También son humanos / Daniel Arana


Por Daniel Arana

    La exalcaldesa de la mayor ciudad española robó al pobre para dárselo al rico, buitres incluidos. El antiguo tesorero del partido más corrupto del país se niega a contestar a nada de lo que los portavoces parlamentarios –los que portan la voz, no necesariamente la inteligencia- le preguntan.

    Dimite un fiscal que, en lugar de luchar contra la corrupción, se refocila con ella, lúbrico él hasta el hartazgo. Arden bosques, un año más, en cuyo suelo negro como el tizón los cuervos de las constructoras edificarán más adelante. Un partido político, con más sombras que luces, decide que, en lugar de condenar el típico golpe de estado de un tiranillo bananero al otro lado del charco, conviene organizar con fastos un acto de apoyo a tal maniobra represiva y criminal en una ciudad de provincias donde, por suerte o por azar, vive quien esto suscribe. Quizás es que a la izquierda le cuesta desde el torvo Lenin condenar las tiranías y a la derecha le pierde su perenne e inmarchitable vulgaridad y su falta de ética.

    Pero el problema de la política, a izquierda y derecha –sea lo que sea lo que esto significa ya- no es la política. Proliferan quienes se arman de unos conocimientos que nadie sabe de dónde vienen y se postulan a un lado o al otro del espectro (fantasma lívido, diría yo a estas alturas), los del sí pero no y el no aunque tal vez. Pero no leo a ningún sumo sacerdote de eso tan extraño llamado politología asumir una verdad. Una que es pequeña, pero no por ello menos cierta: el político, tal y como lo entendemos hoy, no tiene ni idea de cómo dominar voluntad ni instintos.

   Eso explicaría –por evitarme pensar en que son, en el mejor de los casos, mentirosos compulsivos- su impertinencia, sus aburridos eslóganes y su enfermiza verborrea. Para quien, como este servidor, se desvive por la poesía y el silencio, todo este ruido y esta parafernalia resultan tan nocivos como nefastos.

   Es verdad que ni Maquiavelo ni Montesquieu fallaban en esto. El instinto malvado en el hombre –y la mujer, je m’excuse- es más poderoso que el bueno. Así las cosas, experimentamos mucha más atracción por el mal que por el bien. O dicho de otra forma, el temor y la fuerza imperan por encima de la razón. El político, aunque nos parezca lo contrario en ocasiones, es también humano. Sólo que, dado que legisla parte de las vidas del resto, ser conscientes de que casi todos estarían dispuestos a sacrificar los derechos de los otros por su propio interés, se siente como algo terrible.

   Diríase que el aciago dilema capitalismo-socialismo, aun cuando se trata de dos perversas caras de la misma moneda, ha ido desapareciendo. Y es que la política también es cuestión de modas, pero yo no concibo a un adolescente que no sea comunista y me resulta un tanto penoso que lo sea un adulto maduro. Hago un esfuerzo mental y me encuentro con que el dilema antedicho ya no existe, o existe en livianos ejemplos de irrealidad: toda esta sismografía de la vida política nos ha despoblado de lo humano.

   Nos despobla y margina, como si se hiciera todavía más patente que son sus claúsulas, caóticas y serviles hacia quien menos lo merece, las que nos conducen directos al fracaso y a la ruina. De la terca retórica marxista a la psicodelia neoliberal hay tan sólo un paso. Un paso en el que defenestrar la socialdemocracia se convierte en infausto regocijo y solvente negocio. Desisto de hacer literatura sobre esto, pero a veces pienso si tanto se equivocaba el individualista Rivarol al afirmar que el pueblo es un soberano que sólo pide comer, y que está tranquilo cuando digiere

   Todo este desordenado naufragio no sólo no llena vacíos sino que duplica el tedio. Pero son humanos, créanme que lo son. No sólo humano, sino de tamaña mediocridad y mendacidad que a veces –sólo a veces- resultan divertidos. Por eso conviene no perder el timón de la realidad, aunque sea tan conservador afirmar que la realidad es tal como es. Tan conservador que parece revolucionario dicho hoy día.

   Será, pues, más descansado nadar contracorriente, aunque no malgastaré más su tiempo ni el mío, lector, en aconsejarle a usted que haga lo mismo. Tampoco lo contrario.

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