Prostituirse con la injuria artística / Carlos Calvo

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Por Carlos Calvo

    Nos movemos entre esas grandes corrientes de presupuestos sociales que van desde aquellos que dicen que acudir a las exposiciones es alimentar el espíritu y entre los que consideran el hecho en sí como algo totalmente innecesario y síntoma de una mentalidad pequeño-burguesa. Probablemente, y sin ser del todo conscientes, estamos acostumbrados a ser consumidores teledirigidos que acudimos a los citados lugares a contemplar la exclusividad de la obra artística que ha conseguido la categoría de lo consumible y lo pagable.

    La verdadera cuestión es saber dónde, cuándo y quién hace arte y si tan solo es arte aquello que las políticas culturales públicas han determinado encasillar en los lugares establecidos. Esto es, el establecimiento de las reglas culturales lo dispone la política consitorial, autonómica o central, atribuyéndose así la capacidad de determinar cuál es la cultura oficial y cuál la marginal. Parece claro que la oficial es aquella que consumimos con cara de solemnidad y que a la democracia de mercado le interesa mercantilizar en las galerías. La marginal, para qué engañarnos, es aquella que no tiene el reconocimiento oficial, ya que en muchos casos lo desafía, y que, no obstante, emana de cada poro de la piel de muchas personas que entienden el hecho creativo como una gran fuerza que les impulsa a comunicar cosas.

    Deberíamos devolver a la cultura su capacidad desestabilizadora y problematizadora, y también la capacidad de ser responsable única ante sí misma. El escritor Ricardo Menéndez Salmón, siempre tan perspicaz, va más lejos y se interroga si es posible concebir un arte con una vocación de posteridad. Es una pregunta que el arte no se había hecho hasta ahora. Hay que asumir que el arte es serio y debe indagar las partes oscuras de nuestra historia reciente. La dura experiencia del siglo veinte entierra la banalidad del arte, contrariamente a la que muchos defienden. Tal vez en la pasada centuria se hurtó el debate sobre el papel del artista. Y luego están los medios de comunicación, que no consideran a los creadores –de la disciplina que sean- autorizados, salvo, claro está, para las necrológicas. Y pocas veces, por no decir ninguna, para hablar de los grandes debates de la sociedad.

    Aquí, en Zaragoza, y a lo largo del pasado mes de marzo, Daniel Clemente –artista conocido como Franco Deterioro- hizo de comisario en un ciclo cultural bautizado como ‘Putearte’, una propuesta que, al parecer, tendrá una posible continuidad en el futuro. Todo empezó con la definición del diccionario de la academia de la lengua española respecto al término putear, que es, explica el impulsor, “prostituirse, tanto física como intelectualmente: injuriar, maltratar a alguien y putearse a uno mismo”. Y qué mejor que, junto a la exposición de una veintena de creadores plásticos, obsequiarnos con la ‘performance’ del grupo de acción Zalamera Cámara, la intervención sonora de Antuán Duchamp, el humor acaso prostituido de Jaime Ocaña o el canto de ultratumba de Gustavo Giménez Laguardia. Del susurro al grito. Del bebé a la bestia.

    La mejor pieza de la muestra plástica la ofreció Alfonso Val Ortego, una pequeña joya dibujada a la manera del arte postal nipón de entresiglos (diecinueve y veinte). La idiosincrasia japonesa es un jardín cerrado para muchos. Su atractiva pulcritud pareciera dulcificar su accesibilidad, pero nada es lo que parece. Val Ortego y su cultura del trazo homenajea las fotografías coloreadas, dibujos y ‘kakemonos’ realizados a partir de 1859, cuando el puerto de Yokohama se abre al comercio internacional y se constituye en puerta de entrada de influencias extranjeras. Esta apertura coincide con la restauración Meiji, que va a ser decisiva en la vida japonesa. Atraídos por lo exótico, comerciantes, artistas y fotógrafos se instalarán en Japón, y exportarán, fascinados, una estética que dará lugar al japonismo.

    Con este universo plástico sobre papel, que evidencia una técnica exquisita y una cultura diferente, Val Ortego demuestra que el dibujo es, quizás, la escuela de la mirada. Dibujar es, así, no solo saber ver, sino ejecutar, hacer ver, en suma. Lo que no es lo mismo. Porque el dibujo, para el zaragozano, es la sustantivación gráfica de la estructura oculta y formal de decisivos motivos reales o ilusorios que le intrigan. Por supuesto, también resultaron intrigantes el resto de participantes, con sus luces y sombras, sus silencios, esa aventura de recorrer la experiencia del límite que acompaña siempre la condición humana. Unos descalificando a críticos y eruditos, otros guiñando el ojo a cualquier ventana cinéfila e indiscreta, los más acercándose al motivo conceptual tan recurrente en el universo del malditismo. De Miguel Ángel Yus a Sergio Abraín, pasando por Miguel Ángel Gil o José Azul. O Nemesio Mata y el propio Franco Deterioro, responsables de este muro de ilusiones que el arte puede ofrecernos.

