El otro lado de la vida. La mirada de karmelo C. Iribarren


Por Jesús Soria Caro

    La obra de Karmelo C. Iribarren es una mirada poética de la vida real, con su cara más difícil, sucia, con el dolor de la soledad, del abandono amoroso, de las oportunidades perdidas que nos definen tanto como las encontradas.

   Hay que saber ver, porque en eso otros ángulos también está el poeta mirando el mundo y cantando la vida tal y como es, con todos sus contrastes, con la necesidad de experimentar, sentir y seguir más allá de las luces o la oscuridad del escenario vital en el que nos encontremos.

   “La vieja” es un poema que recorre narrativamente de forma poética toda la vida de una persona. Una mujer que se prostituyó, pero para la que que eso no era lo más duro. Sin duda lo fue el maltrato al que le sometía su padre. Ella que fue puerto en el que entraban las almas de los náufragos marineros de su cuerpo sin identidad, lo perdió todo en el dolor de su vida. El poeta la mira con benevolencia, conoce su historia. Pudo ser uno de los que amaran su cuerpo, no lo hizo, no sabe por qué anuncia, para refutar posteriormente que sí sabe por qué no lo hizo. Es un retrato que comprende el dolor de esta mujer y, como metonimia, de todas aquellas que vivieron una situación dolorosa similar:

Recuerdo que una noche

-sola y borracha

me contó parte

de su azarosa historia-

Había pasado,

igual que una moneda,

de mano en mano,

[…]

“Al final -dijo-

todos buscan lo mismo,

aunque muy pocos

sepan exactamente

lo que quieren […]”

Luego añadió

que lo de hacer de puta

tampoco era tan malo

que lo jodido

de verdad

eran […] las palizas de su padre

[….]

Estuve un día tentado

de irme con ella al coche.

No lo hice,

y todavía no sé

muy bien por qué

O quizás sí.

[….]

Ha muerto, al fin,

en un asilo,

y olvidada de todos.

[…]

Yo quiero recordarla

aquí,

en este poema

que no le hace justicia (Iribarren, 2016: 35-37).

   Lo más sencillo de la vida, los coches que parpadean de luz con sus faros en la oscuridad de un túnel, le sirven para construir una alegoría de la vida. La existencia es un parpadeo en la oscuridad, rápido y siempre a la sombra. Nunca vemos todo lo que implica la verdad, como afirmaba Platón en el mito de la Caverna; vemos las sombras del fuego de la verdad en la pared de la caverna de lo real:

 

Lo pienso ahora que miro

por la ventana abierta

la autopista, viendo

cómo los coches parpadean

en el último tramo,

antes del túnel. Pienso

que así es la vida,

y que no hay nada más. Un leve

guiño de luz hacia la sombra

a mayor o menor velocidad (Iribarren, 2016, 39).

 

   La poesía puede surgir de todo lo que arde en el deseo, aunque luego el agua de la realidad lo reduzca a cenizas de realidad. Así sucede en la seducción amorosa. Las mujeres tienen el arte de crear un mundo donde hay desiertos de imaginación:

Al fondo de la barra

una mujer; una

mujer en principio

como tantas: que fuma,

bebe, ríe, charla, y se echa

         la melena para atrás;

ya digo, como tantas.

 

                                   Hasta que su

mirada se cruza acaso

con la tuya

-o a ti te lo parece-

         y por un breve

instante

el tiempo se detiene,

y esa mujer es única,

y todo cambia,

y todo puede pasar.

 

                                  Todo.

También

-como sucede

casi siempre-,

que no pase

absolutamente nada (Iribarren, 2016; 44).

 

   “La mujer de mis sueños” es como la de “El Rayo de luna” de Bécquer, una sombra de luz que perseguimos en las ruinas de nuestra soledad. Cuando creemos encontrarla, nos muestra su cuerpo de imaginación. Es un fantasma del deseo que no podemos alcanzar, no existe:

 

En todas las ciudades

que he pisado,

me ha parecido verte:

 

Un autobús que arranca

         y que no cojo,

o un ascensor cerrándose,

o doblando una esquina

hacia la noche,

o al fondo,

         entre el humo y voces,

de un bar de madrugada…

 

En cualquier sitio, siempre,

tu imagen que aparece

y desaparece (Iribarren, 2016; 48).

 

    La poesía en Karmelo es canto de la vida en todas sus posibilidades, por eso puede surgir del alcohol, siendo su centro temático nuestras primeras experiencias con él, en las que vivimos algunos momentos con otra intensidad. El color de la embriaguez añade fuerza a los instantes, sin embargo, con el paso de los años ya no es el mismo compañero de viaje, y su presencia nos otorga más melancolía:

Las primeras tienen

su cosa, es cierto. Otra vez

con el trago en la mano

uno se siente a gusto de sentirse

tan mal, de tener ese cuerpo,

de ser al fin el blanco

de miradas y risas.

