Cinemagrafías: El pan, el vino y Jesucristo


Por Manuel Lorenzo
Texto de Martín Ballonga

   Nadie es inmune al pan y al vino, benditos sean, porque somos seres espirituales que también hemos de alimentar nuestras certezas. Ni tampoco a la belleza, la emoción o la envidia del consuelo que la fe ciega y las certezas absolutas proporcionan a las almas atribuladas.

     El olor de la semana santa es el incienso y todos los años escenifican la crucifixión de Cristo para que a nadie se le ocurra seguir su ejemplo. Pero para resucitar a un muerto nada mejor que los recortes de obleas sin consagrar que despachan en ‘Quiteria Martín’, caramelos de postín. El encargado de este centenario establecimiento, ateo gracias a dios, blasfema lo más grande por esa boca de la que no se le cae la hostia ni el copón ni la virgen ni todos los santos de la letanía. Es, en efecto, el rey de la blasfemia y las expresiones malsonantes, acaso porque no comulga con ruedas de molino. O porque ha conocido bien la iglesia, cosa que le ha permitido aprender latín, practicar el yudo (o judo, o como demonios se escriba) y adquirir disciplina, aunque es ateo en España y agnóstico en el extranjero. Pero tiene clientes católicos, apostólicos y romanos que no perdonan un bautizo, ni una comunión, ni una boda, ni un funeral. Como dios manda. Y recitan pasajes enteros de la liturgia por amor al santo espíritu. Y no se pierden una procesión, ya del silencio, los gitanos o los capirotes descalzos. Son, claro, los santeros, esos que hablan mucho de misericordia y la llevan a la práctica con cualquier llave de yudo.

  Los santeros te recuerdan cómo Pedro y los demás discípulos vivieron sus horas más oscuras tras la muerte de su maestro. O cómo Pilatos y Caifás sospecharon que los alumnos de Cristo robaron su cuerpo al no encontrarlo en su sepulcro. O cómo los revolucionarios zelotes planearon asesinar a Pilatos y cómo los apóstoles hicieron crear la iglesia fortalecidos por el espíritu santo, con el riesgo de ser perseguidos por las autoridades romanas y judías. Pero la tradición semanasantera, dulcemente sacrificada, debe mucho a las heterodoxias, pues tiene algo de carnaval, de fiesta en la que se impone el disfraz. Como el pan y el vino, que forman parte importante del ritual religioso.

  También hay caldos negros típicamente santeros, crianzas como ‘Redoble’, ‘Pasión cofrade’ y ‘Ecce homo’, elaborados respectivamente en Alcañiz, Cariñena y Borja, para sobrellevar mejor cualquier ruta del tambor y el bombo. Se supone que la agonía y muerte de Jesucristo dignifica el dolor y el sufrimiento al convertirlos en vehículos de la salvación. Es la sangre de Cristo. O sea, el vino. Pero tal exaltación de la tortura no deja de ser un delirio antinatural y casi pervertido, sobre todo en su versión barroca, cuando las huellas del látigo, los golpes y la corona de espinas aparecen representados en cuadros y esculturas con morboso detalle.

  En esos días de pasión, sentimiento y devoción, el ejercicio yudoca (o yudoka, o como demonios se escriba) ayuda lo suyo para desentumecer músculos. O para recobrar el oremus. Del mismo modo, la gastronomía sirve para recuperar fuerzas. Esas fechas concretas del calendario nos tienen reservados platos que no se preparan durante el resto del año. Aragón no podía ser menos y cuenta con un rico recetario semanasantero, acompañado de buenas hogazas de pan y rehogado del rico vino regional. De la solemne tradición religiosa a la fiesta pagana. O al revés: del buen comer y beber al recatado recogimiento.

