Así es como acaba el mundo / Daniel Arana


Por Daniel Arana

   Era el vate T.S. Eliot quien decía, al final de su poema «Los Hombres Huecos», que el mundo terminaba no con una explosión, sino con un gañido.   Parece ser que con un suspiro, según los doctísimos charlistas políticos, terminaron las elecciones francesas. Desarmada y cautiva la derecha radical, todo duerme el sueño de los justos. Un joven ex banquero, tiburón de las finanzas, ha hecho que las bolsas -ya se sabe, el gobierno real de todos los países europeos- respiren tranquilas y no se produzca el temido estallo de los absolutismos.

   Mal está el mundo en estos tiempos de indigencia, que diría Hölderlin. Y digo bien cuando digo mal, porque si la salida a la impresentable y vulgar señora Le Pen es este apolíneo cabecilla de saqueadores que hace voto de calma, significa que la muerte de las ideologías sigue siendo un fenómeno alarmante.

   Las fuerzas más «progresistas» se apresuraron a decir que ni uno ni otro, ni todo lo contrario -en el mejor de los casos, porque en el peor, como en Francia y la propia España, se produjo un descafeinado apoyo de los comunistas a la candidata ultra– y los neoliberales ciñeron al muchacho que se sabía ganador desde el principio. Así triunfan, claro está, el sistema y de la técnica.

    Por otra parte, ¿cómo siguen las cosas en nuestra patria? Los titulares son, por primera vez en mucho tiempo, para el PSOE y no para los cismáticos cleptómanos del govern catalán ni la asfixiante corrupción gubernamental. Tras el golpe de estado interno, los enconados debates de campaña y el cisco por ver quién era más de puño y quién de rosa, finalmente Pedro Sánchez -aquel hombre en principio nada brillante, mas luego erigido en mártir por los ataques de la infame vieja guardia del partido- se ha hecho con el poder, electo por una militancia hastiada ya de inmovilismo.

  Aquel partido que daba -por cierto, con la inestimable ayuda de la estaliniana caterva liderada por Iglesias y Montero- el poder a Mariano Rajoy y sus corruptos acólitos.

   No quiero olvidarme: el pasado mes acusaba de populismo, en este mismo medio, a los representantes políticos y algunos quisieron ver pesimismo en mis palabras. Llegados a este punto, el que suscribe, nacido in medias res de la caída del totalitarismo comunista y la venida del neoliberalismo como sucedáneo, reconoce hacer gala de una obvia desesperanza.

  Y es que así las cosas, resulta tan palmario como lamentable ver que nuestros políticos siguen preocupados sólo por ellos mismos y sus negocios, y no por el ciudadano que continúa –cándido él- creyendo en la posibilidad de un país mejor. Ardua tarea confiar la estabilidad y las libertades a quienes, como diría Montale, se afanan en empeorarlas.

   Acaba el mundo con un gañido y también con un estupor supremo. Si no, a los hechos remítome. Echen un vistazo a la ruinosa Europa. Cualquiera diría que estamos en plena posguerra, con Hitler y Mussolini derrotados, previa reconstrucción. A los principales causantes de la crisis se les ha rescatado -horroroso término para lo que yo he convenido en denominar robo a mano armada- con el dinero de todos y sin embargo, pronto acabaron las protestas.

   Claro que las promesas del insufrible moralismo utópico de la izquierda tienen parte de culpa. Querer construir una vida social de nueva planta conduce a borrar la memoria colectiva y ese optimismo nos limita, como humanos, en su propio dislate. Por otro lado, la mediocridad de los conservadores –jóvenes y añejos- tampoco conoce límites, transformados por la imposible liga entre latrocinio y estado. En nuestro país, desde el final de la Guerra Civil, hay muchos que siguen leyendo las cosas del revés, con desidia y obcecación.

   Que la fuerza de una comunidad como la europea resida en políticas de austeridad -de manifiesto empobrecimiento, prefiero llamarlas yo-, del olvido de los imprescindibles Keynes y Montesquieu y de bronceados millonarios que sólo sirven para frenar el ascenso de los radicalismos, da para muchos gañidos.

    Menos mal que el lúcido T.S. Eliot ya no está entre nosotros para ver tamaña debacle.

P.S.: Cuando concluyo estas líneas, el mundo perpetúa su deriva, ensangrentado por el terrible crimen de Manchester, en el que un psicópata suicida se ha cobrado las vidas de veintidós personas, dejando heridas a cincuenta y nueve. A ellas y sus familiares van dedicados mis pensamientos y mi cariño. 

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