Por Quique Gómez
A lo largo de la historia, las sociedades siempre se han mostrado más tendentes hacia dos posiciones opuestas (ahora llamadas conservadoras o progresistas).
Eran éstas unas visiones que se movían entre el elitismo y lo popular, entre el privilegio y el bien común, entre la distribución de los bienes y el acaparamiento de estos.
Con el advenimiento de la Revolución Francesa y la caída del Antiguo Régimen estas tendencias opuestas se vieron agudizadas.
El marxismo, producto precisamente de esa época, afirmaba que había una mayoría social, los explotados, que nunca se haría con el poder (pudiendo entonces, redistribuir la riqueza y rompiendo con los privilegios de los poderosos), salvo que hiciera una nueva revolución.
Ya no bastaban las tres grandes palabras del republicanismo liberal, había que dar un paso más; y así llegó la segunda gran revolución moderna, la rusa, que duraría poco más de 70 años, y no dejaría demasiado buen sabor de boca ni siquiera entre las masas proletarias supuestamente liberadas por el nuevo sistema político.
En paralelo, y con muchas reticencias, la democracia parlamentaria (que no cuestionaba en absoluto, antes al contrario, el sistema económico capitalista) se iba asentando: primero con sufragios censitarios, exclusivamente masculinos, y segregadores y poco a poco, con el sufragio universal más extenso.
Las élites, como defensoras del orden establecido (económico, moral,l social, geopolítico) tenían mucha prevención ante la respuesta popular a la forma de gestionar conservadora, que es la que ellos preconizan, ya que sabían que la mayoría social era la de los trabajadores. Por definición eso era así y si llegábamos al «un hombre un voto» podían perder siempre la representación política mayoritaria, era simple aritmética.
Volviendo a Marx, el viejo periodista afirmaba que la clase social tenía un componente esencial para serlo: la conciencia de clase. El obrero desclasado sea por manipulación o por conservadurismo moral y social es un votante de derechas.
Objetivamente, vota contra sus propios intereses: la destrucción de lo público (una constante desde la caída del muro y la victoria liberal al final de la guerra fría) es producto de la aceptación, por la mayoría social, de las tesis neoliberales.
Las cuestiones emocionales, nuestros peores defectos personales y prejuicios, se dan rienda suelta ante la urna pues el voto es secreto. Puede más la propaganda sobre los menas, los depredadores sexuales sueltos, los okupas, los inmigrantes delincuentes y esquiroles, el feminazismo o los gays desbocados en un mar de acrónimos ya indescifrables, que la subida de las pensiones, el salario mínimo en alza, la protección a las mujeres, los ERTES, las políticas sociales y los mejores datos de la economía y el paro en años.
La defensa de lo público es menos sonora que los grandes titulares escandalosos enarbolados por una prensa cada vez más desatada al servicio de los poderes reales de la sociedad.
No nos engañemos los votantes de derechas que viven de su trabajo, muchas veces muy mal remunerado, saben perfectamente quién maneja el cotarro: los organismos internacionales (indefectiblemente neoliberales), la banca (que solo socializa las pérdidas), el empresariado avaricioso (que ahora avanza a la conquista de los últimos bastiones públicos), los que controlan la Justicia y el orden público y el armamento, cuyas filas siempre (mande en el poder político quien mande) se escoran hacia el conservadurismo.
No se cuestionan esto, porque el poder político, la representación parlamentaria, es vista como un elemento poco eficaz incapaz de modificar la realidad de la gente por estas vías produciéndose, una cada vez mayor desafección por la política.
Ahí es donde estamos ahora, votando para castigar a quienes no se muestran capaces de mejorar nuestra vida y al hacerlo le facilitamos aún más las cosas a quienes tenían planificado jodernosla del todo.
Es como ver venir el arrecife hacia el casco del barco común en el que vamos todos y saber que el choque es inminente por la pasividad de quienes ya no les importa quien maneje el timón, eso sí, los que han marcado el rumbo están subidos en los botes salvavidas, abriendo el champán y sorbiendo con sus cucharitas el caviar, entusiasmados por el espectáculo que se avecina.
El choque no se ha producido todavía, aunque parece inminente e inevitable.
Ojalá sobrevivamos al naufragio, pero seguro que si llegamos a una isla desierta las condiciones de vida serán mucho más lamentables que ahora.
Al tiempo.…
Coda: valga el símil de los botes salvavidas también para los líderes de los pequeños partidos de izquierdas que se consideran, cada uno de ellos, imprescindible, nunca serán invitados al banquete de los poderosos, y su falta de miras les hará acompañar al resto de la mayoría social en esa isla desierta con, además, el peso de la culpa, de lo que podían haber hecho y no hicieron.