  Las procesiones son ya la rama de un espectáculo culminado por las aportaciones de los legionarios con su cornetín y sus indescifrables andares. Porque somos paganos desde el fondo de los tartesios y los egipcios isíacos, los fenicios y los cartagineses y los púnicos, los íberos y su dama de Elche, los griegos y los romanos. Toman las calles una legión de flagelados y empalados, encapirotados y cantores, plañideras y costaleros, un pandemónium de hiperrealistas tallas de madera policromada que sangran y lloran, vírgenes dolientes y todo un dios torturado y crucificado en un nimbo de claveles reventones, jazmines, nardos, tantas flores fragantes y tantos cirios muy altos, en pasos que en nada desmerecerían de los fastos del hinduismo si avanzasen oscilantes a lomos de sagrados elefantes blancos.

  Cualquier yudoca también puede torturar a su contrincante y para ellos esta disciplina es su verdadera religión. Todas las culturas están impregnadas de religión, y a unas les sale la vena espiritual, y a otras, como a la cultura yudoca, la furia de la guerra santa. De hecho, un yudoca hizo de Jesucristo y le dieron con ganas, especialmente los romanos. Hizo el papel con verismo y sentimiento, pero los gritos y las lágrimas eran de verdad. Acaso falte un paso dedicado a los yudocas. Serían los costaleros del yudo. Y seguro que se agenciaban, llave va, llave viene, con el cirio más caro de la catedral. El cirio del copón bendito, maldita sea.

  Los yudocas han pasado esta semana santa su particular vía crucis. Y han llegado a la conclusión de que es tiempo de renovar la fe en el universo católico. La fe es algo que se tiene o no (de eso sabía mucho el maestro Buñuel), pero ellos piensan que se puede llegar a ella por un proceso de reflexión interior. O por un ambiente general que les impulsa a creer. Otros, en cambio, ven en estos pensamientos un sacrilegio. Acaso lo más conveniente sería que uniesen sus fuerzas, tanto los costaleros como los yudocas, para que pudiesen organizar una nueva cofradía del encuentro.

  Incluso estudian una semana santa que alcance dos semanas (una pública y otra concertada). Porque, en realidad, los yudocas creen en los milagros. En misa y repicando. Y alcanzan ese estado de nostalgia optimista a base de esfuerzos. De los desheredados será el reino de los cielos y su fe les consuela de las escandalosas carencias con la seguridad de una compensación eterna, aunque sea a ritmo de golpes y más golpes. El yudo es otro espectáculo barroco acompañado con silencios y algún grito. También con pan y vino, o chica y ron. La variedad es lo de menos. Lo que importa es el trago.

  Los cofrades y los yudocas son los parlamentarios del cuerpo y funcionan como registro estadístico a los distintos relatos alternativos generados por una doble naturaleza. El cristianismo es la religión de lo encarnado, de lo divino anatómicamente expresado, y ya se sabe que la visión de la carne cruda causará escándalo en el hedonista cartesiano, que tiene algo de vegano espiritual. Las procesiones reviven la sombra de la muerte, su estruendo. La semana santa, se tenga o no fe, debiera ser la ocasión anual para mirar los vertiginosos ojos claros de la muerte. No por morboso pasatiempo, ni necesariamente por católico precepto, sino, incluso, por sensatez pagana, para celebrar la certeza consoladora de Epicuro: “La muerte no me importa porque cuando estoy yo no está ella, y cuando está… entonces ya no estoy yo”.

  “El pan nuestro de cada día” queda integrado en la oración más repetida, relegando la referencia al vino a otros momentos. No es cuestión de estimular su consumo en un rezo. Demasiados problemas causan sus excesos en algunas sacristías. O en tabernas cercanas -o alejadas- de los lugares de culto. Pero mejor que acudir a la procesión de la cofradía de la sangre de Cristo es pasarse por la ‘Antigua casa Paricio’. Más, incluso, que practicar el yudo. Cierto desorden, maldita sea, puede albergar también una bella carga de espiritualidad. Ya lo dice el refrán: “Con pan y vino se adelante el camino”. La película ‘Marcelino, pan y vino’, de Ladislao Vajda, la dejamos para otra causa. No sea que nos dé por hacernos amigo de cualquier Cristo crucificado que encontremos en algún desván. ¡Jo!

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