Entre la tradición y el futuro, China / Gonzalo del Campo


Por Gonzalo del Campo Antolín

    Hasta hoy no tenido la oportunidad de viajar a China. Durante décadas ese país fue un destino  para el que había un férreo control sobre el viajero.

   Nadie podía moverse por su cuenta, sin tener cerca a alguien que controlaba sus pasos. No sé hasta qué punto habrá cambiado esa forma de vigilancia de los foráneos. Recuerdo en Marruecos, hace ya muchos años, en los ochenta,  en que los marroquíes eran reacios a hablar sobre temas sensibles como el del Sáhara, con extranjeros. Parece que desconfiaban de que cualquier policía de paisano pudiera sospechar que los temas de conversación entre autóctonos y foráneos derivasen hacia críticas a la monarquía, a la situación social o al dominio territorial que Marruecos ejercía sobre su vecino del sur. Esto obligaba a ir separados por la calle y hacer ver que el encuentro fuera en un bar o en alguna cafetería de la “zona europea”, para no levantar sospechas. Eso cuando Marruecos ya era un importante destino turístico en lugares como Fes o Marraquech.

   China se abre lentamente al resto del mundo, pero conservando peculiaridades como la de compartir un gobierno que desea seguir conservando un férreo control sobre la información a la que pueden acceder los ciudadanos chinos a través de internet  o manejar los movimientos internos de población según convenga en cada momento.

   Leí una noticia en la que se decía que gran parte de la población rural desplazada a Pekín para poner en pie las infraestructuras de las Olimpiadas, era obligada tiempo después a volver a sus lugares de origen, cuando mucho de ellos llevaban años viviendo en la capital.

   La historia de China siempre me ha resultado atractiva, no solo por las dimensiones de sus grandes obras, empezando por la Muralla China, que recorre miles de kilómetros del norte del país, siguiendo por hallazgos arqueológicos como los miles de soldados de terracota de la tumba del emperador Quin Shi Huang y añadiendo la construcción hace pocos años de la mayor obra hidráulica del mundo, la presa de las Tres Gargantas.  De China proceden inventos tan útiles como la fabricación de la seda, que tanto tiempo tardó occidente en desvelar, el papel, la pólvora, la brújula. En el siglo XV, durante la Dinastía Ming, “mediante un edicto imperial se prohibieron, a partir de 1433, las expediciones de larga distancia y la construcción de barcos para la navegación oceánica. El resultado fue que, en pleno apogeo de la navegación china, ésta se vio reducida a la navegación fluvial continental, cerrándose a las oportunidades ofrecidas por la navegación ultramarina”. China vivió una larga época de decadencia comercial frente a una afirmación del poder central y burocrático, hasta la muerte de la última emperatriz. Desde entonces los cambios políticos se sucedieron de manera traumática, la República, la larga Guerra Civil que acabó, tras la Segunda Guerra Mundial, con la subida al poder de Mao, alguien que se proclamaba marxista,  en cuyo mandato hubo periodos durísimos de hambruna, a fines de los cincuenta y de represión, durante la Revolución Cultural de los sesenta.  A su muerte, los sucesivos gobiernos chinos combinaron la entrada progresiva en una economía capitalista, con la preservación  de un sistema político comunista, que conservase el control ideológico de los medios de comunicación, la educación y también las redes sociales. Es un país que mantiene la pena de muerte, una industrialización acelerada que provoca un alto grado de contaminación y que se enfrenta al reto de controlar su numerosísima población. Además de eso, ha asumido el papel de sustituto de los países colonizadores en África, donde sus empresas y trabajadores  construyen infraestructuras, reconstruyen ciudades destruidas por las guerras y compran el petróleo y el gas, tan necesarios para que China siga su imparable desarrollo industrial. También China está intentando resucitar la idea de una ruta de la Seda que vuelva a unir Europa con el Extremo Oriente a través de trenes de alta velocidad que surquen Eurasia de extremo a extremo.

    La nueva China está encerrada en esta  imagen de color apocalíptico, donde un sol engullido por nubes densas de contaminación, apenas se abre paso entre rascacielos futuristas de Sanghai. Son más estáticos que las figuras a contraluz de chinos urbanitas que practican taichí, antes de, seguramente, adentrarse en la vorágine de un día cualquiera de trabajo, en el que la tradición es como su reflejo en el charco, la ilusión de un tiempo pasado, en que todo sucedía lentamente y nada urgía a abandonar el campo y adentrarse en el corazón de las urbes para encontrar un hueco, para dejar atrás la pobreza inamovible de la aldea, la autoridad paterna y ancestral que siempre prefirió los hijos a las hijas. De tanto ser así, la soltería de los hombres se ha convertido en un problema  y la falta de mujeres es el resultado de una fatal costumbre que despreció a quienes hay echan en falta.

   China se ve hoy a caballo entre un pasado que Occidente intentó dejar atrás hace ya tiempo, aunque no lo consiga del todo. La era del petróleo y de las energías sucias no acaba de dejar paso al futuro de energías limpias, menos contaminantes.  China, para desgracia de todos, tiene aún mucho carbón por quemar (Europa ya quemó el suyo), mucho petróleo por extraer, de África, de Asia, de Sudamérica y también intenta ponerse a la cabeza en las demás energías. Una y otra cosa, cada vez serán menos compatibles. Mientras tanto China seguirá siendo el gran almacén del mundo, donde sus gentes aspiran a consumir como se hace en Occidente y a un estado de bienestar parecido al que aquí tenemos. Es legítimo quererlo, otra cosa es que tanto ellos como nosotros debamos renunciar a un ritmo de consumo cada vez mayor.

   La insostenibilidad del planeta no es una teoría, es ya una evidencia y lo que haga China será, sin duda, clave para que el futuro no se convierta en un acelerado apocalipsis. Lo malo es que China está aún a medio camino de conseguir aquello, de lo que en algunos países de Occidente parecen estar de vuelta. Que se lo digan si no a Rajoy, que parece tomar como modelo a la precaria China de hace tiempo, con sus sueldos de miseria y un bienestar cada vez más acosado por los recortes y las privatizaciones. En China hay margen para la esperanza, en España, sin embrago, vamos camino de tocar fondo siguiendo los pasos de una China que, casi, está en vías de desaparecer.

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