[…]

Las últimas resacas

las auténticas, las de verdad,

las que ni risas ni miradas

que valgan, las del vómito

encima, las del asco.

y las lágrimas, las del miedo

         a vivir y a morir de repente

las de la más absoluta soledad,

 

esas, amigo mío, mejor

que no las tengas que pasar (Iribarren, 2016: 57-58).

 

            En su “Poética” el concepto de la poesía se define como un cantar la vida, buscar en la experiencia cercana o en la de los demás aquello que pueda ser poetizado. El poeta hace de su experiencia canto de aquello que es común a todos, encontrando la esencia de aquello que puede ser parecido, vivido de forma similar, sentido, compartido en otras vidas de otras personas:

 

Poner una palabra

detrás de otra

hasta llegar a la última.

Y cerrar con un

punto. Y que dentro

esté yo, o alguno

de vosotros,

o alguna, Haciendo

cualquier cosa

interesante (Iribarren, 2016: 59).

 

    La vida es un viaje a la verdad, a lo real con sus suciedades. En el tren del idealismo se debe llegar al destino del despertar, al igual que Don Quijote muere de realidad y conoce que ha caminado por los sueños, debemos ver lo difícil, lo duro, sucio, doloroso, hipócrita. Quienes no quieran bajar del tren de la ficción de lo perfecto tendrán como última estación el desierto de la verdad:

Los que no cogimos el último

Tren,

los que nos quedamos

en la estación,

a la intemperie,

solos,

con un par de ideas gastadas,

algún libro

y varios cartones

de tabaco,

seguimos resistiendo.

                                            Cuando regreséis

-porque vosotros

no vais a parte

alguna-,

os haremos pagar con intereses

todos los desperfectos

de vuestro absurdo triunfalismo.

 

La decisión es vuestra (Iribarren, 2016; 60).

 

    La vida está más allá de la ficción con la que nos hace creer en los finales perfectos, en los amores ideales, en la victoria del bien sobre el mal. Es real y hay que sobrevivir a sus ruinas. Esa es la verdad, la hace más difícil ese relato ficticio edulcorado que nos aleja de la verdadera necesidad de forjar nuestra capacidad de lucha:

 

Se acabó el cuento,

amigo: esto es la vida.

Todos los grandes sueños

con los que hasta ahora

te has entretenido,

puedes dejarlos a la entrada.

Aquí no sirven de nada (Iribarren, 2016: 65).

 

   Enamorarse es fácil, lo difícil es salir bien parado de ese proceso de arrojarse a la pasión, de perder el control del yo, querer ser en el tú parte de ti mismo, forjar un yo-tú que no existe. Es como si una gota de fuego quisiese ser uno con el mar. El yo sigue el desierto de su identidad, ningún tú lo puede llenar, sólo él mismo. El amor es un viaje en busca de una parte de nuestro yo que no existe muchas veces en la mujer amada, lo difícil es regresar de ese viaje a la realidad:

 

Enamorarse es fácil.

 

Uno puede enamorarse

-sin demasiado

esfuerzo-

varias veces al día,

a nada

que se lo proponga

y se mueva un poco por ahí;

y si es verano,

ni te cuento.

 

Enamorarse no tiene

mayor mérito.

Lo realmente difícil

-no conozco

ningún caso-

es salir entero

de una historia de amor (Iribarren, 2016: 67).

 

    La velocidad de la modernidad, se puede retratar en lo más cotidiano como es la conducción en coches modernos, veloces, última generación. Pero quienes se aferran a la velocidad de la modernidad están huyendo de sí mismos, no conocen los caminos de su introspección o les aterra hacerlo y por eso se alejan de la interioridad a toda velocidad:

 

Ahí los tienes

se aferran al volante,

miran hacia el

futuro,

y pisan hasta

el fondo

el acelerador.

 

Pobres ilusos:

 

como si pudiesen

escapar

de lo que son (Iribarren, 2016: 68).

 

   “Tragicomedia” recuerda la vida como teatro como afirmaba Jaime Gil de Biedma en “Que la vida iba en serio” donde al final de la trama se descubría el dolor trágico frente a la fuerte representación inicial en la que parecemos héroes invencibles. Así lo aplica Iribarren al amor, al principio somos actores de una comedia, llena de risas y placer, pero cuando todo termina somos personajes de una tragedia que conocen la destrucción del amor:

Es lo que tiene,

el amor:

 

empiezas siendo

el galán

protagonista

de una maravillosa

comedia,

 

y acabas

convirtiéndote

en un actor

sobrio,

serio,

de carácter,

 

solo que de

tu propia tragedia (Iribarren, 2016: 74).

