Por María Sarmiento
La pintura es un lenguaje que unas veces representa la realidad y otras expresa ideas, sentimientos y ensoñaciones. Cuando ya nos hemos nutrido de imágenes observadas, todos podemos crear paisajes y figuras imaginarias e incluso inventar lugares nunca vistos, sólo fantaseados.
En cierto modo, hay veces que nos conmueve más el recuerdo borroso de lo que vimos que la realidad física de lo que realmente hemos visto. Lo saben bien las personas con necesidades especiales, a las que tanto admiramos por su capacidad creadora libre, desinhibida y hermosa.
En esta línea, Aragón vivido y soñado propone una interpretación de la cotidianidad aragonesa con un lenguaje propio y libre y una mirada amorosa hacia el entorno y la comunidad, alterando el mapa clásico conceptual de las formas para derivar hacia un expresionismo fauvista natural.
El paisaje se observa como un mito, como ilustración anticipada y optimista de una realidad que ha de llegar; las figuras, atrapadas en una mirada serena, quedan a la espera de ese nuevo mundo más vivible que también está por venir.
Aragón vivido y soñado es una pequeña muestra con raíces, una «crónica de la cotidianidad», tal y como expresaba ya el crítico Jaume Fábrega en la presentación de las exposiciones realizadas en los años 80 en la Sala Goya de Zaragoza, en la Sala Eureka de Madrid y la Sala Coso 34 de Huesca.
Ahora más que nunca, en una época en la que el modelo de sociedad y pensamiento y las pautas culturales y artísticas están en crisis, no es ocioso intentar redescubrir la realidad descargándola de las sujeciones y limitaciones propias de estilos académicos y trivialidades elitistas todavía persistentes. Y este redescubrimiento parte de una premisa que ya describía Van Gogh de la siguiente manera: «La naturaleza (Aragón, en este caso) me ha hablado, me ha contado algo y yo lo he anotado».
La exposición se pudo visitar hasta el pasado 28 de septiembre