Adelante Sucesiones / José Luis Bermejo

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Por José Bermejo Latre
Profesor de Derecho Administrativo de la Universidad de Zaragoza

    El impuesto de sucesiones es un tributo histórico (anterior al IRPF, bajo la denominación de “derechos reales” que conocieron nuestros abuelos) que, como cualquier otro, grava la generación, adquisición o manifestación de riqueza.

   El impuesto es esencialmente justo, aunque su diseño interno pueda conducir a ineficiencias y hasta a situaciones confiscatorias: ello es así en la medida en que, como denuncia la plataforma ciudadana “Stop Sucesiones”, más de 6.300 personas renuncian anualmente a sus herencias en Aragón al no poder afrontar su pago. Quienes heredan un patrimonio inmobiliario relativamente ilíquido y fiscalmente sobrevalorado se ven obligados a rechazar esa riqueza que, paradójicamente, les supone incurrir en una pérdida económica.

   A esta circunstancia, propia de un mercado inmobiliario en la era de la “postcrisis” se une la dimensión autonómica del impuesto, el cual es un tributo estatal cedido a las Comunidades Autónomas. Que cada Comunidad mantenga un tipo de gravamen diferente es consecuente con el relativo federalismo fiscal característico de nuestro país, de resultas del cual las ostentan la llamada “corresponsabilidad fiscal”, algo tan bien ponderado por la ciencia hacendística y por el discurso oficial.

   Ningún tributo se paga con gusto, y los lamentos de los más de 46.000 firmantes contra este impuesto son comprensibles, pero inaceptables. La plataforma “Stop Sucesiones” deplora que frente al 34% de tipo máximo en España, la media en los países de la OCDE está en el 15%, y que otros países (Nueva Zelanda, Canadá, Austria y Suecia) han renunciado a su cobro en los últimos años. Ello no justifica que España deba seguir esta senda, pues nuestro esquema fiscal depende de nuestra hechura y de nuestras particulares circunstancias económicas y financieras. La comparación selectiva es un recurso apetecible, pero los hechos y las cifras son tozudos, y revelan que la presión fiscal en España (la suma de impuestos y contribuciones sociales en relación con el PIB) está en torno al 35%, casi siete puntos por debajo de la media de la eurozona. Es posible que para muchos contribuyentes España sea un infierno fiscal, pero no es el peor de los posibles.

   La legislación de este impuesto obliga a tributar por la adquisición de riqueza de modo gratuito (se reciben bienes y derechos por la mera vinculación familiar), con mayor razón que la legislación del impuesto más reconocible entre nosotros (el IRPF) obliga a tributar por la adquisición de riqueza de modo oneroso (se recibe un salario por trabajar). La pretendida excusa de que “ya se tributó en vida” por lo heredado no sirve, pues quienes tributan son las personas y no las cosas, y aquel contribuyente ya cumplió. El nuevo propietario se enriquece de la nada, y en ese mismo momento nacen sus obligaciones para con la sociedad.

     Tras afirmar la legitimidad del impuesto, y solo a partir de aquí, podemos discutir los aspectos internos de su diseño. La supresión del impuesto es posible, y también su reformulación mediante bonificaciones y exenciones. Pero los principios económicos y financieros universales no quedan por ello alterados: “una mayor riqueza individual obliga a tributar más, una mayor pobreza colectiva requiere que se tribute más”. Los ingresos fiscales que se pierdan por este concepto deberán recrearse por algún otro, pues nada es gratis.

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