Por Jesús Soria Caro
Los otros yoes, el yo libre no alcanzado, los otros posibles que no llegamos a ser y que caminan con nuestra subjetividad. Este es un tema central en la obra de Eduardo García.
Somos el que no ha recorrido las direcciones opuestas a lo que hemos sido y que dejamos en esos otros caminos no recorridos. El que dibuja nuestra individualidad delimita su trayecto con decisiones que determinan la creación de su personaje externo, lo que da lugar a una persona que tuvo otras posibilidades más libres, otras versiones mejores (aunque tal vez en algunas ocasiones fuesen peores) de sí mismo que quedaron fuera, pero que han quedado latentes.
Yo deseaba ser aquel que soy.
Ahora quisiera ser quien me soñaba.
Daría estos renglones sin dudarlo
por recobrar las vidas que perdí.
Son los mencionados otros yoes perdidos que forman parte de lo podríamos haber sido, esos caminos de la poesía que se recorren en el camino de los deseos:
Voy buscando a un hombre que huye tras mis pasos
su voz, su gesto grave, su silueta
Confundiéndose, lejos, entre la multitud.
Sé que lo acosaré con la mirada
sé que se ocultará a mis tristes ojos
que dejará un reguero de piezas inconexas, (…)
Al descubrir su cara lo comprendo.
Yo soy mi cazador, yo soy la presa;
yo soy quien me sonríe en la penumbra.
Nos separa un papel y sin embargo
no podré cruzar nunca ese desierto.
Es central la frontera del ser con sus yoes fragmentados. Al otro lado queda la voz libre, irracional, que conecta con los sueños, deseos, la libertad. Su ausencia provoca la disolución del yo, el sujeto puesto en crisis, la necesidad de recuperar nuestra parte libre anterior a la construcción de nuestra identidad determinada por las normas. Ese otro es la sombra, la versión diferente, mejorada que no alcanzamos, pero que siempre camina con nosotros, aunque dirija lo real el que hemos elaborado en nuestra personalidad, determinada por experiencias, elecciones. Es la sombra libre que nos recuerda que siempre podemos dejar de ser lo que creemos ser y crear una nueva verdad de nuestra identidad como ser libre que ha olvidado que lo puede ser:
Media vida
llevamos de cruzarnos, prisioneros
en planos de distinta densidad,
planos que interseccionan sin tocarse:
un idilio aplazado, una sed mutua.
Como el eco y la voz
nos saludamos a distancia.
Con idéntico gesto
nos asomamos al vacío.
La mano de carne y la mano de sombra
tan solo
confluyen
en aguas de la muerte
Aparece la Máscara como fragmentación del sujeto en voces o caras externas que esconden lo interno, un yo social tras el que se encierra un yo introspectivo oculto. Solo mostramos una cara que oculta lo que verdaderamente somos. Creamos una imagen externa que esconde lo que guardamos en el refugio de nuestra introspección. El yo es personaje de su persona y la máscara es la identidad que ofrece a los demás como parte de su personalidad:
Yo no soy quién tú crees
contemplas una máscara de acero.
Debajo de la máscara respira un mutilado.
Bajo la cicatriz está llorando un niño. (..)
Yo no soy quién tú crees:
habito otro lugar.
En todo este viaje introspectivo se produce un retorno del dolor que aparece en las zonas más complejas de nuestra interioridad. Solo al conocer lo extremo de tu yo en sus abismos, al experimentar el descenso a lo más difícil de tu oscuridad, es posible conocer todas las caras del auténtico yo. Es entonces cuando se puede regresar a la vida con la experiencia de quien regresó antes de la muerte interna para volver con más sabiduría:
Atravesar la oscuridad
-por amor a la luz. (…)
Y al llegar al final, al tocar fondo
en lo hondo de la sombra que se abisma
a tientas desgarrarle las costuras,
Recortarle el perfil ensimismado,
abrir brecha en la sombra, respirar
la brisa que ya incendia nuestro aliento.
En la hora del retorno
saltar a toda prisa al otro lado
y arrojarse a la vida y entregarse
sin cálculo ni miedo a la aventura;
y amar todas las cosas que se ofrecen,
su gracia renovada, su candor.
Y conservar del viaje en la mirada
el eco del abismo, la oscura transparencia,
esa luz malherida
de los supervivientes.
El sueño permite la entrada a esos niveles profundos del yo que anidan en lo onírico, en los laberintos más internos de nuestro yo que cuando regresa de las paredes del sueño, conoce ya las partes más libres de sí mismo que durante la consciencia del día ha olvidado. Se pueden recorrer esos pasillos de nuestra realidad silenciada por la normalidad y sus centros de verdad:
Al fondo de mismo hay cuatro puertas.
Desciendo por el pozo hacia los hondos
canales que me surcan. Pecho adentro
cruzo la oscuridad a ciegas (…)
la puerta del jardín de los deseos,
la puerta del instante prodigioso
la puerta de la infancia recobrada.