 

   “A vivir” es un poema irónico de anti-suicidio. El dolor y la falta de sentido podría llevar al yo poético a la defensa de la auto-aniquilación. Sin embrago, la ironía ensalza la fuerza de oposición a la cara más dura de vida, afirmando que, ya que esta le trata como a un perro, que sea la vida quien termine con él:

 

Después de hacer balance,

tras considerar la situación

de arriba abajo,

en frío,

he decidido

no volarme hoy tampoco

la tapa de los sesos

[…]

Ya que me trata

peor que a un perro,

que se tome ella

la molestia de matarme (Iribarren, 2016: 76).

 

     La noche es un hilo de pasiones que en todas sus redes logra cruzar placeres, intensidades, bifurcaciones ocultas con el abismo, embriaguez, riesgo. Todo esto lo teje el poeta con las luces como un hilo de adicción a la vida. Los faros del taxi, los neones de los clubs, las farolas, todo es un hilo de luz que conecta la noche y sus pasiones:

 

Las luces amarillas de los taxis

tejen en la madrugada

una red de equívocos itinerarios

que dan forma a otra ciudad:

amores inconfesables,

transacciones clandestinas,

borrachos de mala sombra,

neones de dudosa condición.

Es la ciudad sumergida,

que algunos llaman del mal.

Seductora pero falsa,

como la estrella en el charco

está hecha de barro y luz (Iribarren, 2016: 109).

 

    “Palabras para un mendigo desconocido” es un texto que recuerda a todos aquellos que han quedado fuera de nuestro sistema, que es una cárcel que nos hace crear una vida en la que las cosas son el señor al que debemos servir como vasallo, pagamos deudas y tenemos que mantener todo lo que poseemos. Hay quien queda fuera, no tiene lo necesario para vivir, desde nuestra cárcel de bienestar aparente quedan expulsados a la miseria muchos sintecho. El poeta nos recuerda que ningún ser humano debería ser olvidado:

 

He pasado esta mañana

por el subterráneo,

a la hora de siempre,

pero no estabas.

En tu lugar, donde vivías

y bebías desde hace algunos meses,

sobre un pequeño pedazo

de cartón, junto a la triste vela

exánime, podían leerse

estas palabras: “la muerte

de cada ser humano

debería importarle a alguien” (Iribarren, 2016: 81).

 

   Un romántico disfrazado de cínico esa es una buena definición para el yo lírico, que conoció la luz de los sueños, la fuerza de creer en las cosas, pero que la realidad le despertó a golpes, con dolor, por eso de los sueños se nos advierte:

 

Lo fueron todo

y ya lo ves

ahora.

 

abatidos

          por los días iguales,

 como pasquines

en los charcos.

 

Vivir

se reduce

a esquivarlos (Iribarren, 2016: 96).

 

     “Los olvidados” es un poema dedicado a quienes han seguido más allá del dolor interior, los golpes y las negaciones de la vida. A pesar de todo han continuado en su lucha, sin entender el porqué del viaje, pero resistiendo, intentando saber la respuesta de la vida que tal vez sea solo una pregunta que no la encuentre. Es un retrato lírico de aquellos que no se quitaron del medio, llegaron hasta el final:

No los que deciden irse,

en un fogonazo

de locura,

ceguera

o rabia,

                          sino

los que se quedan

         aquí

                      (a oscuras

en la oscuridad interrogando

a su conciencia)

como a un jeroglífico

sin solución (Iribarren, 2016: 113).

 

    El poeta, el artista, es aquel que conecta con su yo-niño, su parte infantil que es libre de los prejuicios de lo posible, del peso de lo real que impide crear otros mundos, jugar con lo imposible. La personificación en la que el viento es amigo del yo-niño que es sujeto lírico del texto es de gran belleza, el viento levanta faldas, peina, se esconde, y se marcha con la tormenta de la realidad adulta:

 

Con la misma inocencia

que cuando era niño

y me ponía de cara

para que me despeinase,

he vuelto a divertirme

esta mañana con el viento.

Yo iba tranquilamente atravesando

.la ciudad, y él venía a mi lado,

como un perro sin dueño:

lo mismo se arrancaba a jugar

con unas faldas (y menudos juegos)

que pasaba de golpe

las hojas de un periódico

que volaba gorras o peinaba setos

o barría aceras, o se perdía un rato

entre las copas de los árboles

y al doblar la esquina

ahí estaba otra vez…

Sí, lo hemos pasado bien,

el viento y yo, esta mañana[..]

Ahora que veo desatarse la tormenta,

me lo imagino lejos, en dirección al sur (Iribarren, 2016: 140).           

 

            La vida con sus manchas de derrota, angustia, ausencia, es mirada por el poeta con la fuerza de quien resiste en el camino porque sabe que encontrará en su viaje luz, pasión, amor, pero también violencia, soledad y oscuridad. La poesía debe ser el canto de la vida desde todos sus ángulos. También desde los otros, los del dolor…

 

BIBLIOGRAFÍA:

Iribarren, Karmelo. C. (2016): Pequeños incidentes, Madrid, Visor.

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