Por Carlos Calvo
Aborrecía Zaragoza. Sí, a veces, solo a veces, la amaba, pero era un amor que todos sentimos hacia esa patria que es nuestra infancia.
El padre del quiosquero odiaba esa Zaragoza gusanera, hipócrita, provinciana, meapilas –en la que hasta las confiterías eran beatas- y recalcitrantemente conservadora. Aquella Zaragoza que, aun travestida de modernismo cosmopolita y colorines, sigue siendo la misma. Que todo cambie para que las cosas sigan igual, que dijo el príncipe siciliano.
Al padre del quiosquero le quise un montón. Fui su hijo adoptivo. Y me enseñó a ser serio sin dejar de reír, a ayudar a los demás sin dejar de bailar, a ser lúcido sin dejar de cantar, a gozar de esta vida única que tenemos, de noche y también de día, apartando a los cenizos, a los pomposos, a los amargados, a los soberbios, a los codiciosos, a los sombríos, a los interesados, a los pelotas, a los abrazafarolas, a los chupópteros, a los lametraserillos, a los estómagos agradecidos, a los rencorosos, a los innecesarios, a los intolerantes, a los malcarados, a los solemnes, a los trágicos, a los hijos de puta. Los que mueven los hilos. Los que se siguen enriqueciendo. Los mismos que siguen viviendo al cabo de la calle. Hasta los mismos apellidos en muchas ocasiones.
El padre del quiosquero se hartó de tener que estar siempre pidiendo disculpas, al día siguiente, un año más tarde, cinco años después, y volver a reiterarlas, siempre, donde quisiera que fuese. No importaba en qué tribuna, en qué foro. Debía dar más pasos. Debía hacer autocrítica. Y el quiosquero de la esquina, ahora, también se harta no porque las disculpas, cuando se yerra, carezcan de sentido, o el movimiento no contribuya, cuando sí ayuda, a descongestionar enredos, sino por la hipócrita insistencia con que exigen pasos y disculpas quienes se mienten al margen de cualquier iniciativa y han hecho, además, del delito, en todas sus formas, oficio y profesión.
Al quiosquero de la esquina le gusta recordar a sus parroquianos aquellos fines de semana que pasaba en la casa familiar del pueblo, con su padre y junto al olivo milenario –de la variedad empeltre, que daba oliva negra-, aquellos veranos silvestres que le marcaron para siempre. Ahora los olivos están abandonados. A los agricultores les cerraron la almazara del pueblo, y no les salía a cuenta llevar las olivas a molturar a otro pueblo. Si abandonas un olivo, se convierte en una especie de arbusto, con muchas ramas que crecen desde la raíz, que le roban energía para dar el fruto apetecido.
El padre del quiosquero decía que lo importante es entender que el olivo no es nuestro, es de la vida, de la tierra, de la humanidad. Por desgracia, muchos olivos han sido arrancados y vendidos a aristócratas del crimen y corporaciones que los usan como ornamento para sus jardines y patios. Un caso así relata la película ‘El olivo’, de Icíar Bollaín, la musa de Borau: un hombre acuciado por la crisis vende a una empresa alemana el olivo milenario que su padre adora. El abuelo se hunde y la nieta decide organizar un comando para rescatarlo…
Antes de ir a la cama, el padre del quiosquero colocaba un melón en un cubo de estaño, que bajaba lentamente hacia el fondo del pozo, oscuro y tenebroso, para que se enfriara durante toda la noche. Mientras ataba la cuerda para estabilizar el cubo, él miraba hacia abajo. El agujero negro le subyugaba. Su padre explicaba que era fácil ahogarse, que conocía a un tipo que murió en un pozo. Dejó caer unas cuantas piedras. Le intrigaba saber qué había en el fondo de un pozo. Si el cofre de un tesoro o la muñeca perdida de su hermana. ¿Y si el hombre que murió hubiera estirado su brazo para arrastrarle hasta el fondo? Oscilando entre el agua negra, brillaba la luna. Poco después, mojando las sábanas con un sudor oloroso de vinagre, dormía. Siempre que puede, ahora que es adulto, al quiosquero le gusta recordar el relato del cubo y el melón y el pozo y los agujeros negros, como un sueño digno del mejor Buñuel. El padre del quiosquero tendría hoy cien años
Y el quiosquero celebra esta centuria, en medio de un silencio tenso y colérico, a punto de estallar. En el quiosco ha preparado botellas de champán para sus clientes. Champán para todos. Como le gustaría a cualquier niño gusano. Pero a veces, solo a veces, no siente más que la necesidad de salir pitando y no regresar jamás. No obstante, como cada noche, el quiosquero siempre vuelve al lugar del crimen. Y le quita a su hija los mocos. Y le seca las lágrimas. El padre del quiosquero, maldita sea, nunca volvió para conocer a esa niña. Solo se vive una vez.
Al final de la escapada, el quiosquero sospecha días de lluvia y que el sol que amanezca no nos halle dormidos, y también algunas risas, ni tantas para aturdirnos ni tontas como para perdernos. Y habrá de vez en cuando –o de cuando en vez- luna llena, y pozo oscuro y tenebroso donde se refleje, así le guste al cielo o le disguste, y una ventana azul y un árbol viejo.