El yo se cree real, pero incluso cuando ha consolidado la imagen introspectiva de su yo definido hay algo de irreal en toda esto. La técnica que teorizó Andre Gide y que ha recorrido la historia del arte alude a una realidad dentro de otra en una sucesión casi infinita, así sucedía en “La meninas”, en Niebla de Unamuno en la que Augusto Pérez discute con su creador sobre su deseo de no morir y sobre el carácter tan irreal como el suyo que tenemos todos los que leemos su relato y el que lo ha escrito. Es la puesta en el abismo de ver que tal vez somos tan irreales o reales-ficticios como los seres de ficción. En este poema se alude a un posible deseo hacia una mujer que conlleva un posible engaño a su pareja y finalmente es la protagonista, que está al otro lado de la pantalla en una película, la amada del yo poético. Lo que conlleva una referencia a la película de Woody Allen La rosa púrpura de El Cairo:
…Mi mujer
no sospecha de ti; sólo pregunta
de dónde ese aire huérfano, esa leve
sonrisa que me vuelve transparente…
Esta noche nos vemos para siempre.
Cruzaré en un descuido la pantalla.
Me quedaré contigo al otro lado.
También el yo poético puede cruzar la frontera entre la ficción y la realidad en lo pictórico, así sucede en este texto en el que el yo poético salta a lado del cuadro, desde él nos saluda y establece allí su ubicación:
En el cuadro
Hace meses crucé por vez primera
el límite impreciso, el filo de los días.
Saludé a la mujer. Entré en el cuadro
con el paso levísimo
de aquel que cruza en sueños la frontera
de la luz y sonríe, deslumbrado, confuso.
Desde entonces camino por sus valles,
el sonido del agua me acompaña,
y más allá distancias imposibles,
el nocturno clamor de la jungla caliente
y la arena dormida del desierto…
Si lee este poema
ya no estaré yo aquí, me habré perdido
en el cuadro, seré su prisionero.
En tal caso contemple
al lado de la firma ese hombrecito
que amable le saluda.
Un rasgo estilístico que maneja a la perfección el poeta es la personificación, atribuir cualidades humanas a ideas abstractas, así lo hace con la vida. Es presentada como una mujer con la que citarse creyendo en su belleza para finalmente descubrir que es una amante con una identidad oscura, que provoca nuestra muerte:
¿Cómo reconciliarse con el mundo
si es tan necio, veleta, tarambana,
que es capaz de albergar al mismo tiempo
el Taj Mahal, los campos de exterminio,
la mezquindad, tu risa, la traición,
Y sin embargo y no obstante y pese a todo
acudimos al día como quien va a una cita
con una vieja amante casquivana,
la sonrisa planchada y el pañuelo
en el bolsillo izquierdo, siempre listo,
y hacemos el amor sin credenciales
o escribimos poemas que interpretan
la vida a su manera, como si ésta
Hubiera de aguardarnos a la vuelta
de la esquina, con su traje de novia
y su ramo de floresfunerarias
La tristeza llama, te besa y lo hace como si fuera un muñeco de cera. Impresionantes imágenes para reproducir el dolor ante la enfermedad que asoló al poeta y que anuncia que aunque ames la vida esta te da el beso de la muerte no deseada:
La tristeza se llama sinsentido
La tristeza no avisa por teléfono,
ni siquiera llama antes de entrar,
te coge con el traje o el pijama,
te coge acompañado y entonces hay que huir…
Besa como lo haría un muñeco de cera.
Cuando llega su hora se levanta,
se va como llegó pues la tristeza
se llama sinsentido.
Es especialmente hermoso el poema compuesto en el momento en el que se encontraba cerca de la muerte. La personificación alude a que ha bailado con ella cerca, ha sentido su aliento y su calor final (hay una clara conexión con las danzas medievales de la muerte), pero le pide que le deje más tiempo, ya que quiere continuar bailando con la vida:
Y ahora a qué vienes tú, la desdentada,
a sacarme a bailar tu danza fúnebre,
si estás en puros huesos. Quién te manda
madrugar a destiempo, acudir a deshora
en medio de la fiesta de la vida,
si lo tuyo es fluir en las tinieblas,
llegar cuando la música ha cesado
[…]
Vete a acunar cadáveres, malmuerta
que tú no tienes swing,
y déjame bailar a pierna suelta
una semana, un mes, un día más. (García, 2017: 359)
Eduardo García nos propone un camino por el yo, por sus desiertos y la lluvia de conciencia que debe hacer florecer la semilla de la mirada libre, perdida, anterior a la construcción de nuestra persona (personaje) social que ido configurándose de acuerdo a las normas y a las experiencias que nos han hecho dibujar una personalidad. Somos capaces de recuperar ese otro yo que siempre ha caminado con nosotros y es más libre, menos convencional, más salvaje, nos recuerda las posibilidades que perdimos, dejamos fuera de nuestra introspección. Nos señala el camino, que es el de regreso a lo mejor de nosotros…
BIBLIOGRAFÍA
García, Eduardo (2017): La lluvia en el desierto, Vandalia, Sevilla.