecen en el paisaje del barrio elementos que observo con otra mirada.
Mientras tanto terremotos e inundaciones brindan ocasión a la parca para arrebatar miles de vidas que no tuvieron la ocasión de saber a qué hora llegaba la guadaña. Marruecos, Libia, Grecia. La temperatura del Mediterráneo, tal vez irritado por tanta pérdida humana en sus trayectos migratorios, las deficientes infraestructuras, gobiernos enfrentados, pobreza, intereses, hacen que los silencios de tanto desaparecido clamen justicia y atención.
Por aquí entretanto nos entretiene un asesinato en Tailandia, uno, no los de cincuenta mujeres en nuestro país, una amnistía a unas cuantas personas que no han matado a nadie. No tanto una deuda externa de un billón, con “b”, y medio, de los que 3500 millones debemos a China, ese país que sigue abriendo bazares y bares a cuyas terrazas vamos a debatir sobre esa amnistía y sobre la Romareda o los colores de moda del otoño.
Un otoño de cuya belleza en las hojas de los hayedos me gustaría disfrutar, terapias mediante, aunque no pueda ser por el estimado Pirineo, aunque sólo sea por el parque Bruil. Porque como cantaba Lluis Llach, el “indepe”, “mentre tot això m’arriba… vida, vida”.
Y como “nunca perseguí la gloria, ni dejar en la memoria de los hombres mi canción” que decía don Antonio me aferro a esta frase de Camus: “El otoño es una segunda primavera, donde cada hoja es una flor”. Vivir, aún en las circunstancias más adversas, siempre merece la pena, pensamos los que nos criaron en el nacionalcatolicismo y nos sedujo la vacuna del existencialismo. “La enfermedad es el tirano más temible”, es otra de las citas del nobel argelino, tan enamorado de este país como de María Casares, que en este tiempo me sosiega.
Así que de momento, cuidado por quienes tan bien me quieren, tarareo con la música que Pete Seeger hermosamente le añadió al capítulo tercero del Eclesiastés: “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado”. Salud.