    No hay peor naufragio que una clase a la deriva. No hay mayor tristeza que la silueta de un profesor vencido por la rutina. La presente recesión socioeconómica está propiciando una cultura alternativa a la oficial, ajena a los dictados reglados, en la que confunden sus rasgos teorías conspirativas, cultos, sectas, magia, comunas. El circuito de museos, galerías, crítica y mercado son cómplices de una historia que convierte el arte en un componente más del sistema de intercambio simbólico que caracteriza a las sociedades posindustriales. Hay confusión. Y se extiende la idea de que aquello que ven muchos es bueno a ultranza. No siempre es así. No hay elementos de juicio, ni valoración. Falta criterio y rango y verdadera apreciación. La libertad es sagrada, sí, pero no se puede dejar todo en manos de la dictadura de la opinión.

    Unos y otros encuentran en el arte la forma y discurso de un nuevo modo de pensar y de imaginar el futuro, pensado como tótem sacrificial de un tiempo víctima de sus propias contradicciones. No deja de ser chocante ver unas obras que desde Paco García Barcos a Elvira Lozano, de Helena Santolaya a Jesús Llaría, señalan el silencio detenido de un espacio abierto pero suspendido. O ese duelo que desciende por la pieza de Carlos Soriano como ritual de la memoria de la desaparición, llorada por Gofer y Chipriana. O desde la dramaturgia de Tamoa y Kal-litos, o en las imágenes de Pepe Morellón, o desde la soledad de José Luis Gamboa. Todas ellas arrastradas unas veces a la clausura de la propuesta de Charo de la Varga, los gestos deformes de Sandra Santana o el espacio virtual de un acontecer permanente en la obra de Alberto Ibáñez.

    Lo visible es mucho más profundo que lo que vemos. Lo visible se nutre de la certeza y el engaño que arrastra el registro visual, y se fragua no en el ojo, sino en zonas todavía misteriosas de la memoria. Solo así se provoca la emoción, sin la cual la obra de creación, específica y frágil, no existe. Estos creadores plásticos, muy dispares y sin relación directa –solo, tal vez, la amistad-, plasman una búsqueda desaforada, una sensación vecina, a veces vacua, a veces disparatada, embalados en un viaje de no retorno, siempre de frente, cuyo único destino obligatorio es ser felices, aunque sea tomando atajos, con efectos secundarios, al tiempo que, en su envés, sienten una culpabilidad, triste y melancólica, por no estar pletóricos.

    Como una suerte de maestro de ceremonias encapuchado, de riguroso luto, Luis Felipe Alegre manifestó que la denominación de esta muestra colectiva es una crítica a certámenes como Expoarte, Iniciarte o Mundoarte, a la vez que una descripción de la situación que atraviesan los creadores. Recordó el rapsoda el duelo hacia Leopoldo María Panero, fallecido precisamente el día de la inauguración, e interpretó alguna pieza del poeta.  Pocos versos resumen mejor lo que es la inutilidad de la vida vista a través de los ojos de un maldito. Ahora que se ha ido Panero no habrá quien vocifere contra Zaragoza, España o el extranjero entero con lucidez y sin dinero. Ya van quedando mercaderes seudoculturales que hacen poemas de valeriana para sentarse en un ministerio de la propaganda o artistas del lujo que lo más cerca que han estado de la locura es en las rebajas de El Corte Inglés.

    Con él desaparece también la penúltima cuota de malditismo que, para disimular la ingestión caníbal, este terruño tolera. Pues, aprovechando su autoproclamada condición de póstumo en vida, porque “toda mi vida es una larga noche”, Panero ha sido el loco oficial. Y eso que nadie se ha ajustado más y mejor que él al diagnóstico de Chesterton: “El loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo menos la razón”. Algo así podría decirse de un ciclo cultural denominado ‘Putearte’. Acaso unos artistas fascinados por la figura del maldito, a medias cultivada por ellos, y a medias alimentada por sus devotos.

    Porque todos los malditos tienen su iglesia, sus santos lugares, sus evangelios. Existe un curioso grupo de espectadores (aquejado de fiebres románticas) para el que un artista, por convenio, es solo aquel que padece tuberculosis, sífilis, delirium tremens, síndrome de abstinencia o locura. Según este criterio, maldita sea, los artistas sublimes son los elegidos que sufren una mezcla de todas estas desgracias.

    La tierra de los artistas guarda un silencio cobarde a no ser que le toquen el bolsillo o gobierne un partido que no sea de la cuerda con la que se ahorcan. La digestión del tranxilium cultural se hace tan larga que ya casi merece la pena hacerse analfabeto para que todo lo aprendido, ay, parezca nuevo y tan excitante como el primer día de un escote.

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