Por Eugenio Mateo
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El concepto utópico de una sociedad más justa tiene la limitación de la presunta imposibilidad. — ¿Es acaso inútil, pues, mantenerlo? — La utopía es un resorte que el ser humano usa para esquivar el amargo hallazgo que a diario la realidad impone, y cobra sentido, más que nunca, el refugio del espíritu al amparo intangible de los sueños.
Apelar a lo imposible es justo un sentimiento de valentía, el valor no deja de ser una enajenación transitoria y la dosis justa de locura nos hace diferentes, a la vez inteligentes para no engañarnos del todo, sensibles ante nuestra incapacidad, capaces de soñar despiertos, alertas ante todo lo posible.
A veces nos parece rozar la utopía, aunque hacerlo la convierta en doméstica. Aspiraciones que pueden parecer cotidianas y que sin embargo exigen de sacrificio, como por ejemplo llegar a fin de mes y no morir en el intento, necesitan creer en la posibilidad de un cambio de las cosas porque la esperanza tiene mucho de utopía. Una posibilidad es dejarse llevar por el subjetivismo, de tal manera que todo dependa de lo que depende y la utopía pudiera regularse a voluntad y según las circunstancias, que subjetivamente irían desde el conformismo hasta la rebeldía en un intento de actitud bipolar.
Existen, sin embargo, tantas utopías como seres utópicos. Aún, la utopía global es una amalgama de las individuales, y cada abandono, cada desencanto, restan épica al supremo gesto de lo imposible, hecho realidad por aquellos que nunca renunciaron y gracias a los cuales el mundo se sigue inventando a sí mismo. Un mundo sin utópicos no merece la pena. Es inimaginable una población sin sueños, o de soñadores con apnea que no recuerden lo soñado. Toca reivindicar la utopía como consigna para seguir viviendo por encima de nuestra insignificancia, sólo así puede entenderse cómo la viven los que cruzan el mar tras la Amauroto de la que escribiera Tomás Moro.
Hay teorías como la de Karl Popper que previenen sobre la utopía de Platón vinculándola al totalitarismo de una sociedad jerarquizada a la manera de lo que describió en “La República”. Cierto es que el actual sistema de poder recuerda mucho al planteado por el sabio griego, pero la distopía refleja una sociedad futura moralmente alienada, de la que ya hablaron Husley, Orwell o Bradbury y puede que sea lo que nos espera si el antónimo de la utopía consigue involucrarnos. ¿Debe esto considerarse como una “balcanización” de lo imaginario? ¿Es la utopía de izquierdas o derechas? ¿Se idealiza de manera distinta por cada clase social? A los nuevos parias de la tierra no les queda más remedio que creer en ella, aunque sólo sea un poco. A los poderosos de este mundo no les queda otra que recordar que su éxito depende de lo ocupados que anden aquellos buscando el rastro perdido de sus quimeras. El marxismo como filosofía preconizó una utopía a la que el materialismo redujo a ideología y el capitalismo quiso hacernos adictos al consumo desaforado de placebos en la más pura línea de la distopía. La utopía de los trabajadores no debe ser igual que la de los patronos. Poder cubrir los gastos de una vida asalariada cobra capital importancia en estos momentos tan difíciles. Tener salud y un trabajo digno sería pedir poco, pero se ajusta a la teoría de la utopía posible. — ¿Nos dejan las circunstancias pedir más? — No es una renuncia lo que se nos propone, es un desahucio en toda regla de los zaguanes de la mente, de modo que se busca un mundo plano en el que no quepan conjeturas.
Nos agarramos a un holograma. La utopía es incierta, la realidad también. A la incertidumbre se le puede considerar como un equilibrio metafórico entre lo material y la conjetura que no acaba de encontrar el fiel de la balanza. En la leva de la vida hay de todo: afectos, confiados, iluminados, ofendidos, desengañados, supervivientes y malvados; en la voluntariedad por lo imposible no importa que nadie hubiera contado nunca sobre sus efectos, porque son voluntarios sin etiqueta. Cruzar la frontera de las certezas es una meta a descubrir en la que incluso el riesgo al fracaso merece la pena. Imaginar lo imposible es el último recurso en la jugada, el todo o nada de los designios nunca revelados, el cara o cruz de poder ser más allá de lo que ya somos.