Por Paco Bailo
Aunque llover no llueve,
crece la angustia y la ansiedad.
Hay buena cosecha de depresión
por todo el litoral.
También crece el ruido en la ciudad,
al termómetro de los decibelios
se le sale el mercurio.
De “Sola en la sala”
Gloria Fuertes, 1973
Gran parte del riachuelo son piedras, cantos rodados, repulidos guijarros, hermanos pequeños de los que aún sujetan la ruina de tanto castillo e iglesia medieval, contra las que pelea el agua embravecida y no sé si la espuma mana de las heridas infligidas a las orillas o a las mismas rocas que impertérritas resisten en su antiguo y acosado emplazamiento aunque pocos metros más abajo se embalsa convirtiéndose en espejo que inmaculado, salvo alguna brisa juguetona, me muestra el catálogo de nubes y algunas rapaces de regreso al roquedal.
Ese jocoso y desinteresado despeñarse abrazando cada piedra del cauce y envolviendo con su burbujeo sus cinturas me hipnotiza tanto como las pavesas brincando del crepitar de una hoguera, saltando entre los troncos chamuscados para tapizar un mosaico de cenizas.
En ese estado anestesiado de letargo, entre espadañas, juncos y cañas, frente a la espejada lámina embalsada, algas despeinadas y musgos despreocupados me recuerdan otros paseos algo más ruidosos por el barrio donde han ido apareciendo últimamente algunos locales “transparentes”: gimnasios acristalados en los que gente camina sin avanzar o, cual émulos de Atlas, arrostran pesadas cargas, academias de inglés que muestran al paseante mudas conversaciones, antesalas de dentistas con relajantes colores que no disimulan algunos nervios de los pacientes, peluquerías y establecimientos de manicura con más ofertas que la paleta de un arco iris.
Una tormenta a lo lejos me despereza y algunas gotas de lluvia se unen a las del río abrillantando los verdes de las riberas y oscureciendo los azules de las nubes que van palideciendo mientras los pájaros se han ido a sus camerinos a repasar algunas partituras. Busco cobijo bajo los aleros de una borda como aconsejaba Dylan en su “Shelter from the storm” hace casi cincuenta años emulando a Yeats.
Evoco entre la llovizna unas palabras de Peter Handke: “Vivo de aquello que los otros no saben de mí”. A lo que el filósofo de moda Byung-Chul Han ha añadido una dura crítica sobre lo que denomina “el valor de exposición” en la sociedad actual: “El imperativo de la transparencia hace sospechoso todo lo que no se somete a la visibilidad actual. En eso consiste su violencia”. Tras las advertencias de Foucault sobre el panóptico (construcción en la que todo el interior se observa desde un único punto: prisión, aula, fábrica) hemos conseguido edificar el panóptico digital, la vigilancia a través de la transparencia a la que nos exponen no sólo este tipo de locales sino las redes sociales, como el espionaje masivo de las agencias de inteligencia denunciado por Snowden hace diez años. Anda que no sabía Orwell.
“El poder de la transparencia empobrece, dice el filósofo, porque a través de la comunicación y la información impone un lenguaje sin misterio ni ambigüedad. La distancia y el pudor pierden su antigua relevancia cultural como elementos de la vida, la contemplación estética, la seducción. La sociedad expuesta es una sociedad pornográfica.” Tanta transparencia nos impone una “tiranía de la visibilidad” en la que todo debe estar al descubierto y lo que no se ve se vuelve sospechoso. Tal vez el miedo y la soledad tengan algo que ver en estas lides, andan poniendo sus cepos y nos hacen creer que la pantalla del móvil nos vacunará.
No he tenido que esquivar a ningún viandante por este sendero del Pirineo a causa de su embobamiento o embeleso abducido ante su pantallita, ejercicio que ya es cotidiano en mi vagabundear por la ciudad. Es casi imposible pensar ante el cúmulo de imágenes, murmullos, figuritas, mentiras, ruidos y memeces que llegan a ese aparato en demasía. No me sorprende que ante esa carencia de discurso propio se nos oriente, gobierne, esquilme, despiste y atonte. En este enjambre digital no estaría de más ir buscando los puntos ciegos, esos que escapan a la vigilancia y en los que suele abundar la risa sana, el café o el vino, la charla sincera y amigable, la amable vecindad, la fraternidad que nos edifica un poco más cada día.